viernes, 29 de enero de 2010

Más que dibujos

Su mano diestra zigzagueaba con soltura sobre el papel, dejando en cada movimiento un nuevo trazo de color. La imagen cobraba sentido con fuerza y elegancia, sumando detalles y texturas en la misma medida que él sentía le estaba volcando alma a su creación.
Fue entonces que apareció Molinari, el rector. Hombre serio, de semblante aburrido. Se detuvo a su lado y lo observó dibujar unos pocos segundos. Quebró el silencio con una frase de compromiso.
- Te está quedando lindo el dibujo, Felipe.
La mano se detuvo, la obra quedó en pausa. El no podía creer lo que había escuchado. Lentamente, intentando ocultar el odio que sin dudas ya se había trasladado a su mirada, giró su cabeza hacia el lado de donde había provenido la voz.
Molinari sospechó que había dicho algo impropio al ver ese rostro, pero ignoraba qué. Sin embargo, él se lo hizo saber de inmediato.
- ¿Cómo "el dibujo"? ¿Para usted esto es solo un dibujo? ¿Acaso está ciego, no lo ve? Esto está lleno de vida, mire bien, no opine desde lejos, acérquese al papel, vea milímetro a milímetro, comprenda cada porción de lo que hay en la hoja y atrévase nuevamente a decirme que es un "dibujo".
La voz sonaba desafiante, agitada, visiblemente afectada por el comentario. Molinari no sabía que decirle al joven. Apenas si atinó a estirar el cuerpo y la cara hacia el papel, para observar de más cerca pero en su opinión, seguía siendo "un lindo" dibujo.
- La verdad pibe - le dijo para salvar la situación - tenés razón, mirá si seré idiota, es sensacional lo que estás haciendo, el papel parece... tener vida.
Y sonrió como un estúpido, para luego alejarse por donde había venido.
El se dio cuenta que no había sido sincero, pero si seguía disgustado, no podría seguir dándole alma a su obra, así que se sereno y volvió a lo suyo.
- Ven lo que les digo, si uno intenta acercar a la gente de la verdad, salen corriendo. Pero no, el loco es uno. Es hora que se vayan dando cuenta que tienen encerrado en un manicomio al cuerdo y los locos, andan sueltos. ¿O me equivoco?
- Para nada Felipe - contestó uno de los hombrecitos del dibujo - si nos damos cuenta desde acá de lo que pasa en tu mundo. Por suerte hay tipos como vos que se encargan de abrirnos estas ventanas para aprender un poco más y no cometer los mismos errores en nuestras vidas.

domingo, 24 de enero de 2010

El pedazo de pan

Por las tardes, después de la siesta, solía ir hasta lo de doña Pepa a buscar un pedazo de pan. Doña Pepa se lo apartaba al mediodía, sabiendo que él no faltaría al ritual de cada día.
Golpe de palmas, el silencio de la espera y luego, el sonido de la llave abriendo desde adentro y la puerta que finalmente se abría, dejando lugar a la frágil figura de aquella anciana, tan noble como gentil, que apoyándose con firmeza en el bastón atravesaba el pequeño jardín que tenía delante de su casa y acercándose con una expresión de dulzura en el rostro, le tendía el pan entre los barrotes de las rejas que separaban su hogar de la vereda.
El "muchas gracias", la inclinación de cabeza como asintiendo esas mismas palabras y el alejarse contento, con la comida en las manos. Luego la plaza, la sombra de las palmeras, y el picoteo de a poco de ese pan tan valioso, que hacía de almuerzo, merienda y cena.
Cuando esa tarde, tras golpear varias veces las manos delante de la casa doña Pepa, no escuchó el sonido angelical de las llaves, presintió algo feo. Golpeó una o dos veces más, hasta que un vecino cansado quizá del ruido que estaba haciendo, salió a la vereda y le informó que no insistiera, que doña Pepa había muerto la noche anterior y sus hijos habían llevado su cuerpo a cremar.
Tal fue la sorpresa, que no supo como tomarlo. Aquella anciana tan amable, ya no existía. Y más allá de su pan, que evitaba el dolor de estómago, el sentimiento de pérdida era inmenso, y ahora lo que le dolía era el corazón.
Triste y meditabundo, caminó por las sombras de la tarde hasta su plaza de todos los días. Buscó su banco, donde prácticamente vivía, salvo noches de invierno muy duras en las que buscaba algún refugio. Allí estaba, con sus pocas pertenencias, tan vacío como su alma.
Sin embargo, al sentarse, vio en una bolsita sobre sus cosas, un pan como los que le daba doña Pepa y al fin sintió que una sonrisa despertaba en su cara. Y mirando al cielo, se lo devoró con gusto.

domingo, 17 de enero de 2010

Hombre al agua

Lo golpeó la botavara. De alguna forma el cuadernal se había zafado y la oscilación del madero horizontal, chocándole la espalda, fue suficiente para que perdiera el equilibrio y cayera por la borda.
Sabía que estaba a dos kilómetros metros de la costa y que su embarcación iba a unos siete nudos de velocidad. Si hubiese caído por babor, hubiese tenido la suerte de tener a mano la red de pesca. Pero por estribor, solo tenía el extenso mar rodeándolo.
El peor de los problemas, era que no sabía nadar. Siempre mentía al respecto al renovar su licencia náutica. Ahora se arrepentía de haber hecho valer en todas esas oportunidades su influencia política.
Aunque maldecía sobre todo, el no tener puesto un chaleco salvavidas. ¿Cómo se iba a imaginar que la botavara iba a golpearlo?
Veía alejándose la vela de su embarcación, sostenida por un mástil cada vez más inalcanzable, incluso para la vista. El oleaje lo arrastraba con rumbo incierto y desesperación creciente.
Hacía lo imposible por mantenerse a flote, pero suponía que lo único que lograba era cansarse y empeorar las cosas. Cabeceaba en todas direcciones, escupiendo el agua salada que se filtraba por la boca.
A lo lejos, en el horizonte, creyó ver algo. Pero lo que era esperanza trocó en ironía. Su propia embarcación, con la vela en libertad de acción debido a la botavara suelta, viajaba ahora otra dirección, pero no justamente en la suya.
Pensó que todo se limitaría a resignarse y aguardar el final, simple, sencillamente. Las piernas se le estaban acalambrando y el cansancio haciendo estragos. Bastante había aguantado a flote.
Ahora vendría el descenso, la caída libre en cámara lenta, la mente puesta en su mujer que había quedado en la casa de la playa, mientras el cielo iba perdiéndose cada vez más cubierto por una capa de agua intensa, sabiendo que sus hijos se enterarían estando en etapa de exámenes en la facultad, en tanto los colores se iban apagando y los rayos de sol se veían cada segundo que pasaba más distantes... todo hubiera sido así, si no fuese por esos dientes enormes que vio a último momento llevándose una de sus piernas y mordiendo con ahínco su abdomen, no dejándole ni siquiera la oportunidad de morir en paz.

miércoles, 13 de enero de 2010

De cómo te trata la vida


Julián salió de su departamento temprano. Fue hasta la plaza. Se detuvo a charlar con otros jubilados. El sol de la mañana lo reconfortaba, se sentía vital y con muchas ganas de vivir.

Elena amaneció pensando en qué motivos podía tener ella para sentirse feliz o siquiera para levantarse de su cama. No abrió la ventana, demasiado sol; además, pensaba, para qué asomarse si la gente hace su vida, si hasta se saludan gentiles y sonrientes.

Julián se encontró con Manuel. Intercambiaron novedades de achaques entre apuestas de quién sería el primero de partir al más allá y tirarle del dedo gordo del pie al otro durante un sueño.

Elena tuvo que salir al fin a hacer las compras, al cruzarse con Marcela compitieron un rato acerca de quién estaba más enferma y dolorida. Fue empate en muchos goles.

Al ver a Julián, Aníbal cruzó la calle apresurado y se puso a caminar a su lado, mientras desgranaba las malas nuevas del gobierno que es un desastre, de los precios que no dejan mantener la camioneta importada y de todo aquello que hacía su vida imposible. Julián lo palmeó e intentó decirle algunas palabras de aliento antes de separarse en una esquina.

En el súper, Elena vio a Juana e intentó comunicarle un poco de su desazón y resentimiento que, al fin de cuentas, eran compartidos por muchos. Pero Juana empezó a reírse y ella insultándola por lo bajo y se apartó buscando otra víctima.

Al fin, Julián llegó a casa y se puso a pasar el trapo en el comedor, que buena falta le hacía.

Cuando llegó Elena, desde la misma puerta entró protestando una vez más, otra vez más… El cariñoso gesto de amor de su esposo fue lo que colmó el vaso. Se dijo para sus adentros que todo había sido una incongruencia, que no era justo, que por qué a ella le tocaba sufrir así. Pero que se terminaba. Eran viejos, nadie sospecharía del veneno de ratas. Una descompostura, una descompensación y listo.

En el velatorio de su esposo hubo los suficientes oídos dispuestos a escuchar a Elena renegar de cómo la vida la trató siempre tan mal, que le quitó la última sonrisa al llevarse al santo de Julián, que había sido lo único por lo que se conservaba aún viva.

sábado, 9 de enero de 2010

Dormido escribe mejor

El gran problema de Rogelio es que solo podía escribir si estaba dormido. Era un excelente periodista, lograba muy buenas entrevistas, estaba bien informado, era objetivo y se había ganado la confianza de muchas fuentes informativas.
Cuando llegaba a la redacción, cinco de la tarde, necesitaba meterse en su oficina, cerrar las persianas de su ventana y acomodarse en su sillón para luego caer rendido de cansancio con la cabeza sobre el escritorio.
Por alguna extraña razón, cuando despertaba, casi siempre sobresaltado por alguien que ingresaba a su lugar de trabajo, disimulaba las ojeras y hacia como seguía tecleando en su computadora.
Claro que el asombro corría por parte del propio Rogelio, que al mirar bien la pantalla veía casi sin poder creerlo que ya tenía la mitad de la nota hecha. Y ni siquiera recordaba cuando lo había escrito.
Tantas veces le sucedió esto, que llegó a la inevitable conclusión: tenía el don de escribir dormido.
Con este secreto a cuestas, organizó mejor sus actividades. Ahora tenía tiempo no solo para hacer su trabajo, sino para divertirse, juntarse con los amigos que hacía tiempo no veía. En síntesis, recuperar la vida social que el oficio le había hecho a un lado.
Y cuando le preguntaban "Rogelio ¿no tenés que ir a escribir?" el les respondía "no se preocupen, puedo escribir hasta con los ojos cerrados".
Lo que nunca iba a sospechar Rogelio era que un buen día sufriría de insomnio. Durante casi una semana, no pudo conciliar el sueño. Y no solo era malo para la salud, también lo era laboralmente, porque por más que entrevistara, buscase información, cotejara datos, tuviera en sus manos primicias absolutas, no podía hacer nada con ellas, porque no podía escribir.
La primera noche luego del insomnio en la que pudo dormir, tuvo pesadillas. Y al despertar, descubrió que había escrito cosas sin sentido. Nada relacionado con lo que debía preparar.
De todas formas, ya era algo. Se sintió más aliviado. De ver la página en blanco los últimos siete días, a cinco o seis líneas con textos que a simple vista le eran indescifrables.
Las noches siguientes fue alternando pesadillas con sueños buenos, sin embargo al despertar, seguían los textos que él llamaba "raros". También cuando se dormía en su oficina escribía de la misma manera.
Una tarde, buscando ideas en otras secciones del diario, puso la mirada en los obituarios. Sintió que se le erizaba hasta el último vello del cuerpo. Conocía los textos que estaban impresos. Salvo los nombres de los difuntos, el resto, eran los escritos que encontraba en su computadora o anotador al despertar.
Corrió a ver a su jefe de redacción, le comentó lo que le estaba sucediendo. Era fascinante. Anticipaba los obituarios, con muchos días de antelación. A excepción del nombre de la persona fallecida, el resto era un calco, letra por letra, de lo que sus pesadillas le dictaban. Estaba entusiasmado, se había convertido en un fenómeno.
Su jefe de redacción lo miró, con la misma tranquilidad que pudiera observar un orangután detrás de una jaula en el zoológico y le extendió una pila de carpetas para que las agarrara.
- Rogelio - comenzó a decirle, en tanto Rogelio soñaba con ser él la noticia, el centro de atención, el... - Rogelio, por favor, préstame atención. Desde hace varias semanas que no escribís una nota y ahora me decís que los obituarios que están saliendo, vos ya los escribiste antes. Bueno Rogelio, hemos encontrado la solución a tu problema.
Hoy en día Rogelio es jefe de obituarios. Su nuevo gran problema es que considera a la misma, como un área muerta. De todas formas, el trabajo lo lleva siempre por adelantado.

domingo, 3 de enero de 2010

La salvación

Un hombre cubierto con un rompevientos naranja los iba apurando para que subieran al bote salvavidas. A sus espaldas, la embarcación más grande se estaba hundiendo. Ninguno quería volver la mirada, tampoco necesitaban hacerlo, porque los sonidos de fondo y la turbulencia del agua prácticamente pintaban en sus mentes la escena trágica.
El viento salpicaba los rostros de agua salada. En otra ocasión, los habría molestado. En ese instante era una nimiedad. El bote ya estaba lleno. Era para doce, pero dentro habían subido a quince. El hombre del rompevientos naranja detuvo a una niña de diez años que iba a subir.
La mandó al bote de al lado. La nena gritó que "no", con toda la fuerza que el miedo puede permitirle a uno en un momento así, gritar que "no". Es que su hermanita de cinco y su hermano de siete habían subido a "ese" bote, gritaba señalando acusadoramente con la mano.
Pero al hombre de naranja poco le importó y tomándola del codo la empujó hacia otra persona con un rompevientos del mismo color, ubicada a unos metros. En tanto, en el bote, la nenita de cinco y el nenito de siete, lloraban sin consuelo, abrazados entre si, temerosos de lo que les podría pasar, pero principalmente aliviados.
Aún tenían chance de escapar de esa loca niña, llevada ahora en otro bote, pero que estando en el crucero, haciéndose pasar por hermana de ellos, los había maltratado mientras los mantenía encerrado en el baño, junto al cuerpo de su madre, a quién había matado por no permitir que se integrara a ese seno familiar que tanto la atraía.