miércoles, 29 de diciembre de 2010

Justicia

Fue la culpa que lo persiguió hasta el final de sus días. La tortura mental que lo acosaba. Esa infame mentira vertida por sus labios. El deshonor jamás confesado. La convicción de haber obrado de mala fe y jamás haberlo reconocido.
Fue todo eso y más. El nudo bien hecho, la cuerda firme. La silla en su lugar. Esa última mirada alrededor. Un adiós sin gloria, en el olvido.
Sin embargo, en el momento último, la sombra envolvió su cuerpo y una cortina de humo evaporó su cuerpo. Amaneció entre brasas, con el estruendo del averno en sus oídos. Los ángeles caídos le sonreían, burlescamente. Purgaría las culpas. Se haría justicia. Aquello que Dios había permitido en vida, no lo toleraría el Diablo ahora muerto.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Un mundo mordaz

De profesión fusilador. De 8 a 12 para el pelotón quince y de 16 a 20 para el pelotón especial, al que llevaban los sobrevivientes de las rondas comunes. Sucedía que escaseaban las municiones y a veces repartían balas de salva a los pelotones. En algunas ocasiones, los condenados se morían del susto, pero no siempre era así.
Un trabajo agotador, por más que su mujer le recriminara siempre que lo único que debía hacer era ponerse el fusil al hombro y disparar. Ella no comprendía. Odiaba que comparada su trabajo con las tareas del hogar, pero se resignaba, era mujer y podía esperar cualquier cosa.
Dado que el país estaba en ebullición, había surgido la posiblidad de hacer horas extras, así que la última semana no había regresado a su casa al mediodía. Eso hacía que al llegar de noche, su mujer le reprochara un montón de cosas juntas, ya que acumulaba lo de la mañana y la tarde.
Fingía escucharla, pero no lo hacía. Siempre lo mismo, que la chaqueta recién lavada ya manchada de sangre, que el portabalas de cuero que le había regalado su mamá se había raspado con algo, que el casco estaba abollado...
Asentía con la cabeza, pero en realidad era un acto reflejo. Como la vez que le recriminó haber fusilado a Giménez, el de la vuelta. ¿Acaso el podía decidir a quién le disparaba y a quién no? Pero ella había estado casi un mes recordándole que la cortadora de césped había quedado en la casa de Giménez, que al menos antes de haber disparado le tendría que haber advertido ese detalle, para que el condenado llamase a su casa y ordenara devolver la máquina.
Aquello había colmado su paciencia. No le echaba la culpa a Giménez por repartir panfletos a favor de la libertad de expresión, no, le echaba en cara a él, el que traía el pan a casa, de la muerte de vecino. ¡Cómo si la cortadora de césped la hubiera pagado ella!
Pero había algo que lograba molestarlo incluso más que cuando lo recriminaba. Y ese algo eran las ocasiones en que su mujer invitaba a los padres a comer a casa. No por el hecho de compartir una comida, sino porque no faltaba oportunidad en la que su suegro le pidiera que fueran al patio a dispararle a las botellas, para recrear ese acto tan patriótico que era el fusilar a los idealistas y revolucionarios. Por supuesto, debía ceder y dedicar una hora del día de descanso (con seguridad) a destruir botellas.
Cada día la soportaba menos. Así que esa semana de horas extras, además de permitirse ganar unos pesos más, que no venían mal, ideó un plan en los momentos de descanso. Sabía que en el pabellón siete se guardaban las evidencias incautadas a los apresados. Con una excusa logró meterse y sacar algunos panfletos.
Por la noche, estando en la cama, le pidió a su mujer si le hacía el favor de llevar a la mañana unos sobres al correo. Son los formularios para pedir un crédito y comprarte una cocina nueva, le mintió.
Sabiendo que su mujer saldría después de ver el programa de cocina en la tele, es decir, luego de las diez de la mañana, esperó hasta esa hora para telefonear desde su trabajo al comando policial más cercano, para hacer una denuncia anónima. Por suerte lo atendieron rápido, dado que lo estaban llamando para fusilar a dos panaderos que llevaban bizcochos a un centro clandestino de refugiados políticos.
No le sorprendió ese mediodía al regresar a su casa, no encontrar a su mujer. Comió tranquilamente unos bifes con cebolla y luego se acostó a dormir la siesta. Para las cuatro menos cuarto, ya estaba bañado y afeitado, aguardando en la vereda el paso del colectivo militar que lo llevaba a diario hasta su puesto de trabajo.
Hizo tres rondas de fusilamiento antes de toparse con su mujer. Allí estaba, con los ojos vendados, apoyada contra la pared salpicada de balazos, ignorando que él se encontraba enfrente, esperando el momento de llevar su fusil al hombro.
Se la notaba tensa y no dejaba de repetir que era inocente. Todo menos eso, se decía mentalmente mientras cargaba el arma.
- Che, Altamirano - le dijo otro de los fusiladores - ¿No es parecida a tu mujer esa mina?
- ¿Cuál? ¿La que vamos a hacer cagar ahora? No, estás en pedo.
- La pucha che, que me había parecido. Imaginate, que tu mujer estuviera en algo raro y te tocara justo a vos mandarla al otro lado.
- No me hagás reír Lozano - dijo el hombre de profesión fusilador, con el arma ya preparada - que esos milagros solo deben pasar en las películas.
Y feliz como un niño, se ganó el pan del día.

sábado, 11 de diciembre de 2010

¿Dónde van las hojas cuando nadie las lee?

Una mañana abrió la puerta y buscó el diario, como hacía cada mañana, pero no fue igual que otras veces. En lugar del ejemplar de hojas ásperas embebidas en tinta, había allí una especie de rectángulo pequeño, con marco sólido de plástico y centro de vidrio o algo que se le parecía bastante. En la parte inferior detectó algunos indicadores dibujados sobre ínfimas teclas. Oprimió varias hasta que una hizo que aquello que parecía vidrio destellara y como si fuera un televisor en miniatura, mostrara imágenes en movimiento. Siguieron unos breves pitidos. Tras aquella extraña y ruidosa presentación, la pantalla devolvió una réplica de lo que seguramente era la tapa del diario del día.
Giró el aparato en sus manos, buscando en la parte posterior algún indicio de respuesta, pero solo vio el mismo plástico que cubría los bordes. ¿Dónde estaba su diario? ¿El olor a la tinta, al papel? ¿Acaso podría doblar esa pantalla para matar una mosca? ¿O ayudar a encender el fuego de un asado? ¿Sus hijos perderían la oportunidad que el había tenido de niño, acostado sobre la enorme página, riendo con los chistes de la última página? Quería su diario, aquello no lo conformaba. En las casas vecinas la gente recibía con diversas reacciones el nuevo ejemplar de la mañana. Miró el suyo con decepción y sin pensarlo dos veces, lo arrojó al balde con basura en el que su mujer metía las hojas secas para luego quemarlas.
Algo le decía que se estaba volviendo viejo y el mundo no se dignaría a esperarlo.

domingo, 5 de diciembre de 2010

La oferta

Las oxidadas campanas anunciaban el mediodía. Sobre la mesa estaba el dinero. Los dos jóvenes observaban, aún dudando. Se miraban entre si, buscando en los gestos una señal que les permitiera saber que hacer.
El hombre los volvió a escrutar con la vista. Consultó el reloj, como indicando que el tiempo pasaba y la oferta no estaría allí todo el día.
En los ojos de ella había miedo y un atisbo de avaricia. En los de él, curiosidad y deseos de tener dinero en los bolsillos.
Como si los hubiesen programado, asintieron con la cabeza al unísono y llevaron sus manos hacia el dinero. Sin embargo el hombre estiró su brazo y los detuvo. Primero lo otro, luego el dinero.
Los jóvenes se mordieron los labios. Cómo en las películas, pensaron. Y entonces se pusieron de pie, esperando alguna orientación de dónde debían ir. El hombre de la sotana también se puso de pie y señaló hacia el fondo, donde se divisaba una puertita.
Hacia allí se encaminaron los jóvenes, mientras el hombre de negro guardaba el dinero en un cajón y comenzaba a relajarse para lo que estaba por venir.