sábado, 29 de noviembre de 2014

Turismo espacial

En el año 2132 viajar a la Luna tenía un costo relativamente económico. Obviamente, no era lo mismo que una excursión a Marte. Además, no había todas las maravillas para disfrutar que en el planeta rojo. Sin embargo, seguía tentando a los enamorados y ocasionales buscadores de tesoros. Siempre era posible encontrar algún vestigio de las expediciones de media del siglo pasado.
Por otra parte, era mucho más seguro que arriesgarse a viajar hacia algún punto dentro de la Tierra. Los altos índices de contaminación ponían en riesgo la vida a cada paso. Solo las llamadas "ciudades seguras" podían habitarse sin miedo  y quiénes viajaban, sin dudas eran habitantes de las mismas. Nadie fuera de ellas podía darse tremendo gusto.
Por eso para Allison, la Luna era la mejor opción a la hora de planear sus vacaciones. Pero no quería el paquete turístico. Le gustaba la idea de tomar un vuelo, hospedarse en algún hotel lunar de bajo costo, alquilar un "trepador" y andar con libertad por las viejas construcciones.
Sin embargo estaba el problema de siempre que se salía del planeta. Las declaraciones de herencia, conseguir los dadores vivientes de células, depositar el costo de un eventual traslado mortuorio de retorno desde el espacio... aquello era desalentador. No había accidentes desde hacía décadas, pero seguían pidiendo todo.
Allison, como muchos otros, sospechaba que aquello era un gran negocio. De todos modos, compró el vuelo y la fecha estipulada, tras realizar todos los trámites, abordó la nave "Artemis XI" junto a cincuenta personas más.
Se ubicó en su asiento y se colocó el casco obligatorio. El resto hizo lo mismo. A continuación, sin que Allison lo supiera, ni tampoco los demás pasajeros, un gas suave e imperceptible los tomó por sorpresa. Dos semanas más tarde despertarían creyendo haber estado de vacaciones. Y la humanidad seguiría su vida, limitada, condicionada, pero sin saberlo.


sábado, 8 de noviembre de 2014

Los relojes

La manía de Augusto por los relojes comenzó a los veinte años. Algunos le decían que lo suyo era una adicción. Otros, que era un impulsivo con tendencia por esos artefactos. Sin embargo, la verdad era otra.
No lo hacía por hobby ni mucho menos, como una excentricidad.
Augusto sintió desde siempre que el tiempo lo apremiaba. Las horas de cursado en la facultad, las horas de estudio posterior en su departamento, el gimnasio, el fútbol con los amigos, las comidas con la familia, las salidas con la novia, los paseos, ir al cine... había mil cosas y solo veinticuatro horas por día.
El primer reloj que compró fue un Casio con segundero y resistente al agua. A los pocos días inició una colección sin precedentes, comprando relojes en la misma medida que juntaba el dinero. Al día de hoy, a quince años de aquel Casio, cuenta en su haber con más de doce mil trescientos treinta relojes.
Algunos los lleva puesto, otros están en su departamento de siempre. Suelen estar desparramados por todas partes, incluso dentro de la heladera o del lavarropas. Dos novias lo dejaron por considerar que aquello podía ser el comienzo de alguna rara patología o demencia. Augusto no se inmutó.
Cuando le preguntan, encoge los hombros. No habla mucho del tema y es reacio a mostrarlos, salvo, claro, cuando alguien lo visita a su morada. Las explicaciones son exiguas, casi arrancadas por la insistencia.
El día sigue teniendo veinticuatro horas, pero Augusto tiene todo el tiempo del mundo atrapado en sus relojes, como si se tratase de un carcelero que hace justicia en nombre de todos.
O al menos, eso cree, pobre Augusto. Aunque de eso no habla mucho.