domingo, 8 de junio de 2008

Toro siberiano

Arreciaba la nieve sin contemplaciones y la noche se sumía en un silencio que azotado sin respiro por el silbido demoníaco del viento, transportaba en sus alas transparentes lúgubres noticias para los campesinos de la región, quienes encerrados en sus robustas viviendas daban cuenta del mensaje y sabían que el invierno sería largo y helado.
Pero ni el viento ni la nieve intimidaban a la figura que avanzaba por el camino que bordeaba la aldea. Parecía un hombre enorme, de aspecto tenebroso, que vestía ropas oscuras, las cuales confundían aún más su silueta al recortarse contra la espesura de la noche.
Un par de campesinos lo siguieron con la vista desde el cobijo del hogar a través de los vidrios de las ventanas, pero sin intenciones de salir a darle resguardo. Quién estuviera afuera con el tiempo que hacía estaba loco o no era del lugar.
Sin embargo, la criatura que avanzaba a paso firme y seguro, sin siquiera titubear o temblar ante el frío y el viento, conocía bien la zona. Puede que también estuviera loco, lo sabía, pero su filosofía era otra, igual que su resistencia, más parecida a la del toro que a la del hombre.
Su juventud había terminado hacía años, pero el vigor de entonces perduraba en su fuero y aún la sangre que corría por sus venas tenía el fragor de mil llamas.
Su aspecto tosco podía engañar a cualquiera. El descuido de su imagen era fruto de su deseo. Su andar solía estar acompañado de un combustible ardoroso para el alma, como el alcohol, pero esa noche no.
Venía de un largo viaje y su vida tenía un propósito. El que no había encontrado al casarse siendo aún un joven, cuando vivía robando ganado y oliendo a borracheras mientras buscaba mujeres con las cuales acostarse.
Había cosas que no cambiarían pues su creencia era clara: Se debían cometer los pecados más atroces, porque Dios sentiría un mayor agrado al perdonar a los grandes pecadores. Y él obedecía a Dios. Y era la imagen de su hijo, vagando ahora en la noche helada de la Rusia del siglo naciente. El mismo frío de su Siberia natal. El mismo frío de sus ojos.
Volvía de su viaje y sabía donde ir. Se había ido campesino y había vuelto místico. Sus poderes lo harían grande, su visión del futuro, indestructible. Atrás quedaba la muerte de su hermano, su abandono. Su vida tenía ahora una misión y era dirigir una nación.
¿Cómo un campesino devenido en borracho, refugiado luego en un monasterio, padre de una cantidad incontable de hijos que jamás conoció, podía dirigir una nación? Sonrió para sus adentros. La figura tosca ni se inmutó por fuera.
Un guardia del zar lo interceptó en el camino, tal como lo había previsto y no le dio tiempo a nada:
- Me llamo Gregori Efimovich y la zarina Alejandra Fédorovna espera por mi.

2 comentarios:

el oso dijo...

¡¡Excelente desde todo punto de vista!!

Anónimo dijo...

hijos de la furia, hijos de la historia de la humanidad..imperios que caen, historias que se tornan cercanas e inolvidables...