lunes, 16 de junio de 2008

La muerte del escritor

Rodríguez escribía muy bien en la escuela primaria, era todo un escritor, como le decía su maestra Susana siempre que entregaba una composición o redactaba una poesía. Creció creyendo con todo fervor en que esa sería su vocación.
En la escuela secundaria sorprendía a los profesores con ensayos magistrales, resúmenes magníficos y textos de las gamas más variadas, todos ellos dotados de coherencia y estilo. Sin dudas Rodríguez tenía pasta de escritor.
Rodríguez salió del segundo ciclo decidido a estudiar Letras. La facultad fue todo un descubrimiento. Las lecturas se sucedían unas a otra, los temas eran extensos e interesantísimos, y el material bibliográfico nunca alcanzaba, porque un autor llevaba a otro y entonces la pasión por leer y saber no terminaban jamás.
Terminó la facultad de un tirón. Había disfrutado cada momento, cada párrafo leído, cada diálogo con los profesores. Le preguntaron si no le gustaría enseñar y Rodríguez dijo que si, que era un honor que lo tuvieran en cuenta.
Y así pasaron los años. En los momentos libres, Rodríguez garabateaba alguna idea y en más de una reunión informal en la sala de profesores no faltó algún colega que leyera de reojo y le dijera, Rodríguez, usted escribe bien.
Un buen día Rodríguez sintió que le dolía algo más que los huesos. El frío parecía, durante las últimas tardes, comerle cada uno de los huesos, pero estaba seguro que no era el frío lo que golpeaba a la puerta. Llamó a emergencias y se sentó a esperar, buscando con la vista una birome y papel para distraerse y pensar en otras cosas.
Para cuando llegaron los del servicio médico, ya tenía escrita una carilla de una pintoresca historia de un joven que soñaba con ser escritor. Le tomaron el pulso, le hicieron un electro y fruncieron el ceño. Con sumo respeto le dijeron: Profesor, vamos a tener que internarlo.
Mientras preparaba un bolsito con las cosas básicas de higiene y llamaba a un colega de la facultad para dar aviso de su estado, el enfermero que además era el chofer de la ambulancia leyó la hoja rayada de carpeta garabateada en tinta azul.
Cuando el hombre ya anciano les informó que estaba preparado, el enfermero le dijo: Señor, usted escribe muy bien. Don Rodríguez lo miró cansado y dolorido y si bien su intención era esbozar una sonrisa, sintió como un escozor en los ojos le anunciaba la llegada de un par de lágrimas. Al final, con los ojos brillosos, le sonrió al muchacho.
Mirando por la ventana lateral de la ambulancia en la medida que avanzaba por las calles de la ciudad, dejando atrás casas, edificios, autos y transeúntes, recordó como durante tantos años soñó con escribir cuentos, novelas y obras inolvidables, y ahora, consciente de su salud tan frágil, solitario en el mundo sin un familiar cercano, tan solo dueño del cariño de sus actuales y antiguos alumnos y del compañerismo y amistad que el tiempo en la facultad le deparó de sus colegas, estaba tan lejos de aquel sueño que le dolía en lo más profundo de su ser.
Si tan solo le concedieran un par de años más de vida, se decía, cuántas cosas podría escribir.
Pero sabía que se engañaba, que si Dios o quién fuera le dieran más años de vida, no los utilizaría para escribir, sino para aprender y enseñar. Habría garabatos en papel, si, pero tan solo ideas sin fin, puntas de ovillos que nadie desenredaría. Sin dudas tenía un don natural, pero jamás sabría hasta donde hubiera llegado. Acaso fue dueño de historias únicas e inolvidables, pero nunca nadie sabría cuales. Ni siquiera él. ¿El destino había sido tirano y cruel?. Rodríguez no lo creía así, era inteligente y sabía que la muerte de un escritor no era producto de la falta de quién lo leyera, sino la falta de voluntad del mismo para escribir.
Sabía bien que lo suyo había sido un suicidio literario. La ambulancia lo llevaba a su última morada. La vida, en tanto, había sepultado sus historias con complicidad consciente.

Smallvilla

- "te juro que el tano cuando se cayó de la bici no se hizo ningún raspón!" - aseguró Pablito
- "dejáte de joder si yo fuí miles de veces al chorro de Acindar y esa zona es re jodida, sino decime a mi que partí el cuadro de la bici millones de veces y sino era por el nene no había quién siguiera en dos ruedas" - constestó furioso Andrés
- "¡que sí! ¡yo lo !, el tano se partió al medio y voló hasta la otra punta de la barranca. pero cuando te digo que voló es que voló, ¿me entendés?"
- " claro y yo soy mandrake, pero escuchame, ¿vos me estás tomando por pelotudo?" - se enfureció Andrés
- " te lo juro por lo que más quieras que al tano no le quedó ni una marca..." - aseguraba una y otra vez  Pablo.

Palabras más, palabras menos; los dos polémicos amigos se fueron al club Talleres a seguir discutiendo sobre la hazaña del tano con la certeza de que la verdad era algo que se les estaba escapando de las manos.
Claro está que ninguno de los dos sabía que aquella agresiva noche del 11 de noviembre de 2003, cuando un brutal tornado azotó la ciudad, un meteorito visitaba la casa del tano.
Claro está que ciertos secretos deben guardarse muy bien, sobre todo en ciertos lugares.

miércoles, 11 de junio de 2008

Encuentro al fin

Esperame, dijo, y corrió hacia la puerta. Lógicamente, me arrellané en el sillón al desabotonar un poco la camisa para indicarle el camino. Sólo un tictac lejano se oía con un tempo que cada vez más se rezagaba al latir de mi pecho rotundo y sediento. Tome el vaso con gesto suficiente y fílmico. Rocé con mis labios su borde, me dejé invadir por el aroma cálido y profundo del vino que destapó.

Justo un segundo antes de comprender la demasiada espera subió una melodía dulce, cansina, y su voz, aquella que me cautivó por primera vez, se plegaba con la síncopa precisa de quien se ajetrea mientras se suma a una canción. Estaba allí. Y se preparaba para mí. Naturalmente me plegué con un tarareo bajo y retenido.

Sabía que volvería a llamarme, que sin mí su todo era nada y su belleza hostil no daría cabida a extraños, que no podría buscar otros brazos ni otros horizontes. Entonces sólo recordé que esa figura flamígera me pertenecía y que una vez más se encendería en mis brazos.

Cerrá los ojos, se oyó desde la otra habitación y desde el fondo de los vasos que reclamaban en la mesa. Los llené hasta la mitad y cumplí el pedido.

Pasos caídos sobre la alfombra indicaban que se acercaba.

Estiré un brazo invitándola. El juego había comenzado. Noté que apagó las luces. Tomó mi mano y la rozó por la trémula piel de su cintura. Sabía que estaba desnuda, siempre fue predecible y siempre simulé no captarlo. Pero su predecibilidad me encedía más y más en la cuenta de los meses sin ella. Ya no cabía en mí, era mía, mi pertenencia y sentía subir el ardor desde abajo.

Cuando te diga, abrilos. Y me dio el vaso mientras el otro paseaba por mi espalda al momento de caer la camisa. Rodeándome en un mar de caricias confuso y demasiado lento, mientras bebía la sentí despojarme de atavíos sin razón ni lugar. La luna me besaba con ella hasta que se apartó suave cuando sus manos me invitaron al sillón.

La plenitud era total, sus manos recorrían mis piernas mientras se arrodillaba, mía.

Abrilos. Y alboroté su flequillo para ver la luna en sus ojos, pero mi ansiedad podía más y comprendí turbado que los vasos brillaban en ellos y que sentía el vino incandescente en las sienes y el poderoso veneno deteniendo de una vez por todas mi corazón. Predecible una vez más.

domingo, 8 de junio de 2008

Toro siberiano

Arreciaba la nieve sin contemplaciones y la noche se sumía en un silencio que azotado sin respiro por el silbido demoníaco del viento, transportaba en sus alas transparentes lúgubres noticias para los campesinos de la región, quienes encerrados en sus robustas viviendas daban cuenta del mensaje y sabían que el invierno sería largo y helado.
Pero ni el viento ni la nieve intimidaban a la figura que avanzaba por el camino que bordeaba la aldea. Parecía un hombre enorme, de aspecto tenebroso, que vestía ropas oscuras, las cuales confundían aún más su silueta al recortarse contra la espesura de la noche.
Un par de campesinos lo siguieron con la vista desde el cobijo del hogar a través de los vidrios de las ventanas, pero sin intenciones de salir a darle resguardo. Quién estuviera afuera con el tiempo que hacía estaba loco o no era del lugar.
Sin embargo, la criatura que avanzaba a paso firme y seguro, sin siquiera titubear o temblar ante el frío y el viento, conocía bien la zona. Puede que también estuviera loco, lo sabía, pero su filosofía era otra, igual que su resistencia, más parecida a la del toro que a la del hombre.
Su juventud había terminado hacía años, pero el vigor de entonces perduraba en su fuero y aún la sangre que corría por sus venas tenía el fragor de mil llamas.
Su aspecto tosco podía engañar a cualquiera. El descuido de su imagen era fruto de su deseo. Su andar solía estar acompañado de un combustible ardoroso para el alma, como el alcohol, pero esa noche no.
Venía de un largo viaje y su vida tenía un propósito. El que no había encontrado al casarse siendo aún un joven, cuando vivía robando ganado y oliendo a borracheras mientras buscaba mujeres con las cuales acostarse.
Había cosas que no cambiarían pues su creencia era clara: Se debían cometer los pecados más atroces, porque Dios sentiría un mayor agrado al perdonar a los grandes pecadores. Y él obedecía a Dios. Y era la imagen de su hijo, vagando ahora en la noche helada de la Rusia del siglo naciente. El mismo frío de su Siberia natal. El mismo frío de sus ojos.
Volvía de su viaje y sabía donde ir. Se había ido campesino y había vuelto místico. Sus poderes lo harían grande, su visión del futuro, indestructible. Atrás quedaba la muerte de su hermano, su abandono. Su vida tenía ahora una misión y era dirigir una nación.
¿Cómo un campesino devenido en borracho, refugiado luego en un monasterio, padre de una cantidad incontable de hijos que jamás conoció, podía dirigir una nación? Sonrió para sus adentros. La figura tosca ni se inmutó por fuera.
Un guardia del zar lo interceptó en el camino, tal como lo había previsto y no le dio tiempo a nada:
- Me llamo Gregori Efimovich y la zarina Alejandra Fédorovna espera por mi.

La salida

Qué era lo más importante de su vida, cuál era su meta cincuenta años después, con los errores ya cometidos y ninguna esperanza por delante.
Valía la pena quedarse sentada en la cocina, delante del televisor, sin prestarle atención a las imágenes que de este se desprendían en un torrente de frivolidad e indecencia y sin embargo, lidiando con las otras imágenes, las propias, las dolorosas, las que volvían una y otra vez a la carga como un jinete fantasma. O mejor, como un malón completo.
Y la polvareda que dejaban a su paso, allá arriba en la cabeza, eran enormes, con secuelas penosas y tristes, que la llevaban al llanto, al desconsuelo.
Cincuenta años y nada por delante, como tampoco hubo nada a lo largo de toda esa vida. Pequeñas alegrías, podría alegar en su defensa. Su hija, su única y preciosa gema, por la que relegó los días y veló las noches. Una época que se le antojaba lejana, casi irreal, como un sueño vivido por otra persona, bajo otro cielo, en la que llegó incluso a amar.
El amor. Ese desvarío del corazón que nos confunde los sentidos y nos lleva por caminos inciertos sin posibilidad de retroceder, porque lo hecho, hecho está y no hay lágrima vertida que el tiempo se digne en enjuagar.
En ese ayer remoto, distante, amé. Y lo único bueno fue el fruto de ese amor, la pequeña Celeste, la hoy señora Celeste. El resto podría borrarse y enterrarse, o mucho mejor, ocultarse, esconderse, desintegrarse. Qué fácil sería, la oscuridad de la noche sería al menos un poco menos tenebrosa y la vida, no tan vergonzosa.
Pero el pasado es parte de uno y a nadie la obligan a elegir, al menos en los tiempos que corren. Elegí y lo hice mal y vaya que he pagado el error. Vaya que lo pago día a día. Si aún los fantasmas no se habían olvidado de mi, no señor.
Las paredes hoy relucen blancas, pero porque me he esmerado en que así estén desde la mañana hasta la noche. Testigos mudas de mi sangre, tantas veces salpicadas, hoy son mis fieles compañeras. Yo y mis cuatro paredes, mi patética realidad, mi día a día, mi existir.
Qué son los golpes del ayer comparados con la soledad de hoy. Con el desarraigo en vida, el alejamiento de la gente. La vergüenza que las espaldas cargan en nombre de otros, del daño sufrido y el que uno es consciente, han sufrido otros. Pero uno debe bajar la cabeza, porque en todo caso, uno lo eligió. A eso no se le llama ser víctima, sino estúpida.
Las oportunidades no existen para ciertas personas, el dolor llena esos huecos, la desdicha es la moneda corriente y la indiferencia el pago que se recibe. Y dentro de uno se genera odio, bronca y amargura. Y se junta todo en la garganta, en forma de un nudo que si se rompe es para llorar, porque no se transforma en gritos, sino en lágrimas.
La boca siempre está reseca y el mal aliento no se va con nada. El corazón está cansado, pero alguna fuerza ajena lo hace marchar. Es la condena de los que quedan, de los que deben sufrir por los pecados de los demás. Y por errores propios.
El deseo de morir no es escuchado por ningún ente superior. En la penumbra que me invade la mente en todo momento, incluso los oigo reírse. Cuando la polvareda se retira, parsimoniosa y cansina, un fétido olor lo inunda todo y nada de lo que intente por disuadirlo lo logra.
Si estoy cerca de la mesada, tanteo en el cajón superior y saco la cuchilla, pero el filo desaparece cuando busco rebanarme las venas. A veces creo que al fin la sangre está corriendo, pero son las lágrimas de mis sollozos las que me engañan recorriendo mis brazos.
He buscado la muerte bajo el paso del ferrocarril, pero cuando me arrojo a las vías me convierto en un ser transparente y los hierros en movimiento me atraviesan con la fuerza de mil demonios, pero ni siquiera me dejan un rasguño. Las veces que me tiré del techo, caí pesadamente, pero sin rastros de golpes y mucho menos, de moretones.
Mi vida me ha llevado hasta esta locura y digo no poder soportar más este cruel destino, este pago diario de deudas ajenas y errores propios.
Los puños en el rostro de ayer son los golpes sin dolor físico de hoy; los insultos se transformaron en fantasmas que se ríen, el sufrimiento ajeno en vergüenza. El sobrevivir, en una tortura.
Cualquier salida a este infierno, sería una bendición. Cualquiera sea. A veces creo escuchar que las voces me dicen que haga lo mismo que él, pero Dios, eso es una aberración. Sin embargo, hay días que me encuentro en medio de la polvareda pensando en ideas extrañas y me convenzo en que algo de verdad podría haber en esas voces, pero de inmediato las alejo, las rechazo... aguanto, soporto, pero no se por cuánto tiempo más podré resistir, sola, ajena a todos, en este existir sin sentido, entre paredes blancas y un televisor que no deja de chillar y chillar y chillar...

miércoles, 4 de junio de 2008

Frenesí

El negro se vuelve más negro y de repente un flash blanco corta la noche y los gritos se amplían intentando derribar el aullido de los cientos de parlantes que atronan alrededor pero es en vano, el movimiento continuo lleva los cuerpos a esa ola inquietante que nunca se detiene y los brazos van y vienen, lo mismo que las piernas y las caderas, un mar colapsado en una noche de colores relampagueantes, que no identifica rostros, sino imágenes que se superponen en un solo éxtasis de fervor.
La música los lleva, la marea se mueve a su ritmo y los juegos de luces cumplen su papel y los jóvenes se entregan a una danza inexacta, con un sentido superficial y a la vez espiritual, dejando salir el delirio contenido de la semana, el deseo de ser tocado y acariciado en la oscuridad, de sentir el sexo opuesto cerca, de gozar llevado por el frenesí y el alcohol.
El dj los atormenta desde el anonimato de sus consolas, jugando con sus miembros, obligándolos a sentir la música dentro de sus cabezas, con los tímpanos a punto de reventar, pero todo sin dolor, al contrario, tan agradable como besos húmedos y la sensación de estar en un cielo cósmico, de no pisar la tierra, elevándose por encima de la marea y sentir los gritos y risas ajenas como propias, una mente única moviéndose en un solo latir, un solo ritmo.
Desde la barra, solitario y apartado, un joven traslada su deseo a su mirada y la obliga a no perder de vista a una rubia preciosa que se mueve descontroladamente, con movimientos tan sensuales como imprevistos, tan deliciosos como mortales para su deseo. Y esos movimientos lo contagian y se da cuenta que no puede detenerse, el frenesí lo acaba de arrebatar de su butaca y lo envuelve en el ritmo, y su cuerpo comienza a sentir lo que otros cientos, los brazos suben y bajan, la pelvis se adelanta y contrae y la música lo hace partícipe.
Y avanza entre la masa viva, sintiendo los roces, las piernas que lo abrazan, los torsos que se le pegan al cuerpo y los flashes juguetean con sus ojos, pero no pierde de vista a esa rubia infernal, dueña de sus deseos, ama de su necesidad, orquestadora de su virilidad.
La ve sensual, sexy, atrevida, su cabello claro, su cuerpo ardiente, su movimiento incesante, el rostro pequeño sacudiéndose al ritmo de la noche, ocultándose en los colores de las luces, desgarrando la oscuridad con su infinita hermosura. Y llega a ella, se le pone delante y baila con atrevimiento, el corazón se siente acelerado, sus piernas no responden a sus pensamientos y su mente se ha ido a viajar. El momento es espectacular, tan irreal como un cuento de medianoche, la música confundiéndolo absolutamente todo, el alcohol haciendo su efecto, las drogas alucinando en todas partes, el latir del piso, esas piernas debajo de la mini falda, ese cuchillo en la chaqueta y ese deseo incontrolable de sacarlo allí mismo, justo allí y desvainarlo en medio de la locura con las luces ocultándolo a pesar de estar frente de su mirada, de acercarse y dar la estocada certera y letal y sentir en pleno dancing, con la marcha machacando en los oídos como la sangre resbala por el filo y se escurre entre los dedos, tan sensual, tan sexy, tan atrevida...

martes, 3 de junio de 2008

Hombre del espacio

Siempre sorteó un caminar errático por las suaves curvas de un Madrid medieval atascado de promesas. Las nervaduras subterráneas de la ciudad acumulaban sueños abandonados y oleaje de amores de paso.
No le fue fácil anticiparse a lo que finalmente transformó sus días en una catarsis existencial. Sabía que podía abstenerse a ser un tipo sin especialidades y esa amalgama de sensaciones que contrajo desde que se supo conciencia floreció como una frágil amapola nocturna intentando identificarse ante su nuevo reto. Cada verbo que escuchaba, ajeno a la intemperie de su nostalgia, se hizo carne en su boca reproduciendo exactamente la invariable y enérgica respuesta que evocaría una nueva sonrisa.
Tan fácil se sucedió este saber con el tiempo y tan mudo pudo volverse en cuestión de días. Especial nunca se sintió pero sí útil aunque nunca pudo contarlo. Su vida era tremenda, veía que tenía tanto trabajo por hacer, tantas ganas, tanto amor. Le bastaba que la gente pudiera comprender lo que pensaba de la vida. Hecho esto sabría que para alguien el camino sería mucho más liviano. La confianza es calidad de vida, le chistó un amigo sabio.
Una vez alguien le preguntó de dónde sacaba tanta energía. Sorbió una gran bocanada de aire y se limitó a contestar “soy un hombre del espacio”.

lunes, 2 de junio de 2008

Primera fila

Dudé entre entrar o seguir espiando por la vidriera. Finalmente me quedé afuera. Si bien el frío aportaba su granito de arena como para decidirme por el interior del restaurante, opté por soportarlo. Además, era más seguro.
Mi ubicación era ideal, del lado de afuera pero justo donde el nombre del lugar, en armoniosa pintura oro y plata, ornamentaba el vidrio. Teniendo astucia para situarse, se podía observar el interior sin que desde allí pudieran notar la presencia de uno. Y llegado el caso que alguien notara mi presencia, muy difícilmente podría asegurar si miraba para dentro o bien, era un casual transeúnte detenido en la vereda, quizás resguardándose del viento para prender un cigarrillo o bien, hablando por el celular.
De todos modos, allí estaba, revoleando el cuello entre las letras que pintadas formaban el nombre del local, buscando la mejor posición. Sentía a mis espaldas el ir y venir de coches sobre la avenida y el paso apurado de la gente, que distraida parecía que en cualquier momento me llevaba por delante.
Sería el mediodía, no llevaba puesto el reloj. Lo dejé hace un par de días para que lo revisaran, porque estaba atrasando mucho y todavía no he ido a buscarlo. Pero el movimiento en la calle y las mesas completas casi en su totalidad, en el restaurante, me hacían suponer que si le erraba, no era por demasiado.
En eso se me acercó un hombre mayor y me preguntó que estaba mirando. Con la mirada lo hice retroceder. Mire si va a tener idea de lo que preguntaba. En todo caso, había más vidriera para ver. A los pocos minutos la bronca me fue ganando. De ser el único espiando, tenía a casi una docena de curiosos, incluyendo al hombre mayor.
Y por culpa de todos esos negligentes, que no tenían mejor cosa que hacer que copiarme la idea, llegó la policía. Se acabó toda la gracia para mí, si señor.
Enfadado de verdad, me alejé de mi estratégica posición y me fui calle arriba, en dirección a casa. Con la cana en el lugar, el asalto terminaría en pocos minutos. Al menos tuve la suerte (y privilegio, sí señor, porque el viejo llegó después de eso) de ver como le volaban los sesos al mozo que se resistió cuando empezaron dos de los encapuchados a violar a la rubia de la mini negra.
Vaya a saber uno en que termina todo. Má si, después seguro lo pasan en la tele.