domingo, 29 de noviembre de 2009

Planta Baja

Todo comenzó con la caída de una gota de agua sobre mi frente.
¡Cómo saber que aquello sería el principio del desorden que controlaría mis próximos días!
¿Dónde estaba escrito que mi destino sería éste?.
En definitiva, nadie sabe quien escribe sus pasos o sus azares; nadie.
Y todo a raíz de aquella misteriosa gota que rebalso de alguna jarra para caer por su silencioso camino de manteles, servilletas, pisos y paredes hasta filtrarse entre el empapelado viejo de una cocina y deambular indecisa entre cables, tubos, caños, cemento, arena, ladrillos y grietas para dar con un agujero que la llevaría directo hasta mi frente.
Las realidades de los días varían entre las hojas de un libro o un periódico. Al menos eso creía yo hasta que la gota bendita se escurrió entre mis cejas para caer en la hoja del libro que estaba leyendo sobre la insignificante palabra “costa”.
¿Qué era una costa?
¿Qué era una realidad?
¿Qué significaban una cosa y la otra enfrentadas entre sí?
¿Dónde estaba la diferencia de mi realidad y la de los demás?.
El agua no era más que agua, pero aquella gota buscaba otro camino, otro sentido en mi absurda existencia. Lo supe desde ese instante en que la palabra “costa” se borroneaba ante mis pupilas y se iba escurriendo entre mis dedos.
La llegada de ese pequeño trozo de mar supuso el caos en mi hogar.
Tome una decisión rápida y corrí hasta la cocina donde podría recoger algunos víveres y herramientas que me serían útiles ante la triste y alocada aventura que se aproximaba. Una vez allí cargué mi mochila con toda la variedad de productos para luego dirigirme velozmente hasta mi habitación.
Hoy, desde la otra punta de lo que fue una vez mi casa, pienso en todo lo que se me escapa de las manos, en todo lo que una vez significó algo para mí. En aquellos libros amarillentos de Cortázar o Borges, en los discos de los Beatles, en el boleto capicúa que una vez conseguí a bordo de la línea 29, en la piedra de mica que me regalaron mis abuelos al volver aquel verano de Córdoba...
Pensar no es más que un acto reflejo ante la basta inmensidad que me rodea.
Lo comprendí desde el primer momento en que aquella descarada gota me surcó la frente.
Ante el arrebato acuoso de ese momento recolecté algunos artilugios más y emprendí la dura tarea de construir mi propia balsa, mi proyecto “Nautilus” (así lo llame en homenaje a Verne, otro escritor que murió sepultado en el extremo sur de mi habitación bajo niveles insospechados de agua).
Pasadas un par de horas de trabajo con el esqueleto de mi cama logré darle forma y acondicionar al Nautilus para luego equiparlo con mi mochila, mi cuaderno de viaje y algunos lápices que el tiempo quiso que sean mi voz, mi legado ante este olvidadizo y desorbitado mundo.
Así fue como me dispuse a enfrentar al temerario mar que se aproximaba, que golpeaba las puertas del salón y comenzaba a devastar los muebles heredados de la casa de San Martín de las Escobas, aquel polvoriento pueblo de Santa Fe donde mi bisabuela compraba cereales en la tienda de Ramos Generales de la estación del ferrocarril.
El mar es un solitario enemigo que inunda los caminos del ser humano ante su atónita mirada. Pude comprobarlo cada día mientras veía como aquella gota que había asomado por el techo del salón se transformaba en un caudal apresurado e invasor de agua.
Con la crecida de los niveles del mar vinieron los vientos y los días oscuros.
La conexión eléctrica de mi casa tuvo que ser cortada de inmediato. Por suerte contaba con unas velas y un encendedor en mi mochila para soportar las noches en las que navegaba entre las ruinas de mis muebles, antes un panorama incierto y solitario.
Aquella tímida luz es la que me permite escribir estas letras, estos gritos al vacío que doy por alguna extraña razón.
El más allá hoy me resulta tan lejano que ya no me asombra. No sé que será de los que alguna vez fueron mis vecinos. Temo que con el pasar de los meses vaya olvidando como sonreía Marta ante mis incesantes paseos por el frente de su panadería. Temo perder ese único contacto con lo que alguna vez llame mi vida.
Sin embargo hay momentos en los que no pierdo la esperanza de que alguien note como la humedad comienza a filtrarse por sus paredes y decida derribar la puerta de mi casa para poder navegar a todo impulso con mi balsa y ser libre al fin.
Luego recuerdo que vivo en una planta baja y me entristece saber que la humedad demora más tiempo en subir por las paredes que en filtrarse hacia un piso que este debajo como el mío.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Del lado de la ventanilla

Para convencer a su hermana que lo dejara sentarse del lado de la ventanilla, le tuvo que prometer que le bajaría los bolsos del colectivo una vez que llegaran a la ciudad.
Era obstinada y caprichosa, pero lo había logrado. También era haragana y que otro hiciera el esfuerzo por ella, significaba tocar el cielo con las manos. Su pedido, en cambio, no respondía a un capricho.
Por la ventana podía apreciar los paisajes, trasladarlos a su libreta de apuntes con su birome negra. Podía estar las cinco horas que duraba el viaje garabateando con una precisión milimétrica, a pesar del movimiento del vehículo y la dificultad de captar el otro lado con las imágenes desvaneciéndose a medida que avanzaban.
Los campos llanos, las vacas pastando, algún que otro arroyo o hilo de agua, los molinos perdidos en el tiempo, las nubes y sus formas, los árboles apuntando al norte. Con la lengua asomada apenas entre sus labios, sus ojos no de despegaban de la ventana, mientras sus dedos se movían ágiles dejando la huella impresa de su talento en el papel.
Su hermana, en tanto, dormía plácidamente, lo mismo que hubiese hecho de estar del lado de la ventanilla.
Había algo en la magia de ese paisaje acelerado, fugaz pero repetitivo, que lo sumergía en un estado de paz inigualable. No sabía si era el interminable verde fundiéndose con el celeste del cielo o la certeza de comprender el secreto de la naturaleza para el hombre, que era el regalo divino que nadie podía reclamar como propio, sino era el deber cuidarlo para preservarlo como el paraíso de todos.
Y en ese éxtasis humano y artístico, en el que sus pensamientos vagaban en campos de paz mientras sus dedos parecían frenéticos sobre su libreta, fue que de repente vio algo atípico del otro lado del vidrio: muy a lo lejos, detrás de la última hilera de árboles, varias columnas de humo se elevaban en las alturas como un presagio oscuro y horroroso.
Dejó de dibujar al instante y su respiración quedó en silencio. Tocó a su hermana en el hombro: "Mira, detrás de los árboles". Media dormida y molesta que la haya despertado, observó. Su conclusión, veloz y práctica, fue un puñal para sus oídos: "Es humo. Un incendio quizá".
Por supuesto que era un incendio. No necesitaba despertarla para que se lo confirmase. Pero desistió en decirle algo más. Ella volvió a cerrar los ojos mientras apoyaba la cabeza en el respaldo.
Se sintió dolorido por la respuesta. Cómo acaso alguien podía quedarse tranquilo ante lo que estaba pasando. La simpleza de la aceptación por parte de su hermana era la misma que la del género humano para tantas otras cosas: "Es una guerra, una matanza quizá".
Se imaginó árboles ardiendo, el ganado huyendo. Campos verdes arrasados y tras el paso del fuego, la negrura, la oscuridad envolviendo a la naturaleza. Y el hombre atónito, siempre luchando en contra del fuego en un número pequeño, casi inexistente. Si por el fuese se hubiese arrojado del colectivo allí mismo. Pero eso equivalía a una locura.
Se quedó mirando hacia el otro lado de la ventanilla, observando las enormes columnas, cada vez más grandes, mientras que sobre la ruta las vacas aún pastaban sin saber lo que se avecinaba. Había dejado de dibujar, sin embargo el sentimiento era tan profundo que pronto las hojas de su libreta de apuntes captaron el sufrimiento de esos campos a la distancia y como en un acto de magia, ardieron sin chistar, quedando tan solo el hollín del papel como prueba inequívoca del dolor, desde el alma y desde el arte.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Puras vueltas, la vida

Era principios de los noventa, el muro había caído, nos habían cobrado un penal inexistente en Italia pero ya vivíamos la nueva era del Coco, el de patillas ya no tenía patillas, las industrias estaban en picada y se hablaba de pueblos fantasmas, en casa se vivía amuchados y amargados, nos hablaban de revolución de no se qué y nos daban un dólar ficticio y en las calles se respiraba malhumor pero con sabor a conformismo.
Pero todavía era pibe y en teoría esas cosas no tenían que afectarme. Salía poco de casa, a veces daba vueltas en la bici, como para hacer tiempo y no llegar temprano. No tenía ganas de escuchar hablar de plata ni de política.
Entonces me escabullía en calles desoladas, llevando las ruedas sobre las hojas secas para sentirlas crugir al paso. A veces, al ver un escaparate de revistas en algún kiosco, empezaba a frenar despacito, como para llegar con lo justo delante del mismo.
Historietas, las tiras cómicas de Patoruzito, las Lupín que tanto me gustaban, las de fútbol que eran caras y casi perdidos entre las revistas, los libritos para chicos con forma de animalitos. Me arrancaban una sonrisa. De más pequeño los leía en la casa de una tía, que los tenía de cuando era maestra.
Jamás me detuve a ver quién los dibujaba y mucho menos quién los escribía. A esa edad no interesaba tanto. Casi en un arrebato, dejé la bici en la vereda (si, tirada, de lado, como mil veces me habían dicho que no hiciera) y entré a preguntar por esos libritos. Inventé el interés de un hermanito y supe el precio.
Conté las chirolas en el bolsillo y no, no llegaba. Compré caramelos, como para no quedar como alguien a quién no le alcanza el dinero. Me quedé afuera, mirando el escaparate, no se por cuánto tiempo.
Todavía estaba allí cuando la señora que atendía salió con una llave. La llave mágica pensé, la que todos soñaríamos con tener. Y tenía magia porque era con la cuál se abría ese mundo protegido por un marco de madera y vidrio, plagado de revistas, libros y periódicos.
Abrió la puerta y llevó la mano al librito que estaba mirando. Se llamaba "Chipío, el gorrioncito peleador". Pensé en un milagro y hasta me dieron ganas de llorar de la alegría. Claro, pensaba yo, cómo no se iba a dar cuenta si hacía como una hora que debía estar parado allí, como un estúpido, mirando ese librito. Y ella, tan amable, se había dado cuenta que cuando entré, en realidad lo quería comprar y el dinero no me había alcanzado.
La miré con una sonrisa. La señora me devolvió otra. Me sentí feliz. Muy feliz. Ella cerró la puerta y le dio dos vueltas de llave y seguido a eso, pegó media vuelta y se metió dentro del kiosco con el librito en la mano. Me quedé atónito, aún con la esperanza de verla salir, con "Chipio" envuelto para regalo.
Pero no, vi salir a un hombre joven, con su pequeña hija en brazos, llevando el librito como regalo, supongo, para ella. Iban los dos contentos.
Sonreí, mirando de reojo alrededor. Nadie había visto mi escena. Me sentía tonto, pero al menos en soledad. Algo es algo. ¿Cuántas personas en ese instante estarían comprando ese mismo librito? me pregunté estúpidamente, como para pensar rápido otra cosa. ¿Dos? ¿Una aquí y la otra en Buenos Aires? ¿Habría otra comprándolo en Córdoba, o en Rosario, o en Pehuancó? Qué importaba. Quizá nunca lo supiesen. ¿Acaso era importante?
Le di muchas vueltas al asunto, intentando en el ejercicio restarle importancia, hasta que decidí subirme de nuevo a la bici y emprender el camino a casa.
Me olvidé así del librito mientras daba algunas vueltas para hacer pasar el tiempo y llegar justo para la hora del almuerzo y evitar así esas cosas que a uno lo ponen mal.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Tras los pasos de E.

Para Neto, en su día...



Existe un escritor llamado E.
¿Existe?.

Las investigaciones literarias de más alto nivel arrojan resultados inciertos una y otras vez ante las misma cuestiones.

¿Quién es E.?
¿A que movimiento literario pertenece?
¿Cuáles son sus intenciones?

Existen una infinidad de textos de este autor repartidos en antologías provinciales y nacionales. Sus dotes se despliegan en varios portales webs desde donde sus creaciones se ramifican en giros interminables y maravillosos.
Los días se suceden cotidiana y absurdamente; pero sus lectores saben que el destello que los sorprenderá y los arrojará lejos del letargo rutinario de sus vidas está a la vuelta de la esquina. Sus lectores saben (y sabemos) que el misterio y la aventura se esconden entre los días de espera para las actualizaciones de sus blogs o participaciones literarias en revistas, magazines u antología que ande circulando por el mundo.

Ciertos grupos reaccionarios postulan su teoría sobre el misterioso E. Algunos sostienen que realmente este autor no existe como forma física.
Simplemente se cree que es un personaje creado por un grupo de autores de la provincia argentina de Santa Fe como reacción combativa y revolucionaria ante la producción literaria de Buenos Aires.

Otros grupos postulan que el verdadero E. es un conjunto de escritores extranjeros pertenecientes a la Real Academia Española que utilizando las posibilidades de internet logran desplegar sus sueños y frustraciones en relatos breves o extensas historias que funcionan de una manera perfecta dejando sin aliento y cuestionándose cada fragmento del día a quién se atreva a leer los mismos.

Existe un escritor llamado E.
Puedo afirmarlo. Existe y tiene una forma física, corpórea. Tiene un tacto y un sentido único para maravillarnos cada vez que se apodera de las palabras y juega con ellas.

Posee un sentido único que algunos suelen considerarlo de otro planeta. Pero están equivocados.
No es magia ni audacia; no es un poder extraterrestre. Es simplemente la pulsión misma de la creación la que corre por sus venas y E. no permite que se le escape en ningún momento.

Lo que hace de E. un escritor admirable es su habilidad para saber encontrar el corazón de cada elemento de la naturaleza y plasmarlo de una forma superior a la que otros escritores lo han hecho.
Hablo de superioridad humana; algo tan escaso en estos días que nos rodean y persiguen.

Existe un escritor llamado E.
Mis afirmaciones son ciertas.
Llevo años investigándolo, tras su pista; casi codo a codo.
No es fácil de encontrar y sabe muy bien como ocultarse de las masas que claman por sus declaraciones. Pero puedo decir que tengo la pista que todos querrían tener.

Existe un escritor llamado E. Si quieren comprobarlo basta con visitar Netomancia o este mismo blog.

sábado, 14 de noviembre de 2009

El extraño de las tardecitas

Así era Humberto, parco y solitario. De esa gente que apenas uno la ve en las calles del barrio. ¿Quién vive en esa casa que nunca se ve a nadie? suelen preguntar las visitas en las casas aledañas. Y la contestación es comúnmente "un tipo extraño más raro que perro verde".
Pero Humberto no es extraño. Es una persona normal, que se levanta por las mañanas, desayuna, enciende su computadora, lee los diarios, consulta el correo y luego hace su trabajo.
Es programador, así que desde temprano el teclado se convierte en una melodía monótona, quebrantada únicamente en los momentos en que se levanta para ir al baño o confirmar si lo que ha programado se ajusta a lo solicitado por el cliente.
No almuerza, detalle que tampoco lo transforma en raro. Pero sí merienda y muy bien. Es a la tardecita cuando se lo puede ver. Con la melena larga, barba de una semana, tranco rápido y cabeza gacha, marcha veloz a lo largo de un par de cuadras hasta el supermercado chino de la esquina, hace las compras para dos o tres días y sin saludar a nadie ni levantar la vista, vuelve raudo a su vivienda, como si el aire de la calle fuese malo y solo el de su casa lo pudiese salvar.
Los vecinos notaban que además de ser tan poco sociable con ellos, tampoco parecía ser una persona con amistades, dado que jamás le habían visto una visita. De más está aclarar que tampoco lo habían visto a él, aparte de hacer las compras, ir a algún otro lado.
Ni siquiera sabían que su nombre era Humberto. Lo llamaban el "ermitaño", "el raro", "el melenudo" y otra decena de sobrenombres que buscaban ajustarse a esa figura tan singular y llamativa.
A Humberto todo esto lo tenía sin cuidado. Su relación con el mundo era nula. Todo contacto era por correo electrónico. Todo diálogo era por teléfono. Apenas si intercambiaba monosílabos al hacer las compras: ¿Algo más? "No". ¿Paga en efectivo? "Si". Y así estaba bien.
Pero un día los dos mundos tuvieron que relacionarse. Fue cuando en el barrio apareció Doris. Una muchacha simpática, rubia, de ojos claros y sonrisa contagiosa. Preguntó en distintas puertas por un tal Humberto, hasta que finalmente los vecinos cayeron en la cuenta de que hacía referencia al "extraño" de las tardecitas.
¡Al fin alguien preguntaba por el raro! El barrio estaba convulsionado. Le indicaron donde quedaba la casa, pero nadie se quedó atrás, los vecinos se ofrecieron a acompañarla hasta la puerta misma. Y allá fueron, como en una protesta, la muchedumbre sin pancartas, avanzando por la vereda y la calle.
Aquí es, le dijeron, señalando una casa sin demasiados detalles, que pasaba desapercibida. Ella golpeó la puerta. Los vecinos escucharon el rítmico toc toc toc y aguardaron con impaciencia que la puerta se abriera, que saliera el raro, al que ahora conocían como Humberto y manifestara alguna señal de vida ante la presencia de Doris.
A todo ello, cada uno tenía su propia conjetura sobre Doris. Qué era su novia, su hermana, su ex, su prima, tan solo una amiga e incluso, una acreedora.
Doris volvió a golpear y viendo que Humberto no contestaba, lo llamaron a los gritos. ¡Humberto! ¡Humberto! ¡Doris ha venido a visitarte!
De repente se abrió la puerta y Humberto por primera vez les mostró sus ojos. Casi desafiantes, mirando hacia todos lados.
- ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que dicen? les gritó alarmado.
No había alcanzado a adelantarse uno de los vecinos, para explicar el motivo, que Humberto volvió a hablar:
- No se cómo lo supieron, pero no me molesten con Doris. Dejen que ella descanse en paz. Y déjenme a mí, en mi mundo.
Y dicho esto, cerró la puerta con vehemencia.
Los vecinos miraron a Doris, aún parada delante de la puerta. El ni se había fijado en ella. Quisieron consolarla, pues estaba llorando, pero ella los apartó. Caminó hasta la vereda y retomó el camino por el que había venido, dándole la espalda a todos. A medida que daba un tranco, su silueta se iba desdibujando. Antes de llegar a la esquina, había desaparecido.
Los vecinos se quedaron observando una vereda vacía, todos con la boca abierta. Se miraron avergonzados y repartieron sus destinos según la suerte que desde hace rato tenían echada.
Jamás volvieron a hablar del extraño.

domingo, 8 de noviembre de 2009

La impaciencia de la confesión

Me miento. Me engaño con verdades que no son. Dibujo la realidad, convencido que detrás de los trazos negros y grises se mantendrán ocultos los pecados cometidos.
Oscilo entre la vida y la muerte, mientras garabateo en anotadores que dejaré esparcidos tras mi partida vaya saber donde. La mentira ha llegado demasiado lejos.
Camino hasta su casa. Golpeo. Espero impaciente, buscando con la vista algún indicio a través de las cortinas. Me imagino el sonido de las pisadas provenientes del otro lado de la puerta. Me convenzo de que están ahí, que pronto abrirá la puerta.
Entonces, preparo mi discurso, mis palabras. Esas que tengo atragantadas desde hace meses. Las quiero escupir una por una, saborearlas, sentir el sabor amargo, la textura cruel y luego, divertirme al ver como la golpean en el rostro, cachetazo tras cachetazo.
Espero. Pero la puerta no se abre. Las pisadas nunca existieron. Y nunca existirán. Ella ya no vive allí. Ya no está.
Yace en su cama, apuñalada por mi mano dos noches atrás.
¿Qué espera la policía para encontrarla? ¿Cuánto tiempo más tendré que vivir engañándome para creer que no he cometido mis pecados?

jueves, 5 de noviembre de 2009

Resplandor del Crepúsculo

Como todo el polvo que se asienta todo alrededor mío,
debo hallar un nuevo hogar,
las costumbres y los huecos que solían albergarme,
son todos como uno para mí actualmente.
Pero yo, yo buscaré por todas partes sólo para oír tu llamado,
y camino por rutas más extrañas que ésta.
En un mundo que yo solía conocer, te extraño aún más.
Pero ahora, ahora que perdí todo te doy mi alma,
el significado de todo en lo que creía antes,
se me escapa en este mundo de nada,
y te extraño aún más.

martes, 3 de noviembre de 2009

Extraño hecho al cruzar la calle

Miré hacia un lado, hacia el otro, volví a observar el semáforo y recién luego, crucé.
Iba por la mitad de la senda peatonal de la esquina, la que se usa para cruzar, cuando sentí el impacto. Me levantó por el aire.
Caí con la cadera contra el pavimento y mi cabeza rebotó como si fuese de goma.Instantáneamente la sangre comenzó a brotar del corte que se produjo.
Muy dolorido abrí los ojos, queriendo saber qué me había atropellado.
La calle estaba desierta. Giré con mucho esfuerzo la cabeza. En la otra dirección tampoco se veía vehículo alguno.
Quise pedir auxilio, pero la voz parecía extinta. Escuché sirenas. Mantuve los ojos abiertos. No vi venir ninguna ambulancia. Pero a los pocos segundos sentí que me levantaban de las piernas y los brazos y me colocaban sobre una camilla... ¡pero no había nadie allí, no había ninguna camilla debajo de mi cuerpo!
Quedé suspendido en el aire y casi de inmediato comencé a avanzar hacia delante, siempre en estado horizontal. Dolorido y todo, lo que estaba sucediendo me alarmaba. Cerré los ojos buscando conciliar una respuesta a todo, pero más dudas me asaltaron, dado que en lugar de quedar a oscuras pude ver el interior de la ambulancia.
Los volví a abrir y vi nubes en el cielo. Los cerré y allí estaba el techo de una ambulancia.
Grité pero no escuché ningún sonido. Desistí de seguir luchando. Me resigné temiendo la locura. Y dejé que el deterioro del accidente terminara de hacer su tarea, rindiéndome ante lo que no podía comprender.