lunes, 28 de diciembre de 2009

Ironías

La pequeña Rosa vaga sin encanto, soñando con ser una colorida mariposa.
Esconde bajo los párpados sucios, el llanto de la mañana, aquel que tímido asoma cuando el estómago gruñe, pidiendo la comida diariamente ausente.
Recorre las calles, suplicando por una limosna; su carita de ocho años se confunde con la indiferencia de los que deambulan apresurados sin tiempo a nada.
Alguien le tira una moneda, que cae al suelo y se va rodando, con un andar esquivo y tambaleante.
La pequeña Rosa la persigue sin ver y el coche que viene de frente es su cruel adiós.
Muere sin alas y descolorida, sin que a nadie le importe, por culpa de la moneda que anhelaba para no morir.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Triste contemplación de los días

El cristal cayó, casi rodando, sobre su hombro. Fue el golpe y un breve sonido lo que hizo que se diera cuenta. Buscó con la mirada sobre el suelo de baldosas y además de hojas, algún que otro papel, no veía nada, salvo, claro, baldosas.
Pero algo había golpeado su hombro. Se agachó y con cuidado, barrió las hojas con sus manos, y a los pocos segundos, lo había encontrado.
Era un cristal azul, de infinitas caras, tallado con una paciencia infinita, casi se diría, sobrehumana. ¿Existe una máquina que pueda hacer algo así? se preguntó en silencio, aún en cuclillas, con el cristal entre sus dedos alzándolo hacia la luz, mientras le gente iba y venía por la vereda, ajena a su contemplación.
Le había dado en el hombro, entonces tuvo que haber caído desde arriba. Meditaba sin apartar los ojos del pequeño cuerpo sólido que atrapaban con delicadeza y respeto sus dedos.
Logró sacar los ojos del cristal, aunque ahora lo apretaba fuerte con la mano, para sentir su presencia. Observó los balcones de las casas ubicadas en la vereda. Buscó ventanas abiertas, desde las cuales el destino pudiese haber empujado el objeto al vacío.
Todas cerradas. Los balcones ausentes. Las fachadas silentes. Ni la brisa le arrebataba a la imagen un signo de vitalidad. En cambio, alrededor suyo, las personas transitaban a velocidades siderales, casi llevándose por delante unos a otros.
Dio unos pasos hacia atrás, para alcanzar el cordón de la vereda. El ángulo le permitía ver ahora los hechos, pero salvo el volar de unos pájaros, hasta las azoteas parecían estar en otra cosa.
Delante de él, una hoja seca que dormitaba con muchas otras, levantó vuelo, impulsada por una corriente de aire burlona, desafiándolo a que la siguiera con la mirada.
La hoja se elevaba en tanto giraba sobre si mismo, como una bailarina girando su cuerpo. Hizo dos círculos completos y luego se confundió con las hojas vivas del árbol que en algún momento previo, la había dejado marchar.
Intentó seguirla atentamente, pero en medio del follaje la persecución visual se hizo imposible. Casi sin pensarlo, abrió la palma donde guardaba con cuidado el cristal y con la otra lo tomó y colocó delante de los ojos.
Su cara se iluminó al instante. El cristal permitía ver a través de él y las infinitas caras eran más que infinitas caras. De repente, el mundo delante de sus retinas se volvió azul y cada detalle, aspecto y sentimiento danzando en la dirección que enfocara quedaba en relieve, apreciándose milímetro a milímetro, como si estuviese observando por una lupa, pero todo el contexto a la vez.
Y a través del cristal, vio la hoja voladora nuevamente en el árbol, pero no atrapada por alguna rama u otras hojas, sino conectada otra vez con su vaina a la corteza y se la veía... feliz.
Se quitó el cristal y el mundo volvió a ser el de siempre, con el ser humano indiferente, las hojas perdiendo el color en el suelo, los árboles soportando estoicamente el silencio del olvido, las viviendas pálidas y anodinas calladas como siempre, el gris del cielo abarcándolo todo... suspiró triste, porque también allí estaba su hoja, otras vez sobre las baldosas. Nunca había vuelto al árbol, tan solo se había animado a volar alto, hasta que el viento dijo basta y su viaje terminó, regresando a dónde ahora pertenecía.
Volvió a usar el cristal y ahora observó a la gente. Todos sonreían, lo saludaban efusivamente al pasar y algunos hasta se detenían para darse un apretón de manos, un beso en la mejilla, un abrazo de renovada esperanza. Si hasta casi se le cae una lágrima al ver tanta humanidad en esa simple vereda. Pero al retirar el cristal azul, la realidad oscureció el momento. La realidad no tenía esperanza y entonces la lágrima al final cedió, pero cargada de pena.
Miró el cristal en su mano y volvió a buscar en lo alto, sin dejarse distraer por hojas llevadas por el tiempo ni las tristezas que flotaban alrededor y al fin lo encontró. Allí a lo lejos, alto, muy alto, donde los nubarrones que se habían retirado dejaron un hueco celeste, notó que el cielo tenía una mancha, tan ínfima que podía pasar imperceptible para todo aquel que no estuviera buscando una explicación.
Y así supo que lo que tenía en sus manos no era un cristal común, sino un pedazo de cielo, quizá, se decía, una lágrima que derramara ante la triste contemplación de todos los días.
Al menos el cielo, pensaba él, tenía la posibilidad de darnos su espalda oscura por la noche y olvidarse hasta el otro día. Nuestras penas, sin embargo, nos acompañan hasta la cama y perduran en los sueños. Guardó el cristal azul en el bolsillo y siguió caminando, aunque sin mucha certeza hacia dónde.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Cantar decembrino

Duerme la cordura su sueño más profundo,
despiertan polvorientos arcanos mensajeros,
preñada de alegorías, tan vieja como el mundo,
historia de profetas, de errantes pregoneros.

Porque sueñan peregrinos, errabundos, los lares;
se acallan multitudes, se avienen a ser uno
y a la sombra de sus piras, juegan en los altares,
hasta esfumarse, rendidos, aquel instante oportuno.

Confluyen los tiempos, el talón cae, violento,
y se preguntan -sin escarnio alguno- los mitos,
si puede retrotraerse de alguna manera el tiempo,
si olimpos, si panteones pueden ya no ser contritos.

En cambio viene del este, el que se alza imponente,
es quien dibuja las sombras, brillos, contraluces.
Quien empuja los vientos, los tiempos, aquiescente,
de quien se dice que fuerza a reconducir los cauces.

Algo pasó en el cielo, allá, sólo un pálido destello,
los conjuros se cerraron, rasgan los templos sus velos.
En la frente una señal, la segunda. Sí, el resello,
y lo podrido, de blanco, no puede mirar los cielos.

Y la señal, la segunda, ya deviene en tal denuncia,
-no hay gambetas ni elusiones que excusen la osadía-
está la marca en su mano, que con gestos se pronuncia,
está la lengua afilada y feroz ya siega la hipocresía.

Augures que acuñan las suertes que están echadas,
señores que acarician lo vacuo de sus altares,
monedas que ya cortan los dedos de la redada,
ya otra sangre es la que falta para dibujar cantares.

Aquellos que ya vendrán, porque se acerca la hora,
del día jamás pensado en que se jueguen destinos
de las manos que se cruzan cuando suene la anacora,
y se acaben las opciones, empujados al camino.

Y los lares y los duendes, querubines y baales
sabrán que maduro ya está el tiempo de la cosecha,
y se dormirán tranquilos bajo ligeros cendales,
cuando hayamos aprendido con la historia toda hecha.

viernes, 18 de diciembre de 2009

La del Mono


Para todos era el Mono. Para mí un tipo fantástico que se rebelaba ante la gravedad, que podía trepar al pino más alto. Que podía caerse desde allá arriba del árbol bellaco, incluso de espaldas, darse un flor de golpe, revolcarse un poco y pararse tajeado por todos lados para sacudir el polvo entre sus propias carcajadas insolentes.
Treparse era lo suyo. No había pared, ni tapial, ni columna que se le opusiera. El Mono. Largos brazos y unos rasgos que colaboraban precisamente para la exactitud del mote.
Bastaba un leve descuido para que dejara la altura común y nos mirara desde arriba.
Jugar a las escondidas con él era simple y complejo a la vez. Se sabía que estaría allá arriba. Pero los arribas eran muchos en la cuadra y el Mono aportaba ese cachito de sinrazón, de locura infantil, al más sagrado de los juegos, que transformaba en doble delicia las largas tardecitas a la vera del Chapuy.
Algunos pibes en el barrio tenían rifle. Los mejores posicionados un Mahely Master de calibre cinco y medio. Le seguían los de cuatro y medio. Mi hermano y yo no teníamos rifle. En parte porque no entraba en el presupuesto familiar, en parte porque mis viejos lo consideraban peligroso. Lo nuestro era la gomera, lo cual era un alivio para mí porque permitía evitar el simple expediente de matar un pajarito para ascender en consideración del grupo de chicos y la eterna culpa de haberlo hecho. Así y todo, lograba el préstamo de algún rifle de cuatro y medio eventualmente, tal vez por mi cara de ñata contra el vidrio al ver tirar a los demás. El Mono tenía un rifle marca Churrinche rasquísimo, que para mí tenía el caño curvo. Uno tenía que hacer un pequeño cálculo mental para acertar al blanco. Si apuntabas a un gorrión, por ejemplo, posado en una antena de televisión en alguna terraza del barrio -con el límpido paño celeste de fondo- podías ver fugazmente la extrañamente curva trayectoria del balín hacia la luna, lo que indicaba además que salía a una velocidad casi inofensiva.
Cuando el Mono salía con el Churrinche era una fiesta. Le tiraba a todo lo que se movía acertando hasta los razonable diez metros que permitía el artefacto. Pero jamás le acertaba a un pajarito. Y yo lo admiraba por esa puntería que fallaba ante tibios plumones. Además, lo prestaba siempre.
Era capaz de subirse a un oscilante pino de cualquier altura para mandarle balín a los macilentos jirones de barriletes enredados en los cables. Era capaz de hacernos reír desde que aparecía por el barrio a visitar a los tíos de la esquina, hasta que regresaba a su casa a la nochecita. Si sumamos a esto que el Mono era bueno y veraz, no quedaba margen para negar que su presencia en el barrio era, como dije, una fiesta.
Pero algo ensombrecía el aprecio por el Mono. Le falta un tornillo, decían los viejos de la cuadra. No hace cosas normales. ¿No ves la cara de loquito? Cómo le va a ir bien en la escuela si anda todo el tiempo subido a algo o con el rifle...
El Mono repetía de grado y no por primera vez. Mientras su hermano mayor era ya un correcto empleado, el Mono iba terminando a desgano la primaria, donde no podía treparse y mirar desde arriba. Donde la premisa era enrasar a todos para que miren desde abajo.
En la adolescencia apenas si le permitían salir. Su sonrisa y sus carcajadas permanentes eran más un recuerdo que un reflejo de su rostro. Ya no se trepaba. Había aprendido a mirar desde abajo. Era menos que todos.
Yo creo que entonces ya sabía que no iba a conseguir nunca un buen empleo ni iba a poder estudiar como casi todos los demás. Creo también que en el fondo de sus negros ojos guardaba la visión de cóndor que se le había negado. De cóndor que fue educado para vivir como un pavo, según el cuento.
Formó familia, se hizo testigo de jehová, después pentecostal -o al revés- sintiéndose alguien en una comunidad que le asignaba una tarea clara. Hacía changas, vestía siempre humildemente, pero se negaba a colaborar con su hermano que era otro tipo de trepador, de esos que estos tiempos llaman emprendedores cultivadores del esfuerzo ajeno.
En una época pasaba por casa, y por muchas otras, ofreciendo un pan de chicharrón que casi no ameritaba ser llamado pan ni ser de chicharrón. Y yo, que siempre envidié sus vuelos, su amor a las alturas, su inofensivo rifle, su recuerdo de caídas con carcajadas, le compraba sin animarme a confesar jamás mi secreta admiración.
Cuando dos por tres lo veo, juro que no puedo dejar de pensar en esta clase de gente como el Mono, Jovino, el Turco o Guasca que, ajenos al ritmo soberbio de la vanagloria, del vacío discurso que muchas veces puebla nuestras aulas, ajenos a objetivos cumplidos, autoayuda, coaching, ajenos a títulos honoríficos o distinciones, incapaces de discurrir en público, despreocupados por la inseguridad, el tipo de cambio, la ecología, la literatura de vanguardia, cruzamos en nuestras veredas tenidos a menos por quienes no nos sentimos ajenos.
Quizás sea porque no nos animamos a la inocente trepada del Mono por miedo a caernos o por miedo a -de una buena vez por todas- ver las cosas de otra manera...

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Así es la vida

Hombre grande y simpaticón era el Braulio Martínez, dueño del almacén de la esquina de casa. Recuerdo la mañana que el viento juguetón de agosto lo sorprendió barriendo la vereda y a Marisa, la chica linda de la cuadra, con la pollera suelta. La tela subió como para no querer volver a bajar y don Braulio que no era lento en ningún sentido batió las palmas, en una proclama de asentimiento, sin ruborizarse ni siquiera una pizca cuando la pobre Marisa, haciendo gala de su falta de humor pegó media vuelta, le metió tremenda mano en el rostro y siguió su camino, eso si, ahora sosteniendo el ruedo, para que no se le volviera a levantar.
Podría contar tantas anécdotas del almacenero que no nos iríamos más. Y se que usted está apurado. Pero no puedo dejar de reírme cuando me acuerdo de la vez que la vecina, creo que era Clotilde o Ramona, el nombre en realidad no viene al caso, le pidió a Braulio que le baja el gato del árbol. Lo que no tenía escalera se trajo del negocio un par de latas galletitas, de esas que venían antes, y las apiló. Pero era grandote de cuerpo, tirando a robusto, y las cajas cedieron. Flor de tortazo se pegó, pero mire como era el hombre que se levantó a las carcajadas y no va que la vieja le recrimina que en lugar de buscarle la mascota se pone a jugar, para qué, el Braulio se encaramó a una rama y de un manotazo bajó al animal: ¡Acá tiene el gato de mierda vecina" le dijo y se lo tiró de tal forma que se le prendió de una teta ahhh perdone, perdone que llore de la risa, pero si usted lo hubiese visto... ¡la cara de la vieja! y la del Braulio ni le cuento, por favor, si nos meábamos todos cuando andábamos por ahí.
En fin, así es la vida. La de personajes que uno conoce. Así que usted me dice que sabe quién es. ¿Sigue en el barrio? Porque yo me mudé, los estudios, después mis viejos vendieron la casa, se buscaron algo más chiquito y yo me instalé acá con la casa de velatorios. No me quejo, me va muy bien. Y allá quedó el barrio, con esos recuerdos que se vienen como en una oleada con solo escuchar un nombre conocido. Qué lindo recuerdo me ha traído, sinceramente. Y discúlpeme que insista, pero ¿de dónde lo conoce al Braulio Martínez? Ah, claro, si, el hombre que atropelló a su... claro, si, si, por Dios, que desgracia, siempre fue un peligro al volante ese hombre, en fin, así es la vida. Mejor le muestro lo que tenemos en ataúdes ¿le parece bien?

domingo, 13 de diciembre de 2009

Tragantúa

El problema de Alfonso López fue algo que siempre nos asombró de pequeños.
Algunos lo atribuían a la falta de leche materna durante su periodo de lactancia. Otros a una especie de bulimia compulsiva de palabras.
Pobre Alfonso, sufría por ser tan hambriento de frases.
La última vez que lo crucé caminando por calle Jujuy me miró de reojo y se perdió entre los alrededores del Club Riberas del Paraná.

Alfonso no era un mal tipo. Yo lo sabía mejor que nadie.
Pero los pequeños círculos de personas que lo rodeaban lo señalaban con el dedo acusador de quienes creen tener la verdad y el entendimiento para juzgar a sus vecinos.
Se decía que Alfonso no tenía respeto por nadie ni por nada.
Nunca saludaba, nunca respondía, nunca sonreía...

Como decía anteriormente, creo que fui la única persona que comprendí el gran problema de Alfonso, y aunque hoy ya no sirva de mucho se los voy a contar.

Alfonso sufría de un apetito voraz por las palabras y su encadenamientos. Soñaba despierto con las vocales sabrosas y coloridas. Su mente divagaba entre acentos y signos de puntuación.
De pequeño devoraba (y no literalmente) los diccionarios Larousse Ilustrados que ocultaban sus padres en los últimos estantes de la biblioteca heredada de sus abuelos.

Pobre Alfonso López, su devoción por la lengua lo llevó a extremos fuera de lo común.

La gran cruz que cargó desde su primera adolescencia fue el asombroso hecho de comerse sus propias palabras. Cada vez que Alfonso vocalizaba una frase, ésta se elaboraba cuidadosamente entre sus cuerdas vocales para salir de sus labios. En ese instante el pobre de López daba un paso adelante y engullía ferozmente la secuela de vocales y consonantes que clamaban por su libertad.
Así Alfonso devoraba día tras días su propias frases. Cuando intentaba decir "Hola" su apetito insaciable se deleitaba por una sabrosa H una O, una larga L y una dulce A.
Alfonso nunca fue un hombre irrespetuoso.
De haber podido habría saludado a cada uno de sus vecinos, nos habría regalado alguno de los grandes poemas que compuso para luego atragantarse con ellos.
Alfonso nunca fue una mala persona.
Pero sus vecinos nunca comprendieron que el problema era su hambrienta necesidad de palabras.

jueves, 3 de diciembre de 2009

De ilusiones pequeñas

Hizo rebotar la pelota de goma por última vez en el tapial del vecino y se metió en su casa. Pensaba en esas trenzas que lo distraían de día y le quitaban el sueño de noche.
Se sentó delante de la televisión sin ver y buscó en una revista vieja la compañía que no precisaba. Cenó cuando lo llamaron a pesar de no tener apetito y se acostó cuando sabía que era en vano porque no tenía sueño.
Aguardó que el sol se filtrara por su ventana y el despertador desde la habitación de su madre rompiera en un grito. Se levantó presuroso y feliz. Se lavó la cara, desayunó, besó a su madre y corrió a la escuela.
Ese amor de tercer grado lo tenía a maltraer. Cortó un jazmín en el camino y la esperó en la puerta. La vio venir. Sabía que estaba ruborizado antes que ella llegara a su lado.
Las trenzas color del trigo se balancearon delante de sus ojos, tan suaves y angelicales como las veía cada vez que, paradójicamente, los cerraba. Adelantó su mano, la que sostenía el jazmín.
Ella siguió caminando, sin siquiera dirigirle la mirada. ¿Acaso había visto su gesto? ¿Acaso no sospechaba de su amor? Suspiró con el corazón roto. Detrás venía su maestra, así que le regaló la flor.
Esperó el timbre tan triste como cada día y se metió en el aula abatido y sin flor. ¡Era largo el trecho hasta el próximo amanecer!... cuando el sol le indicara que una nueva posibilidad de hablarle acababa de nacer.