jueves, 17 de abril de 2008

Dueño de los olvidos

A Luis le dijeron que por calle Dorrego, entre el 1000 y el 1500, era posible, los días impares, encontrar cosas tiradas.
Como el domingo 11 había estado engripado, no salió. El martes caía 13, así que prefirió dejarlo pasar. El jueves 15 salió decidido hacia calle Dorrego. Fue temprano, ni bien el sol asomó tras las casitas del frente.
Su primer recorrido le deparó sinsabores. El segundo, apenas dos envoltorios de caramelos masticables y medio billete de dos pesos. Pensó que la tercera sería la vencida. Pero no. Tampoco lo fue la cuarta y la quinta. En la sexta recogió un periódico, pero era del día anterior.
Se dijo que quizás el hada o ser místico que dejaba caer las cosas por esas cuadras no rondaría si él estaba merodeando continuamente. Eso o le habían tomado el pelo.
Se volvía para su casa cuando gritó eureka. Allí estaba tirado su objeto perdido. Un paraguas negro, de firme armazón y mango de madera barnizada.
Lo abrió y cerró, una y otra vez, ante la mirada de algunas personas que lo observaban curiosos, tremendo ridículo abriendo un paraguas en un día de sol. Estaba impecable, lo que se podía decir, una pinturita.
Paraguas bajo el brazo, rumbeó para su casita. No podía ocultar su sonrisa. La gorda Gladys lo miró con recelo desde el mostrador de la verdulería, lo propio hizo Gualterio estacionado con su furgoneta en el semáforo de la esquina. Esther le preguntó al cartero qué era lo que le pasaba ahora al imbécil del Luis. El cartero meneó la cabeza distraido.
Luis puso el paraguas sobre el televisor y lo contempló hasta la hora de almorzar. Ni su madre ni su abuela pusieron reparo en el objeto. Tampoco en Luis, para ser franco. Pero a Luis, no le importó.
Y por la tarde llegó la tormenta. Así, repentinamente. En un momento el sol estaba presente y en otro, había desaparecido detrás de oscuros nubarrones. Casi de inmediato la lluvia comenzó a caer.
Sin dudas era una señal. Luis estaba segurísimo. Tenía que probar el paraguas. Y de paso, se llegaría hasta el bar de don García, para ver si estaba algún pibe de la barra. Debía mostrarles lo que había encontrado.
Salió sin que en su casa se enteraran, es decir, como ocurría siempre. Se preparó para el gran momento bajo el alerito de su casa. Sujetó con fuerza el paraguas con la zurda y pegó el tirón hacia arriba, destrabándolo, con la derecha. El paraguas se irguió majestuoso, negro, ancho, robusto contra el viento, valiente ante el agua. Luis se acomodó bajo su protección y salió a la tormenta sonriendo.
Caminó sin apuro, contemplando los relámpagos en el horizonte y sintiendo la brizna suave de la lluvia sobre la piel. Caminó y caminó, cruzó calles y saltó charcos, y se olvidó del tiempo. Las horas se hicieron amigas y la noche arribó temprano. La lluvia nunca cesó y el paraguas siempre lo guareció.
Se encontró caminando por Dorrego, entre el 1000 y el 1500, con las calles desbordadas por el agua, las veredas vacías de almas y repletas de sombras, con el viento jugando con las viejas farolas, meciéndolas en un vaivén interminable, proyectando luces ténues, casi sin fuerzas, que no alcanzaban a iluminar.
El aire se volvió espeso, o eso al menos le pareció a Luis. Una especie de viento huracanado se había levantado del este y lo obligaba a retroceder. Con el paraguas abierto se hacía difícil avanzar, pero no quería cerrarlo. No podía en realidad. Debía seguir con su paraguas apuntando hacia el cielo, la tela extendida, el armazón sosteniendo.
Sin embargo, el paraguas no tenía la misma intención y Luis notó como una de las varillas de metal del armazón cedió ante la fuerza del viento. Fue una especie de ¡crick!, casi imperceptible, un pequeño latigazo en el oído. Levantó la vista y vió la varilla quebrada por la mitad y la tela rasgada en esa parte. Tuvo tiempo de pensar una incoherencia, como que el eje había perdido un aliado, una broma de humor negro, que por cierto, se dijo, era muy inoportuna.
Y como si a colación el paraguas se hubiera ofendido, otros dos cricks y un crack estallaron con fuerza encima de su cabeza. Sintió como el armazón perdía su forma y el eje de metal se resistía a permanecer de pié y luego, la oscuridad. El paraguas lo agarró desprevenido y se cerró en torno a su cabeza. Una de las varillas quebradas le atravesó la cornea derecha. Sintió en la opresión un tibio dolor recorriendo su mejilla izquierda pero no podía gritar, el paraguas no se lo permitía. El agua le golpeaba ahora su cuerpo y el frío se trepó por las extremidades en tanto que el viento lo empujaba feroz, hasta que perdió el equilibrio y cayó de espaldas al suelo, con el paraguas aún asfixiándolo y con miras de no dar tregua.
En su desesperación se lastimó las manos con el metal ahora lacerante de su objeto encontrado. Era consciente de como el paraguas lo estaba absorbiendo, notaba como lo engullía en la medida que sus fuerzas escapaban. Luchó y luchó, pero nada pudo hacer. Cuando la última gota cayó cerca de la medianoche tan solo quedaba un paraguas tirado sobre la vereda de Dorrego al 1100. El agua se había llevado la sangre. Y lo que al día siguiente fue un día par, nadie encontró nada. Ni siquiera un rastro de Luis. El siempre olvidado Luis.

3 comentarios:

el oso dijo...

¡Que lo parió! Ya mismo revoleo al carajo la caja de fósforos que encontré en la esquina de volentiera... Ya uno no se puede fiar ni de las cosas caídas.
El giro inesperado que toman las cosas siempre te toma de sorpresa, en la vida como en los relatos del Neto...

Anónimo dijo...

¡!!El pobre de Luis, víctima de quienes lo olvidaron!!!,
¡Pobre de nosotros!, de las jugadas extrañas que nos hace el destino y sus secuaces.
Esto es impresionante, las veces que me perdí por calle Dorrego a esas alturas, es más, si no recuerdo mal alguna vez en un día impar me encontré un encendedor de color verde. En ese entonces yo no fumaba, pero siempre el turro éste aparecía en mis bolsillos sin que yo lo depositara en ellos. Al fin de cuentas me terminó ganando, empecé a fumar y no tuve que comprarme encendedores.
El día que se le terminó el gas me asusté, pero saben que paso?
Justo al pasar por la esquina de la mueblería Volentiera (todos los días impares) me encontraba con cajas de fósforos supuestamente utilizadas, aunque dentro siempre había algún fósforo intacto que me permitía encender el pucho.
Nunca supe si era el destino o algún salame que tiraba la caja sin haberla terminado de usar (aunque ahora tengo algunas pistas sobre el misterioso ser que arrojaba esas cajitas).
En fin, la historia Neto es excelente, y además me ha remontado a la tan amada y odiada calle Dorrego con sus baches, los fantasmas del Tirsa, el paredón de riberas, las calles en desnivel, la escuela dorrego… uffff tantas cosas que a la distancia siempre se presentan con otros colores, otros sabores.
Genial!

Netomancia dijo...

Perdón, pero qué fumabas? Largalo, porque te hace ver a la escuela Dorrego por esos pagos!
O es que a la plaza Urquiza la han dejado sola y le trasladaron la escuela que tiene (o tenía?) de vecina!