sábado, 31 de marzo de 2012

Las pastillas de la anciana

Casi con timidez le hizo la pregunta.
- ¿Podrán ser dos?
El hombre la observó por encima de sus gafas y sin poner objeciones, le recetó dos cajas en lugar de una.
La mujer tomó los papeles y los guardó rápidamente en su cartera, como temiendo que se arrepintiera.
Caminó con esfuerzo hasta el puesto de venta más cercano. Sus pies no podían llevarla más ligera. Mostró orgullosa sus recetas y esperó a cambio las dos cajas. Pagó satisfecha y se fue.
A medida que veía las casas de su cuadra, sonreía. Se le antojaba un día perfecto. Llevaba las dos cajas dentro de la cartera.
Ahora que tenía una de más, podía llevar adelante su plan. Tomó la suya, la de cada mediodía. Sacó otras tres pastillas, de la segunda caja. La de repuesto, pensó. Y las metió empujando con los dedos dentro de un pedazo de carne.
Salió sigilosa al patio, tratando de no hacer ruido. De todas formas el canino del vecino la escuchó y comenzó a ladrarle con furia. Ella le arrojó el bocado directamente encima de la cabeza.
El perro dio un salto y lo atrapó en el aire.
- Pobre de vos, perro malo - le espetó, volviéndose al interior de su vivienda. Con suerte, lo dormiría hasta la noche y así podría salir a regar sus plantas sin tener que soportar tanto ladrido.
Esperó prudencialmente una hora y se asomó al patio. Fue instantáneo. El animal la toreó con odio. Se imaginó que en los perros, la pastilla demoraría más tiempo en hacer efecto. Volvió a salir sesenta minutos después. Escuchó los ladridos ni bien puso un pie en el patio.
No entendía que sucedía. Aquello no daba resultado. Miró la hora. El doctor aún estaría en el consultorio. Esta vez no caminó, pidió un taxi. Llegó justo para pararlo en la puerta. En pocas palabras le dijo que la pastilla no estaba haciendo efecto (nunca explicó en quién).
El doctor le sonrió.
- Doña Amanda, sin embargo a usted la veo bien, enérgica, llena de fuerza, mire como se la nota exaltada. Déjeme decirle que en realidad nunca le han hecho nada, es un placebo. Es hora que lo sepa. Usted está sana, sucede que cree que necesita de las pastillas para estar bien.
- ¡No! - le recriminó ella. - No estoy bien, el perro me ataca continuamente, cómo puede decir que estoy bien.
- ¿Qué perro? Amanda, le hablo de su salud, usted...
- Yo nada. El perro es el que me molesta y usted me da pastillas que no hacen nada. ¿Cómo quiere que esté bien?
- Usted está bien Amanda, entiéndalo.
- Dígame entonces cómo estar mal en serio, cómo estar tan mal como para que me recete el medicamento verdadero.
- Por favor Amanda, no diga estupideces.
- ¿Estupideces? Claro, usted con su guardapolvo blanco, su auto cuatro puertas, vive ajeno a este mundo, donde los perros ladran y una no puede estar ni siquiera en su propio patio.
El hombre estaba perdiendo la paciencia.
- Si lo que la molestan son los perros, hable con los dueños, pero no se haga recetar fármacos para intentar envenenarlos o lo que sea. La podría denunciar si quisiera.
- Me da remedios que no sirven, ahora me quiere denunciar. Usted es un delincuente, le tendrían que sacar la licencia.
- Amanda, escúcheme. Me está haciendo enojar. Présteme atención, ya estoy podrido de seguirle el juego. No soy doctor, soy electricista y usted se empeña en venir todas las semanas al negocio de reparación a pedirme lo mismo. Y después sale y compra cajitas de Sugus en el kiosco de enfrente. ¿Sabe algo Amanda? Me cago en el barrio de mierda este que le sigue la corriente. ¿Sabe dónde tendrían que estar los locos como usted? ¡En un puto psiquiátrico! Así que déjeme de joder Amanda.
Se marchó dando grandes zancadas, lejos de todo juego.
La anciana mujer se quedó endeble ante la brisa, observando como se alejaba aquella persona.
- ¿Por qué me tuvo que decir tantas barbaridades? - se preguntó - ¿Puede un doctor ser tan bestia?
Suspiró profundamente. Tenía el semblante triste. Pero de repente abrió los ojos bien grandes y esbozó una sonrisa:
- ¡El cardiólogo quizá me las pueda recetar! - dijo en voz alta y tras cruzar la calle, se metió en la carnicería.

lunes, 12 de marzo de 2012

Aniversario

Quedó petrificado delante del calendario. Ese almanaque tan feo que ella había puesto en un costado de la alacena. El mes de marzo estaba rodeado con fibrón rojo y decía en letras grandes "Aniversario".
¡Lo había olvidado! Y entonces supo lo otro, lo peor, aquello que lo había dejado como una roca. Tampoco recordaba la fecha exacta.
Pensar no era su fuerte. ¿Sería en la primera semana? No le convenía, ya había pasado. ¿Y acaso ella no había estado distante los últimos días? Con seguridad la fecha había pasado y ella estaba buscando la manera de echárselo en cara.
Pero tampoco podía quedarse con esa idea, podía ser que aún no llegase la fecha y de esa forma, tendría tiempo para sorprenderla. Pero... ¿cómo iba a averiguar el día exacto? No quedaba bien preguntárselo, y tampoco quería arriesgarse a decir algo como "amor, que te parece si para el aniversario vamos a cenar, te parece esa misma noche o un sábado". Podía funcionar, a menos que cayera un sábado. O que ya hubiese pasado, lo que le daría el pie a ella para arrojar sobre él una catarata de insultos.
Debía hacer algo. Ella entró a la cocina. Traía las compras para el día. La ayudó con las bolsas y le dio un beso. Luego le mostró la mejor de las sonrisas y se lanzó a su suerte: "Amor, que te parece si vamos a cenar para el aniversario".
Ella sonrió de alegría y lo abrazó con ganas. Qué bueno es que tenga tanta mala memoria, pensó. El mes pasado ya había resultado, y ahora otra vez. Suspiró contenta. Para abril iría pensando en un restaurant húngaro, estaba antojada de goulash, pero para esta invitación no tenía dudas: sushi en un japonés.

jueves, 8 de marzo de 2012

Semblanza de una rutina

Aún es temprano, piensa, pero así y todo abandona la cama y se entrega a la rutina. Por la ventana divisa los últimos vestigios de la noche, que ya remite, buscando refugio ante la salida del sol.
Mientras pone el agua en la pava, repasa los quehaceres de la mañana. Lo atrapa el canto del gallo, quebrando la penumbra. Le gusta aquel momento, lo disfruta. Pone la pava al fuego y busca el mate. Lo lava bien y vierte yerba de un solo lado del hueco.
Se asoma al patio y respira con fuerza. El aire puro penetra con vigor en su cuerpo. El amanecer es inminente. Vuelve al interior y apaga el fuego. Con cuidado hecha el agua en el termo.
Vuelca el agua en la parte sin yerba del mate y luego coloca la bombilla. Le da un primer sorbo, cuidando de no quemarse. Aprueba con una sonrisa. Suave, como a él le gusta.
Se pone la camisa y las botas. Toma el termo, el mate y un sombrero para cuando asome el sol. Sale otra vez, pero ahora por la puerta del frente. Lo espera un viejo tractor, que anhela lo jubilen.
Sube, pero antes de ponerlo en marcha, permanece allí contemplando el infinito verde. Algunas manchas amarillas en el paisaje le recuerdan semanas de sequía. Sorbe un trago. El mate está delicioso. Ceba un par de mates más y luego pone en funcionamiento el motor.
La máquina escupe ruidos durante unos segundos, pero finalmente entona su canto habitual, ese que indica que todo marcha bien. El sol ya está saliendo. De la noche solo queda el canto de algunos grillos y algo del fresco que lo había obligado a cerrar las ventanas algunas horas antes.
Se aleja en el viejo trasto, enarbolando una sonrisa. No hay mejor prisión que la propia libertad.

sábado, 3 de marzo de 2012

Alquimia del dolor

Sobre las teclas del piano las manos van y vienen, mientras los dedos caen en pinceladas que despiertan sonidos armónicos arrancados al silencio, a la habitación vacía, tan solo ocupada por él, ese cuerpo en pena, que encorvado sobre los dientes blancos y negros del colosal instrumento destierran al olvido los dolores del pasado.
Eso en realidad desea, anhela, casi como una súplica, pero sin darse cuenta lo único que está logrando es un principio de la alquimia, transformando las heridas en notas, los crudos recuerdos en melodías que ahora envuelven la sala, recorren los rincones y penetran en sus oídos, regresando consigo el ayer que quería olvidar.
Y de esa manera descubre algo más, una revelación que lo asfixia, lo deja sin consuelo: el dolor no tiene final. Partitura eterna de la vida, ni siquiera muere en la muerte. Se transmuta, escapa, vuela, sin que nadie sepa donde irá a detenerse la próxima vez.