miércoles, 29 de diciembre de 2010

Justicia

Fue la culpa que lo persiguió hasta el final de sus días. La tortura mental que lo acosaba. Esa infame mentira vertida por sus labios. El deshonor jamás confesado. La convicción de haber obrado de mala fe y jamás haberlo reconocido.
Fue todo eso y más. El nudo bien hecho, la cuerda firme. La silla en su lugar. Esa última mirada alrededor. Un adiós sin gloria, en el olvido.
Sin embargo, en el momento último, la sombra envolvió su cuerpo y una cortina de humo evaporó su cuerpo. Amaneció entre brasas, con el estruendo del averno en sus oídos. Los ángeles caídos le sonreían, burlescamente. Purgaría las culpas. Se haría justicia. Aquello que Dios había permitido en vida, no lo toleraría el Diablo ahora muerto.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Un mundo mordaz

De profesión fusilador. De 8 a 12 para el pelotón quince y de 16 a 20 para el pelotón especial, al que llevaban los sobrevivientes de las rondas comunes. Sucedía que escaseaban las municiones y a veces repartían balas de salva a los pelotones. En algunas ocasiones, los condenados se morían del susto, pero no siempre era así.
Un trabajo agotador, por más que su mujer le recriminara siempre que lo único que debía hacer era ponerse el fusil al hombro y disparar. Ella no comprendía. Odiaba que comparada su trabajo con las tareas del hogar, pero se resignaba, era mujer y podía esperar cualquier cosa.
Dado que el país estaba en ebullición, había surgido la posiblidad de hacer horas extras, así que la última semana no había regresado a su casa al mediodía. Eso hacía que al llegar de noche, su mujer le reprochara un montón de cosas juntas, ya que acumulaba lo de la mañana y la tarde.
Fingía escucharla, pero no lo hacía. Siempre lo mismo, que la chaqueta recién lavada ya manchada de sangre, que el portabalas de cuero que le había regalado su mamá se había raspado con algo, que el casco estaba abollado...
Asentía con la cabeza, pero en realidad era un acto reflejo. Como la vez que le recriminó haber fusilado a Giménez, el de la vuelta. ¿Acaso el podía decidir a quién le disparaba y a quién no? Pero ella había estado casi un mes recordándole que la cortadora de césped había quedado en la casa de Giménez, que al menos antes de haber disparado le tendría que haber advertido ese detalle, para que el condenado llamase a su casa y ordenara devolver la máquina.
Aquello había colmado su paciencia. No le echaba la culpa a Giménez por repartir panfletos a favor de la libertad de expresión, no, le echaba en cara a él, el que traía el pan a casa, de la muerte de vecino. ¡Cómo si la cortadora de césped la hubiera pagado ella!
Pero había algo que lograba molestarlo incluso más que cuando lo recriminaba. Y ese algo eran las ocasiones en que su mujer invitaba a los padres a comer a casa. No por el hecho de compartir una comida, sino porque no faltaba oportunidad en la que su suegro le pidiera que fueran al patio a dispararle a las botellas, para recrear ese acto tan patriótico que era el fusilar a los idealistas y revolucionarios. Por supuesto, debía ceder y dedicar una hora del día de descanso (con seguridad) a destruir botellas.
Cada día la soportaba menos. Así que esa semana de horas extras, además de permitirse ganar unos pesos más, que no venían mal, ideó un plan en los momentos de descanso. Sabía que en el pabellón siete se guardaban las evidencias incautadas a los apresados. Con una excusa logró meterse y sacar algunos panfletos.
Por la noche, estando en la cama, le pidió a su mujer si le hacía el favor de llevar a la mañana unos sobres al correo. Son los formularios para pedir un crédito y comprarte una cocina nueva, le mintió.
Sabiendo que su mujer saldría después de ver el programa de cocina en la tele, es decir, luego de las diez de la mañana, esperó hasta esa hora para telefonear desde su trabajo al comando policial más cercano, para hacer una denuncia anónima. Por suerte lo atendieron rápido, dado que lo estaban llamando para fusilar a dos panaderos que llevaban bizcochos a un centro clandestino de refugiados políticos.
No le sorprendió ese mediodía al regresar a su casa, no encontrar a su mujer. Comió tranquilamente unos bifes con cebolla y luego se acostó a dormir la siesta. Para las cuatro menos cuarto, ya estaba bañado y afeitado, aguardando en la vereda el paso del colectivo militar que lo llevaba a diario hasta su puesto de trabajo.
Hizo tres rondas de fusilamiento antes de toparse con su mujer. Allí estaba, con los ojos vendados, apoyada contra la pared salpicada de balazos, ignorando que él se encontraba enfrente, esperando el momento de llevar su fusil al hombro.
Se la notaba tensa y no dejaba de repetir que era inocente. Todo menos eso, se decía mentalmente mientras cargaba el arma.
- Che, Altamirano - le dijo otro de los fusiladores - ¿No es parecida a tu mujer esa mina?
- ¿Cuál? ¿La que vamos a hacer cagar ahora? No, estás en pedo.
- La pucha che, que me había parecido. Imaginate, que tu mujer estuviera en algo raro y te tocara justo a vos mandarla al otro lado.
- No me hagás reír Lozano - dijo el hombre de profesión fusilador, con el arma ya preparada - que esos milagros solo deben pasar en las películas.
Y feliz como un niño, se ganó el pan del día.

sábado, 11 de diciembre de 2010

¿Dónde van las hojas cuando nadie las lee?

Una mañana abrió la puerta y buscó el diario, como hacía cada mañana, pero no fue igual que otras veces. En lugar del ejemplar de hojas ásperas embebidas en tinta, había allí una especie de rectángulo pequeño, con marco sólido de plástico y centro de vidrio o algo que se le parecía bastante. En la parte inferior detectó algunos indicadores dibujados sobre ínfimas teclas. Oprimió varias hasta que una hizo que aquello que parecía vidrio destellara y como si fuera un televisor en miniatura, mostrara imágenes en movimiento. Siguieron unos breves pitidos. Tras aquella extraña y ruidosa presentación, la pantalla devolvió una réplica de lo que seguramente era la tapa del diario del día.
Giró el aparato en sus manos, buscando en la parte posterior algún indicio de respuesta, pero solo vio el mismo plástico que cubría los bordes. ¿Dónde estaba su diario? ¿El olor a la tinta, al papel? ¿Acaso podría doblar esa pantalla para matar una mosca? ¿O ayudar a encender el fuego de un asado? ¿Sus hijos perderían la oportunidad que el había tenido de niño, acostado sobre la enorme página, riendo con los chistes de la última página? Quería su diario, aquello no lo conformaba. En las casas vecinas la gente recibía con diversas reacciones el nuevo ejemplar de la mañana. Miró el suyo con decepción y sin pensarlo dos veces, lo arrojó al balde con basura en el que su mujer metía las hojas secas para luego quemarlas.
Algo le decía que se estaba volviendo viejo y el mundo no se dignaría a esperarlo.

domingo, 5 de diciembre de 2010

La oferta

Las oxidadas campanas anunciaban el mediodía. Sobre la mesa estaba el dinero. Los dos jóvenes observaban, aún dudando. Se miraban entre si, buscando en los gestos una señal que les permitiera saber que hacer.
El hombre los volvió a escrutar con la vista. Consultó el reloj, como indicando que el tiempo pasaba y la oferta no estaría allí todo el día.
En los ojos de ella había miedo y un atisbo de avaricia. En los de él, curiosidad y deseos de tener dinero en los bolsillos.
Como si los hubiesen programado, asintieron con la cabeza al unísono y llevaron sus manos hacia el dinero. Sin embargo el hombre estiró su brazo y los detuvo. Primero lo otro, luego el dinero.
Los jóvenes se mordieron los labios. Cómo en las películas, pensaron. Y entonces se pusieron de pie, esperando alguna orientación de dónde debían ir. El hombre de la sotana también se puso de pie y señaló hacia el fondo, donde se divisaba una puertita.
Hacia allí se encaminaron los jóvenes, mientras el hombre de negro guardaba el dinero en un cajón y comenzaba a relajarse para lo que estaba por venir.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Esto es verdad

La habilidad de la mentira no es algo que se aprende de la noche a la mañana. Requiere de mucha práctica, imaginación y rapidez. No miente el que quiere, sino el que sabe. Y aquellos mentirosos que se pueden jactar de ser infalibles, mienten.
Durante años muchos mentirosos procuran en vano mejorar sus tácticas a la hora de mentir. Perfeccionar los gestos, la tonalidad de la voz, el movimiento del cuerpo. La mentira, en definitiva, se convierte en un arte. Pero como todo arte es subjetivo, la mentira no tiene la dimensión esperada y por lo tanto, todo resultado es mentiroso.
Si a esto le sumamos que la verdad ha perdido con los siglos su real significado, lo verdadero se torna entonces mentiroso pero jamás, podría decirse, que lo mentiroso puede llegar a tener ribetes de algo cierto. Y si bien parece un trabalenguas intelectual, algunos conjeturan que mentira y verdad son, al final de cuentas, la misma cosa.
Claro que no todos están de acuerdo. Sin embargo, es probable que mientan al tomar una postura. Por lo tanto, aquello no es definitivo. Y si bien se han realizado diversos simposios sobre el tema de la mentira, verdaderamente es falso, porque los mismos fueron organizados en forma mentirosa y aquellos que asistieron se encontraron que era todo una mentira, aunque tampoco es verdad que existen esos testimonios, ya que la veracidad de los mentirosos es difícil de apreciar, por lo que se supone que todo dicho sobre el tema, es una mentira.
De todas formas, no hay nada cierto en esto. Ni siquiera la primera oración de este texto. Ni siquiera nosotros sabemos cuanto mentimos por el simple hecho de desconocer la totalidad de las verdades. Y ante la ausencia de las mismas, lo que queda es un vacío general que llenamos con ficciones. Todo es una mentira, una falacia, un engaño... un cuento.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Hombre moderno

Busca lo mejor, claro que si. El mundo está hecho para él. Aquella computadora, aquel televisor. El LCD, el dvd con grabador. Compra, paga y lo hace llevar. A la semana volverá a pasar, porque habrá algo nuevo para encontrar. Es la vorágine actual, es lo que dicen al pasar. Es lo que escucha al trabajar. Es lo que pide la gente que vota para gobernar. Es la vida del hombre moderno, el hombre como él. Y entonces, así, la rueda no para de girar.
Son miles, son millones, mientras el mundo de desmorona alrededor. Pero el hombre moderno es así. Y parece estar bien.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Las luces de Arnulfo

La pirotecnia estallaba con júbilo en el patio trasero, despertando las risas de los pequeños y las quejas de los más grandes. Pero el tío Arnulfo no hacía caso a estas últimas y preparaba un nuevo arsenal de luces y ruidos.
De tanto en tanto miraba a su sobrino, el del cumpleaños. Le sonreía para despertar el mismo gesto en el chico y cuando este se producía, vaya regocijo que era para su corazón. Pobrecito Jacinto, tan chiquito y encadenado a esa silla de ruedas.
Entonces su arsenal cobraba vida y el mundo de sonidos y colores enloquecía de felicidad a Jacinto, que olvidaba su prisión y se sentía una luz recortándose en el cielo. Su sonrisa, entonces, iluminaba al mundo.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Epitafio

El hombre la miró, con semblante frío como el granito que vendía y le dijo: "Con este dinero, tan solo siete".
Matilde tomó la pluma y no lo pensó dos veces.
“Alfonso García, esposo infiel pero también cornudo”.
Con una sonrisa anunció que había terminado.

sábado, 6 de noviembre de 2010

A oscuras

En el último vestigio de la tormenta, la vivienda quedó a oscuras. Los niños se acurrucaron contra la madre, en tanto el padre bajó las escaleras para revisar las llaves térmicas de la casa.
Cuando llegó al lugar, vio que el corte de energía era en toda la calle. Tenía la ventana a un metro de distancia y no se veía nada hacia afuera.
De todos modos subió y bajó la llave, sabiendo de antemano que no tendría suerte. Buscó en un cajón una linterna y caminó escaleras arriba. Sin embargo a mitad de camino detuvo su andar. Alguien golpeaba la puerta.
Dudó entre volver y atender o seguir los peldaños hasta el primer piso. Decidió atender. Con la linterna iluminó hacia el exterior, por la ventana. El débil haz apenas si dejó entrever el camino del patio delantero de la casa.
¿Realmente había escuchado los golpes? ¿O serían producto de la mezcla de su imaginación con el viento? Llevó su mano al picaporte y lo giró. Estaba la cerradura con llave. Buscó la misma alrededor, pero no pudo encontrarla. Supuso que su mujer la había guardado en alguna parte, ahora oculta bajo el manto de oscuridad que reinaba en la planta baja y en toda la casa.
Desde arriba oyó la voz de su mujer, preguntando si estaba todo bien. Iba a responder que si cuando escuchó otra vez los golpes, ahora en la puerta de la cocina, que daba al patio. Corrió hacia allí, tropezando con una silla en el camino. Cayó al suelo, pero se puso de pie al mismo tiempo que su mujer, preocupada por el ruido de la caída, comenzaba a bajar por la escalera.
El rostro del hombre se contrajo de miedo. La puerta ya estaba abierta al llegar a la cocina. Pensó en su familia y giró para subir al primer piso. Chocó de frente contra alguien. Amagó a arrojar un puñetazo, pero el gemido de su mujer, aturdida por el golpe, lo detuvo.
Pronunció su nombre, casi con recelo. Si, era ella. Era su voz, agitada. Desde el primer piso llegaron quejidos. Ambos se pusieron de pie de inmediato y casi empujándose, subieron las escaleras. El cuarto estaba vacío. Los niños no estaban. A través de la ventana un relámpago iluminó la habitación.
Proveniente de abajo, les llegó el sonido de un portazo. Corrieron hacia la planta baja, al borde de las lágrimas. La puerta de entrada se golpeaba una y otra vez contra el marco, debido al viento que la azotaba.
Sobre el camino delantero de la vivienda, a pesar de los charcos de agua, las pisadas de dos enormes zapatos y cuatro zapatillas pequeñas eran ineludibles. Abrazados, los padres ahogaron el grito, mientras la lluvia arreciaba demencialmente.
Una risa muy lejana sentenció la historia, al mismo tiempo que la energía eléctrica devolvía la luz a la calle y a las viviendas de aquel siempre tranquilo barrio de la ciudad.

lunes, 1 de noviembre de 2010

El buzón

Señor, si me permite, tengo aquí lo último en tecnología, lo que usted estaba necesitando, sin hacerle perder mucho de su valioso tiempo, le voy a presentar el aparato que le cambiará la vida Qué digo le cambiará, eso es poco, dignificará su existir, eso mismo, usted se verá elevado ante tremendo invento, que, después que escuche todo lo que le voy a enumerar, sin dudas, será suyo. Pero espere, no me pregunte aún el precio, no señor, espere. Porque primero le tengo que decir que el aparato está garantizado y ¿qué significa eso? se preguntará, significa que si no cumple con sus expectativas le reintegraremos el dinero y no solo eso, sino que además le regalaremos otro, para que lo pruebe otra vez, ya que es posible que le queden dudas del primer uso. Le advierto, eso si, esta tecnología se puede convertir en un vicio, por eso mismo le haremos entrega con la compra de un manual sobre el uso y abuso de las nuevas tecnologías en los tiempos que corren, que viene además con una folletería imperdible, única, por la que cualquier hijo de vecino pagaría una fortuna pero que sin embargo a usted se lo dejaremos a un módico precio, todo porque se ha decidido a comprarnos nuestro último producto en el mercado, que está revolucionando los hogares del país y del mundo y que ha ganado todos los premios tecnológicos en el último año, como usted muy bien pudo haber visto y escuchado en los canales de cable. No se preocupe si su bolsillo no está preparado para un importe en efectivo, porque aceptamos todo tipo de financiamiento con la cuota de interés más baja del mercado, sin contar los beneficios que esto traería para usted, porque déjeme decirle que una vez que haya recibido nuestro primer resumen, podrá tener en su vivienda mes a mes todas las promociones existentes y por existir, con los productos que usted soñó toda la vida y más, mucho más, porque solo nosotros tenemos aquello por lo el mundo ha querido hasta este momento, porque somos revolucionarios, visionarios y mucho más. Señor, lo veo allí parado y con los ojitos brillantes, por favor, aquí tiene, firme aquí y acá, eso eso, ponga aquí el número de su tarjeta, bien, y por supuesto, claro, no olvide la dirección, así le enviamos el último invento tecnológico del mercado, al que acompañaremos y he aquí una sorpresa, con un kit de repuestos y embalaje especial, todo al mismo precio, con apenas un adicional por el servicio de entrega puerta a puerta, si, no me diga nada, se que está emocionado, que está feliz. Y ahora, que ya es un afortunado adjudicatario de nuestro producto, no lo molesto más, dejo que siga con su rutina diaria y se prepare para disfrutar, que digo disfrutar, vivir al extremo con placer lo que ha comprado, que le será entregado en un período máximo de setenta y dos horas tras las cuales usted podrá llamar reclamando a este teléfono o bien, enviando un correo electrónico a la dirección que figura en este papelito que le estoy dando. Sin más y no sin antes felicitarlo, lo saludo, ha sido muy gentil y espero poder verlo en otra ocasión.

lunes, 25 de octubre de 2010

Alto

Soñaba con volar tan alto que ni siquiera las águilas pudieran alcanzarlo. De ese anhelo se asía con fuerza, casi con capricho. En su imagen despegaba del suelo y dejaba atrás la terrenal esclavitud, convirtiéndose en un ángel o mago cósmico, cual pájaro aventurero.
Sintió el golpe de una mano en su espalda. El entrenador le indicaba que era su turno. Se puso de pie y volvió a la realidad, entrando a la cancha.
Recibió un pase cerca de la línea de triples, dribleó a su marcador y pisando el área pintada saltó hacia el aro. Sus piernas lo elevaron del piso, sus brazos se impulsaron con soltura. Dejó caer con suavidad el balón naranja, hasta verlo penetrar el aro, pero su vuelo no se detuvo.
Siguió elevándose, cada vez más alto. Y sin pensarlo dos veces, escapó al cielo por la ventana abierta del gimnasio, para ya no volver.

jueves, 21 de octubre de 2010

Bandera blanca

Entre lágrimas, se arrodilla de cara al altar y pide que no haya más, nada más que la haga sufrir.
El corazón herido es un grito que nadie escucha alrededor, un silencio que ruega por piedad.
Siente que el alma se le desploma, sin titubear, que las paredes pronto caerán y la aplastarán, como un agobio, un eterno parir, un sentimiento sin resolver.
Suma las deudas y saca rápido las cuentas. Debe, debe mucho. Pero necesita más. Un milagro más. Porque está a punto de claudicar.
Mira al cristo en la cruz y pide otra vez, sin saber si esta vez la ayudará. Guarda la esperanza mientras ansía abrazar la paz. Esa que le era esquiva, desde que podía recordar.
No quiere pensar en renunciar, ni siquiera en la posibilidad de ver flamear, alta y cobarde, la bandera blanca de la resignación.
Se pone de pie, mientras seca las lágrimas de su rostro vencido por el tiempo. Y entre bancos de madera, dice hasta pronto, ya volveré.
Y se va, con una deuda más.

domingo, 17 de octubre de 2010

El problema de Raimundo

El gran problema de Raimundo era el no poder recordar los nombres de los demás. Por esa razón, sus relaciones eran escasas.
Muchos no toleraban que los llamara cada vez de una manera distinta, detalle no menor en estos tiempos que corren, donde el ego está tan desarrollado.
Solo sus familiares soportaban el hecho de ser nombrados cada vez con un nombre diferente. En una época habían recurrido a una solución que parecía práctica: habían bordado sus nombres en las ropas.
Claro que esto hacía que lugar donde fueran, cualquier desconocido los llamara por su nombre, la mayoría de las veces en tono de broma.
Decididos a ser "bautizados" una y otra vez, corregían a Raimundo cada vez con menor frecuencia, acostumbrándose a esa realidad.
Para Raimundo, el saber que no podía recordar los nombres (y solo los de las personas, dado que no tenía problemas con los objetos y lugares) era una situación que lo llenaba de bronca.
No entendía como podía ser posible, pero a pesar de haber visitado a numerosos especialistas, no encontraba solución alguna.
Su pena mayor era el de no poder entablar una relación con una mujer. Los primeros intentos fueron rotundos fracasos. Si a un amigo no le gusta ser confundido, menos a una mujer en medio de un abrazo.
Así fue creciendo Raimundo, en un caos de nombres sin control. Solo recordaba con exactitud el suyo, lo que no representaba ningún aliciente.
No podía ver una película, porque si bien los dialogos podía seguirlos, cuando no se mencionaban los nombres de los personajes, mentalmente iba cambiaándolos en su mente y entonces la trama se volvía confusa.
Tampoco seguía deportes por televisión, ya que no identificaba a los jugadores, si bien los rostros se le hacían conocidos, nunca coincidían con el nombre que tenía en la cabeza para cada uno de ellos.
Solo encontraba alivio en la lectura, donde los nombres eran invariables, ya que todo estaba escrito y ante la ausencia de rostros, las letras impresas eran la única realidad.
Cansado de médicos, recurrió cierto día a un brujo, que tampoco encontró la cura a su mal, sin embargo le dio una esperanza. Le dijo que su amor sería aquella mujer a la que pudiera llamar dos veces seguidas por el mismo nombre, por más que ese no fuera el de ella.
Hasta el momento no lo ha logrado, de todas formas persevera, recibiendo en muchos de esos intentos de acercamiento más de un cachetazo en señal de ofensa.
Y sabe, sin que esto se lo haya dicho un profesional o un curandero, que la vida va más allá de las etiquetas y los nombres, por lo que no ahonda más de la cuenta en su tristeza. Intenta aplacarse y salir a la calle con una sonrisa, soñando con que el mundo se resigne a no ser llamado como corresponde.

martes, 12 de octubre de 2010

Designio

Cuál es el fin de abarcarlo todo, cuál es el premio por ser tan aplicado. Preguntas como esas se hacía Enrique el día del examen final, colocándose pequeñas vallas en su mente, al mismo tiempo que dificultaba su pensar.
Fue en el momento de entregar las hojas que se percató que las mismas estaban en blanco. Cómo podía ser, se decía mientras vacilaba en el pasillo de mesas y sillas, rodeado por sus compañeros de curso que iban de un lado a otro, con rostros preocupados.
Un retorcijón ganó su zona media del cuerpo, se sintió mareado y con náuseas. Volvió a mirar las hojas, allí estaban, inmaculadas, sin un solo garabato de tinta tatuándolas.
Mientras la profesora seguía recibiendo en su escritorio los exámenes, el seguía de pie al lado de su asiento, repasando las dos últimas horas. Recordaba pensar en los temas sobre los que debía escribir e incluso, ese debate interno sobre la importancia o no del conocimiento, en las pocas posibilidades de trabajo al recibirse, en la casi fija posibilidad de tener que conformarse con manejar un taxi o emplearse en un comercio.
Y en todo aquel embrollo mental, buscaba aunquea sea una pista de haber escrito algo, aunque sea su nombre, pero escapaban de sus recuerdos aquellos actos si es que acaso se había producido.
Resignado, finalmente, juntó coraje y se encaminó hacia el escritorio. Mordiéndose los labios estiró su brazo derecho y con él, las hojas en blanco. La profesora lo miró por encima de sus anteojos y sonrió.
- Enrique, no temas, es solo una pesadilla.
De repente abrió los ojos y la oscuridad lo envolvió, sin embargo, se sintió a salvo, seguro, y la respiración agitada y el sudor que lo cubría apenas si eran detalles secundarios.
No había examen, no había hojas en blanco. Tan solo un mal sueño. Pesadilla al fin. Miró la hora, tan solo las tres. Cerró los ojos para apurar el sueño, le quedaban dos horas para poder dormir. Luego despertarse, el trajín de cada día desde hacía veinte años, en el puerto, bolsas al hombro y mucha fuerza. Su vida, desde aquella decisión de no querer estudiar más en sus años jóvenes, acortando camino entre su destino y las posibilidades de la vida.

sábado, 2 de octubre de 2010

Gente ignota: Buridán III (la fin)

Dios existe.
Ni la proposición anterior ni ésta son ciertas.
Paradoja de Buridán
1340: - ¡Así lo queríamos agarrar, con las manos en la masa!
- Cocino mi propio pan con la ayuda del joven Nicolás de Oresme ¿alguna pregunta?
- ¿Con que ridiculizando al maestro Guillermo..?
- Eso jamás. Que no comparta con él todas sus conclusiones no...
- ¡Basta! Ahi va la pregunta, ¡Agárrese!
- No pregunto cuántas son sino que vayan saliendo...
- Extraña expresión, maestro Jean.
- Vomiten de una vez su pregunta envenenada a riesgo de que si no lo hacen mueran por morderse la lengua.
- Bien, estemmm (¿Dónde dejaste el papelito, René?)
- (Acá está, Carlos...)
- Bien, ahí va... Tu dices que todos poseemos libre albedrío...
- Así es...
- Y que ponderamos nuestras decisiones a través de la razón...
- Así es...
- Entonces un asno al borde de la muerte por hambre y sed, teniendo que decidir entre un cubo con agua y un montón de heno no sabrá qué elegir primero y morirá de hambre y sed...
- Simplifica, Carlos, usa la navaja del maestro Guillermo.
- ¿Lo mato, René? -
- No, infeliz, te pido que simplifiques...
- Bue... si le gusta más, un asno al borde de la muerte por hambre, teniendo que decidir entre dos montones de heno que estén a la misma distancia perecerá, ya que no hay elementos racionales que permitan hacerlo. ¿Adónde está la libertad, dijo Pappo?
- ...
- ¡¡Ahh, se quedó catatónico!! !Juaaaaaaaaaa, no tiene argumentos..!
- Creo que el joven Nicolás tiene algo que decir.
- Seré todo lo breve que pueda, maestros. Por un lado, la paradoja del burro ya la planteó al gran Aristóteles con perros, pero lo similar elige a lo similar...
- ¿...?
- Por otro lado, el hombre es un ser racional, pero no sólo racional. Valor, voluntad, azar son términos misteriosamente asociados a lo que somos. Sabemos demasiado poco de nosotros, por más que Tomás de Aquino haya querido repensar todo lo que Aristóteles escribió sobre todas las cosas.
- ¿Y?
- ¡Uy, creo que dejé la leche sobre las brasas, Carlos!
- ¡Arrevuá! (Rajemos, René)

1342: - Maestro Jean...
- Dime, genial Nicolás, que postulas que la Tierra revoluciona en torno al Sol con argumentos más convincentes que los opuestos...
- Tengo noticias.
- ¿Alguna nueva dama de la alta sociedad que, ejem,  me requiera como maestro?
- No precisamente, es cosa del pasado que se hace presente en nuevas formas. ¿Recuerda usted la esposa del zapatero alemán?
- ¡Faaaa, cómo no recordarla, una hembra notable! Recuerdo habérsela ganado en furiosa disputa al obispo Pierre Roger de Beaumont...
- Exacto.
 - ¿Te he contado que a ese Pierre le rajé el cráneo como a una sandía, con un zapato de la dama en disputa? ¿Y que la misma se otorgó como trofeo al vencedor, ejem, yo en este caso..?
- ¿Supo algo más de él?
- Nada, ¿por?
- Bien, gracias a usted es el nuevo papa Clemente VI.
- ¡Qué?! ¿Papa? ¿Gracias a mí?
- Parece ser que su zapatazo operó extrañamente en la cabeza de Beaumont, otorgándole una memoria sobrenatural. Tan milagrosa parece su memoria, que los cardenales no dudaron en elegirlo papa.
- ¡Caiga el gran castigo sobre mí, si es mi culpa la de haber ayudado a que éste simoníaco rufián llegue al trono de Pedro! Y todo por la estúpida mujer de ese cornudo alemán que... ¡la pucha que estaba buena la rubia!

1349: - La peste está asolando Europa, maestro.
- ¡Pamplinas! Es cosa de milaneses mugrientos lleno de ratas.
- ¿Diría lo mismo si le hago saber que su maestro Guillermo ha muerto a causa de ella?
- ¡Glup! Diría que consigas varios gatos, vete ya.
- Voy maestro.
- De los otros, esos de cuatro patas y bigotes, recuérdalo.

1358: - Mi amado maestro del arte del movimiento, enséñame una vez más la cuestión del ímpetus...
- Querida dama, me da escalofríos esta torre; se corren rumores de que las reinas engañan aquí a sus maridos.
- Es cierto, las leyendas de la torre de Neslé han llegado a todos los oídos.
- Es hora de irnos entonces...
- Soy la reina, de tu lado no me moveré ni aunque el mismísimo rey se apersonase.
¡Toc, toc!
- Amada mía, ¿estás aquí?
- Glup.
- Rápido, Jean, métete en esta bolsa de arpillera.
- Mi hermosa dama, me esperas desnuda, con la luna bañando tu piel.
- Eh, sí... Estaba por arrojar esta bolsa de basura al Sena para acondicionar mejor este piso para nuestro amor.
- (¡Grap!)
- Déjame ayudarte, amada mía... ¡Ufff, cuánto pesa!
- Está llena de libros viejos...
- Ah, ¡ahí va! Y que el Sena se encargue de esta basura mientras yo de tu belleza.

1361: - Alumnos, cumplido el plazo de tres años sin noticias fehacientes del maestro Jean...
- ¡Está en Viena, ha fundado la universidad!
- ¡Ha ido a enseñar a Alemania!
- Se recluyó para seguir escribiendo...
- Quería decirles que si lo damos por muerto su salario será repartido entre los mejores candidatos a maestros.
- ¡Ah, entonces era cierto que murió ahogado en el Sena!

FIN

Notas
1340: Los occamistas comienzan a oponerse a las enseñanzas de Buridán. Posteriormente en la década de 1370 lograrán que sus libros figuren en el Index prohibido.

1342: Es elegido papa Beumont rival de amoríos de Buridán.

1349: Muere Guillermo de Occam a causa de la peste bubónica que termina matando la tercera parte de los habitantes de Europa.

1358: Se tienen las últimas noticias de la vida de Buridán, presuntamente implicado en amoríos con la reina. Alejandro Dumas escribió luego una obra teatral mezclando protagonistas y tiempos ya que sitúa el acontecimiento en 1315 cuando Buridán era muy joven aún, esto es debido a que la fecha de nacimiento de nuestro personaje se precisó mucho más tarde. En la texto de Dumas, la reina Margarita de Borgoña engañaba a Luis X con Buridán.

1361: La universidad decide repartir el estipendio de Buridán entre los aspirantes.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El tipo que volvía todas las noches

Pocas personas son como Martín y uno que ha estado años detrás de la barra de un mostrador de bar lo puede afirmar.  Puede estar diluviando o con un sol que parte las veredas, que religiosamente él entrará pasadas las diez para sentarse en su mesa y pedir con esa mirada cómplice la cerveza de cada noche.
Por supuesto que están los asiduos o los que viven instalados desde temprano, pero puntuales como Martín, ninguno. He puesto el reloj en hora con su llegada; sirva eso de ejemplo.
Sin embargo, no voy a contar la historia de Martín, ya que es una historia más, de un obrero que tras la comida que le prepara la mujer hace a pie unos metros hasta el bar de la esquina, se toma su cerveza y después se marcha tras un "hasta mañana" por la puerta por la que entró para regresar a la comodidad de su hogar y los brazos de su señora, que tras la bebida lo podrá manejar a su antojo.
Tampoco las historias de los habituales concurrentes al bar. Me detendré en aquel sujeto que durante todas las noches de los meses de septiembre y octubre se sentó en la barra con los ojos turbios y la lengua pastosa, que solo le permitía pedir un agua tónica con limón.
Pensamos en primer lugar con algunos de los conocidos que el lugar me había hecho, que se trataba de algún inquilino nuevo o alguien hospedado en la pensión de Wilmar. Pero el propio Wilmar, a la semana, nos dijo que no tenía la menor idea de quién era.
Siguió viniendo tras esa primera semana, y fuimos notando detalles. Cojeaba de la pierna derecha, leve, pero cojeaba. Tenía una cicatriz que apenas se le veía bajo el flequillo, que pocas veces dejaba a la vista su frente. Era pulcro, al menos llegaba afeitado y con olor a colonia. Sus ropas eran las mismas, un pantalón de vestir gris, camisa blanca y una campera de hilo algo desgastada, color marrón.
Un par de veces le hice comentarios al azar, sobre el clima, el fútbol del fin de semana e incluso de alguna mujer sentada en una de las mesas, pero nunca obtuve como respuesta más que una especie de resoplido. Dejé de perder el tiempo intentando sacarle una palabra. Tampoco era investigador privado, mi función era el bar y punto. Pero permití, siempre observando que no se pasaran de vivos, que otros buscaran soltarle la lengua. Lo único que gané fue oir una y otra vez, hasta el hartazgo, ese resoplido.
Incluso a Martín, cuya puntualidad nos causaba gracia a nosotros, se llegó hasta la barra para preguntar quién era el tipo que volvía todas las noches a la misma hora. Ni siquiera le habíamos puesto un sobrenombre. Era "el tipo", a secas. Podríamos haberlo llamado "resoplido", "agua tónica con limón", "camperita", pero no lo hicimos. Vaya a saber uno por qué razón.
En el bar el aire que se respiraba era el mismo que recuerdo de otros bares. El olor a tabaco, el aliento a alcohol, el sonido a sillas, vasos y botellas, el canto en los naipes, el murmullo de las conversaciones. La humedad en las paredes y la música suave de fondo, casi siempre de tango, le ponían énfasis al realismo del lugar. Era un bar de barrio, chico, pero sincero.
Y este tipo, con su presencia, encajaba en la imagen. Ese ser solitario, acodado en la barra, cerca de otros bebedores, aunque en su caso, tomando solo agua tónica con limón. Una persona sin origen conocido ni destino que nos importara. Uno más, otra sombra a la que albergar. A veces mi idea del bar era la de un santuario para perdedores o bien, un oasis en el cual sucumbir durante unas horas tras un día en las fauces de la ciudad. No me decidía por uno ni por otro, en si tampoco me importaba, era mi lugar en el mundo, donde mis sentidos nacían cada día y morían con el último que abandonaba el lugar cerrando las puertas a su espalda.
En esa realidad este tipo se había convertido en uno más, sin importar el nombre. Hasta que un día, a fin de octubre, dejó de venir. Recuerdo esa noche, porque miré el reloj y eran más de las diez. Martín ya estaba en su mesa desde hacía unos minutos. Los que acostumbraban a estar desde que caía el sol, penaban sus rostros entre las mesas y la barra. Y aquel tipo que nos hacía compañía desde principios de septiembre brillaba por su ausencia.
Cerca de la medianoche supuse que no vendría y he aquí lo extraño, supe que no volvería. Apenas si fueron dos o tres los que notaron que no había venido. El resto siguió en sus rutinas, jugando a las cartas, hablándole al fondo del vaso o discutiendo sobre fútbol. En un bar se puede hacer infinidad de cosas, casi todo, menos mostrar a los demás los miedos.
Yo esa noche sentí miedo, no sabía bien a qué en ese momento. Cuando el último me dijo "adiós Jacinto" y escuché el sonido de la puerta golpeando el marco, arrojé el repasador sobre la barra y fui a cerrar las ventanas. Las mesas quedarían para la mañana, tarea de mi sobrino, por la que cobraba, desde que lo dejaron en su casa trabajar, unos pesos. Cerré los postigos de las que daban a calle Heredia notando que un viento se estaba levantando fuera. Pensé en cerrar rápido y caminar raudo a casa, antes que me sorprendiera una tormenta. Pero al llegar a las ventanas de calle Odriozola, vaya sorpresa al toparme con el rostro enigmático del tipo que venía todas las noches, apoyado contra la farola de la luz de la vereda de enfrente.
Miraba hacia el bar, pero desviaba los ojos, como asustado. De pronto sentí unos pasos, siempre afuera, en la calle y vi un ser vestido íntegramente de negro caminando por la misma vereda que estaba aquel tipo. Hice un ademán como para avisarle, pero ya lo había visto. Comprendí entonces que no estaba apoyado en la farola, sino amarrado con una fina soga.
El hombre de negro al que no se le veía su rostro, cubierto por una capucha, desenvainó entre las ropas un enorme palo, coronado por una parte metálico, y de un solo movimiento cortó la soga. No le dio tiempo de nada al tipo, lo tomó del brazo y siguió avanzando, llevándolo a la rastra. Vi como en una muda súplica, estiraba los brazos en dirección a la ventana por la cual lo estaba observando, paralizado por el miedo, sin hacer nada.
Así me quedé hasta que los perdí de vista.
Nunca he comentado al respecto esto que ahora cuento. Me da miedo y aquí uno no viene a contar sus temores, sino a trabajar. De todas formas observo muy seguido por las ventanas; tanto que algún que otro parroquiano me ha preguntado si espero a alguien. He dicho que no, con la certeza de quién se quiere sacar una pregunta de encima aparentando indiferencia. Sin embargo sospecho que es mentira, que en realidad si espero a alguien. No se para cuando, no tengo la certeza, pero creo que es la misma espera a la que todos estamos destinados.
Ese tipo quizá buscó burlar al hombre de negro, yendo a otro bar, rompiendo su rutina, pero el encapuchado logró encontrarlo. Qué me espera a mi, condenado a esta presencia eterna detrás del mostrador o a quiénes como Martín, son prisioneros de su rutina. Cómo osaremos a escapar cuando la hora nos esté próxima. Quizá no haya escapatoria. Quizá esa es la única verdad.
Desde esa noche, cuando alguien me pregunta por la muerte, solo atino como respuesta a un breve pero firme resoplido. Y espero, mirando de reojo por la ventana.

martes, 21 de septiembre de 2010

En primavera las flores no son más que ideales perdidos

Te acordás de cuando recorríamos el barrio vendiendo rifas que nunca sorteaban, de las veces que nos corrieron pidiéndonos que les devolviéramos la plata, de las risas entre los matorrales y alguna que otra lágrima al tropezar con las ortigas.
Te acordás de las tardes gritándoles piropos a las chicas desde la vereda del otro lado de la escuela, de las frases que inventábamos para sacarles una sonrisa, de esas veces que nos respondían con un insulto mientras los dos reíamos.
Te acordás de los días de calor, jugando a ser Maradona en los campitos del ferrocarril, pisando la pelota, tirándola a la zanja y a veces hasta por encima del tapial de algún vecino malhumorado. Y sin embargo, cuánta alegría.
Y cuando en primavera íbamos a los campings y entre cerveza y cerveza les robábamos una sonrisa y más de un beso a alguna chica, cómplices ambos para alertarnos si la chica en cuestión tenía novio y éste merodeaba cerca.
Soñábamos entonces con el futuro y que distinto era. Pensábamos que todo estaba comprado y sin embargo evítamos hablar de nuestros temores. Y ahora ves, buscándote entre tanto ajetreo, calles mundanas y almas indiferentes.
Llevo un papel garabateado por tu mano, encerrado en un sobre y enviado por correo. Guarda el aspecto de los años, del ayer nunca olvidado, del miedo a este viaje, del saberte distinto. Cuántas primaveras han pasado, cuántos kilómetros nos han distanciado.
Y el tiempo. Ese tirano enemigo que nos aleja más que las distancias. Estoy en tu puerta y no me animo a golpear. Es que acaso temo no encontrarte. O quizá peor. Encontrarte y no reconocerte. Todos cambiamos y a veces permutamos los sueños por comodidades, dejamos atrás los ideales por cuestiones prácticas e insistimos en dejarnos llevar.
Tanto, que a veces nos dejamos arrastrar. Nos perdemos en el torrente de la vida, nos diluimos en ella hasta no reconocernos al mirarnos al espejo. Estoy en tu puerta y sigo sin golpear. Aquellos días felices, aquel mundo donde fuimos casi hermanos, esas primaveras que ya nunca más volvieron...
Vuelvo a guardar el papel en el bolsillo, como cada año y regreso por la vereda que tantas veces transité sin que lo sepas. Me encamino a la estación de ferrocarril, para regresar al ayer. Para prometerme en vano, ya no volver.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Gente ignota: Buridán II

1327: - Hijo...
- ¡Papá! Todo el tiempo pensé que mi padre era el obtuso de Roger, ese tosco campesino...
- No seas tonto, Jean, soy el obispo, tu padre en la fe.
- ¡Grap! Cof... ejem... eminencia, a sus órdenes. Antes debo decirle que me ha dado una lección.
- ¿Lección?
- Sí, reflexiono que los enunciados no deben tomarse en forma literal, sino que hay que tener en cuenta las condiciones en que se expresan. ¡Pensé que usted era mi padre!
- Entiendo...
- Y que entonces no tiene sentido una lógica que hable de universales, ya que en cada región e idioma habrá diferentes interpretaciones...
- Entiendo...
- ...con lo que toda idea platónica de entes puros ideales es falaz y...
- ¡Basta de toda esa perorata! Te convoqué para que sepas que serás el nuevo rector de la Universidad.
- ¡¿Yo, que no soy teólogo, sólo un maestro de arte?!
- Sí. Y maestro en el arte de enredar a la gente con sus propias palabras. Vete y entretiene con tu discurso a los papistas, que son más papistas que el papa. Si no puedes con ellos, confúndelos.
- A mi juego me llamaron...

1328: - Alumnos...
Bla, bla, &%#$@, bla, uhh (murmullo generalizado con insultos incluidos)
- Epa, ¿qué sucede? ¡Que hable uno por todos!
- ¡Yo, seño!
- ¿Seño? ¿Qué es ese término en una universidad? Bueno, habla tú, Pierre...
- Es que nos dijo alumnos. Y, como aprendimos latín y griego nos damos cuenta de que nos está insultando.
- ¡¿Por?!
- Es que "a" del griego, significa "sin" y "lumno", del latín "luz". "Sin luz". Se cree que somos tontos...
- Exactamente, ¡Asnos!
- ¡¡Buuuhh!!
- ¿Creen que es válido mezclar así como así raíces idiomáticas sin pagar por ello el precio de la inexactitud? Utilicen la lógica más allá de Aristóteles. Alumno es un término latino, proviene de "alere" y significa "el que se alimenta". En este ámbito escolástico, es "el que alimenta su intelecto". ¿Cómo les quedó el ojo?
- ...
- Marchen a sus estudios, alumnos sin luz.

1330: ¡Maestro Guillermo! He viajado largamente hasta la sombra de esta torre inacabada sólo para verla derrumbarse sobre tu ingeniosa cabeza.
- ¡Jean, querido! Pisa es un buen refugio para quien huye de la prisión papal. Aquí la gente comercia, no pergeña entelequias inexistentes para tener a la plebe bajo su arbitrio. Mira, aquí y allá hay quienes saben leer y sacar cuentas con los números arábigos que trajo Fibonacci. El conocimiento no es propiedad de los poderosos.
- Maestro, esto es una maravilla.
- Mira, no saben quién es el rey ni quién es el papa, que sigue en Avignon en su nube de pedos. Llamo burgueses a esta gente, habitantes de los burgos. Comercian, producen utilizando técnicas asombrosas, ¡hasta muchos leen! ¿Entiendes, Jean? El mundo está cambiando.
- ¿Para bien o para mal, maestro?
- ¿Quien pudiera saberlo?
- ¿Volverás a París? 
- No lo creo, estoy excomulgado. Iré a Munich o en cualquier lugar donde el emperador me permita escribir en paz. Envejezco rápidamente...
- Es cierto, maestro, ojalá llegues a la edad que representas.
- Vete a cagar, Jean.
- En eso estaba, ¿habrá un retrete en esta monstruosa torre?

1337: - Jefe, ¡se desató una guerra con Inglaterra!
- Tranqui, no hay mal que dure cien años...
- Si usted lo dice...
- Por lo pronto terminaré mi obra, es lo que más me interesa.
- Era hora que se haga una casa propia  y deje de garronear en la universidad. De paso, je, je, atiende allí a cortesanas y princesas como usted sabe.
- ¡Calla, imbécil! Mi obra es un tratado que llamaré Summulae dialectica, compendio de dialéctica. Quiero que la lógica, la filosofía natural y la metafísica lleguen a las gentes de los burgos y que el razonamiento de los simples pueda a compararse con el los doctos.
- ¡Fantástico! ¡Todos llegarán a la más alta teología!
- No hay entendido nada, Pierre. La teología no es una ciencia. ¿Qué puedes demostrar de ella? ¿Qué atentos estarán los cielos a tus conjeturas? Más bien se despanzarán de risa al ver tus fútiles intentos de hipotetizar acerca de sus cuestiones. No, no escribiré sobre ello. No quiero ser un Tomás de Aquino edificando un precioso palacio sobre una base de nubes aristotélicas.
- ¿Y si se entera el papa?
- ¡Ja! No pasará nada. Sólo soy un clérigo maestro de arte. No lo olvides. Además, tardarán décadas o centurias en comprender mis argumentos.
- Me refería a sus amantes en la corte, no se salva ni la reina...
- El criminal de Juan murió hace unos años. ¿Qué se puede esperar de Jacques Fournier, que al notificarse de su postulación gritó: ¡Han elegido a un asno!? No entenderá escritos eruditos. En cuanto a lo otro... ¿crees que tirará la primera piedra?
- Pero... ¿no dijo usted que escribe para que los simples entiendan estas cosas?
- Los simples sí, los que se dedican a quemar brujas y proteger su sitial no podrán comprender que el piso tiembla bajo sus pies.
- ¡Usted es un grande, maestro!
- Insisto, Pierre, desconfía de los grandes. No siempre tienen razón. No hay enunciados universales.



Notas:
1327: Es nombrado Rector de la Universidad de París, un hecho inédito teniendo en cuenta que Buridán no es teólogo.

1328: Estudia idiomas relacionándolos con la lógica. Elabora comentarios donde verifica que la comunicación y la elaboración del discurso debe atender a los condicionantes culturales.

1330: Ni idea de si se encontró con Guillermo de Occam, luego de la prisión de éste. Pero quería cerrar el episodio del maestro.

1337: Se desata la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra. Creo que en esos años publica la Summulae, su más grande tratado, que lo ubica como el filósofo medieval más influyente a la par de (y prácticamente opuesto a) Tomás de Aquino. Sin embargo, su fama fue siempre menoscabada -no sólo por la Iglesia sino también por los recopiladores de la filosofía- quién sabe por qué razones. En las últimas décadas se ha reivindicado su obra.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Gente ignota: Buridán I

La luna, ese gran espejo que nos muestra la forma de los continentes y los mares.


1300: - Roger, amado, pongámosle el nombre de Marco, como el famoso viajero, a nuestro bello hijo...
- No, mujer, pongámosle Juan...
- ¿Juan Buridanus? ¿Joannes Buridanus? ¿No suena horrible?
- Cuando se popularice el francés será Jean Buridán, mi vida, es recool...
- Jean Buridán... nombre de artista...

1315: - Mujer, ¡nuestro Jeancito estudiará con Guillermo de Occam!
- ¿Sigues bebiendo en exceso, Roger?
- No digas sandeces, ¡le conseguí una beca!
- ¿Una beca? Si no tienes contactos influyentes...
- Estemmm, en el bar de la esquina de la Universidad de París somos todos iguales...
- No sé si azotarte o besarte, amado Roger.

1316: - Pequeño Jean, estudirás filosofía y teología en la universidad más prestigiosa.
- Maestro Guillermo, vine a estudiar arte.
- Pamplinas, pequeño, tienes una mente brillante.
- Porque me raparon para entrar aquí...
- Cabeza brillante y dura... En lugar de teología puedes estudiar arte. Pero la filosofía no se negocia.
- ¡Ufa, está bien! Siempre los grandes tienen razón.
- ¿Quién te ha dicho eso?
- Mi padre, que es grande.
- Cof, cof, toma tus cosas y ve a tu celda.

1318: - Jean, ¿serás franciscano como yo..?
- Ni se le ocurra, jefe...
- ¿Jefe? ¿Qué término vulgar es ese?
- Perdón, maestro Guillermo. No seré franciscano, ni dominico, ni nada de eso. Clérigo a secas.
- Pero... nuestra orden tiene la más alta estima del emperador Ludovico de Baviera, aunque el papa...
- Ni Ludovico, ni el papa ni qué ocho cuartos. Quiero escribir libremente, sin que me censuren.

1320: - Jeancito, el mas bello de los parisinos, quédate un rato más. Amanezcamos juntos.
- Sí, por favor, mi agudo filósofo de hermosas facciones...
- Blanca, Clementina, ya amanecimos dos días. ¿No tienen bastante?
- Nunca es bastante contigo. Hazme otra vez el cuento de la flecha de Aristóteles.
- ...y el experimento.
- ¡Uy, amanece! ¡Es hora de ir a la Universidad, es mi primer día como ayudante del maestro!

1320: -...después de dejar el brazo del lanzador, el proyectil sería movido por un ímpetu suministrado por el lanzador y continuaría moviéndose siempre y cuando ese ímpetu permaneciese más fuerte que la resistencia. Ese movimiento sería de duración infinita en caso de que no fuera disminuido y corrompido por una fuerza contraria resistente a él, o por algo que desvíe al objeto a un movimiento contrario.
- ¿Lo qué, maestro Jean? (a coro)
- Explícalo de nuevo Jean, los lunes vienes siempre dormido. Y estos asnos que tienes como alumnos también.
- De tanto estudiar los fines de semana, jefe...
- ¡Je! Ahora le dicen "estudiar", con razón no querías entrar en una orden.
- ¡Glup! 
- Mejor sigue explicando...
- Bien, (vamos zafando). Aristóteles intentó explicar el movimiento de una flecha una vez que sale del arco sugiriendo que el aire que va a llenar el lugar que ocupaba la flecha un instante antes, la empuja para seguir su vuelo. Como ven, es una tremenda burrada...
- ¡Hereje! (a coro) ¡A la hoguera con él! Insultar así al gran Aristóteles...
- ¡Silencio, discípulos! Que el maestro Jean expone una teoría para nada contraria a la fe. Aristóteles no era infalible. El movimiento no es artículo de fe...
- Gracias, maestro Guillermo... Discípulos, es el momento en que deben saber que no siempre los grandes tienen razón.

1324: - No hay motivos para suponer que el aire empuja la flecha, más bien la frena. Lanzaré desde esta torre una flecha a lo lejos. Llegará hasta que conserve el ímpetus con que le he impelido...
¡Swisssshhh!
- Maestro Jean...
- ¿Ven? Su ímpetus se fue agotando y cayó, colaboró en ello la resistencia que opone el aire.
- Maestro Jean...
- Os impulso a poner en cuestión la autoridad de los sabios y...
- ¡¡Maestro!!
- ¡Cuán denso eres, Adso! ¿Qué solicitas con tanta testarudez?
- Que ayudemos al mensajero que ensartó con la flecha.
- ¡Uy! Vayamos...
...
- Agonizas, mensajero, por una flecha aristotélica (espero que no se avive que fui yo). Dime tu mensaje antes de reunirte con el estagirita.
- ¡Ayyyy! No entiendo ese léxico. ¡Auuuhhhggg! Sólo venía a avisar que el papa Juan XXII llevó al maestro Guillermo a Avignon, para convencer a la curia de que enseña herejías y encarcelarlo. ¡Arggghh!
- Tal es el destino de los que piensan por su cuenta, discípulos...
- ¿Y el destino de este mensajero?
- No sé, ¡rajemos!

Notas:
1300: Buridán nació en Bethune, Francia. La Europa culta se maravilla por las narraciones de los viajes de Marco Polo.

1315-16: Su humilde familia consigue que le financien estudios en la Universidad de Paris, bajo la tutela de Guillermo de Occam, gran filósofo medieval de quien se inspiró Umberto Eco para componer el pensamiento de Guillermo de Baskerville en "El nombre de la Rosa", aventura que trascurre en 1327.Jean prefiere ser artista a teólogo en momentos en que el arte estaba considerada una disciplina de escasa dignidad.

1318-20: Buridán rechaza incorporarse a cualquiera de las órdenes religiosas, prefiere ser clérigo secular presumiblemente para tener más libertad de pensamiento. Pronto se convierte en ayudante de Guillermo de Occam y maestro en la universidad. Se rumorea que su belleza de rasgos lo convierte en objeto de deseo de las damas de la noche parisina. A lo largo de su vida aumentará dicha fama.

1320-24: Comenta obras de Aristóteles, que eran el fundamento de la enseñanza escolástica, cuestionando sus conclusiones en óptica y sobre todo lógica y mecánica. 
La posición nominalista de Guillermo de Occam y su defensa de la pobreza de la Iglesia y su no influencia en los asuntos de gobierno terrenal le granjea la enemistad con el papa Juan XXII, que lo encierra luego un tiempo y lo excomulga.

martes, 14 de septiembre de 2010

Lucila y el joven de corbata

Existía un secreto detrás de la mirada de Lucila o quizá una simple mentira, pero no dejaba de ser excusa para que todo el mundo en la oficina la tratase con cierta indiferencia, como esperando tarde o temprano un gran desengaño.
El día que se marchó llevando sus pertenencias en una caja de cartón, dejando atrás un escritorio impoluto y solitario, apenas si de reojo se atrevieron dos o tres en seguir sus pasos hacia el ascensor. Si lloraba o no, a nadie le importaba.
Fue Matilde la que dos meses después llegó con la noticia tras la hora del almuerzo. La chica aquella, la de la mirada extraña, se había inmolado en el edificio donde trabajaba. Había utilizado una especie de bomba casera. Según la radio, no había ningún sobreviviente en el piso donde ella estaba.
Más de uno contuvo la respiración y se imaginó que hubiese sido de ellos si no la echaban tiempo atrás. Surgieron entonces las versiones que señalaban que la habían echado porque el último test psicológico le había dado mal, las que afirmaban que en realidad la habían descubierto merodeando por sitios que estaban vedados para los oficinistas e incluso, las que decían que cierto día había confesado en la cafetería del primer piso que haría volar el edificio por los aires si no le aumentaban el sueldo.
Y así hablaron del asunto durante una hora más o menos, volviendo a sus rutinas en forma paulatina. Para la tarde Lucila era solo un recuerdo. El escritorio que usaba, ahora utilizado por un joven de camisa y corbata, seguía en su lugar de siempre, sin levantar sospecha.
Sin embargo el muchacho sentía de vez en cuando una fuerza muy rara que provenía del mobiliario y estaba casi convencido de haber escuchado una voz muy lejana que pugnaba por meterse en su cabeza. Temía decir algo o actuar en forma extraña, para no afectar su reputación en la empresa.
Era nuevo y por lo tanto el eslabón más frágil de la cadena. Aunque algunas tardes, ya con la cabeza agobiada por el cansancio y las voces, se veía metiendo todo en una caja para luego salir corriendo por la escalera sin siquiera presentar la renuncia. Pero no creía que aquello fuese una salida convincente, más cuando estando en su casa, en la penumbra de su cuarto, podía apreciar con la misma seguridad que tenía de estar despierto, como aquel vetusto escritorio le seguía hablando a pesar de lo irracional, lo ilógico, lo fantástico y lo increíble que pudiera parecer tremenda situación.
Y cuando podía conciliar el sueño, la imagen serena y gratificante de una explosión invadía cada uno de sus sentidos.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Rober, el Goloso Santafesino

Cuando Roberto, (el Rober le decían los locutores radiales), descendió del tren sintió un pequeño mareo y un fuerte dolor estomacal.
Aquella imagen melancólica y solitaria del pueblo que lo vio crecer le impactó más de lo que suponía que le impactaría. La soledad del Litoral se le antojaba necesaria para los próximos meses, quizás años, donde se dedicaría a reponer fuerzas y olvidarse de tantas comparaciones.

Presiones de un lado, contratos que firmar por el otro, empresas de refrescos que se asesinaban por representarlo, abogados con maletines y tridentes, mujeres sedientas de su sudor...
Todo aquello ahora quedaría en el pasado. Firpo hubo uno solo y bien lo sabía el Rober, mientras bajaba del tren y se presionaba el pecho para no sentir el dolor de sus costillas rotas que lentamente trepaba hasta llegar al centro mismo de su corazón.

La pelea había sido calificada, por los especialistas deportivos, como un hecho histórico y magistral al que nadie podía dejar de asistir. Pero nada de eso le importaba a Rober; él simplemente quería visitar el campo de su niñez donde los guantes remplazaron a las herramientas de la siembra, donde los caballos se fueron alejando para ceder su puesto a los fardos de pasto que servirían como bolsas de entrenamiento para sus futuros combates.

Si la fama lo estaba esperando al llegar a la Capital, es algo que Rober nunca sabrá.
La ciudad lo aguardaba para que sus puños se lucieran en el Luna Park frente a su furioso rival norteamericano, J. Dempsey Junior. Sin embargo, aquella cita sería truncada por un pequeño y dulce giro del destino que sólo sería revelado ante los ojos de Roberto en su viaje ferroviario.

El tren había partido temprano desde Villa María, donde había ocurrido el que luego sería recordado como el último combate de Rober, “El Goloso Santafesino”, con destino a Buenos Aires. Entre tantos pasajeros, ramales y estaciones, Roberto divisó el viejo almacén de la estación de Cañada de Gómez, donde solía comprar las golosinas de su niñez.
Casi en un arrebato infantil por recuperar un pequeño trozo de su años perdidos, Roberto descendió rápidamente del tren, pero un pinchazo firme le indicó que sus costillas no estaban mejorando. Lentamente dejó caer el bolso y la mochila que llevaba sobre el asiento verde y desgastado de la estación.
No podía apartar los ojos de aquel viejo almacén de ramos generales que tantas caries le habían causado gracias a sus dulces y mermeladas. El campo de su familia podía esperar. Primero haría una parada larga y azucarada entre los frascos de caramelos y el estante de los dulces tradicionales del local.
El Luna Park también podría esperar... aquel “goloso” desbocado ahora estaba dirigiendo su atención a otros sentidos más fuertes que rugían en su interior por recuperar su libertad.

Sin pensarlo entró en la tienda y depositó sobre el mostrador todas las monedas que llevaba en sus bolsillos. Miró fijamente al viejito, que se levantaba con dificultad de su silla para ir a recibirlo, y recordando sus mañanas de infancia le dijo:

- ¡Deme toda la plata en caramelos!.
- Roberto, ¿sos vos? - contestó aquel sorprendido anciano.
- ¿Don Félix? - murmuró Roberto sin saber bien porqué ese nombre había llegado a su memoria.
- ¡Qué me lleve Mandinga! - pronunció acaloradamente el anciano - ¡Tantos días esperando tu regreso! ¿Dónde estuviste metido? ¿Tenés una idea de toda la gente que te estaba buscando?
- ¿Que me dice señor? ¿Acaso no sabe en quién soy? ¿No escuchó la radio? ¿No leyó los periódicos?
- ¡Si Roberto!, lo hice todas las mañanas esperando encontrar novedades de tu paradero, ¡pero nadie hablaba de vos!.
- ¡¿QUÉ?! - gritó un extrañado y enfurecido Roberto - ¡Que carajo me está diciendo! ¡Soy yo! ¡El Rober! ¡El Goloso Santafesino!.
- ¿El qué? - contestó Félix conteniendo la risa que ascendía ferozmente por su faringe.
- ¡El Goloso! ¡El mayor boxeador que dio la historia de Cañada de Gómez! ¡De Santa Fe al mundo y más allá! ¡Ese soy yo!

En ese instante el silencio se apoderó del almacén. Don Félix miró detenidamente a Roberto y sosteniéndole una mano le dijo:

- Robertito, hijo mío... Sentate que voy a preparar unos mates y a llamar a tu madre que está en la plaza del centro repartiendo folletos con tu cara y pidiendo ayuda a los vecinos. ¡Te tengo dicho una y mil veces que no te devores los frascos de dulces y mermeladas del local! ¿No te acordás de nada, no?
- ¿Acordarme de qué? ¿Qué me dice? - respondió Roberto.
- Robertito, nunca te vi así... ¡Que susto nos diste!. Aquella mañana que te encontré tirado en el almacén, babeando y con los ojos desorbitados, pensé que era el fin de nuestras vidas. ¡Pero te levantaste rápidamente y saltaste por la ventana!. Pude ver como se te incrustaba un trozo de cristal en tus costillas haciéndote sangrar.
Quise detenerte pero huiste como alma que lleva el diablo. ¡Hijo mío! ¡Que susto!. El Doctor Riviera nos dijo que nos nos preocupáramos, que cuando se te pasara el pico de azúcar seguro volverías a casa y a lo sumo habría que darte unos puntos en el corte que te hiciste con los vidrios, pero nada grave.
- ¡¿Cómo?! - gritó asombrado Roberto.
- Si nene, eso mismo. ¡Ahhh! También nos dijo que los subidones de azúcar suelen jugarte malas pasadas, hacen que uno se crea cosas que no existen, historias que no son reales.
¿Te pasó algo así Robertito?

jueves, 2 de septiembre de 2010

Artistas

Sentados una tarde, en el café de Tony, le dije a mi amigo Raúl:
"La creatividad humana y los artistas están sobrevalorados. Todos, de una manera u otra, apestan."

Yo mismo he sido un farsante que alguna vez se creyó un artista. ¡Cómo si el mundo necesitará escuchar o leer mis divagues y razonamientos!
En definitiva, todos somos bastante patéticos. Pero no hay nada de malo en eso, simplemente se trata de marchar con la frente en alto sabiendo que uno es un don nadie.

- Lo principal, es dejar de mentirse a uno mismo - le afirmé a Raúl mientras el bebía de a sorbos su café amargo de las 6 de la tarde.
- Entonces, según tu punto de vista esta ciudad apesta. El mundo apesta y la gente.... mejor no tocamos ese tema ¿no? - me dijo Raúl aún con sus labios próximos al pocillo de café.
- Efectivamente, querido amigo. Pero te vuelvo a repetir que en eso no hay nada de malo. ¿Qué problema podremos tener en salir a la calle sabiendo que no conseguiremos nada?. Es un impulso básico lo que nos empuja a seguir en pie, el resto... invento de los griegos que no aceptaban ser un animal un poco más evolucionado que los demás.
- Pero entonces el teatro, las novelas que tanto leemos, los cómics, la música... todo eso ¿no sirven para nada?- refunfuñó Raúl.
- Hombre, no digo que no sirvan, aunque a muchas de ellas aún no les encuentro su utilidad. Pero la gran mayoría de esas obras son simplemente innecesarias. Falsas. Muchas nacieron de la mísera idea de un hombre por perdurar y ser idolatrado - respondí solemnemente.
- Bueno, pero algunos se cagaron de hambre y fueron reconocidos miles de años después de crear sus obras- retrucó Raúl.
- Cuestión de suerte. Nada más. No pienso idolatrar a nadie más; ¡artistas, inútiles y malditos artistas!
- Entendido Tomás, pero ¿no te parece que estás exagerando un poco? - me dijo Raúl en un intento de calmar mi enrojecida frente que comenzaba a sudar.
- ¡En absoluto!
- ¿Y los Beatles? - disparó Raúl, sospechando que quizás acertaría en un punto flojo de mis teorías.
- Y esos pibes de Liverpool... que decirte... Cuatro afortunados, estuvieron en el lugar y el momento exacto, pero cuando se creyeron artistas la cagaron... Eso sí, no hay un día que no los escuche al volver a casa.

En ese momento la conversación se detuvo. No recuerdo muy bien cuál fue el motivo de la interrupción, pero mientras Raúl terminaba su café yo me entretuve jugando con los restos de servilletas esparcidos sobre la mesa. Era una acción inútil que repetía desde aquellas lejanas tardes en mi época de facultad y sueños de artista.
Me sentaba en el café de Tony y mientras esperaba mi merienda, destrozaba algunas servilletas de papel y las colocaba en distintos sectores de la mesa. Las imaginaba como actores de algún guión y comenzaba a escribir absurdos diálogos y a medida que se iban acercando a su cometido iba recogiendo un trozo de aquellas servilletas.
Cuando no quedaba ningún pedazo sobre la mesa, sabía que tenía mi pequeña obra finalizada.

¡Patético!. Cuando recuerdo aquellos momentos me entran ganas de arrancarme la cabeza y arrojarla al campo de residuos para que la compacten y luego la incineren. Sin embargo, por esas ironías de la vida, aquí estoy en el mismo café de siempre, con mi viejo amigo Raúl (que ahora es mi representante) a punto de ceder los derechos de mi último libro para su adaptación a la gran pantalla.

Raúl me observa mientras firmo el contrato y sonríe. Luego me da la mano y me dice:
- Tomás, amigo mío, ¡eres todo un artista!
- Gracias... pero no me lo recuerdes – le respondí mientras mis tripas se retorcían una vez más dejándome sin respiro.

lunes, 30 de agosto de 2010

La goleta de ocho colores

Apareció la goleta de ocho colores, allá en el horizonte, entre las nubes bajas, lejos de todo ser viviente. Sus mástiles viriles, señalando lo alto, la mesana rindiendo culto al cielo indulgente. Apareció de la nada, como cada mañana.
Y los niños muy raudos corrieron descalzos estirando los brazos para alcanzarla. Sus pies en la arena, sus risas en el aire. Voces felices empujando el viento, mejillas calientes, corazones asintiendo.
La vieron navegar en el silencio del tiempo, ajena a todo, sin prisa en sus velas. El amarillo refulgente, brillando con fuerza. El azul de la noche, vistiendo las telas. El rojo ardiente, atravesando salientes. El marrón sospechoso, alimentando maderos. El verde de vida, orinando las olas. El naranja del alma, atizando los vientos. El violeta del miedo, sujetando los palos. El dorado de los sueños, envolviéndolo todo.
Agitaron sus brazos, los niños contentos. Saludaron felices, a los marineros contentos. Y lejano el saludo, cruzó la distancia y abrazó a todos y a cada uno.
Se perdió de la vista, la goleta de ocho colores, dejando en los niños la esperanza y un tesoro, ese que solo existe, en el fondo de lo que somos.

martes, 24 de agosto de 2010

Migajas

Con mirada de pocos amigos, el gerente Iturbe entró a su oficina donde sentados delante del escritorio lo aguardaban tres empleados. Sin saludar se dirigió a su silla de respaldo alto, tomó asiento, hojeó unos apuntes garabateados en hojas que tenía sobre el escritorio, llevó su mano al teléfono y se detuvo en ese instante. Como si los viera por primera vez, dejó el teléfono en su lugar, se irguió en su asiento y con voz autoritaria le habló al empleado que tenía justo delante.
- González, le voy a tener que ordenar que comience a hablar o piensa hacerlo ahora, porque como verá tengo muchas cosas que hacer y el hecho que estén aquí me incomoda.
- No, por favor, don Iturbe, disculpe, es que, que... pensé que estaba por hablar por teléfono.
- González, cuánta perspicacia. Si, estoy por hacer una llamada, pero están aquí y no puedo. ¿Me va a decir el motivo por el que están en mi oficina?
- Si, claro, por supuesto don Iturbe. Yo, digo, nosotros - corrigió señalando con la mano a sus dos compañeros - vinimos en representación del resto de los empleados de cómputos. Sucede que, bueno, verá, usted vio como aumenta todo, los precios digo, y nosotros, todos, es decir, los de cómputos, queremos ver que posibilidad hay de un aumento, no mucho, ojo, solo como para poder llegar a fin de mes.
- Ninguna González. ¿Vinieron por eso nomás? Si es así...
- Pero don Iturbe, según los reportes a la empresa le está yendo bien, es decir, no creo que represent...
- ¿Usted no cree qué González? No le pago para creer, le pago para que haga no se que carajo en su área. Le repito, no hay dinero para nadie. Cuando haya, lo sabrán. Mientras tanto, agradecería que me dejaran seguir con mis tareas.
- Don Iturbe, espere, espere, escúchenos al menos.
- Acaso no los escuché.
- Es que tenemos aquí un listado de todas las tareas que hacemos a diario, con esfuerzo y dedicación, mire, aquí, espere, aquí lo tengo - tras sacar de su maletín un sobre, lo colocó sobre el escritorio.
- González, pierde su tiempo.
- Don Iturbe, no le pedimos mucho. Apenas unas migajas.
- ¿Cuánto gana usted González?
- Lo mismo que los demás compañeros don Iturbe, dos mil quinientos.
- ¿Cuántos son en cómputos?
- Diez. Once conmigo, perdón.
- Bien, dígame ¿si le doy algo aunque sea, me dejarán seguir trabajando?
- ¡Por supuesto don Iturbe, claro que si!
- Bien, desde el mes que viene, avíseles a sus compañeros, tienen un aumento de doscientos cincuenta pesos.
- ¡Don Iturbe, pero... pero que gran alegría!
- Usted no se alegre González. O de dónde cree que saldrá el dinero. Ahora me dejan trabajar y usted González cierre la puerta de calle al salir.

lunes, 16 de agosto de 2010

Le dicen crecer

Desde que se supo en la barra que la familia del Carlos volvía a mudarse al barrio, no se hablaba de otra cosa. Es que el Carlos había dejado huella. Tres años más grande que todos, de carácter fuerte y decisiones rápidas, era el líder indiscutido ese ese grupo de chicos que deambulaban desde la hora de a siesta hasta que caía el sol por las calles, veredas y la plaza del lugar.
Cuando se fue, a causa de un trabajo que el padre había conseguido en una localidad vecina, dejó un hueco que ninguno de ellos pudo llenar. Las travesuras no tenían el mismo color, las amenazas a los chicos del barrio vecino carecían de credibilidad y hasta los partidos de fútbol en la placita parecían sosos.
La barra sin embargo no se separó, pero de todos modos, las horas juntos eran cada vez menos. Algunos preferían antes de aburrirse, quedarse en sus hogares a mirar televisión o jugar con la computadora.
Pero todo cambiaría ahora con el regreso del Carlos. El entusiasmo de los amigos de la infancia era tal que desde hacía una semana que venían juntándose después de almorzar y no se iban a sus casas, hasta que algún padre no se asomaba a llamarlos para la cena.
Hacían planes, aventuraban nuevas travesuras y hasta hacían conjeturas de cuán cambiado estaría el Carlos. Algunos decían que tendría el pelo más largo, otros que ya andaría por el metro sesenta, y no faltaba el que pronósticaba que estaría más gordo. Pero nadie dudaba que todo volvería a ser como antes.
Aquel sábado cuando vieron pasar por la calle que entraba al barrio al camión de la mudanza cargado de muebles, los chicos salieron al trote en dirección de la casa donde siempre vivió el Carlos y que desde la partida de la familia, ocupaban sus abuelos.
Dejaron sus bicicletas sobre el cordón de la vereda y se sentaron a esperar la llegada del amigo. No tardaron mucho en ver doblar hacia la casa, desde la calle principal, la vieja furgoneta que le recordaban al padre de Carlos. Y allí, en el asiento delantero, del lado del acompañante, estaba el Carlos. ¡Si hasta parecía el mismo que se había ido! Ni un ápice distinto. El mismo corte de pelo, la misma sonrisa, la confianza en la postura. Era él y los chicos ya estaban de pie.
La furgoneta se detuvo y los amigos se acercaron a la puerta, sonriendo al chico del otro lado de la ventanilla, que les devolvía la sonrisa y los saludaba con la mano. Y llegó el momento. La puerta se abrió y Carlos, un Carlos más alto de lo que recordaban, pero para nada gordo, se apeó con la gracia de un ganador. Y de inmediato le llovieron los abrazos.
- Gracias chicos, gracias - les decía a cada uno, devolviendo generosamente cada abrazo.
- Dale Carlos, apurate en bajar tus cosas y vamos para la plaza - le dijo el Willy, siempre impaciente.
Carlos sonrió. Esa sonrisa canchera que todos le recordaban, con la que sobraba a los chicos del barrio vecino sin que se le moviera un pelo. Los dientes blancos en fila, brillando con cierta picardía, la comisura estirada y los ojos acompañando con una mirada cómplice. El Carlos estaba de nuevo en el barrio, no existía duda alguna.
Y el Carlos dijo:
- Vamos che, ya tengo 15 años. Vayan ustedes que todavía son chicos. Yo ya tengo otras cosas en la cabeza. Pero les agradezco que se hayan acordado de mí. Vayan, vayan, que acá tengo que ayudar a mis viejos.
Los ojos tristes y sin comprender de los niños de la barra se fueron alejando, mirando aún para atrás, esperando que el Carlos saliera corriendo detrás de ellos y les dijera que todo era una broma, que el iría con ellos. Pero el Carlos se había puesto a bajar valijas de la parte trasera de la furgoneta y ni siquiera les dirigía la mirada.
La barrita se retiró en silencio y a medida que iban pasando por la casa de alguno, este se iba metiendo dentro, desmembrándose el grupo. De pronto, la barra ya no existía. Como la niñez y todo aquello que perdemos en el camino sin entender por qué.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Cenizas

El crepitar de las últimas brasas anunciaba que la ceremonia estaba llegando a su fin. Las últimas oraciones de la tribu se elevaron entre las ramas de los árboles que guarecían el lugar y se perdieron como un eco inaudible, empujadas por la brisa.
Se puso de pie el anciano y los más jóvenes lo imitaron. Habló en un dialecto que ninguno de los presentes entendía y alzó las manos al cielo. Luego tomó la vasija que descansaba cerca del fuego y levantándola con ambas manos, la mostró a los rostros asustados que lo rodeaban, ahora en sumo silencio.
Depositó luego la vasija otra vez en el suelo. Volvió a decir unas plegarias en aquel dialecto desconocido y luego, se agachó sobre las brasas y sin quejarse, tomó varias con las manos y se las pasó por el cuerpo. El sonido de la piel quemándose motivó que varios integrantes de la tributo voltearan la cabeza, para evitar la escena. Sin embargo el anciano no se inmutó.
Las manos despedían humo y olor a quemado. Su cuerpo comenzó a arder, primero en pequeñas chispas que explotaban alrededor y luego con llamas grandes y coloridas. El anciano no demostró dolor en ningún momento. En cambio, caminó hacia la vasija e introdujo una pierna dentro.
Luego metió la otra y aunque no pareciera cierto, sus extremidades inferiores estaban dentro de la vasija de barro. Luego sujetó los bordes de la misma y con el fuego consumiéndolo, fue dejándose caer dentro, desapareciendo de a poco de la vista de los demás.
Finalmente su cabeza también se ocultó dentro de la vasija y solo quedó una traza de humo, perdiéndose en el aire, recuerdo efímero de un adiós. El anciano era ahora cenizas dentro de un cuenco.
El funeral había llegado a su fin. Dos hombres de la tribu se hicieron con la vasija y se dirigieron al río. El resto caminó muy despacio y en silencio, sin derramar lágrima alguna, hacia el otro lado del bosque, donde las chozas aguardaban en silencio.
Un ciclo había terminado. No había lugar para el dolor. Se trataba de la vida. Y la muerte era solo un punto final.

viernes, 6 de agosto de 2010

Norman

“Le aseguro Sargento que lo volveré a hacer. Volveré a matar.
Usted dice que yo no le podría hacer daño ni a una mosca. Se equivoca. De hecho las moscas me aborrecen y merecen secarse.
No puedo detenerme y explicarle muchos detalles de mis acciones; pero le aseguro Sargento que volveré a matar.
Cuando la gente mira extrañada a los demás transeúntes no llega a comprender el riesgo que corre. Nadie esta a salvo mientras mi mansión de la colina reclame ser habitada. Algunos han intentado hablarme de un cielo, un tiempo y un paraíso... Le vuelvo a repetir, no dispongo de tiempo.
Otras personas me han ofrecido conversaciones amenas, aunque carentes de sentido. Yo simplemente los observaba como lo hacía con mis viejas aves disecadas. Un pasatiempo no se busca para llenar el tiempo... además, yo no dispongo de él...

¿Qué puedo decirle de todos estos años?
Mis sonrisas eran fingidas, mi mirada observaba más allá de lo que sus absurdos compañeros médicos creyeron ver. Aquel viejo pantano que devoraba a mis víctimas necesita alimentarse otra vez para completar el ciclo de la existencia en esta tierra...
Y la nada conduce a más nada, Sargento. ¡Si al menos dejara de oír a mi madre clamando por venganza!

Le digo que lo volveré a hacer. Ahora me despido en busca de una nueva máscara que me oculte por estos días; quizás como cocinero. Creo que el placer del fuego y la sangre en proceso de cocción será algo adecuado para mis manos.
Recuerde que a veces las cosas se escapan de su control. Entienda que nacimos olvidados en el desierto como un proceso evolutivo de millones de años. Estimado Sargento, hay cosas que se escurren de sus manos; como el tiempo, como la sangre...

Me alejaré un tiempo, y quizás cuando encuentre este carta, yo ya no esté por aquí. Pero de algo podrá estar seguro. Volveré a matar. Se lo aseguro.
Saludos cordiales.

Norman Bates.”

miércoles, 4 de agosto de 2010

Y

- ¿Y? - le preguntó Esther, su esposa.
- Y ahora no puedo viejita, ahora no, no ves que tengo cargada la camioneta. Me salió este viajecito viejita, que querés que le haga. Si no laburo, nos comen las polillas.
Y allá salió Pepe, fletero a la fuerza, oficio aprendido a las apuradas el día que se dio cuenta que con la jubilación no llegaban ni al fin de la primera quincena.
Y allí quedó Esther, docente muchos años, ahora también jubilada, con la mirada hacia la ventana, entre triste y resignada.
Y se fue al patio sola, con los plantines en una bolsa y la palita en la mano, pensando en todo lo que transita uno en la vida para nunca estar tranquilo ni acompañado.

sábado, 31 de julio de 2010

El sentido del cambio

Cambiar por cambiar -pensaba Jairo mientras caminaba hacia su trabajo- no tiene sentido. Todo cambio trae consigo la humillación de lo que fue, la pérdida de lo conseguido y la aventura de lo posible.
Y estaba claro. Una posición acomodada, éxito profesional, juventud. Buen aspecto, traje impecable, cabello cuidado. Llamaba la atención de las muchachas y él lo sabía. Y no renegaba de ello.
Pero cambiar, esa palabra más gastada que suela de cartero -según su abuelo- le atravesaba la garganta desde unos días atrás. Cambiar, la pucha...

Entonces recurrió a las herramientas que lo impulsaron a su nivel profesional. Esas herramientas impecables que aseguraban el éxito a quien las utilizaba a conciencia. El análisis costo-beneficio, teoría de la decisión, análisis foda y toda clase de artilugios garantes de la seguridad de logros. Las cuadras que separaban su departamento de la oficina, que recorría puntualmente día a día, eran su espacio de reflexión cotidiano. Hasta que ocurrió aquello. Eso que sintió como un alambre en las ruedas de la bicicleta de su infancia. Ya no avanzaba firme y seguro por la vida, se le dificultaba y le llenaba la cabeza de ruidos.
Si el cálculo preciso y la vigorosa percepción de las expectativas de los demás le aseguraron la certeza en sus negocios, cómo no iba resultar en este caso.

Esquivó al cartero, que andaba acelerado. Apeló a la evaluación costo-beneficio. Rápidamente, así como cuando analizaba un presupuesto, Jairo calculó, imaginó gráficos y tendencias. No. No había forma de que los costos sean superados por los beneficios en esa ecuación vital. ¿Para qué cambiar..?

Saludó a la viejita que regaba las macetas sin flores de un balcón bajo a la calle. Apeló a la teoría de la decisión. Propuso los inconmensurables. Calibró incertidumbres. Eligió cuidadosamente parámetros, visualizó tablas. Leyó mentalmente porcentajes. No. La teoría recomendaba no cambiar.

Le hizo señas de hoy no al cafetero que se le acercaba. Apeló al análisis foda. Fortalezas, oportunidades, debilidades, amenazas. Lo estudió todo con esa hábil intuición para los negocios que había aprendido a desarrollar. Conocía muy bien sus fortalezas y debilidades, las repasó sin sorpresas. Vio claramente que las amenazas que traería consigo ese requerimiento de cambio que lo carcomía por dentro sepultaban a las oportunidades que traería e movimiento. No. No daba.

Pasó al lado de Emilia, la muchachita formoseña que baldeaba la vereda del caserón contiguo a la oficina. Cambiar. Para qué. ¿Para qué? ¡¿Para qué?!
Apoyó la mano derecha en el picaporte. El frío del metal le sacudió el sistema nervioso como una electrocución. Cambiar por cambiar no tiene sentido.

Volvió sobre sus pasos. Miró a Emilia a los ojos mientras le sacaba el secador de la mano. La tomó delicadamente de la cintura y le dijo: -Estoy enamorado de vos. Por lo que más quieras, venite a vivir conmigo.
No se dio cuenta de que el maletín se estaba mojando en la vereda.

lunes, 26 de julio de 2010

Apocalipsis de un Déjà vu

Del futuro no queda más que una simple esperanza. El hechizo del tiempo llegó a su fin con aquella bengala gigante que tras cruzar los cielos, penetró en el alma del planeta, destruyendo sus mares, sus tierras, sus habitantes.
Una estela de fuego cubrió el aire que se tornó irrespirable. Los seres agobiados corrieron en torno de la muerte, agitados, asustados, entregados al horror. Cambiaron los vientos, se nublaron las estrellas. Del sol no hubo más respuestas. De la luna solo el recuerdo. La noche se hizo día.
Tras el calor, llegó el frío. Si quedaban esperanzas, murieron con las primeras heladas. Si había vida, pereció en aquel nuevo ocaso.
El tiempo vuelve a contar desde cero. Lentamente. Como en un nuevo nacimiento. El futuro es solo una palabra que no tiene quién la pronuncie.
La brisa se lleva el polvo de lo que fue por encima de esas aguas negras que alguna vez se llamaron mar y se pierden lejos, en el olvido de la existencia, en la incertidumbre de un horizonte nuevo, repleto de dudas e incertidumbre.
Una melodía que nadie escucha resuena en todas las direcciones. Es el sonido de la nada, haciéndose eco de la soledad. El mundo vuelve a comenzar, como señal de un pasado que ha terminado.
La escena es cíclica, eterna. Tan compleja que nuestra minúscula existencia, ayer, hoy o mañana, es insignificante ante tremenda realidad. Y a pesar de ello, aún guardamos aunque sea una simple esperanza del futuro.

domingo, 18 de julio de 2010

Colina abajo

Bajó de la colina esperando no encontrar a nadie y así fue. Caminó hasta el viejo pueblo y transitó como un fantasma sus calles desiertas.
Buscó entre los objetos abandonados en las calles algo que le resultase familiar, pero los recuerdos eran vagos, repletos de telarañas. La mirada no se detuvo en nada en especial. Aquello era como recorrer la muerte luego de un desastre.
Acaso así era, eso estaba haciendo. Con la salvedad que habían pasado muchos años. Llegó hasta vivienda que cerraba la última calle. Reconoció formas, imágenes, pero todo resultaba muy lejano, casi como en otra vida. Se asomó al jardín trasero y un escalofrío recorrió su piel al creer haber escuchado voces de niños jugando.
Allí no había nadie, ni siquiera el tiempo le había devuelto el césped. El amarillo reinaba como en todas partes. Se limpió el rostro de dos lágrimas que habían aparecido casi por arte de magia y retrocedió por el camino por el cuál había llegado.
Regresó a la colina, como siempre lo hacía, con el dolor a cuestas y el sabor de la soledad castigándole el alma y el corazón.

martes, 13 de julio de 2010

Pampero

Siempre decía que un día me iría del pueblo hasta que lo hice. Todas las mañanas me repetía frente al espejo la misma frase, casi como un mantra espiritual: “Me tengo que ir, aquí nunca pasa nada...”.
El poblado se extendía a lo largo de la llanura y estaba bañado por un arroyo discreto pero bastante rumoroso. Al menos así es como lo recuerdo...

¿Qué será de sus costas ahora que mi pasos se producen a millones de kilómetros entre capas gaseosas y atmósferas desconocidas?
Aunque creo que ya nadie me recordará, siento en mis entrañas que les debo unas disculpas a todos mis vecinos del pueblo dónde yo creía que nunca pasaba nada....

Mi infancia pasó desapercibida para mi padre y mi madre, el arroyo, el campo y los caballos eran moneda corriente en mis horas de diversión lejos del colegio y sus absurdos presbíteros vestidos de negro y repletos de mentiras para contarnos.
Mis días se sucedían sin alteración alguna que indicara que años más adelante yo sería uno de los primeros hombres que pisaría el suelo de Titán.

En el mismo momento en que la sonda espacial Cassini obtuvo los datos reveladores acerca de este satélite, el “tic tac” de mi reloj se bloqueó mientras yo cabalgaba frenéticamente próximo a las instalaciones que la NASA había construido años atrás en la llanura pampeana.
Detuve mi avance y dejé amarrado al “Pampero”, mi fiel compañero equino, en uno de los postes del alambrado que delimitaba el acceso a los inmensos galpones industriales con los que ahora me enfrentaba.
Quizás fue un golpe de suerte o una rotación de turnos de vigilancia lo que permitió, en ese instante, que pudiera ingresar al recinto sin que nadie notara mi presencia. De cualquier modo, igual creo que hoy ya no importa mucho ese mísero detalle...

La nave blanca y luminosa que me transportó hasta Titán llevaba un escudo precioso que me deleitó desde el primer momento en que lo vi. Era un triángulo perfecto, pintado con trazas de colores metalizados que poco a poco iban conformando la silueta de un caballo. Sin dudarlo, supuse que eso era un buen presagio; de alguna manera pensé, el “Pampero” se había colado conmigo dentro de las instalaciones.
El resto sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Sentí un fogonazo que me rozó los oídos, luego unas sirenas y un llamado feroz en un idioma que yo no conocía del todo bien pero que intuía brutal. Corrí desesperado e ingresé por la primera puerta que encontré abierta que justamente estaba ubicada debajo de ese maravilloso escudo que enarbolaba la nave.
El conteo inicial no se detuvo y pude deducir que era un descenso numérico. Lo poco que sabía de inglés me lo había enseñado Don Rubén, el almacenero de la estación de trenes, y sólo eran un par de frases de presentación y los primeros diez números.
Creo que al entrar en la nave iban por el número cuatro, lo próximo que recuerdo es un golpe seco en mi cabeza y un despertar confuso y silencioso frente a un mar de estrellas.

¡Y yo que decía que en mi pueblo nunca pasaba nada! ¡Ayyyy “Pampero” mío si vieras esto te dormirías de aburrimiento!
Miles y miles de puntos brillantes me iluminan la frente que apenas asoma por la estrecha ventanilla desde donde observo mi travesía. Los controles de la nave se manejaron solos durante todo el viaje y una voz que no llegaba a distinguir no dejaba de repetir frases y saludos que nunca me molesté en contestar; además estaban en inglés y ese idioma no es mi fuerte.

Luego vino Titán y sus radiantes suelos cargados de gases y líquidos completamente extraños. Supe que este satélite se llamaba así porque entre la infinidad de pantallas que titilaban en los tableros de mi nave una en particular me llamó la atención. Era muy pequeña y tenía un dibujo de un planeta circular celeste señalado como “Tierra” y otra esfera, próxima a un punto indicado como “Saturno”, que rezaba “Destination: Titan”.
Cuando la nave aterrizó este puntito de la pantalla se encendió y desde ese momento deduje que ese lugar sería mi nuevo hogar.

Ahora camino frente a un arroyo que fluye bajo unas extensas capas de hielo, pero pese a todo puedo ver como el agua corre mansamente por sus entrañas. El silencio es abrumador y cuando pienso en mi pueblo y en el “Pampero” amarrado al poste y sin alimento se me estremece el pecho ferozmente.
No sé que haré de mi vida de aquí en adelante, de momento sólo me dedico a escribir mis memorias en este cuaderno azul que encontré en la nave. Espero que algún día se acerque a mi esa extraña figura que me vigila desde lo lejos para poder contarle mis tristes relatos, mis recuerdos del pueblo, mis aventuras con el “Pampero”, el color de la llanura cuando el sol se ocultaba, la sonrisa de las chicas de la plaza del centro....

En fin; y yo que decía que en mi pueblo nunca pasaba nada...
¡¡¡Ahhh “Pampero” mío si vieras esto te dormirías de aburrimiento!

viernes, 9 de julio de 2010

Neblina

para Neblina
El gordo Pérez le encontró el apodo justo, Neblina. Como para no serlo, aquella fría mañana de sábado no se veía a más de cinco metros y aunque a pesar de ellos era imposible perderse la cita de patear un rato en las Dos Rutas, esta tenía un condimento extra. Había aparecido quien recibiría el mote por la difusa confusión entre su cabello blanquecino y la espesa bruma reinante. No había partido, éramos pocos y la visibilidad obligaba al invisible árbitro colectivo a suspender el encuentro y hacer unos pases con jueguitos antes de tocarla a otro. Un reducido stonehenge de entusiastas que se agrandaba al sumarse uno más o se achicaba cuando la hora de hacer los mandados lo tornaba inevitable para algunos entre los que me incluía.
Y Neblina -el flaquito de a la vuelta que se prendía en las escondidas, la guerra, el hoyo pelota, pero nunca en el fútbol- apareció con una número cinco nuevita con todos los cascos hexa y pentagonales tan blancos como su flequilluda cabeza. Ahí nomás dejamos a un costado, humillada, mi número tres de cascos rectangulares rojos y azules como de gamuza, claro indicador del poder adquisitivo de mi viejo.

Todo iba bien hasta que apareció el Gringo, de varios años más que nosotros. Cada vez que recibía la pelota tardaba en devolverla, porque quería demostrar esa dudosa habilidad de los prepotentes. Hasta violaba el círculo con alguna gambeta fuera de contexto entre desganadas piernas que no oponían resistencia esperando que de una vez pase el trago para seguir con el cansino circo de jueguitos suaves y toques.
Pero el Gringo estaba decidido a hacer de aquella mañana su jornada de gala con la pelota nueva, inmaculada. Al fin, cansado de tanto pará, basta che, tocala, morfón, consideró rematar su actuación con una chilena para que se vaya lejos, con la intención de fastidiar el grupo yéndola a buscar al otro lado del zanjón.
Pero Neblina, asustado como estaba, no quería más que llevarse su esférico para mimarlo un rato más en solitario en su casa. No sé si el Gringo lo hizo adrede o si confundió la blancura de la pelota con la redonda testa de Neblina, pero el impacto fue entre ceja y ceja.
Sangre y llanto. La pelota apoyada en la cintura y defendida con el brazo izquierdo. Y a casa. Y el Gringo a la velocidad del rayo. Y nosotros a jugar con la redimida número tres.

Neblina no apareció más por las Dos Rutas. Su familia se mudó. Les empezó a ir bien, se compraron una casa.

Habrán pasado diez años... El estadio no cambió mucho. Nosotros sí. No fuimos pocos los que lo vimos llegar. No había neblina ni era de mañana. Ni se parecía a aquel flaquito lamentable el grandulón con músculos hasta en la oreja que traía la pelota blanca entre el brazo y la cintura. Era casi tan ancho como alto. Ante la vista de todos, que casi casi paramos el partido, el tipo de la cicatriz en la frente -con corte y forma schwarzenegger- saludó sólo levantando la mano, apoyó la pelota contra el arco y empezó a trotar alrededor de la cancha con la concentración que lo hacía el cabezón Sánchez. Movimientos gimnásticos que desdecían su férrea arquitectura hacían ver que Neblina había vuelto para la revancha. Metía miedo. Aunque el Gringo no estaba porque ya era un muchacho de esos que tenían un trabajo decente en la fábrica, Neblina se quería redimir con el resto.

En el segundo tiempo se hizo un hueco y entró. Sacaron y se la dieron. Nadie se acercaba a marcarlo. Con gesto de gladiador cubierto de sudor se acercó al área. Los rivales se gritaban pero no se le acercaban intentando evitar una muerte prematura. Levantó la vista, midió el arco y pateó. El arquero, que se aovilló, gritando una futbolera plegaria de piedad, nunca vio que la pelota salió a cinco metros del arco. Era más fácil hacerlo que errarlo. ¡Vamos, Neblina!, le gritaron pensando que estaba frío y por eso marró. Sacaron desde el fondo para Marcelito. Neblina, que hacía pressing, salió a marcarlo. Marcelito me la da y Neblina se me vino encima como una tromba. No sé cómo lo esquive, pero cuando abrí los ojos, ya se había repuesto y estaba otra vez enfrente mío. Los valientes de mis compañeros estaban a quince metros por lo menos, por si las moscas. No me quedó otra, lo encaré y se comió un caño. Mientras iba elaborando mi genialidad esperaba la artera patada de atrás que nunca llegó.

En síntesis, Neblina jugaba horrible. Le fuimos perdiendo el miedo, pero él jamás perdía la paciencia mientras se comía caños y sombreritos varios. Pero nunca, nunca pegó una patada o hizo valer su impresionante físico.
Ahí estuvo su venganza, esa que estaba grabada en su frente con los tapones del Gringo. Venganza que consistió en mostrar que cada músculo marcado era un paquete de ternura. Que bajo su apariencia de guardaespaldas asesino estaba el pibito que tuvo que dejar de jugar hace tiempo, cuando su cabeza fue pelota, el mismo pibito que quiso redimirse en una tarde con goles que le fueron esquivos. Al revés que las palmadas en los hombros al terminar el partido.
Esas que le dejaron una marca más profunda que la bestialidad del Gringo.