jueves, 11 de agosto de 2011

El barrio (o las razones para temerle al pasado)

Me sucedió algo raro, que en su momento no me supe explicar.
Caminaba por mi ciudad, aprovechando que la mañana era hermosa, la brisa agradable y no había ninguna prisa en mi vida. Podía andar hasta que las piernas dijeran basta, observando ese paisaje tan conocido y transitado, que sin embargo no me canso de apreciar. Veredas rotas y anchas, de baldosas ausentes. Formas familiares erigidas en torno a los recuerdos, los años cobijados entre el cemento y las vivencias, las alegrías y las tristezas, sus colores cambiantes, árboles más, árboles menos.
Pensé en el puerto, en su vista al río, a las islas, el Paraná de fondo con su tono amarronado y sucio, pero brillante bajo el sol. Caí en la cuenta que estaba cerca del río, a pocos minutos de allí; pero al mismo tiempo, tras avanzar un par de cuadras en esa dirección, comprendí algo más importante aún. Para llegar a destino, tendría que cruzar por mi primer barrio, el de mis años de la infancia, el que me vio crecer, el que miré con ojos de niño y más tarde contemplé con la mirada más fría de un adulto, sin poder entender de dónde se aferran los recuerdos que si bien olvidan los detalles, nunca hacen lo propio con la magia que emana del ayer.
Y aquí viene lo extraño, lo traumático. No pude continuar. Me detuve, dubitativo. Miré hacia delante y tres calles más allá estaba ese lugar hermoso que con cariño recuerdo, pero que no se acuerda de mí. Allí estaba mi calle, mi antigua casa, mis días con piernitas cortas y risas entre juegos.
En la siguiente esquina doblé hacia otro lado y lo dejé atrás. Ya no pensé en el puerto ni en visitar el río. Al menos, en esa caminata. Dejé incluso de creer que el día era hermoso. Me fui en silencio, como quién ha perdido algo y no sabe bien qué.
Le di vueltas al asunto durante el resto del día pero me di por vencido. Lo retomé con la cabeza en la almohada y de a poco fui encontrando las respuestas. El hecho de darme cuenta que siempre que había vuelto, había sido en compañía de alguien, me estremeció. Las veces que había pasado por mi calle, señalado con el dedo mi antigua casa, era junto a alguien. Un amigo, un pariente, mi mujer.
Como si hubiese necesitado en todos los casos, una compañía inconsciente, aferrarme a alguien que me atara al momento presente, para que el temor de que el pasado me devorara no se hiciese realidad. Porque, considero sin temor a equivocarme, esto último puede ser posible.
Por eso, aquella mañana fresca y hermosa, de cielo despejado y silencio acogedor, iba a ser la primera vez desde la infancia, que volvía al barrio en completa soledad.
Y aquello, me asustó.
Escribió Enrique Breccia en uno de los capítulos de El Sueñero, que ”al barrio no se llega, se vuelve”. Esa frase, tan escueta pero a la vez cargada de una profundidad pocas veces vista, es una llaga que se enquista en todo corazón nostálgico, que le teme al pasado. Porque encierra la verdad ineludible que uno está volviendo, lo que implica una medida temporal en la simple acción de acercarse. Al llegar, uno está en su tiempo. Al volver, uno regresa desde otra dimensión, a la que el destino lo ha llevado para bien o mal a lo largo de los años desde el prematuro adiós.
Volver implica también asomarse al pasado, a los recuerdos. ¿Y no es eso bonito? Claro que lo es, pero también es peligroso. Porque el pasado ya no nos pertenece, solo nos ha dejado grabadas imágenes que con el pasar del tiempo van perdiendo el color, llenándose del moho de la nostalgia y a veces, incluso, del olvido prematuro.
Alejandro Dolina, en sus Crónicas del Ángel Gris, nos regala esta revelación: “No es posible regresar a ninguna parte. Los puntos de partida no se quedan quietos y a la vuelta ya no están. Para poder volver se necesita, por empezar, un punto de partida eterno e inmutable. Pero todo se mueve y no hay forma de detener el Universo. Créanme si les digo que nadie ha efectuado nunca jámas un verdadero regreso. El hombre que lo consiga cumplirá la hazaña más grande de la historia”.
Creo que Breccia y Dolina no se están contrariando. Breccia define el nombre para la situación, pero no dice en ningún momento que es posible. Dolina, nos refriega la verdad en la cara: no es posible volver. O al menos, nadie lo ha hecho aún.
Si lo pensamos detenidamente, no veremos lo que alguna vez fue. Solo resabios que estoicamente mantendremos en nuestras mentes como la versión actual del ayer, sabiendo sin embargo, que bajo esa piel de concreto remodelada, lo que alguna vez fue, ya no es.
Y esas veredas de baldosas ásperas que nos pelaban las rodillas, ya no serán las mismas, por más que lo parezcan, pues habrán olvidado nuestras risas y lamentos, las pisadas y los llantos. No encontraremos el almacén donde íbamos con el papelito escrito por mamá enrollado en una mano, ni la placita tal cual era cuando no conocíamos aún el significado de la palabra responsabilidad. Ni siquiera, lo que es peor, estarán los rostros que conocíamos de pequeño, de los cuales también habremos olvidado los nombres.
Ya no veremos las sombras de nuestras bicicletas inclinarse a un lado, ni por las noches las ramas con hojas de los árboles representarán la misma protección contra los mosquitos que antes. Tampoco disfrutaremos por la ventana, los días de lluvia, la manera en que la calle con pendiente hacia el puerto se convierte en un río más cercano, haciendo que las competencias imaginarias de objetos desplazados por la corriente se transformen de golpe en las carreras más divertidas de nuestra niñez. O luego, cuando las gotas remiten, difícilmente nos volvamos a ver arrodillados sobre el cordón de la vereda, para apoyar sobre los charcos esos bonitos barcos de papel que nos armaba papá.
Volver es engañarse. Es creer que el ayer está a nuestro alcance. Pero entendemos tarde, porque así nos sucede siempre, que es una fantasía que nos imponemos para creer que podemos dominarlo todo, incluso el dolor del paso del tiempo y el ardor de las causas perdidas. Nos hiere por naturaleza el paso de los años, no solo en la piel que se arruga, ni en el organismo que envejece, sino también en la memoria, llevándose nuestros bienes más valiosos. Y lo que no hace la vida, lo hace el llamado avance, con sus construcciones, sus arreglos, su destrucción permanente del pasado escudándose en el futuro.
¿Dónde habrá quedado aquella vieja cancha de bolita? ¿O las rampas en la vereda, sobre las que volábamos con las bicis? ¿Que habrá sido de ese árbol, bajo el que nos sentábamos en verano? Pero sobre todo... ¿cómo estará esa casa que durante años habitamos? ¿De qué color serán sus paredes? ¿El patio seguirá siendo tan hermoso como quedó grabado en las retinas del alma?
Podría en algún momento pedir con cierta valentía que me acompañasen. Podría hacerlo, si señor. Pero me temo que no lograría avanzar ni un paso, si me abrieran la puerta. No soportaría no reconocer nada, encontrarme que esas imágenes ya no existen. Toparme, en otras palabras, con la cruda realidad que ya sé, de la que soy consciente: el pasado no existe, es solo un recuerdo en cada uno.
Ese etéreo resplandor de vida que aún perdura semidormido en las faldas de la memoria, como un niño recién nacido pero con piel de anciano débil ya sin dentadura, al que mecemos de vez en cuando, para sentir vivo, sabemos que no es para siempre. Es una ilusión como tantas otras, que algún día dirá basta. Pero hasta entonces, es como un rico caramelo, que queremos disfrutar sin morder.
El miedo al cambio es lógico. El terror a saber que algo no existe, es mucho peor. El entender que el ayer está cada vez más lejos, es horroroso. No se necesitan monstruos ni fantasmas, ni todos los seres imaginables que creíamos de niños, habitaban debajo de nuestras camas. Ahora sabemos que lo que asusta es mucho más real y tiene poco de sobrenatural.
Cuando la noche se extiende, una parte del pasado se esconde para siempre. Es así con cada luna, con cada día que pasa. Nos volvemos viejos y el pasado es cada vez más joven, porque se ha quedado atrás, ya no crece, no es un perro que nos sigue ni un psicópata que nos corre. Tampoco lo abandonamos nosotros, tan solo decide no avanzar. Porque esa es su misión: custodiar las historias felices y enterrar las tristes, desde su trinchera.
Regresar es imposible, tan solo podemos arriesgarnos a recordar. No solo por una cuestión científica y de la inevitable razón de no poder viajar en el tiempo, sino porque el hecho de pensar en lo pasado, ya de por si, es arriesgado. Nos asomamos a ventanas en muchos casos cerradas por alguna razón concreta. Nos atrevemos con rostros que nos arrancarán más de una lágrima, con amores que creíamos olvidados, con anécdotas que nos atravesarán el alma y el espíritu, que nos pedirán a gritos volver a una edad y a un tiempo inalcanzables.
Muchas veces, el ayer nos lastima, sin tener intención de hacerlo.
Somos seres sensibles, por más duro que pongamos el corazón.
Por ese motivo, sepamos, no se puede volver. Conviene siempre doblar en la esquina adecuada y perderse en zonas menos conocidas, que no puedan hacernos daño. El ayer, los viejos amores, los amigos que ya no están, los seres queridos que extrañamos, conviven en un mundo que ya no es el nuestro. Apelemos a la memoria, pero sin lastimarnos.
El pasado es peligroso y es el verdadero monstruo que nos espera en silencio para devorarnos y el barrio es su principal señuelo.

7 comentarios:

Felipe R. Avila dijo...

Conmovedor. Un relato extenso pero nunca extendido. Un retrato que, de tan íntimo, abandona la pretendida ficción inicial para incrustarse en el alma de cualquiera de nosotros.
Es un Ensayo, también, al que sólo le faltaría la división explicativa inicial que lleve al lector a decidir por qué parte puede comenzar a leer: si por lo que se enuncia y se pretende analizar, o bien por la estructura troncal donde se dan las diversas maneras del Barrio para atemorizar. La conclusión, finalmente, está escrita en clave poética y pareciera retrotraernos al inicio de ficción, pero es pura metáfora: el barrio es un señuelo, es el pasado- así, una hermosa y terrible personificación - el que espera para devorarnos.
Es el tuyo, éste texto en especial, un respiro ante tanto apuro, un parate a mirar y reflexionar y –al fin- una profunda mirada sobre la Memoria, y sus zonas aledañas llenas de angustia, nostalgia y ese sabor cercano también - por qué no - al placer.
Un día Néstor Marinozzi dijo de vos Ernesto, algo que suscribo y que te empeñás en ratificar cada día (empeño que todos agradecemos).Néstor dijo: “Tener a Neto escribiendo con nosotros, juntos, es como tener a Messi en el equipo”.Claro que sí.
Un abrazo de tu amigo porteño, y bien de barrio.
Felipe.

SIL dijo...

Suscribo a Felipe en todos sus dichos.

Este texto es digno de ¨Don Anselmo¨ en tu maravillosa ESPERANZA.

Un beso =)

SIL

el oso dijo...

Sigo suscribiendo, ya que Felipe dice lo que yo hubiera querido decir y más. Además mi vagancia así me lo exige.
Abrazos

Netomancia dijo...

Felipe, que puedo agregar a tu comentario más que un muchas gracias! Es un análisis fantástico y te lo agradezco! Un respiro ante tanto apuro, eso me encantó. El barrio, por más lejos que nos quede, se queda dentro de uno. Un abrazo!

Doña Sil, muchas gracias. Quizá es la misma voz, quizá hasta el final era igual y hubo que cambiarlo. Por más personajes que se escriban e inventen, siempre queda algún rastro del que merodea detrás, no? Saludos!

Don Oso, muchas gracias! Y ahí apareció esa linda frase que una vez me regaló. Afloje a la vagancia (y al trabajo ja), que se extrañan sus relatos! Un abrazo!

Con tinta violeta dijo...

Me uno a los elogios de mis amigos, y coincido con el comentario, ya que eso de Mesi, sin ser aficionada al futbol lo entiendo bien, ya que lo veo jugar acá casi cada semana...elogios bien merecidos. La reflexión de hoy profunda y entrañable.
Me ha recordado un lugar al que nunca he vuelto, precisamente por eso: por evitar el zarpazo.
Un lujo de texto!
Besos!

Anónimo dijo...

Conmovedor, un golpe bajo a los recuerdos de siempre, excelente texto:

"Muchas veces, el ayer nos lastima, sin tener intención de hacerlo.
Somos seres sensibles, por más duro que pongamos el corazón.
Por ese motivo, sepamos, no se puede volver."

me quedo rumiando ese fragmento....

Saludos desde el sur

Netomancia dijo...

Doña Tinta, el zarpazo puede ser mortal para los sentimientos. Pero a veces hay que tomar coraje y volver. Muchas gracias! Saludos!

Don Horacio, muchas gracias. El fragmento bien podría colocarse debajo de un enunciado que indicase "Advertencia" ja. Saludos!