domingo, 27 de febrero de 2011

El juez

Este era su temor. Precisamente este. Mientras se acomodaba las vendas en sus pies, ajustando cada doblez, no dejaba de imaginar lo distinto que sería todo si hubiese hecho bien las cosas cuando le dieron la oportunidad.
Buscó en su bolso un peine y se acomodó el cabello en el pequeño baño que había en aquella habitación. La humedad recorría cada lado del sucio espejo y el aroma a orina llegaba con agresividad desde el inodoro, situado a medio metro de donde estaba parado.
Revisó el bolsillo superior de la camisa oscura. Estaban las dos, cómo debía ser. Palpó el del pantalón y allí faltaba algo. Buscó otra vez en su bolso y encontró lo que necesitaba: el silbato.
Volvió a sentarse y se colocó los botines. Apretó con fuerza los cordones. Sus dos compañeros estaban distentidos, cebando mates en otro rincón. Era normal, a ellos no lo habían rebajado de categoría. ¡Pero justo a esa...!
Suspiró, dejando escapar el aire en forma violenta. Si tan solo se hubiese ceñido a seguir las órdenes y no contrariar al comité de disciplina, estaría todavía dirigiendo la primera división regional o la categoría de ascenso. Pero no, como siempre le sucedía, había reaccionado. Cuando se calmó, la trompada ya estaba dada. Y nada menos que al presidente del comité.
Tuvo suerte que no lo expulsaran. Aunque enviarlo a esa categoría, la de Veteranos, era casi lo mismo. Una especie de prolongación precaria, que estaba a punto de vencerse. Claro que eso el comité no lo sabía.
En realidad hasta ahora todo marchaba bien. Hasta esta fecha. En el local jugaba el viejo de mierda que lo había echado el año pasado del trabajo. Un maldito que se la daba de jugador de fútbol, aún a pesar de su edad.
Tenía todo planeado. No podía evitarlo. Estaba en su naturaleza. Aquello que lo hacía enojar, indefectiblemente lo llevaba a la violencia. Y esta no sería una excepción. Había esperado mucho tiempo para tomarse revancha. Lástima que se daba en su ámbito de trabajo, el único que ahora le quedaba, justamente por culpa de ese hombre.
Sabía que ya no habría castigo cambiándolo a otra división. Ahora sería mayor y no de parte del comité.
Se puso de pie, miró la hora en su reloj y le hizo la seña a sus asistentes que fueran saliendo del vestuario. Entonces tomó del bolso el pequeño cuchillo que grabaría en sangre su venganza, lo guardó en el bolsillo del pantalón y salió hacia la cancha.

martes, 15 de febrero de 2011

La melodía desde el balcón

La noche era triste, sin brillo. A lo lejos, las luces de la ciudad titilaban, queriéndolo engañar. Pero no se dejaba, porque conocía la vida. Eran distracciones; la verdadera vista estaba alrededor, en los suburbios, donde los días eran grises por más que saliera el sol.
Desde el balcón veía las columnas de humo que las fábricas lanzaban al aire, con indiferencia. Desde las calles le llegaban las sirenas policiales y alguna que otra ambulancia. Escuchaba disparos, aquí y allá. No lo sorprendían, eran un ritual cuando reinaba la luna.
En el edifico las paredes delgadas le traían disputas y discusiones. En las escaleras o el ascensor, cuando funcionaba, era testigo de las consecuencias, de los rostros golpeados, resignados.
El mundo le sabía a pobreza, tanto humana como espiritual; le revolvía el estómago. La melodía que lo rodeaba era amarga, cruel, cínica. Sus estribillos sonaban a martillazos y las voces, eran gritos desafinados.
Una catástrofe, eso veía en cada rincón, en cada rostro. Era lo que sentía al caminar, al ir a trabajar, al toparse con sus vecinos. Y sin embargo, a lo lejos, aquellas luces querían decirle lo contrario, que todo estaba bien, como si un arbol navideño gigante se hubiera instalado a la distancia para absorber las penas.
Aferraba la baranda del balcón con fuerza, descargando la impotencia de sentirse una hoja más en el viento, arrastrado por la corriente hacia vaya saber donde. Eso era el mundo, su gente. Simples barriletes sin destino, de cuya cuerda ya nadie tiraba.
Se veía rebotando contra la tristeza de los cartoneros, la pena de los niños pidiendo monedas en la esquina, la señora del piso de arriba que hacía los mandados con el rostro golpeado, el dolor de los árboles que desaparecían, del aire que ya no se dejaba respirar, del mundo que de a poco moría...
Soltó la baranda, corrió hacia dentro del departamento y empujó el piano hacia afuera. Con fuerza, sudando, la espalda contra la madera, los pies apuntalados en el suelo y "¡hacia atrás! con alma y vida. Lo logró. Se dejó descansar apoyado en la butaca y una vez que recobró el aire, atacó las teclas.
La melodía viajó por los cielos, elevándose como una plegaria. Chopin, Mozart, Bach... los dedos parecían volar sobre el blanco y el negro. La ciudad de pronto tenía otro color, la noche había ganado brillo y a kilómetros podía oír un coro de ángeles.
Ejecutó una pieza tras otra. No le importaban los gritos desde los otros balcones, ni el teléfono sonando en su habitación. Los compases iban y venían, con vida propia. Tampoco se detuvo al escuchar el timbre de la puerta. ¿Qué era un timbre comparado con aquella belleza flotando hacia sus oídos? ¿Qué era la vida sin momentos como esos? Ante la muerte inminente, nada mejor que vivir un sueño.
Sus dedos eran ágiles, su mente se abrió como nunca. La intensidad de las notas apagaba todo dolor. Ni siquiera sintió cuando tiraron la puerta abajo, ni mucho menos cuando los agentes uniformados, apuntándole con las armas le pidieron que dejara de tocar. No escuchó ni vio. Le gritaban, lo amenazaban y el hombre siguió tocando.
Una de las armas se disparó y fue la última nota de la noche.
El barrio vitoreó el silencio, se conformó con las migajas. Y el mundo siguió muriendo.

jueves, 10 de febrero de 2011

El hombre y la puerta

Al hombre lo pusieron a cuidar una puerta. Debía vigilar que nadie saliera por la misma y mucho menos, intentara abrirla.
Lo sentaron en una silla color carmesí, le dejaron cerca una radio que emitía tangos y lo dejaron solo. Sin reloj, ni compañía. Solo la música y la puerta.
El hombre no parpadeaba en su afán de cumplir con su misión de la mejor manera. Al cabo de un tiempo, podía tararear mentalmente cada tango que pasaban por la radio. Un tiempo después, ya sabía que tango era al primer compás.
La puerta permanece aún cerrada y nadie ha intentado entrar o salir por la misma. La música sigue sonando. Y el hombre cumple su rol a la perfección y está orgulloso de eso.
Muy de vez en cuando, tan solo entre tema y tema, se pregunta que habrá del otro lado, pero muy de vez en cuando...

sábado, 5 de febrero de 2011

Sin fin

Son migajas dentro de una constelación, horrores sin perdón, objetos olvidados en un rincón de la eternidad. Causas perdidas, lágrimas de resignación. Son dolores que penetran las corazas, que acuchillan a mansalva. Rechazo de devoción.
El odio las carcome, intenta dejarlas atrás, esparcidas en el ayer. Se pierden, fuera de nuestra vista, en la intersección del no me acuerdo y ya no me importa.
Pero es mentira. No se van. Siguen allí. Y aparecen como hormigas que presagian lluvia. A cuestas llevan los aguijones que nos duelen. Al verlas, confesamos sin hablar, sin el acto de decir. Cuando menos lo esperamos, hemos vuelto a reincidir.
Volvemos a morder de ese pan, a dejar caer aquellas migajas que más adelante nos molestarán; cometemos esos horrores que jamás nos perdonaremos y dejaremos al olvido las cosas por las que valía la pena luchar.
En un círculo lacerante, sin darnos cuenta, nos lastimamos una y otra vez, dañándonos, dañando. En un juego de nunca acabar.

martes, 1 de febrero de 2011

Seducido

El la miraba anonadado desde el zaguán. Ella pasaba todas las tardes, siempre a la misma hora, con paso lento, que a sus ojos se antojaba sensual.
Sus ropas solían provocarlo, hacerle sentir que el corazón le palpitaba a toda velocidad. El negro le sentaba bien, resaltaba sus curvas, adhiriendo a su cuerpo la elegancia justa para semejante rostro.
Le sonría a su paso y ella, a veces, contestaba con un gesto similar. Pero la mayoría de las veces, bajaba la vista y seguía su andar, en una mezcla de timidez y pudor.
Caminaba sola, bajo la sombra de los tilos, a esa hora mágica en la que él sabía, iba verla pasar.
Muchas veces se prometió hablarle, saludarla, preguntarle el nombre. Sin embargo se contuvo cada vez.
El hábito negro era una barrera difícil de franquear.