martes, 27 de agosto de 2013

Inmovilidad

El aire frío llegaba hasta su rostro, lo acariciaba cruelmente y luego seguía viaje. Era constante y no le importaba. Su cuerpo, inerte sobre el cemento, apenas si se movía, como si no estuviera respirando. Algunos le decían que aquella inmovilidad era un don.
Abrió bien el ojo derecho y lo calzó en la mira. La habitación aún estaba vacía, igual que a lo largo de las últimas ocho horas. No tenía miedo. ¿Cómo tenerlo a tanta distancia? Tanteó el gatillo, como para asegurarse que aún seguía allí. Sintió la textura lisa y plana bajo la yema de sus dedos. Un hormigueo le recorrió el cuello.
En la habitación se abrió una puerta. Estaba atento, esperando el momento. Entonces, entró ella. Pudo ver el rostro tantas veces estudiado, el cabello, cientos de veces anhelado, el movimiento de sus piernas, mil veces observado. Entonces, sin dudarlo, disparó.
Dos horas más tarde bajó las fotos a su computadora y le dedicó la noche a su amor imposible. Su alma inmóvil por fin cobraba vida.

lunes, 19 de agosto de 2013

La chica de la recepción

Omar juraba que iba al gimnasio para mejorar su aspecto físico, pero la verdad era otra. Le gustaba Gabriela, la chica que atendía la recepción por la mañana. Y eso era algo que sabían todos, por más que Omar pusiera el grito en el cielo cada vez que alguien se lo echaba en cara.
- ¿La mina que está en el escritorio de adelante? ¡Pero si es más fea! - negaba cada vez que podía, mientras sus amigos se reían por lo bajo.
Era remisero, pero se cuidaba de quitar el cartel del parabrisas cuando estacionaba frente al local vidriado del gimnasio. A Gabriela le había dicho que trabajaba en una florería. Con esa mentira, tenía la excusa perfecta para llevarle siempre una flor distinta.
- Gabriela por qué no aprovechás este ramito de rosas, que se cayó el pedido y ya lo tengo envuelto - Omar empleaba un tono casual, como quien no quiere la cosa. Gabriela aceptaba sonriente, preguntando si acaso no podía esperar a que llegara otro pedido.
- Si piden otro, se arma uno nuevo. Descuidá.
Y luego se dirigía a algún aparato, donde en realidad no hacía nada más que acomodarse en tal posición que pudiera seguir observando a la chica que tanto le gustaba. Desde allí dejaba pasar la hora, contemplando su amor imposible. Salía del gimnasio sin una sola gota de sudor, sonriendo a la joven recepcionista.
- ¿Y cuando la vas a encarar? - preguntó con impaciencia alguien en el bar.
- ¿A quién? - Omar se la veía venir.
- ¡A la chica del gimnasio, hacete el gil!
- ¡Pero si es fea! ¡Cómo te puedo hacer entender eso!
Esa semana fueron rosas, crisantemos y claveles.
- ¿Estas son las que se usan en los velorios? - Gabriela observaba el ramo con cierto recelo.
- Si, me olvidé de entregarlas con una palma, hace un rato y no me daba la cara para volver. Imaginate, pobre gente.
- ¿Y en un ramo para un velorio?
- Viste como es la gente... ¿para qué contradecirlos?
Luego jazmines, rosas de nuevo y hasta una begonia en maceta.
- ¿Y esta?
- Me confundí de color. Querían roja y agarré una naranja. Quedátela, yo busco otra.
Una mañana dos de sus amigos pasaron por el frente del gimnasio y al verlo dentro, detuvieron la marcha. Se asomaron y lo llamaron con silbidos. Cuando Omar miró hacia donde estaban, empezaron a guiñarle el ojo y cabecear para el lado de la recepción. Gabriela, que estaba atendiendo un llamado telefónico, no los vio. Omar, en cambio, se pudo colorado de la vergüenza. Y si no era porque simulaba estar haciendo ejercicios en una bicicleta fija, habría salido corriendo del lugar.
- Vas a tener que hacer algo, viejo. En cualquier momento la mina te aparece con un macho y vos te morís de la depresión.
- ¡Y dale con eso... ! - Omar frunció el ceño, como fastidiado, pero luego agregó - ¿Vos decís que podría empezar a salir con alguien?
- Y...
Ese viernes juntó todo el coraje de la semana. Le había llevado fresias el lunes, liliums perfumados el miércoles y ahora, bajo el brazo, disimulando, llevaba rosas blancas.
Se plantó como siempre delante del escritorio y extendió el ramo.
- Gabriela, para vos.
- Qué bonitas Omar. ¿Una clienta se arrepintió?
- No, esta vez las traje para vos, de regalo. Y pensaba, no sé, si por ahí, que se yo, esta noche, o mañana, o una noche, o en otro horario, como vos quieras, o como a vos te parezca, yo pensaba, si por ahí, no sé, te gustaría ir a cenar conmigo, o ver una película, o las dos cosas, no se, si por ahí, que se yo, cuando quieras.
- Ay Omar, gracias... pero a mi novia quizá no le agrade que vaya con alguien a comer o al cine. Pero gracias, sos un tierno. ¡Y gracias por las rosas! Estas que te molestaste en traer especialmente para mi, me las quedo yo, que se cague Josefina, siempre se termina quedando con las flores que me traés.
Omar ya no volvió a ir más al gimnasio. Sus amigos en el bar aseguran que a pesar de eso, está en mejor forma.

domingo, 11 de agosto de 2013

Compra urgente

El hombre entró a la tienda y sin esperar su turno, se apropió de una vendedora.
- Necesito tres telescopios, un espejo y una carta astral, urgente.
La mujer dudó entre pedirle que sacara número o hacerle entender que aquello era una venta de alimentos para mascotas. Optó por lo último.
- Señor, aquí no tenemos lo que busca, mire a su alrededor.
Sorprendido, el cliente observó los productos en exhibición.
- Es una fachada, lo sé. Por favor, busque a su patrón y dígale que necesito lo que le pedí de manera urgente.
Con ojos pacientes, la mujer le contestó:
- Señor, por favor, no tenemos lo que quiere. Y mi patrón es mi hermano, y no lo voy a hacer perder tiempo con esto. Así que si me disculpa...
- ¡Usted no comprende! ¡De esto depende el futuro de la humanidad! Necesito...
Una señora mayor, a quien le correspondía el turno, se cansó de la escena.
- ¡Sea más respetuoso, mijito! Acá se vende comida para animales y el que me va a tener que disculpar es usted, porque me están atendiendo a mí.
La señora se adelantó hasta el mostrador, pero el hombre no vaciló. La agarró de los hombros y la movió un metro hacia atrás, situándose otra vez delante de la vendedora.
- ¡Pero qué hace! - gritó la anciana.
El hombre no hizo el menor gesto, como si no la hubiese escuchado.
- Necesito lo que le pedí - dijo, visiblemente alterado.
- Señor, retírese o lo hago salir del negocio.
- ¡Me voy a retirar cuando tenga las cosas que le quiero comprar!
- Pero escuche hombre - terció un joven que llevaba un pug en los brazos - ¿cómo no puede entender que eso que busca, acá no lo tienen?
- ¡No me lo quieren dar, que es distinto!
- Me cansó, llamo a la policía - dijo la vendedora.
- Eso, llámela - la respaldó sin ironía alguna el hombre, casi encima del mostrador, mirando su reloj de muñeca una y otra vez - Pero rápido, que en cualquier momento caen.
- Mientras viene la policía, deje que me atiendan - pidió la anciana.
- De ninguna manera - le respondió el hombre, que ahora parecía nervioso al mirar la hora.
En aquel preciso momento, se escucharon gritos en la calle. El joven con el perro, se asomó por la ventana.
- ¡Miren el cielo! - gritó.
El hombre en el mostrador se agarraba la cabeza.
- Es tarde, es tarde - balbuceaba.
Los demás clientes salieron a la calle, incluyendo a la vendedora. El hombre en cambio se arrojó detrás del mostrador. A lo lejos, escuchaba el sonido de un patrullero policial acercándose.
- Es tarde, es tarde... - repetía en un murmullo monótono, casi inaudible, apagado por los gritos y alaridos provenientes de la calle, donde todo estaba sucediendo.


viernes, 2 de agosto de 2013

Síntomas y caprichos

Más que un síntoma, lo de Benítez se trataba de un capricho. Fiebre un lunes a la mañana, según su mujer, era señal que no quería ir a trabajar. Se pasó el día en cama y el martes amaneció mejor, pero tenía el certificado del médico para faltar un día más.
Antes de acostarse le dijo a su mujer que creía tener fiebre otra vez.
- Estuviste leyendo el diario en el patio, sentado afuera con el frío que hacía, en lugar de hacer reposo.
- Lo hago venir temprano al médico y me pido un par de días más.
- Mirá, si querés, hacelo. Pero yo te vi leyendo el diario en el patio.
Benítez lo hizo, llamó al médico y consiguió dos días más. Su mujer, que era su jefa, terminó por despedirlo.
A la noche, mientras cenaban, él callado, ella mirándolo fijo, el que habló fue el nene, de diez años.
- Papito, no sos boludo por no haberte descuidado estando enfermo. Lo sos por casarte con tu jefa. ¿Mamá, puedo comer otra mila?