martes, 29 de abril de 2008

El Pulóver de mi Abuela

No esperes más que el ovillo se enreda y la punta la puede hilvanar una aguja desconocida; una de esas para lana gruesa, que no pinchan, pero que son larguísimas y anidan muchísimos puntos para después tejer una trama indeducible. Empieza por reconocer tu color, éste será tu hábitat entre las conciencias, tu contraste, tu fuerza y decisión. Sigue por la textura, dejará seguramente una profunda huella, un calado, el sabor en la palma de una mano. La textura será el movimiento, el levantamiento o la caída pero con rumbo seguro. Inventa un ocho infinito siendo tu propia idea, tu simpleza ante lo desconocido. La madeja correrá sola a toda velocidad haciendo un buen trabajo. Te enseñaré puntos nuevos para cada ocasión, aunque los más difíciles conviene saberlos primero. Si tejes demasiado flojo la trama se estirará con el tiempo y aparecerán agujeros insondables. Permite que entre aire a tu gusto y no al de la vejez, en este caso la prenda no resistirá y la tirarás a la basura. Yo aun contemplo en mi viejo ropero obras de arte. El punto inglés es uno de los que más me gusta, no cansa y tiene estilo, tiene una trayectoria que descansa en una armonía inversa. Mañana te mostraré cómo se hace para conseguir unir varias lanas en el punto exacto. Mientras tanto abrígate, que el mundo es demasiado frío.

domingo, 27 de abril de 2008

El color del adiós

El público, colmado de niños, batía con ganas las palmas y estremecía la carpa roja y amarilla que los cobijaba. El Gran Sandokan acababa de terminar una nueva presentación con sus hermosos y feroces leones y recibía entonces los merecidos aplausos.
Felipe se retorcía las manos sudorosas detrás de una cortina, mientras espiaba en silencio cómo Sandokán agradecía las ovaciones. Con el rabillo del ojo veía también como todo comenzaba a montarse para su espectáculo.
Ya lo llamarían por su nombre y lo escucharían todos; no faltaban muchos segundos para que el señor Holiday tomara el micrófono y lo anunciara. Sentía un nudo en sus entrañas retorciéndose
Se hizo crujir los nudillos por novena vez en dos minutos. Estaba tenso, nervioso y hasta asustado. No era un novato, no tenía razón para estarlo. ¿O sí? Si, en realidad tenía la excusa ideal. Era su última función, la despedida.
No solo correría hacia la luz en el centro de la arena del circo cuando lo llamaran: iría hacia su adiós. Y a partir de entonces, cuántos ayeres volverían una y otra vez a su mente. Temía el olvido de los demás y que la alegría abandonara su corazón.
Ser payaso era su vida, pero la edad ya no lo acompañaba. La pintura blanca en el rostro había aumentado en volumen durante los últimos años para intentar cubrir en vano esas grietas profundas que trae el tiempo, el mismo que le provocaba dolor de espalda tras cada show y obligaba a que las piruetas fueran menos cada día y por sobre todas las cosas, más sencillas.
No había podido dormir en la noche y durante las dos funciones de la tarde se notó distraído y desorientado. Se colocó los guantes rojos que lo distinguían y esperó el llamado, que llegó de inmediato.
- ¡Demos un enorme aplauso al Payaso Felipillo! - dijo la voz del altoparlante tronando con fuerza en cada rincón de la carpa.
Y allí fue Felipe corriendo torpemente, dando zancadas que arrancaban risas a los pequeños y sonrisas a los grandes. La tez blanca combinada con el grueso rojo de los labios se hacía más intensa bajo la luz de los reflectores.
- Hoy es una noche especial - anunció mientras otros payasos salían de atrás de otra cortina y se ponían a hacer malabares con todo tipo de objetos - Hoy es la noche en la que la que me convertiré en magia.
No sabía si le habían prestado atención a sus palabras o solo se divertían de las travesuras de sus compañeros, pero prosiguió.
- ¡Hoy es una noche de colores! ¿Les gustan los colores? - preguntó. Algunos chicos contestaron a los gritos, aunque la música y los fuegos de artificios que en ese momento estaban arrojando apenas si dejaron que las voces llegaran a oídos de Felipe.
Colocándose un sombrero muy grande, con bonete y pompón, subió a una bicicleta diminuta y pedaleó por delante de las gradas de madera que hacían de asientos. Hacía mucho tiempo que no ejecutaba el acto de la bicicleta, así que Holiday temió que hicieran un papeplón, pero lo contuvieron a tiempo y no permitieron que saliera a la pista a detener al payaso.
Felipe volvió a tomar el micrófono a la pasada y sin dejar de pedalear, gritó ¡ROJO! y como por arte de magia, una luz roja lo rodeó. Los chicos abrieron grandes los ojos y aplaudieron con alegría. Dió una vuelta y volvió a gritar, esta vez ¡NARANJA! y como había sucedido antes, cambió de color la luz que lo rodeaba: ahora era naranja. El público estalló en renovados aplausos y a vivar su nombre.
Holiday no conocía este truco y mirando a su alrededor se dio cuenta que los demás tampoco.
En la pista, la bicicleta cobraba a cada pedaleada mayor impulso y la gente debía girar veloz el cuello para seguir con la mirada al payaso.
¡AMARILLO! se escuchó fuerte y claro. Y amarilla fue la luz que rodeaba a Felipillo, a quien una sonrisa enorme le surcaba la cara.
Una vuelta más tarde fue verde, la siguiente, azul, y sin anunciarlo previamente, la luz fue tornando al violeta. Ya era imposible seguir con la vista ala diminuta bicicleta y los pies de Felipe parecían un motor de varias revoluciones funcionando sin cesar.
Se escuchaban voces de asombro de los adultos, muchos gritos de alegría de los niños y la propia risa de Felipillo, que se trasmitía como una melodía a través de los altoparlantes del circo.
- ¡Y ahora...! - dijo jadeante sin dejar de pedalear - ¡TODOS JUNTOS!
Y lo que todos pudieron ver, fue maravilloso. La luz ahora no lo rodeaba, sino que era un estela que dejaba atrás, formando una cola luminosa enorme, con los colores del arco iris, que se mezclaban, danzaban y expandían por todas partes. Los colores envolvieron todo y a todos, abrazaron a grandes y niños y ninguno quedó exento de la sensación de tibieza y amor que los inundó hasta colmarlos.
Cuando los colores se disiparon, la sensación fue de paz. Todos sonreían y se miraban, como descubriendo algo nuevo.
En el escenario tan solo quedaban los payasos que al principio hacían malabares. No había rastros de Felipillo. Nadie lo había visto salir de la carpa, pero tampoco lo podían asegurar. Cuando los colores lo envolvieron todo, nadie le prestó atención al payaso y su diminuta bicicleta.
Tras un largo silencio, la gente pareció recordar donde estaba y se pronunció en un aplauso tan ensordecedor como extenso. Los niños estaban felices como pocas veces se ha visto en un circo. La alegría era un común denominador.
La función terminó allí. No había más que ver después tanta magia. Todos hablaron de esa función y jamás la olvidaron.
También preguntaron durante días por Felipillo, pero nadie jamás tuvo una respuesta.
El circo vuelve todos los años, pero Felipe nunca más volvió a aparecer. Y nadie lo ha podido olvidar.

sábado, 26 de abril de 2008

Les dejo un acontecimiento pasado, pero valedero para estas fechas

Los viajes en Metro son cada día más cadavéricos y espantosos. Con la llegada de la primavera se van sintiendo, de a poco, los aires cálidos del sur que enseguida invaden, con su manto sofocador, las estructuras cerradas y, aun más, las subterráneas. Los sucesivos desperfectos de los trenes en pleno túnel no colaboran en lo más mínimo con la salud psíquica y física de los viajeros, que lo único que quieren es llegar pronto a sus destinos y no padecer, como única alternativa, una siesta sin sueño a unos cuantos metros bajo tierra.
Sin embargo, la rutina de los viajes a diario me ha ofrecido descubrir ciertos sitios y horarios en los que aun se puede respirar o desperezarse cómodo a las 7 de la mañana. Entre las diferentes combinaciones que hago, para poder llegar a tiempo al trabajo, me topé con una sucesión de consecuencias que se concretan como vagones vacíos a cierta hora, cosa que no dudé en aprovechar. En las esperas insólitas de cada rotura mecánica de las máquinas estudié las entradas y salidas de las estaciones que atravieso, el ir y venir de la gente, sus movimientos, inercias, y hasta pude ver sus deducciones antes de que fueran concretadas. También tuve precisa observación sobre la disposición de las puertas del tren, al abrirse, cuando se detiene frente al anden, detalle muy importante para poder conseguir un asiento ya que las estaciones, en las que subo, acumulan una masa humana considerable.
Este devenir de los acontecimientos cotidianos se ha tornado casi un trámite, no sólo para mí, sino para la mayoría de las personas que se ven obligadas a utilizar este fabuloso medio de transporte. Digo fabuloso porque, a pesar de su mal servicio, con él se puede llegar a cualquier punto de la ciudad sin tener que caminar más de cien metros. Tal es este trámite que, aun con la cantidad de gente que se mueve a diario por Madrid, hay veces que puedo reconocer más de una cara planeando la ubicación exacta para que sus pies coincidan con las puertas de los trenes.
Me es muy gracioso entender las actitudes de la gente, si no estoy demasiado dormida me entretengo tremendamente inspeccionando las reacciones de cada ser ambulante por sí mismo.
Esta tarde, de regreso a casa, por ejemplo, la situación fue más que cómica. Al llegar a la estación predeterminada para hacer la combinación siguiente, el tren se detiene, abre sus infatigables puertas, y salimos todos del vagón, como un gusano enorme de gente, directo hacia la escalera que conduce al centro de la Terminal para continuar cada uno con su inevitable programa. Delante de mí caminan dos turistas orientales, un poco desorientados, pero siguiendo a la masa. Delante de ellos, una joven de las que viajan a diario. Desde mi espalda puedo ver, avanzando alocada entre la muchedumbre, otra joven metiendo cuerpo sin piedad hasta que se sitúa entre los orientales y yo para estirar su largo brazo y, entre los turistas, deslizar bruscamente su mano sobre las nalgas de la chica que iba delante. Ésta, asustada más que sorprendida, volvió su feroz mirada hacia los muchachos orientales que no pudieron decirle otra cosa que no fuera “¡Noooo, Nooooo, Noooo!”, hasta que la joven acosada pudo vislumbrar, detrás de los inocentes turistas, la cara sonriente de su desvergonzada amiga. Se hizo lugar y le echó un gran abrazo con el cual los chinitos siguieron aliviados y algo tentados de risa. No es para menos, yo no pude contener la carcajada ni en la fracción de segundos que duró el episodio.

viernes, 25 de abril de 2008

Doscientos dos

Don Aníbal prefería extender sus caminatas obligadas por todos los pasillos del sanatorio. La idea de someterse al tormento de ir y venir con ayuda de un andador por el mismo pasillo una y otra vez le era difícil de aceptar y cómo se consideraba una persona de mundo, su libertad (la poca que tenía en su post operatorio, tras el quinto by pass) no podía limitarse a unos pocos metros.
Atento en todo momento a no quedar en evidencia por culpa de una bata a su parecer demasiado corta, su imagen se hizo cotidiana para enfermeras y médicos del lugar, quienes jamás le negaban una sonrisa al pasar.
Arrancaba en su piso, el segundo, y luego de recorrerlo tomaba el ascensor y bajaba hasta el primero, donde repetía su lento andar, de punta a punta, con un par de pausas de por medio, para recuperar algo de aire. Concluido el primer piso, descendía con el elevador hasta planta baja, para seguir su travesía junto a su fiel compañero de metal y tacos de goma.
No lo acompañaba ningún familiar, porque era arisco a que lo hicieran. Su orgullo era el mismo a pesar de las veces en que la muerte lo había puesto en jaque. Soberbio por momentos y malagradecido en otros, soportaba paciente su estancia en el recinto, esperando estoico el alta médica que lo devolviera a su hogar, dónde la rutina sería otra, aunque no menos solitaria.
Los metros finales en planta baja eran los que más lo entusiasmaban. La fila de asientos ubicados a metros de la puerta principal del hospital lo invitaban a sentarse y tomarse un buen descanso antes de emprender el viaje hacia el ascensor y de allí, directo a su piso, dónde lo esperaba la habitación 202, con la cama recién hecha y un (apetitoso) vaso de agua en la mesa de luz.
Se acomodó bien cerca de la puerta, para poder observar a través de los ventanales la calle y el continuo fluir del mundo exterior, del que le llegaban, atenuados, sus ruidos particulares, esos que le recordaban quién era, dónde estaba y qué le había pasado. Los sonidos de la realidad, cómo bien les decía.
Enfrente, en otra hilera de sillas, un matrimonio de ancianos (algo mayores que él, según les calculaba) aguardaban turno con algún médico junto a un hombre alto, de barbilla larga y ojos oscuros, dialogando risueñamente.
Les prestó la atención mínima y necesaria, de quién recorre con la vista el lugar, para tener un panorama. Pero mientras descansaba de su trajín, algo le llamó poderosamente la atención. No era ni la mujer ni el esposo. Era el hombre de ojos negros. Lo conocía. Si, estaba seguro que lo había visto en alguna parte. Tenía la plena consciencia de ello, pero no recordaba de dónde.
El oído aún lo tenía intacto, al menos había corrido mejor suerte que el corazón, el hígado, las articulaciones. En fin, uno se pone viejo y los años se cobran sus cuentas pendientes por tantos desarreglos y deslices. Pero podía oír bien y enfocó su atención a la gente que tenía delante de sus ojos, mientras jugaba con su memoria con el fin de encontrarle un nombre a ese rostro.
Los escuchó hablar primero de los hijos. Al menos de los hijos del matrimonio. Que uno estaba casado y tenía a su vez un par de niñas, que otro era policía y ahora vivía lejos, y había un tercero, tercera en realidad, que era maestra jardinera y andaba de novia con un muchacho que parecía ser un vivo bárbaro, que no trabajaba y dependía de sus padres. Más o menos entendió eso, aunque su atención iba de las voces a esa mirada tan familiar y allí se posaba perdiendo el hilo, muchas veces, de la conversación.
Pero de dónde lo conocía. Quizá de la época en que era encargado de aquel bar, en las afueras de la ciudad. No lo creía, no fue una época que le dejara muchos recuerdos. Podía ser de cuándo se hizo cargo de una empresa de seguridad en la provincia. Eran tantos los empleados, que podía estar confundiéndose a alguno con esa persona. Pero no lo creía posible.
De la vez que estuvo en el exterior, en aquel país limítrofe que ya no recordaba. Tampoco, muy difícil. Algún familiar lejano acaso. No tenía muchos por otra parte y los que tenía, no eran de su agrado, y mucho menos, olvidaba sus rostros.
Empezó a recorrer por décadas, la del setenta, agitada y fulera. La del ochenta, sin un mango y buscando siempre a quién cagar. En los noventa, acomodándose en puestos gracias a políticos amigos. Reciente no podía ser. Desde que se jubiló, casi no tenía contacto con la gente, salvo, claro está, con médicos, enfermeras y camilleros. Destino triste el del ser humano, pucha que lo sabía.
El hombre hablaba poco, escuchaba y se limitaba a decir una que otra acotación. El anciano le había contado de su trabajo en un campo, de unas tierras que quería comprar con un dinero ahorrado y el rostro de ojos oscuros y mirada misteriosa asentía con la cabeza y más de una vez Don Aníbal creyó ver que lo miraba de reojo, como espiándolo, consciente que los estaba escuchando.
Y así transcurrieron los minutos. De repente Don Anibal abrió los ojos y la piel se le erizó. Febrero de 1987. Jueves o viernes. Caminaba por el centro cuando sintió un puntazo en el pecho y apenas si pudo sostenerse de pié. No sabe quién lo ayudó a meterse a un taxi y de ahí al hospital. Le diagnosticaron un infarto y a la semana ya tenía su primer by pass. Pero fue el día mismo del infarto, cuando por la noche, estando solo en la habitación, creyó entonces haber soñado con la figura de un ser extraño, alto, de barbilla prominente y mirada acusadora, oscura, mortífera. Una figura que lo tomó de una muñeca y susurrándole al oído le dijo con voz ronca "vine por tí, vine a buscarte".
Y ahora, más de veinte años después, allí estaba. Los rostros coincidían. No lo había soñado entonces y estaba seguro de no estar haciéndolo ahora. Seguramente era la muerte y ahora estaba por arrebatarle la vida a esos ancianos, á él probablemente, o bien a ella, aunque podía ser a los dos. Se sintió impotente, con la necesidad de levantarse y gritarles que corrieran, que huyeran del lugar, de las garras de ese ser siniestro que tenían a su lado.
Quiso incorporarse de la silla, pero se supo débil y cansado; su mano aferró el andador pero no tuvo fuerzas. Un dolor lacerante e intenso le atravesó en un instante el pecho y su mirada se tornó borrosa. Sus oídos, siempre fieles, tampoco fallaron esta vez, cuando escucharon una voz proveniente de la fila de asientos que estaba enfrente, que anunciaba que él solo estaba de paso y que había venido a visitar a un viejo amigo, que estaba en la habitación 202.

jueves, 24 de abril de 2008

Remember

Cuando recordó aquella noche frente al mar supuso que algo estaba funcionando mal en su centro neuronal.
Cuando se bebió de golpe aquella cerveza helada y creyó sentir el sabor de aquellos labios nuevamente se paralizó a causa del temor.

Algo no estaba saliendo como lo había previsto; algo se había quebrado...

Encendió el útlimo cigarro de la noche convencido de que las cosas se estaban saliendo de su carril.
¿Cómo podía estar sucediendo?
¿Cómo?

Si él mismo se había prometido frente al espejo no recordala nunca más.

sábado, 19 de abril de 2008

Monólogo del macho argento

¿Quién entiende a las mujeres?
No, la verdad que nadie. Hace más de veinte años que me casé y yo pensé que a mi mujer la conocía de cabo a rabo, je. Te juro que todo bien, yo laburaba, ella en casa, obvio. Pero no sé que le pasó, le atacó a la loca. Viste, al fin son todas iguales, uno les da todo y ellas son como la gata flora.

Un día se le dio por laburar, bárbaro dije yo, hago menos horas extras en la fábrica y te doy una mano en la casa, total los pibes ya están criados. Qué boludo, lo peor que pude hacer. Le agarró el gustito la guacha. Para qué te voy a contar.
Viste, yo venía de la fábrica y me iba al club a tomar una cervecita y hacer un par de trucos. ¿Con qué arrancó? Ya te digo. Negro, vengo reventada de la oficina, me arreglo un poco y me voy con la Mariela a tomar algo. Está bien, dije yo y pensé quién entiende a las mujeres, ésta antes reventaba en la casa y me esperaba con la cena; ahora se rasca en la oficina esa -que no hacen nada- y viene reventada...
Claro, pero después arrancó: Negro, vos te vas a pescar con los muchachos algunos fines de semana; yo me voy a ir unos días a las termas con las chicas, de vez en cuando nomás. Y dale, qué le puedo decir, lo hace para hacerme doler la hija de remil putas.

Negro, viste que vos tenés la peña de los viernes, con las chicas vamos a salir, pero no te aflijas llego más o menos a la misma hora que vos. Nooo, me mató... ¿Y si se van de joda por ahí? ¿y si se la levantan? No está tan fea la guacha, capaz que conoce un pendejo que hace fierros y a la mierda, cornelio a esta edad. ¿Se habrá enterado que andamos por los cabarutes con la barra?

La cuestión que Negro de acá, Negro de allá, quiere hacer todo lo que hago. No se da cuenta que soy hombre y que tengo que hacer estas cosas, la naturaleza manda... Está tarada la guacha, la mato. Claro, pero si le pongo una mano encima voy en cana.
Un día de estos, un día de estos me hago trolo, así sufre la inmunda. Ah, querés que te dé, no, vaya con la Mariela de joda, el pajarito se durmió. Va a ver lo que es bueno.

De hoy no pasa, va a ver esta...

Ayer no me animé, pero le voy a decir, que qué te creés y etcétera, etcétera, etcétera...

Hija de puta, no tuvo tiempo de hablar, sale con la Mariela...

El sábado sí, de acá no salís...

Qué domingo de mierda, ¿a qué hora piensa llegar esta guacha..?

Cuando me diga de ir a tomar algo con las chicas la surto...

Y bue, me cocino solo por hoy nomás...

jueves, 17 de abril de 2008

Dueño de los olvidos

A Luis le dijeron que por calle Dorrego, entre el 1000 y el 1500, era posible, los días impares, encontrar cosas tiradas.
Como el domingo 11 había estado engripado, no salió. El martes caía 13, así que prefirió dejarlo pasar. El jueves 15 salió decidido hacia calle Dorrego. Fue temprano, ni bien el sol asomó tras las casitas del frente.
Su primer recorrido le deparó sinsabores. El segundo, apenas dos envoltorios de caramelos masticables y medio billete de dos pesos. Pensó que la tercera sería la vencida. Pero no. Tampoco lo fue la cuarta y la quinta. En la sexta recogió un periódico, pero era del día anterior.
Se dijo que quizás el hada o ser místico que dejaba caer las cosas por esas cuadras no rondaría si él estaba merodeando continuamente. Eso o le habían tomado el pelo.
Se volvía para su casa cuando gritó eureka. Allí estaba tirado su objeto perdido. Un paraguas negro, de firme armazón y mango de madera barnizada.
Lo abrió y cerró, una y otra vez, ante la mirada de algunas personas que lo observaban curiosos, tremendo ridículo abriendo un paraguas en un día de sol. Estaba impecable, lo que se podía decir, una pinturita.
Paraguas bajo el brazo, rumbeó para su casita. No podía ocultar su sonrisa. La gorda Gladys lo miró con recelo desde el mostrador de la verdulería, lo propio hizo Gualterio estacionado con su furgoneta en el semáforo de la esquina. Esther le preguntó al cartero qué era lo que le pasaba ahora al imbécil del Luis. El cartero meneó la cabeza distraido.
Luis puso el paraguas sobre el televisor y lo contempló hasta la hora de almorzar. Ni su madre ni su abuela pusieron reparo en el objeto. Tampoco en Luis, para ser franco. Pero a Luis, no le importó.
Y por la tarde llegó la tormenta. Así, repentinamente. En un momento el sol estaba presente y en otro, había desaparecido detrás de oscuros nubarrones. Casi de inmediato la lluvia comenzó a caer.
Sin dudas era una señal. Luis estaba segurísimo. Tenía que probar el paraguas. Y de paso, se llegaría hasta el bar de don García, para ver si estaba algún pibe de la barra. Debía mostrarles lo que había encontrado.
Salió sin que en su casa se enteraran, es decir, como ocurría siempre. Se preparó para el gran momento bajo el alerito de su casa. Sujetó con fuerza el paraguas con la zurda y pegó el tirón hacia arriba, destrabándolo, con la derecha. El paraguas se irguió majestuoso, negro, ancho, robusto contra el viento, valiente ante el agua. Luis se acomodó bajo su protección y salió a la tormenta sonriendo.
Caminó sin apuro, contemplando los relámpagos en el horizonte y sintiendo la brizna suave de la lluvia sobre la piel. Caminó y caminó, cruzó calles y saltó charcos, y se olvidó del tiempo. Las horas se hicieron amigas y la noche arribó temprano. La lluvia nunca cesó y el paraguas siempre lo guareció.
Se encontró caminando por Dorrego, entre el 1000 y el 1500, con las calles desbordadas por el agua, las veredas vacías de almas y repletas de sombras, con el viento jugando con las viejas farolas, meciéndolas en un vaivén interminable, proyectando luces ténues, casi sin fuerzas, que no alcanzaban a iluminar.
El aire se volvió espeso, o eso al menos le pareció a Luis. Una especie de viento huracanado se había levantado del este y lo obligaba a retroceder. Con el paraguas abierto se hacía difícil avanzar, pero no quería cerrarlo. No podía en realidad. Debía seguir con su paraguas apuntando hacia el cielo, la tela extendida, el armazón sosteniendo.
Sin embargo, el paraguas no tenía la misma intención y Luis notó como una de las varillas de metal del armazón cedió ante la fuerza del viento. Fue una especie de ¡crick!, casi imperceptible, un pequeño latigazo en el oído. Levantó la vista y vió la varilla quebrada por la mitad y la tela rasgada en esa parte. Tuvo tiempo de pensar una incoherencia, como que el eje había perdido un aliado, una broma de humor negro, que por cierto, se dijo, era muy inoportuna.
Y como si a colación el paraguas se hubiera ofendido, otros dos cricks y un crack estallaron con fuerza encima de su cabeza. Sintió como el armazón perdía su forma y el eje de metal se resistía a permanecer de pié y luego, la oscuridad. El paraguas lo agarró desprevenido y se cerró en torno a su cabeza. Una de las varillas quebradas le atravesó la cornea derecha. Sintió en la opresión un tibio dolor recorriendo su mejilla izquierda pero no podía gritar, el paraguas no se lo permitía. El agua le golpeaba ahora su cuerpo y el frío se trepó por las extremidades en tanto que el viento lo empujaba feroz, hasta que perdió el equilibrio y cayó de espaldas al suelo, con el paraguas aún asfixiándolo y con miras de no dar tregua.
En su desesperación se lastimó las manos con el metal ahora lacerante de su objeto encontrado. Era consciente de como el paraguas lo estaba absorbiendo, notaba como lo engullía en la medida que sus fuerzas escapaban. Luchó y luchó, pero nada pudo hacer. Cuando la última gota cayó cerca de la medianoche tan solo quedaba un paraguas tirado sobre la vereda de Dorrego al 1100. El agua se había llevado la sangre. Y lo que al día siguiente fue un día par, nadie encontró nada. Ni siquiera un rastro de Luis. El siempre olvidado Luis.

miércoles, 16 de abril de 2008

La Suite

Los tangueros eran tipos duros, “dueños” del tango porteño que no aceptarían un cambio de planes; un giro en su estilo arraigado en la dulce y egoísta melancolía de la ciudad.
Él lo sabía y tenía bien claro las frases que de sus bocas iban a ser expulsadas, casi escupidas. “Que se vayan un poco a la puta que los parió” – le dijo a su orquesta y sugirió unos cambios en la entrada del bandoneón y algún acorde revirado para la viola.

Sus primeras aproximaciones a la música se las debía a sus viejos y a los vecinos de la “pequeña Italia” de Nueva York que entre jazz y mafias le acariciaban la frente y lo acunaban entre el crimen y la magia; entre el exilio y el sueño del regreso.
Cuando Stanley le sugirió saltarse las horas del colegio y perderse por la gran avenida, él no lo dudo ni un momento. La libertad, al fin de cuentas, se basaba en esos momentos de quilombo interno donde los sueños y embates eran los únicos que marcaban los pasos a seguir.

Se perdieron por la calles del viejo barrio y sin saber cómo se encontraron frente al portal de la tienda de música. Una vez dentro intentaron jugarle sucio a la joven del mostrador y mientras uno le sacaba charla, el otro le afanaba la harmónica plateada de fabricación alemana.

Salieron cagando creyendo que nadie los había visto, pero se equivocaban. Cuando se dieron vuelta el vigilante les seguía los pasos y tuvieron que perderse entre las esquinas y los transeúntes para evitar ser castigados por el brazo de la ley.

Así pasaron los años, las vueltas de la rueda…

Mientras el maestro recordaba sus hazañas infantiles, la orquesta seguía afinando sus instrumentos, apagando los puchos en el piso, puteando entre acordes y risas.

“Maestro, ¿a usted no le parece que la batería no va muy deprisa?” – le preguntó el guitarrista casi con timidez.
“No pibe, deprisa va el mundo; la sangre que nos envuelve…. ¿y si cortamos un rato y nos vamos al café?” – respondió con una sonrisa que se camuflaba entre sus bigotes.

A tan solo 5 años de los ´80 los cafés porteños seguían resistiendo al paso de los años, de las inflaciones y de las dictaduras. En ellos se mezclaba la magia bohemia, la paranoia característica de la capital, los poetas en busca de la prosa perfecta, los Borges, los Arlt, los Cortázar, los García Lorca, los Sábato, los Discepolínes…

“A mí me da que el maestro está a punto de estrenar obra” – le dijo el mozo a la dama de la primera mesa – “no ve como se le fruncen las cejas, el tipo está en otro lado”.
“puede ser, igual siempre fue un pirado” – respondió ella sutilmente.
El café estaba en su punto, caliente y cargado. Negro como los nubarrones que amenazaban con una nueva sudestada en la capital pese a que la primavera ya estaba avanzada y delirante. Se lo bebieron de golpe y dejaron caer las monedas sobre la mesa del bar.
Cuando cruzaron la avenida cerraron el circulo de los cuatro movimientos que tendría aquella opera. En una especie de pacto - homenaje a Pichuco, enarbolaron los cuatro movimientos de la obra con los siguientes nombres: Bandoneón, Zita, Whisky y Escolazo.

- “Espero jefe que no vengan los hijos de puta de siempre con la charla de que esto no es tango y todas esas mierdas” – dijo el baterista del grupo con un poco de resentimiento.

El maestro se detuvo debajo de la farola que se inclinaba en la esquina que daba frente a la plaza Lavalle y nuevamente quedó preso de sus cavilaciones. Pensó en la cama caliente que lo esperaba al salir del teatro, en la ruta que unía Buenos Aires con Paris, en la sangre que se ocultaba tras los monumentos del estado, en los ritmos del corazón, en la amistad, la literatura y la música.

Cuando su acompañante lo codeo buscando una respuesta Astor le dijo:

- “Esta Suite Troileana* es como decir Gracias Pichuco por todo lo que me has dado, gracias por ser tu amigo, gracias por tu bandoneón. Tu amigo, el Gato Piazzolla”.


*Astor Piazzolla graba en septiembre de 1975 la Suite Troileana, la cual está integrada por cuatro movimientos: Bandoneón, Zita, Whisky y Escolazo. La misma estaba dedicada a la muerte de Troilo. Su presentación se realizó en el teatro Colón en el mismo año y fue acompañada por una interminable gira por Argentina y el extranjero.


lunes, 14 de abril de 2008

La cacería

Veintinueve, treinta... ¡treinta! ¡Al fin! Casi no podía contener la alegría. Se sentía desbordado por una euforia desmedida. La sonrisa le transformaba el rostro, las comisuras de los labios parecían estiradas hacia fuera con pinzas y los ojos brillaban con rabia. Era la imagen de un demente.
Pero no le importaba que impresión pudiera dar en ese instante, de todas formas no tenía a nadie cerca. Estaba en el sótano de la casa de campo de sus padres, a casi una hora de auto de cualquier ser humano.
A sus pies, estaban rendidos sus anhelos más oscuros. Los había buscado uno por uno en la espesura del maizal, allí dónde él sabía que los encontraría. Desde hacía años que los vigilaba, a veces creyendo férreamente en ellos, otras aferrándose al deseo de no estar loco.
Tuvo que ser más rápido, más sagaz, más voraz. Ensayó esa noche muchas veces. Noches falsas, las llamaba. Las noches falsas que harían posible la verdadera. Y ésta, al fin, había llegado. Y el fruto de sus años de empeño, estudio, práctica, estaba ahora frente a sus ojos.
Treinta en total. Había cazado al primero muy cerca de la caza, donde el maíz dejaba ver las hojas más próximas. El último lo encontró dos horas más tarde, socorriendo a otro que yacía con la cabeza abierta de par en par producto de un calculado (y esmerado) mazazo.
Se miró las manos y recién entonces las vio bañadas en sangre. Pero una sangre de un rojo gelatinoso intenso, repugnante, con un olor tan agrio que lo obligó a alejarse la mano de la nariz al instante. Dónde ya se estaba secando, el color había mutado a un morado tenebroso.
Se agachó frente a sus presas. Creía recordar como había atrapado a cada uno, cómo había asestado la maza en algunos casos y hundido la cuchilla en otros. A uno lo mató estrangulándolo, sintiendo el frágil cuerpo colapsando bajo su pecho, emitiendo un gorjeo gutural mientras la faringe se contraía y la vida se extinguía, despidiendo como señal de adiós una espuma gaseosa por las fosas nasales. Hasta que murió.
Reinaba ahora el silencio en el viejo sótano. Su respiración se había normalizado tras el cansancio lógico de una faena de tales magnitudes. No solo los había perseguido y eliminado, sino que además los había llevado hasta ese lugar. Quería verlos fuera de la noche, lejos de la oscuridad que los envolvía.
Bajo las luces incandescentes no se veían tan peligrosos. Eran frágiles cuerpos inertes. Si bien las pequeñas garras estaban allí, al término de sus pequeños pero extensos brazos, ya no podían dañar. Y esos ojos enormes, pálidos como un muerto, sin párpados, parecían las cuencas cómicas de un zombi de una mala película de terror. Las cabezas desprovistas de cabello goteaban un aceite viscoso, casi verde, similar prácticamente al color olivado de sus escamadas pieles, repletas de cicatrices y puntos rojos, como pequeños ojos ciegos inyectados en sangre.
Un escalofrío le recorrió la espalda y por un segundo la sonrisa de su rostro pareció esfumarse. Se dijo que ya era suficiente contemplación. Los duendes del maizal como decidió en llamarlos cuando comenzó a estudiarlos, debían ser desaparecidos de la faz de la tierra. Eran engendros de un infierno irracional, una raza de monstruos que lo habían atormentado en sueños desde pequeño al punto de creer su familia de estar el niño (el niño que ha crecido, oh si que ha crecido) con problemas mentales.
Siempre supo que existían. Sintió el peso de sus cuerpos a medida que los iba arrojando sobre una enorme cantidad de leña que había recogido esa misma mañana. Allí estaba la prueba material de su locura. Y allí mismo haría la hoguera que los exterminaría. La pira de la justicia. Arrojó el último y encendió un fósforo. Dejó que la llama absorbiera oxígeno y resplandeciera frente a su mirada y luego, sin vacilamiento alguno, lo tiró sobre el montón de cuerpos. Ardió instantáneamente y el calor abarcó todo.
El reflejo de las llamas le iluminó el rostro cansado y dibujó figuras amarillas y naranjas sobre el mentón y mejillas. Disfrutó la escena unos segundos y dejando la hoguera a sus espaldas, giró hacia la escalera. Y entonces, se quedó congelado, atravesado por el miedo.
Otra vez estaban delante de sus ojos. Todos ellos. Pero respiraban, jadeaban con olor a muerte y de los puntos rojos del cuerpo caía sangre manchando la tierra, impregnándolo todo de un olor tan agrio como oscuro, tan mortecino como demencial. ¿Eran los mismos o había más? ¿Se había equivocado? No lo supo, ni entonces ni nunca más, porque de pronto se vió envuelto en una maraña de filosas garras de las que fue prisionero y víctima, todo a la vez, siendo su última imagen un cuenco blanco, como de ojo, tan pálido como brillante, tan vivo como real, en la que parecía divisarse una imagen, si, era una imagen y mientras moría creyó ver en ella su rostro aullando de dolor, retorciéndose entre la carroña, sumiéndose en la peor de sus pesadillas...

viernes, 11 de abril de 2008

Misión improbable

Sí, fueron aquellos tiempos. Ya sé, la anécdota fácil. El paño del tiempo le da brillo a lo más opaco siempre que uno sepa lustrar un poco. Hoy a lo lejos entre lo trivial y lo curioso hay cosas, momentos, que me vuelven y me revuelven. Quizás estos recuerdos sean intentos por hacer más vívido lo vivido, o quizás sean la última hojarasca del otoño del tiempo, condenada a no ser, pero a pervivir de otro modo.

El cielo, plomizo, nos advertía a nuestro paso cuan difícil y cruento podía llegar a ser aquello. Si había guardias y estaban atentos no tendríamos la menor posibilidad.

Íbamos, ebrios de furor, sin cubrirnos demasiado ya que el escaso follaje hacía inútil todo intento. No llevábamos demasiado, un par de esas viejas herramientas de trabajo para algunos, de diversión -cuando no de horror- para otros, que producían más ruido que daño, más parecidas a las que se venden en las ferias que a las profesionales. Nuestro número era variable, algunos caían para no levantarse y casi no nos preocupábamos más que de acomodarlos un poco mejor o ayudarlos a acurrucarse en un reparo improvisado. Otros, menos, se sumaban, porque los pelotones de desesperados, de locos que deambulan, atraen a buscadores de aventuras y a los que no tienen nada que perder.

La llovizna, tenue al principio, empezaba a mojar nuestras sucias remeras y lo que había sido una noche calurosa y casi festiva se convertía poco a poco en un alba que no vendría. Yo portaba el instrumento y por nada del mundo lo iba a transferir. Me daba la seguridad que quería transmitir y un cierto orgullo de adalid. Ariel, el atronador artilugio colgado de los hombros; los demás, poca cosa en las manos.

Cuando hubimos de cruzar calles nos cuidábamos más de ocasionales descerebrados que de las patrullas de soldados o policías somnolientos y apesadumbrados por la tarea. Al llegar a la avenida, ancha, despejada, el paisaje nos premió con nuestro objetivo: la casa del Mayor. Nada de movimientos de película, la euforia nos llevó a sus veredas en banda, sin dispersarnos, blanco fácil de guardias si los había. Cacho, baqueano en la zona, se encargó del reconocimiento. No había ruidos dentro. La pregunta por los guardias nos taladraba las sienes. Ya oíamos la lluvia de balas que no llegaba y eso nos desquiciaba más y más. ¿La puerta o la ventana?, dijo José. ¿Cuál ventana?, yo. Shhh, la primera, Ariel, que parecía ser el único razonable, mientras acomodaba su instrumento. Con la espalda erizada de duda y rara obsesión eufórica, desenfundé.

El primer acorde atronó sólo un instante antes de que Ariel golpee. Hubo un sobresalto dentro. Nuestros alaridos casi sonaron al unísono.

Cuando la puerta se abrió, un hombre en paños menores, con una botella de champagne en cada mano, nos sonrió entre azorado y divertido y ensayó algo así como: qué lindo que la juventud recupere las viejas tradiciones como la se… Nunca pudo decir serenata. Mi primo Ariel, sentado sobre el bombo apoyado en el barro, inquirió: Viejo, largá las botellas y andá a dormir. Así lo hizo, obediente, el Mayor Oscar Blanco, el intendente de facto de Villa, la madrugada del 1º de enero de 1982, que por suerte dio franco a su guardia.

Dejamos la casa de Dorrego y Santiago del Estero a los saltos con más euforia que antes, borrachos y tropezándonos al manotear las botellas.

Enfundé la guitarra para que no se siga mojando mientras el alba seguía escondido tras los nubarrones.

¿Dónde se fue la música?

Jazz por todas partes. Humo por doquier. Música y tabaco, y él en busca de una mujer.
¡Pero si la había visto cerca de la barra! Pero ya no estaba, tan solo el barman.
Una banqueta estaba libre. Pidió un martini. La volvió a buscar entre la gente. Rostros felices, en movimiento. Ninguna señal de ella.
Se dio por vencido. Apuró el trago y salió a la calle.
Los furiosos instrumentos quedaron atrás, pero el aturdimiento seguía en su cabeza. Caminó por el callejón sin pensar en nada. Tanteó el bolsillo del pantalón buscando las llaves del coche. No estaban en el derecho. Tampoco en el izquierdo. Palpó preocupado el de la camisa. Las había perdido. Puteó en voz alta. Y la vió. Del otro lado de la calle, subiendo a un taxi.
Corrió, pero el auto había partido. Atinó a levantar un brazo, pero lo bajó de inmediato. Ya era tarde. Volvió a buscar las llaves. Seguían sin aparecer. Caminó hasta el bar, pero no entró, se quedó en la puerta. Estaba seguro que no las había perdido dentro. Volvió al coche, por el callejón. Y volvió a verla. Del otro lado de la calle, subiendo a un taxi.
Volvió a correr hacia ella, pero el auto había partido. Ni siquiera pensó en levantar el brazo. Se quedó petrificado, preguntándose en qué momento había vuelto. El taxi le parecía el mismo, aunque nó podía afirmarlo. Un coche pasó a su lado y comprendió que estaba en medio de la calle. Subió a la vereda y volvió al bar.
Se detuvo en la puerta, el cartel de cerrado pendía en la entrada. Solo silencio provenía desde el interior. ¿Pero...? Si hacía tan solo unos minutos el jazz sacudía los tímpanos... era mucho para una sola noche.
Volvió por el callejón, se iría a pié, tomaría un colectivo, no sabía, tan solo quería ir a su departamento y... y entonces volvió a verla. Del otro lado de la calle, subiendo a un taxi.

La imagen lo petrificó, le erizó la piel. Corrió. Se perdió en la noche.

Nunca supo que el callejón reía a sus espaldas.

jueves, 10 de abril de 2008

Del cebar mate y sus genes…

El comienzo no está del todo delimitado; podríamos decir que cada ser humano tiene sus prolegómenos ante esta acción. Para no distraer al lector comenzaremos por decir que se debe calentar el agua a una temperatura que roce los 100 grados centígrados.

El líquido se puede calentar en un recipiente con o sin tapa.
Al que posee tapa algunas personas lo llaman “pava” y posee una extraña forma que poco tiene de relación con la mujer del pavo, o con la hermana de la vecina que se hacía llamar de igual manera.

El agua debe ser calentada lentamente y poseemos varias formas de comprobar la temperatura antes de que la misma rompa el hervor. Una de las más comunes es la de utilizar un termómetro de mercurio facilitado en cualquier tienda auspiciada por la compañía aeroespacial norteamericana (NASA), aunque podríamos recomendar algunas tácticas más lúdicas y misteriosas.
Si utilizamos un recipiente cubierto por una tapa podemos colocar las yemas de nuestros dedos (índice y cordial) en cada extremo de la misma y si notamos un cierto rumor de onda expansiva sobre ella (o si nos quemamos) podríamos deducir que el agua se encuentra en su punto.
Algunos arriesgados han intentado comprobar el estado del líquido con el dedo meñique completamente extendido y sumergido hasta la profundidad del recipiente. Otros aventurados han utilizado técnicas aún más sofisticadas pero carentes de sentido común que no pienso difundir.

Una vez que el agua se encuentra lista podemos mantenerla en la pava o depositarla en algún termo de aluminio, vidrio y/o plástico para mantener la temperatura (en caso de no poseer ninguno de ellos podemos acercarnos a las tiendas anteriormente nombradas), para luego proceder a la preparación del mate en sí.
El mate no es más que una calabaza hueca donde se deposita la yerba mate para luego beber dicha infusión. El mismo puede ser de lata, cerámica, madera, vidrio y/o caña.

Atención: No confundir el mate con el jaque, ni la sesera del hermano menor - o del primo más cercano - con el objeto que se va a utilizar para el acto.

La yerba mate se coloca en dicho cuenco sobrepasando apenas la mitad del mismo e inclinándolo en un ángulo de 45 grados para luego insertar la bombilla. Una vez colocada la misma se procede a dejar caer suavemente el agua en el recipiente – sin rebalsar el mismo – y se nos permite jugar a crear siluetas con el vapor que se produce por el contraste de temperaturas entre el agua, la yerba mate, el mate, los dedos del individuo, la bombilla, el trapo que suele entrometerse misteriosamente en el camino, la pava, etc.
Aquí podríamos decir que la bombilla es un artículo cargado de analogías eléctricas, ferreteras y/o eróticas. (Recordamos que el lector se hace cargo de la utilización de dicho adminículo y no responsabiliza al creador de estas letras sobre los actos que puedan devenir del incorrecto uso de los mismos)
Tenemos el mate en su punto de ejecución. Ahora bien, el acto de cebar un mate tiene su factor psicológico arduamente estudiado por la escuela freudiana con sede en Nueva York (“Del cebar mate y sus connotaciones socioeconómicosentimentales” – 1982 Tomo I al XXIII – Ed. Cachamay) de las cuales podemos resumir:

1. Quién bebe y/o ceba mate en soledad es una persona aturdida por sus cavilaciones, un ser completamente aburrido o un simple mufa del que nadie quiere saber un pito de él.

2. La persona que bebe y/o ceba mate en una multitud y comienza la ronda por la izquierda posee un gran riesgo de ataques al corazón.

3. Si en caso contrario, comienza la ronda por el lado derecho, es probable que no se entere que del lado izquierdo se encuentra sentada la mujer que ama y de ahí pierda su única oportunidad de confesar su amor.

4. La ceremonia de beber mate entre un grupo de amigos puede resolver varios conflictos internos o de interés nacional o internacional. Cabe destacar que estos problemas volverán a surgir cuando la bebida y la reunión se den por finalizadas.

5. Si el acto se realiza entre personas de lazos sanguíneos es probable que las discusiones no lleguen a buen puerto o simplemente no sobrevivan más de una ronda. Estudios realizados en diversos rincones del planeta aseguran que en estos grupos siempre la última palabra la tendrá la madre del lugar, o en su defecto, la madre de la misma y así sucesivamente siguiendo la línea de ascendencia presente.

Podríamos seguir citando parte de estos estudios que poseen más de 12.550 folios (doble cara en formato a4) para que el lector lograra comprender el simbolismo de dicha ceremonia, pero no creemos que esa sea nuestra misión.
Por último cabría destacar que existe otro estereotipo del bebedor y/o cebador de mate solitario. Éste se caracteriza por la búsqueda de preguntas a las eternas respuestas o viceversa. Los delegados de la sanidad pública y privada del departamento de asuntos internacionales de la ONU recomiendan que estos grupos de individuos se mantengan alejados de una máquina de escribir, de ordenadores portátiles o de sobremesa, tablillas y/o cuadernos de caligrafía por el bien de la literatura mundial.

miércoles, 9 de abril de 2008

Una Noche cualquiera

Era un lugar especial en la barra de ese bar, taberna o aullido de solitarios, como le quieras llamar.
La impresión era madera rasguñada, cemento saltado, sillas despedazadas, un vacío hacia el baño, tres luces desenfocadas.
La oscuridad se hizo muy rápido, de caras mojadas, de espejos ambulantes rotos y salpicados, de una niebla pensante capaz de malear todo sueño infiltrado.
El ambiente se contuvo calmo, de un fluir espeso, de ojos entrando y saliendo de sus mismos encantamientos manejados por la inercia de las sombras, como tratando de amansar la estupidez.
La música brotaba intensa, para ser ardida, latida, improvisada en la deformación de la multitud. Él la escuchaba como si se la estuviera comiendo. Y no la sintió más.
Su lugar era la barra, ese pedacito de nostalgia que se degusta como un abrazo cercano.
Acodado y reluciente bebió toda la noche, observó las horas de un nuevo día, escribió, leyó, soñó, y luego la risa devastó una pesadumbre casi antártica que supo acumular cuando la niebla pensaba.
Se abrazó a la noche como a su más preciada dama, la invitó un trago y pudo divisar sus amplios labios morados absorbiendo el infinito de su amargura, se sintió tan conquistado, tan abierto a desmoronarse con o sin motivos sobre sus hermosas y largas piernas, sobre su manto, sobre su cuna.
Esta dama le enseñó su sombra, su parte perdida, su oscuridad inconquistable, su reflejo, su mirada, su alegría, su querer, su creer, su sentir. Sí, le enseñó su sentir!
Juntos miraron desvanecer esa otra noche que aun seguía bailando, arrastrando sus últimas horas en las cortinas ajadas, en las huellas de papel, en los vasos vacíos, sobre el montículo de mil botellas, de mil sorbos desintegrados, resbalando por el tiempo de seres cansados y casi dormidos.
Él insistió en su hueco en la barra, disfrutando de ese confort portátil que siempre lleva a todos lados como una suerte, como una linterna mágica que le designa el camino.

martes, 8 de abril de 2008

El descuido de la muerte

Y de repente miré mis manos y las noté viejas, arruinadas, resecas por el tiempo, marcadas por la vida.
Te busqué a mi alrededor y me di cuenta que no estabas y por más que llamara, no respondías a mis gritos.
Intenté ponerme de pié, pero algo me lo impedía. Supuse que la silla de ruedas al lado de la cama tenía algo que ver.
Quise romperme a llorar, pero las fuerzas me habían abandonado. Un silbido de aire ronco era lo único que salía de mi interior.
Mi vista no encontraba almanaque alguno en las paredes, y si lo estuviese, no me iba a mentir, tampoco lograría verlo.
Apelé a mi cordura, pero también la supe ausente. Busqué en mi memoria y ya casi no quedaba nada.
Me preguntaba, a que se debía mi sufrir, cuántas horas más debía purgar la condena de existir.
Y fue entonces cuando la muerte se apiadó y pidiéndome disculpas por haberse olvidado de mí, me vino a buscar.

lunes, 7 de abril de 2008

Niño, corre; niño, ríe

Aún te recuerdo, con tu sonrisa pícara, mordiendo el labio, aguantando decir vaya a saber uno que barbaridad. Esa que esperábamos todos, para romper la monotonía. La niñez que se fue, la que no volverá. La que aún perdura, inmadura, en la memoria recurrente, como un oasis de verdad en la rutinaria realidad.
Si el tiempo tuviese un ancla, la arrojaría a tu lado, para seguir disfrutando y riendo, soñando y sintiendo. Ese sentimiento de fuga, de alegre andar sin miedo a la burla, al sueño sin hacer, sin temor al fracaso ni a la ilusión sin vender. El camino que caminábamos era de verdadera amistad, sin falsas bondades o de mercaderes infieles, como los que nos ofrecen la vida por un papel.
Te veo llegar, en mi imaginación, con vestiduras de abril al comienzo de la estación, gritando por placer, corriendo con emoción. Piernas que no se detienen a pensar en el hoy y mucho menos en el ayer. Todo gira alrededor, cual carrusel en pleno envión.
Aún te recuerdo, en cada amanecer, vistiéndome para la vida, la que me da de comer. Y te recuerdo lagrimeando, porque ya no te puedo tener. Pasado sin responsabilidad, de juegos y querer, de caricias y felicidad, ese niño que supo ser y fue condenado a desaparecer.

domingo, 6 de abril de 2008

El festejo

Un poco abrazados, un poco a los saltos, cruza una barra diagonalmente la vieja cancha de Talleres, de alambrado caído y gramilla castigada por el invierno que comienza sin timidez a cubrir la ciudad. La tarde cae, solitaria hasta hace un rato, aturdida ahora. Duda entre irse hasta mañana o quedarse a contemplar el festejo. Dándose vuelta muchas veces, opta por retirarse al poniente, su naturaleza le exige, le ordena la retirada inexorable y ella, para mostrar su descontento tiñe de rojo las nubes bajas, los pocos edificios de altura y el gran eucalipto junto a la vía. En la esquina siguiente se unen a otros tres y llegando a 14 de febrero ya suman unos doce. Hasta unas horas antes algunos no se conocían, otros no se saludaban por la calle, pero ahora parecen esos conocidos de barrio que se ignoran cotidianamente y encontrados casualmente de vacaciones en un lugar distante hablan como amigos de toda la vida para, vueltos a sus hogares, volver a ignorarse. Como hormiguero revuelto, la ciudad despierta enloquecida, sobresaltada y de todas las puertas surgen saltando y gritando unos, con ojos grandes y sonrientes otros. Es momento de soltar algunas ocultas angustias reprimidas.

Hace sólo unos momentos, la calle muerta se había estremecido con un acorde profundo y gutural multiplicado indefinidamente. Por debajo del pelambre amarillento del viejo león se escabullía la presa, resuelta, ufana, a salvo de las enormes garras crispadas luego contra el suelo, rugido doliente. Con el grito provocado por la estocada profunda y decidida del cordobés la catarsis fue tan terrible que diríase un trueno inoportuno y sorpresivo en la tarde dominguera. Volvió el silencio luego y se profundizó a la hora exacta y el lejano estadio porteño se transformó de fiesta en una moneda dura y mellada sin metal donde entrechocar. Los ojos enrojecidos... si lo peor llegaba a suceder... si llegaba a suceder... se multiplicaron las promesas y los pilatos. Nunca pudo entender ese palo derecho, de dónde llegó el golpe bajo, por qué faltó la protección justa de las alas del criollo pato volador y comenzó a respirar de nuevo entrecortadamente sabiendo que todos lo miraban y veían enrojecer de orgullo y vergüenza. Lentamente los latidos reaparecieron para estallar de nuevo con la bravuconada brutal del campeador ante los sablazos la anaranjada alfombra arremolinada bajo su paso implacable, y otra vez el león herido de muerte mordiendo la hierba aplastada esta vez. Y el malón del final, toques mágicos, imposibles ráfagas ante las expresiones azoradas de los rostros de la desazón. Así fue y reventó la algarabía.

Allí va Héctor, entonces, confundido entre el grupo exultante que a las pocas cuadras confluye en una marea humana increíble, nunca antes vista. Y la misma calle San Martín de siempre, la de las procesiones de ocho de diciembre con los regordetes obispos rosarinos a la cabeza, la del villazo, de las manifestaciones obreras, la de los desfiles militares y de guardapolvos en fiestas patrias lo recibió envuelto en la bandera que creyó defender en la colimba, unos años atrás y que por suerte lo vio partir de baja antes del golpe.

Desde el sur dos líneas viborean hacia el centro, una gruesa de autos, camiones y motos embanderados por la ruta y otra delgada unas veces, abultada otras por el camino lateral de las bicicletas que llega hasta la zona fabril. Al final del partido, Silvia había desnudado su piel para vestirla con la gloriosa seda campeona y los cortos pantaloncitos negros de tres tiras blancas. Una larguísima vincha al tono recogía no todos sus negros mechones. Con varias amigas de atavíos festivos treparon a un camión volcador cuya bocina sonaba, perpetua, “La cucaracha”, tratando de llegar antes al centro y, además, procurando evitar una larga caminata con los endemoniados botines de su hermano a medio atar. La ayudaron a subir manos amigas, algunas excesivamente amigas, pero no le importó demasiado, era un día como para no amargarse.

Allí va Silvia, pues.

San Martín estaba impresionante, esto se esperaba desde el miércoles anterior, de los seis a los peruanos. En el fragor del festejo la vio, así como la vio desaparecer un segundo después en la turba. Sin saber cómo y menos por qué se empezó a deslizar entre los desaforados saltimbanquis de la desesperación festiva. La volvió a ver un instante demasiado corto y pensó esta es la argentina que quiero: una bella mujer desnuda bajo la tela celeste y blanca, así la quiero, sí, libre, sensual, hermosa como se la mire… y botines rematando el par de firmes piernas.

Hay que decir que ella lo vio. Qué hace este loco meditabundo como fuera de la algarabía general. Lo abrazaban amigos y desconocidos, lo estrujaban de felicidad y el tipo en la luna, como buscando algo entre la gente. Necesitará algo…

Se acercó sin que se diera cuenta, mientras él miraba la vereda del bar San Martín en busca de ella, que no lo sabía. Sus ojos estaban perdidos ya y el velo de la desazón le pedía volver al festejo, su libre y bella argentina era una ilusión, pero no lo eran los tres a los holandeses, la copa y el charco de alegría en el reseco país de los dinosaurios.

Cuando ella lo tomó del brazo y le susurró: ¿estás bien? sólo pudo decir, con la garganta paralizada, ahora sí. Ella no entendió demasiado, pero él sí, la bella y libre argentina lo tomaba de la cintura lo impulsaba a cantar; él, vamos, vamos argentina, la abrazó y a saltar con todos, vamos, vamos a ganar y a mirar de reojo los vaivenes sensuales de la camiseta y la turbación de los largos cabellos negros en sus ojos, que esta barra quilombera y el perfume celestial de la morocha que no te deja, no te deja de alentar.

Esa noche Héctor comprendió que la bella y libre argentina era posible. Mientras no dormía ni quería se regocijaba en su cama fría y singular tejiendo y destejiendo esa tarde, creyendo en la piel que había tocado con todos los sentidos a los saltos, en la promesa de verse, en la promesa de salir de la puta malaria del no ser cotidiano.

La bella y libre argentina creyó en él, en su búsqueda, en su deseo profundo, salvaje y sincero, en sus ojos tristes que querían brillar pidiendo permiso a los suyos.

Es todo lo que sabemos, trivial y fecunda como la historia de gente común con esperanzas y ojos limpios.

sábado, 5 de abril de 2008

Postal de barrio

Observa todo, como buen chico. Lo hace desde la otra vereda, sentado en el escaparate de la tienda de lencería. Toma nota mental de cada movimiento. La forma en que Oscar, el verdulero, elige las mejores zanahorias hasta la sonrisa pícara destinada a la señora entrada en años que le recrimina el color de la lechuga. De cuándo Marisa, del kiosco pegado a la verdulería, entrega caramelos de menos en la bolsita de un peso o bien, sale a barrer la vereda para así poder chusmear con Vanesa, la chica de los jeans cortos y remeras escotadas, cuya madre deja a cargo de la pollería que está aún más a la derecha.
También se detiene en la gente del barrio, en estudiar el paso inseguro del viejo Gonzalo, que a pesar de la ayuda del bastón, pareciera siempre a punto de caerse; o la impaciencia de doña Susana, la señora del comisario, que no puede cesar de golpear el suelo con la punta del pié derecho cuando tardan en atenderla en algún comercio. Y no le pasan inadvertidos los pechos de la joven Analía, la nena del primer piso del edificio de la cuadra - el único de la zona incluso-, que ya a sus catorce años pinta para ser una mujer infernal.
Y cómo hace con los vecinos de la calle, posa su atención en los agentes de policía que recorren casi distraídos las veredas, pistolas en la cadera y vista al frente, o en los inspectores de tránsito que una o dos veces al mes montan un operativo "justificativo de sueldo" en la esquina, llamándole la atención a uno o dos motociclistas sin casco (de los tantos que pasan).
Observa todo, atentamente, jovialmente. Todo le llama la atención, como si lo viera por primera vez. Y disfruta. Es su gente. Los conoce y protege.
Cuando la noche cae y ya todos se han marchado y la calle ha quedado desierta, llegan otros seres como él. Entonces la venta comienza. La que quieras y a buen precio.
El barrio, en tanto, descansa.

viernes, 4 de abril de 2008

Los Sueños del Tiempo

La pequeña ciudad ambulante lo despierta aturdido.
Entre ráfagas de recuerdos, sueños y algunos pensamientos recientes no duda en salir a caminar. Sabe que perdido en la calle encontrará el verdadero frío, pero insiste en sus pasos para olvidar el corazón de esa habitación y la ocasión de otro cotidiano recaer.
La noche vestida de humo, más nocturna que otras veces, encierra su camino con sentimientos grises y solitarios pasos, que se sacuden en su interior como el único latido cercano. Contempla sus ojos fundidos en la nostalgia de otra vejez mientras avanza lento sobre los llanos de esa calle irreconocible.
Un crujir desértico en las sombras desquicia el espectro que lo habita. Murmura un sigilo en el eco de su respiración disimulada al tiempo en que comienza la llovizna en su corazón.
En la esquina, con sombrero de cera y solapa de lona gastada, charla la Soledad con la Niebla sobre el remoto tiempo de sus horas. La Muerte, a un lado, no pretende intervenir, pues sabe que el tiempo es tirano.
Ven al anciano acercarse con su corazón anclado y cubierto por el manto lloroso de los años. Él las traspasa despacio, se siente cada vez más humano, más vulnerable a los presagios que le prepara la noche. Piensa una palabra tranquilizadora antes de mirarse hondo y morirse, antes de llenarse con su silencio físico de siempre.
De un viento surcado por emociones la Muerte lo embiste dolorosamente, lo circula como un astro enfurecido hasta succionarle las trizas de su alma, pero la Niebla la amansa con un No Muerte a los Años, la detiene para envolver al hombre y ocultarlo.
Él se entiende más despejado en su pequeña ciudad ambulante, los bares ya están cerrados y enciende su último tabaco para emprender la vuelta hacia su soñolienta habitación. La Soledad lo acompaña en el largo recorrido contándole la historia de su fría suerte, mientras el hombre se frota las manos tiritando un cansancio antiguo. Pisa un pequeño retazo de agua helada en el suelo escamado de la ciudad, deteniéndose se mira. Detrás de sus ojos la noche brilla en su oscuridad, respira su aire intenso y emprende la fuga de lo que podría haber sido.

jueves, 3 de abril de 2008

El acusado

Cuando se asomó por la ventana de su habitación los vecinos del edificio le clavaron los ojos como dardos envenenados.
Ni bien se calzó sus zapatos de piel, su madre lo observó desde la cocina gesticulando agriamente. Una vez dentro del baño el espejo le devolvió un guiño cómplice, certero. Se bebió su café de las 7 de la mañana a toda velocidad y dejó la casa saludando a los presentes con un simple agitar de manos.
Ni bien se subió en el ascensor la vieja del 4º b lo acribillo en un cerrar y abrir de ojos dejándolo casi tieso, paralizado. En el tercer piso se acercaron dos nuevos viajeros con dirección a la planta baja. Lo mismo.
Los ojos de los cuatro viajeros se cruzaban en un torbellino de indagaciones y acusaciones. De repente la campanilla de aquél trasto de lata que conduce a tantos ciudadanos diariamente anunció la llegada de otro pasajero proveniente del segundo piso.
Nuevas amenazas envueltas en las córneas, asomando desde las pestañas, descendiendo por todos los rostros allí presentes. La sentencia estaba dictada y nada, ni nadie, la podría revocar.
Planta baja, fin del trayecto. Los pies en la moqueta del hall de entrada del edificio y afuera la ciudad con sus garras al acecho.
Los ojos seguían siendo espadas en posición de guardia. Él, sólo atinó a llevarse la mano a la frente (en un gesto estoico), y dedicar un muy feliz día a los compañeros de viaje para luego abandonar el recinto entre un paso doble y un silbido que emulaba el “Adiós Nonino” de Piazzolla.

- “ a ustedes les parece bonito esto que nos ha hecho. ¡¿Cómo se puede salir sonriente y silbando a la calle un lunes por la mañana?!” – recriminó unos de los vecinos mientras abandonaba el edificio y se acomodaba el traje gris y la corbata.

martes, 1 de abril de 2008

El mejor

para Gustavo


Supe que tu padre era mi amigo

cuando supe que venías.

Supe que tu madre era mi hermana

desde siempre que está para ver,

para ser,

para entrar.

El tiempo que nos faltó es el que viene,

el que es.

Viéndonos crecer el pelo

a través de la cebolla de vidrio

lo dejamos correr

y hoy –que no lo ahorramos–

contamos las monedas que nos quedan

esperando que ese día

me digas

hasta dónde tenía razón yo,

hasta dónde llegaste conmigo

porque yo sé desde dónde

soltaste mi mano

gritando “soy el mejor”

y pisando olimpos

como hormigueros

decidiste quemar viejos almanaques

y sabiduría de verso amarillo.