domingo, 30 de marzo de 2008

28 de junio de 1994

Existen fechas que nos quedan grabadas, que se vuelven un estigma con el paso de los años. Volvemos a las mismas por diversos motivos, para reflexionar, para meditar, para negarnos la verdad. En mi caso, hay una en particular, en la cual descubrí que la decepción y el género humano son la misma cosa.
Por entonces la vida era sencilla, aunque como adolescente, uno se hacía un mundo por todo sin saber que todo cambiaría en dos o tres años y ya nada sería como antes. El día comenzaba fastidioso, la obligación escolar, la caminata diaria hacia el colegio en calles desoladas a causa de la hora y el frío, las clases que nos aburrían, lo pesado de leer a Borges o memorizar fórmulas tan complicadas como incomprensibles. El martirio diario, compensado únicamente por el reencuentro con los amigos, la risa fácil, la picardía espontánea.
Estábamos en pleno mundial. El de los Estados Unidos, que puso de moda la palabra soccer, aunque por suerte solo durante un par de meses. Nadie ocultaba su entusiasmo. El equipo del Coco estaba más que bien. Con la goleada a Grecia en el primer partido, con uno del Diego y tres del Bati, nos sentimos campeones de arrancada. Había sido un paseo de aquellos. Y unos días después, en un durísimo partido contra los nigerianos, el Cani se acordó de lo que daba en la selección y ganamos dos a uno.
Teníamos pasta para campeón. Nadie lo dudaba. Además, de lo que se había podido ver en los demás grupos, apenas se podía rescatar a un par, pero entonces pensábamos que ninguno le llegaba ni a los tobillos a Argentina. Ese miércoles, era un miércoles más. Un miércoles intermedio en realidad. Quedaba justo entre Nigeria y Bulgaria. Al llegar la noche, uno quería saber como se habían entrenado los jugadores, si habría alguna variante o no. Uno, al llegar la noche, quería algo simple, liviano, como para ir a descansar. Ya bastante era saber que por la mañana la rutina diaria volvía a comenzar.
Sin embargo ese miércoles, la televisión me golpeó con la noticia, un nock out de primer round y lo que sangró fue mi alma.
Un boletín de último momento, no recuerdo en que canal, anunciaba el fin del mundo: Maradona había dado positivo en el control antidoping tras el partido con Nigeria. No lo creí. Imaginé una broma. Busqué otro canal en forma sistemática. La noticia se repetía. La cara de congoja y sorpresa del periodista, también. No podía ser. Algo estaba mal.
La primera imagen que me vino a la cabeza era la rubia cara de nada vestida de enfermera que había ido a buscar a Maradona al medio de la cancha cuando terminó el partido contra los nigerianos. Entonces había pensado, con qué necesidad tiene que ir a buscarlo, en qué otro partido se vió que se vaya a buscar a la cancha a un jugador para el control antidoping.
La segunda imagen que se me cruzó, fue Diego con la camiseta azul frente a los griegos, gritando su gol a la cámara, con furia, con pasión, como pisoteando todos los fantasmas del pasado, invitándonos a la euforia, al grito incontrolable, a una nueva ilusión.
Tomé asiento y me aferré al control remoto. Subí y bajé por la grilla de canales. Buscaba una desmentida que no iba a encontrar. La cabeza me iba a mil, quería decir algo, pero solo farfullaba. Un nudo enorme, gigante, comenzaba a formarse en la garganta. Otro nudo, doloroso, ya me retorcía el estómago. Y algo parecido a un puño repleto de clavos, parecía romperme el corazón.
Pasaron las horas, la noche fue avanzando y la pesadilla tenía toda la pinta de ser realidad. Cerca de las tres de la madrugada apagué el televisor y me acosté. Previamente había llorado, insultado, maldecido. El mundial había dejado de tener importancia para mí. No podía creer que Maradona se había dopado, no lo quería creer en realidad. Quería oír ya sus dclaraciones, escuchar su defensa.
Sentía impotencia, furia, desilusión, infinita tristeza. Pero principalmente dolor. Era joven, nunca antes me habían decepcionado de esta forma. Aunque no podía discernir con claridad quién era el culpable. Me costaba incluso condenar a alguien, me parecía injusto lo que le pasaba a Maradona, totalmente irreal. Ya me veía venir las críticas, todo lo que iban a hablar de él, de cómo lo iban a matar. Y me dolía pensar en todo eso.
Porque tampoco sería justo, porque gracias a él habíamos disfrutado tanto, nos había devuelto la alegría. El pueblo que había vivido golpeado tantos años, tantas décadas, era algo gracias a su ídolo. Su imagen era la nuestra. Todos queríamos ser Maradona. Habíamos depositado nuestros sueños truncos en su persona. Cada gol suyo era nuestro, como cada gambeta, cada amague, pase o "jueguito". Habíamos trasladado todas nuestras ilusiones a él. Era quién portaba nuestra bandera.
Y ahora estaba caído. Estaba a la par de cualquiera. Y como argentinos, haríamos lo mismo que Pedro a Jesús. Lo negaríamos. Nuestras voces se levantarían en contra del Dios que había bajado a la tierra en forma de hombre para hacer milagros con la redonda. El que nos había mostrado el camino hacia la felicidad, ya no podía hacerlo.
Temía a eso, a que sucediera. También me asustaba el golpe sobre la gente. El país se quedaría sin ánimo. Era una situación de mierda. Seguí llorando aún con los ojos cerrados, en la oscuridad de mi cuarto, en la soledad de mis pensamientos.
Acababa de aprender que las decepciones son puñales que desangran y pensaba (aún hoy lo pienso) que el hecho de ser humanos nos habilita a poder decepcionar a alguien querido en cualquier momento y a vivir con las consecuencias por el resto de nuestras vidas. Al fin de cuentas, como dice la biblia, fuimos creado a imagen y semejanza de Dios. Y él ya nos demostró de decepciones. Lo supe ese 28 de junio de 1994.

Ellas primero...

Cuando sonó el teléfono, Carlos ya sabía lo que iba responder. Esa noche no habría nada de debates, nada de cervezas entre los amigos en la barra del bar de la calle San Luis. Nada de nada, al fin de cuentas si Gardel era argentino o uruguayo; o si la “palomita” de Pedro Poy era mejor que el gol del Diego a los ingleses, no se iba a resolver por su afirmación o su negativa luego de la quinta ronda de bebidas espirituosas.
Los planes eran otros. Tras la cortina de humedad que presentaba la noche veraniega alguien esperaba su asistencia; una princesa necesitaba ser rescatada del tedio de las horas y el zapping frente al televisor.
Se presentó a la hora exacta, ni un minuto de más (le encantaba demostrar que él no era como los demás) y se preparó para tener entre sus manos la certeza de que esta vez había dado en la tecla.
Por supuesto que los muchachos no debían saber nada de estos encuentros románticos del mes de Enero; no lo perdonarían jamás. Se inventó una visita inesperada de unos primos lejanos del abuelo que venían de Mendoza y como había una buena cosecha de vinos de por medio no podía perderse la reunión.
Cuando ella abrió la puerta Carlitos pudo ver que el agua para el mate estaba a punto y que el paquete de Derbys suaves lo esperaba sobre la mesa. Una vez dentro se quitó las zapatillas y dejo reposar sus pies en el frío piso de mármol de la cocina.
- Veo que necesitas tener los pies sobre la tierra de vez en cuando – le dijo ella sonriendo, mientras apagaba la televisión y buscaba el disco de Artaud para comenzar la velada.
- Muy bien dicho, de vez en cuando – contestó Carlos mientras rebuscaba en sus bolsillos la maldita caja de los Fragata que siempre que la necesitaba desaparecían del alcance de su mano.
- Quizás dentro de cada bolsillo se esconde otro bolsillo que pertenece al pantalón del Absoluto y por eso nunca pesco nada a la hora de revolver, ¿no te parece?
- Me parece que el agua se está hirviendo, y eso para mí es el Absoluto - le dijo Sofía tímidamente.
La noche reposaba tranquila sobre los techos del barrio, mientras dentro de aquella cocina las fábulas estoicas de Carlitos tapizaban las paredes de un valor mitológico, de otro tiempo en el que los hombres ganaban el respeto de sus amadas golpeando dragones y esclavizando minotauros.
Aunque Sofía tenía muy claro que aquellas palabras solo eran excusas para llegar a un único cometido, dejaba que las historias se repitieran y se perdieran en el unísono de la casa. En cuestión de minutos, el mate se había lavado y el sabor a cigarrillos en la boca perfumaba el ambiente con una fragancia nocturna y precisa.
El disco había dado varias vueltas en el equipo y entonces optaron por la vieja estación de radio del pueblo para escuchar las ofertas del mercado de Doña Pola y sus irresistibles delicias reposteras.
Cuando Carlos le tomó la mano y la arrastró al zaguán de la casa, los gatos del patio dejaron de maullar para permitir que el silencio coronara la ronda de besos que se aproximaban. Un respiro tras las mejillas de Sofía dió el primer paso y luego sus labios se enredaron en una batalla de reconocimiento de terreno, avance y retroceso.
- ¿no tenés nada para decirme? – pregunto la damisela enamorada
- ¿Qué te puedo decir bicho mío? – respondió Carlos con tono de guerrero ateniense
- No sé, lo que se te ocurra, algo en fin… – dijo ella
Carlos suspiró y luego de ver como un gato jugaba a pescar la estela de una estrella respondió:
- Ay!!!! Sofía, ¿Qué haría yo sin vos?
- Pues nada, buscarte otra – le dijo sonriente Sofía mientras se acomodaba la blusa.
En ese momento nuestro héroe recordó la frase de los muchachos del bar: “ellas primero… siempre van primero a la hora de elegir la ropa, a la hora de decir la verdad, a la hora de madurar. Ellas primero…”
Cuando el sol amenazaba con asomar, Carlos se despidió consciente que irse es saber que nunca se va a volver.

sábado, 29 de marzo de 2008

Ale

para Alejandra

El suelo, la tierra, la casa donde volver,

se sabe que estás y más,

que dos manos son pocas y no lo son,

que elegiste libertad

dejando el alma en la puerta.

Que te llamarán dichosa generaciones de barrio

de calle de tierra.

Que mirando cielos nuevos

no te conmueve el fulgor.

Que se puede retornar a vos siempre,

desde cualquier lugar.

Porque ese viajero incansable hace puerto,

toca tierra, besa el suelo,

y siembra el cielo de atardeceres

de la mano

con bolsas del pan de todos

leyendo del libro de la existencia

los sueños más locos

teñidos de utopías

que ya se están realizando.

jueves, 27 de marzo de 2008

Su última sonrisa

Tu ayer es mí mañana,
y mí pasado, tu futuro


Por quince años esperé este momento y debo confesar, estoy sorprendido. Aunque pocas cosas logran sorprenderme, esta ha sido una de ellas. Sobretodo, porque se muy bien que me casaré con ella y que dentro de quince años terminará por matarme. No es una suposición. Es lo que sucederá.
De todos modos, conociendo el final, siempre imaginé que sería distinto el principio. Sin embargo, cuando nuestras miradas se cruzaron - por primera vez para ella, aunque no para mí - me embargó un amor verdadero, si es que éste existe realmente. Una sensación indescriptible, como de haber descubierto un ángel o un rayo de luz en una caverna carente de color.
El bar estaba repleto, pero sobre mi mesa descansaba sólo un pocillo y varias colillas colmaban hasta arriba un pequeño cenicero de lata. Contra la pared opuesta, ella hablaba con varias amigas y sonreía constantemente. Su sonrisa podía paralizar el mundo, siempre estuve seguro de eso, incluso cuando la puñalada estuvo consumada y los primeros vestigios de sangre colorearon mi camisa. Y puedo asegurar que fue su sonrisa lo que me cautivó. Cuando cruzamos las miradas, supe que todo era realidad.
Puede sonar a locura, pero a pesar de mis treinta años, sólo he vivido quince. Desde el día de mi muerte hasta esta noche. Desde que ella atravesó mi corazón luego de una fuerte discusión hasta este preciso instante, en este bar atestado de gente, en una ciudad cualquiera, cerca de la medianoche. Tampoco entiendo que es lo que me sucede, ni porqué. Sin embargo no me he detenido jamás a buscar razones. Demasiado ya me cuesta adaptarme diariamente a vivir una vida al revés. Todos los días voy comprendiendo cosas que ya me tocaron vivir. No sabría precisar si mi destino es el pasado que ya viví o bien, llegar al día de mi nacimiento. En todo caso, sé con certeza que ese será mi ineludible final.
Quince años esperé saber que fue lo que sentí el día que conocí a mi mujer y ahora lo se. Amor. Infinito amor. Y puedo asegurar que jamás había experimentado un sentimiento igual. Quizás sea algo que sólo se vive una vez - con tal grado de intensidad - a lo largo de la existencia. Aunque no lo podría afirmar. Quizás en los treinta años que me restan de vida encuentre momentos similares o aún más intensos.
En esta vida tan particular, a veces siento como si fuera viajando en tren, pero soy el único en el vagón y en todo el convoy, y por si fuera poco, viajando en la dirección contraria. Los demás viajan en otro tren y cada día nos encontramos en un cruce. Cuando ellos van, yo estoy volviendo. Pero… ¿de dónde? ¿Del futuro? ¿Del pasado?
Este momento, por ejemplo. Por el que esperé tanto tiempo, sabiendo que iba a suceder. Ayer para mí, será el día de mañana para ella. Y se que ella volverá a este bar y que me buscará. Que me dirá que se había fijado en mí la noche anterior. Y una conversación llevará a la otra y las palabras transformarán el encuentro en un pacto de amor y ella soñará con un futuro pintado de tonos pasteles y alegres melodías. Conozco el final de la historia. Los sueños no siempre se concretan ni llegan a ser lo que uno ha deseado. Juego con el as en la manga, pero de todas formas jamás lo arrojé sobre la mesa y estoy seguro que no lo haré en ningún momento ¿Serviría de algo?
Y acaso, ¿soy el único al que le sucede esto? Cómo podría saberlo ¿Y si hay otros, alguien nos creería? Seguro que no. Quizás seamos miles o millones en todo el mundo, pero nos adaptamos, fingimos para parecer normales, para que no nos tilden de locos y nos metan en un psiquiátrico. Me dirán que en todo caso, qué problema habría de suceder ello, acaso no vivieron ya el futuro. Pero… ¿y si la maldición, en caso de tratarse de una maldición, se desvanece y el futuro termina siendo una vida en el loquero, con los días corriendo de una buena vez hacia delante?
No quisiera arriesgarme. No porque le tema a una camisa de fuerza ni a vivir recluido, sino porque me perdería mi juventud, mi niñez. Saben algo… todavía no las experimenté y tengo muchas ganas de hacerlo. Creo que esas simples razones son las que me obligan a levantarme cada día y sonreír a pesar de comprender que mi hoy es otra vez el ayer de todos. Eso y poder conocer a mis padres, amigos y familiares que aún no conozco. Todos tenemos motivos para vivir. Los míos pueden parecer extraños, pero son los que poseo. Me cuesta decir que eso es lo que tengo por delante, porque en mi realidad, como en el espacio no hay ni arriba ni abajo, creo que no hay atrás ni adelante. Simplemente hay algo y para mí, es suficiente.
En la mesa que está cruzando el salón del bar, ella sigue sonriendo junto a sus amigas. Me volverá a ver al día siguiente. Yo, en cambio, la miro por última vez. Prometo recordarla, porque más allá del triste final, esta noche sentí por ella mucho amor. Mi tren se aleja y ya no habrá cruce que nos conecte.
Pediré la cuenta y me marcharé. El reloj me dice que es tarde.
Pronto será ayer.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Literatura barata y alma de goma

para Germán

Porque falta tu mano en mi espalda

es más difícil distinguir adelante y atrás,

avanzar, frenar o volver.

Porque falta tu pregunta en mi oído

es más difícil la pregunta en mi sien,

mi duda que espera, mi sí, no, no sé.

Porque otros nudos ato,

subo a mi garganta desde dentro

o desato en dos lágrimas indecisas.

Porque me faltás más que antes, que me faltabas,

que te faltaba, que nos faltaba.

Porque sé qué conquistas te llevan

sonrío de mañana y miro al norte un sábado a la noche.

Porque las madrugadas te buscan

en largas veredas de saludo esquivo.

Porque sé que un día fugaz o no

volverá tu mano en mi espalda,

tu pregunta en mi oído,

mi mano en tu hombro cargado de años

y veré tus ojos que siempre ven más,

dejo de escribir lo que quizás nunca vuelva a hacer.

lunes, 24 de marzo de 2008

Ruido Blanco

El frio ruido lo mantuvo tieso, atento; pensativo.
El paso a seguir podría ser decisivo, quizás eterno. El ruido blanco lo aturdía y lo sacudía dentro de su cama. No había motivo para que ese temor lo paralizara de esa forma; - no hay motivo ni razón - pensó para sus adentros.
La primera semana de los hechos transcurrió en una relativa calma, el teléfono que reposaba en su mesilla de luz le servía como conexión al mundo exterior, pero la pérdida del valor no sirvió mucho de ayuda para el cometido. Solo se redujo al comunicado de baja por enfermedad a sus jefes y su ausencia en la partida de crucigramas a la que asistía todos los martes con los muchachos del viejo barrio.
¿Cómo explicar la contextura de aquella fuerza que lo retenía? ¿Cómo pedir ayuda si el silencio le hería más que la parálisis emocional?
Los víveres estaban comenzando a caducar, a desvanecerse de su memoria gráfica. Pero quizás eso no le afectaba tanto como la posibilidad de perder la conexión con la calle, con lo urbano.
¿Qué será de Carmencita? – vaciló desde su cama - ¿me recordará? ¿Se habrán dado cuenta los chicos del café que mi taza sigue vacía? ¿Y si esta prisión me aleja de las callecitas de mi Buenos Aires? Si el carcelero me silencia el violín que se agita en mis entrañas…
Las horas corrían tras su espalda, no quería ver el almanaque con la estampa de San Expedito, no quería estirar el pescuezo para observar desde su ventana la terraza de Doña Carlota (que a esas horas de la mañana ya estaría azotando las viejas mantas con el palo de la escoba), no se animaba ni siquiera a caminar hasta el baño.
El ruido infernal provenía de la cocina y junto con él, un abrir y cerrar de puertas en el pasillo lo aislaba aun más de la posibilidad de un escape, de un final. Nunca creyó que le podría pasar a él, nunca se preparó para un evento de esa magnitud; nunca sintió que podría ser aquel nazareno vagando por los desiertos de sus cuatro paredes.
No lo retenía la falta de orgullo o valor, era algo más profundo, una daga que convertía en mermelada sus extremidades; un gélido ruido que invadía sus venas y todos los rincones de su pequeño piso de Belgrano. El viento circulaba cada día con más fuerza entre la cocina, el pasillo y su habitación. El viento traía en sus bolsillos los mensajes de la extorsión, la amenaza latente; los sonidos de su verdugo…
Quizás si intentaba gritar rápidamente y a la vez con contundencia el vigilante que compraba el Clarín todas las mañanas en la esquina lo pudiera oír. Aunque ese gritó lo delatara y se llevara con él su propio respiro.
El ruido persistía y la comunicación con el otro lado de la puerta se volvía invisible, casi nula. ¿Cómo salir de esto? ¿Cómo?
No se encontraba amordazado a la cama, ni crucificado al colchón; pero aquel susurro de motores tenebrosos le calaba los sesos, lo sumía al abandono de su voluntad, de su presente, pasado y futuro.
Nada que hacer, solo abandonarse y esperar que la pálida dama venga por él. Pero quizás ni la señora muerte se acordaba de él, si en casi 9 días de secuestro nadie reclamó su presencia. Carmencita seguiría comprando las facturas en la panadería de don Galo y entre membrillo y dulce de leche no habría notado su ausencia; los muchachos del bar pensarían que se había animado de una vez por todas a realizar ese viaje por el sur y que estaría haciéndose las fotos obligadas en el cartel de las carreteras de Ushuaia y Río Grande.
Pero nada de esto era cierto, nada lo podía hacer reaccionar. Se encontraba alienado en su habitación, preso del pánico que le imponía aquel sonido húmedo y malévolo que nacía en la cocina.
Pasaron los días y las noches hasta que un día la luz en el barrio se fue como por arte de magia (aunque el truco no era más que otra protesta de los empleados de Edenor por una mejora salarial). En ese instante el silencio inundo su pequeño refugio.
Se estrujó la brava incipiente y las lagañas que le poblaban los ojos, quería creer que todo había finalizado, que estaba muerto o internado en algún hospital, pero por más que forzara su mente sabía que seguía atornillado a su cama, a su propia cruz.
No fue el valor quien lo levanto de su aposento, no fue el perfume de alguna princesa herida, no fue el olor a café y al primer cigarrillo de la mañana; no fue nada de eso.
La voz del portero del edificio corría por todas las puertas anunciando que la luz volvería en una hora y ahí fue cuando utilizando los últimos rasgos de energía que guardaba su cuerpo se encaminó a la cocina para desconectar la heladera blanca y siniestra.
Pobre Raulito, no soportaba el ruido infernal que ésta hacia.

lunes, 10 de marzo de 2008

Adiós

Estrellada la noche que vertía sobre mi ser su voluntad extensa y multitudinaria, de puntos brillantes y luces inalcanzables, mientras el vaivén leve e imperceptible del gigante bajo mis pies me alzaba suavemente por sobre la borda, para que mis ojos, tristes y enrojecidos, poco acostumbrados a las penumbras y sus formas, buscara en vano un punto en el horizonte, siendo en todo momento inútil diferenciar la oscuridad de la nada, y la nada del todo que rodeaba aquel mar tenebroso y desafiante, que llamaba con fiereza a mi corazón, induciéndolo a la locura, a calmar las penas, a buscar una escapatoria al dolor, al desengaño y fue así que el frío del agua trepó a mi cuerpo y girando el cuello, sobre el cual caía el cabello mojado, ví alejarse para siempre ese barco, esa silueta enorme que se recortaba en un fondo de realidad que ya no me pertenecía…