sábado, 31 de mayo de 2008

Sanputa

Le decían "Pinino", pero se llamaba Joaquín. Se creía un gigante, el rey de la cuadra, pero medía con suerte un metro cuarenta y apenas si tenía diez años.
Jugaba en la calle desde que tenía tres. Se escapaba por el garage, cuando su mamá no lo veía y se quedaba horas con los vecinos, mientras en su casa todos creían que dormía.
Aprendió de golpes y golpizas, de juegos y trampas, de amigos y enemigos, de nenes y grandes, de mentiras y verdades. El barrio estaba plagado de niños mayores y con ellos el aprendizaje estaba asegurado.
Para los ocho, se sentía el más malo de todos. Era el que gastaba las bromas pesadas a las niñas, el que se hacía dueño de la pelota, el que elegía a que jugar. Impartía justicia, castigando a placer. Imponía las reglas y decía lo que se debía hacer.
El "Pinino" era mandamás entre los niños. Los demás sin embargo no le temían, lo respetaban, que es algo muy distinto. Los nenes, claro. Las nenas del barrio intentaban no pasar por la vereda del "Pinino". Para los adultos, era un pícaro bárbaro.
En la esquina, una pequeña plaza era escenario todas las tardes de emotivos picados, guerras sin cuartel, persecuciones, manchas, escondidas... hasta que un buen día, al Federico le compraron la Play para el cumpleaños.
"Pinino" y unos más notaron que no estaban los de siempre. Además del Federico no veían al Pelusa, a Tito, Micha, López ni tampoco al Cabezón, a Veleta, Cosme, Kevin y pararon de contar. No daba ni para un picado de tres contra tres.
Qué pasa acá, se dijeron y se pusieron a investigar. A los quince minutos descubrieron en la casa del Federico a toda la barra que faltaba. Estaban meta gritos jugando a la Play cero kilómetro del dueño de casa.
Manga de huevones, vamos a la plaza, les gritó el "Pinino", pero nadie le dio importancia a sus palabras. Incluso se ganó un reto de la mamá de Federico, que justo llegaba al living cargando dos fuentes colmadas de bizcochitos dulces: "¡la boca Joaquín, dónde crees que estás!".
Y no solo fue el reto, perdió al resto de sus aliados. Eh, por qué no avisaron que venían para acá, dijo la Larva y junto al resto de los que venían de la plaza, se tiraron de cabeza entre la muchedumbre, ansiosos de sumarse a la lista de anotados para jugar.
Masticando bronca, el "Pinino" se quedó solo, mirando espaldas. Pegó media vuelta y se fue pegando un portazo. En el camino a su casa pateó el perro del viejo Fernández y arrancó dos margaritas del cantero de doña Funes. Pasó como un rayo delante de sus padres y se encerró en su cuarto.
No le abrió a nadie ni se dignó de ir a cenar cuando ya la luna resplandecía pálida en la noche. Trabó la puerta con llave y dos armarios. Resistió los gritos de sus padres y cuanto éstos se dieron por vencido y se acostaron, dio comienzo a lo que había estado maquinando en su cabeza durante las últimas horas.
Salió por la ventana, cuidando de no romper el silencio. Un par de perros ladraban a lo lejos, pero nada fuera de lo normal. Los grillos hacían todo el ruido que podían, pero era un sonido repetitivo y común, que a nadie alarmaría.
El cielo se había nublado hacía un rato largo y la ausencia de la claridad de la luna fue un aliado. Se movió sigiloso entre las sombras, con el alma oscura como un verdadero sanputa. Los ojos despedían fuego, como si fuese un diablo atrapado en el cuerpo de un niño.
Llegó hasta la casa de Federico y se obligó a morderse los labios y no insultarlo, al menos en voz alta. Sacó los fósforos del bolsillo del pantalón y se trepó al caño de desagüe. Con astucia y agilidad, subió al techo. Sabía lo que buscaba: el bidón de nafta que el papá de Federico siempre guardaba cerca del tanque de agua. Lo roció todo y sin perder tiempo en bajar, encendió un fósforo y lo arrojó al suelo. Todo a su alrededor ardió en un santiamén. Un espectáculo de fuego y placer.
Mamá lo despertó al amanecer. Sin los armarios haciendo tope, entrar no había sido ahora problema. Su mirada estaba acongojada y temía decir lo que él sabía que diría. Le tomó una mano y casi esquivando su mirada, empezó a contarle que algo muy feo le había pasado a un amiguito suyo, que no tuviera miedo, que era una historia fea pero que tenía que estar preparado. ¡Qué feo para un niño, pensaba mamá, tener que saber que estas cosas pueden llegar a pasar en el mundo en que vivimos! Y llorando, comenzó a hablar...

domingo, 25 de mayo de 2008

Detrás

Decidí podar la enredadera. El día era propicio. El sol se había ocultado tras grises nubarrones y la brisa calurosa de días atrás, había finalmente desaparecido.
La oxidada tijera de podar cortaba el aire en cada exhalación y sus extremidades, al acariciarse como amantes, mutilaban las débiles partes de la verde enredadera, que se esparcía inherte sobre la desprolija gramilla.
A medida que desaparecía la enredadera, el tapial dejaba ver sus ladrillos desgastados y enormes telarañas. Las hormigas huían despavoridas ante el peligro próximo. La tarde se empapó del sonido de la tijera, ocultando todos los demás. Un ritmo pegadizo, repetitivo y hasta tétrico.
Mis brazos estaban húmedos por el sudor, pero no sentían el cansancio. Los múrculos en lugar de pedir auxilio parecían disfrutar de cada movimiento, como si la acción los hubiese despertado de un letargo infinito.
Pensé en detenerme en más de una ocasión, pero la mente no pudo con el cuerpo y el desacuerdo llevó a continuar la tarea. La tijera se abrí y cerraba cada vez con más velocidad y fuerza, como si en cada mordisco al aire se alimentara de energía y al siguiente movimiento esa energía se transformara en mayor vigor.
Mis ideas se perdieron en un mar tormentoso, la vista se nubló por completo. Sin embargo, no me detenía. De pronto vi en el tapial la forma de un óvalo enorme, una figura ahora cubierta por revoque mal terminado, cubierto de telarañas y hojas secas, en el que alguna vez habían estado ladrillos como los que conformaban el resto del tapial.
Las manos guiaron la tijera a cortan alrededor de la figura, dejando al descubierto la totalidad de ésta. Nacía casi a la misma altura que el tapial lo hacía del suelo y elevaba hasta casi tocar la parte más alta, dónde la mirada se confundía con el cielo y la enredadera cruzaba al patio vecino.
¿Se había roto esa parte y la habían arreglado mis padres? ¿Habría sucedido en mi niñez, dado que no recordaba el tapial derrumbado en una parte? Y ahora que lo pensaba... ¿siempre había estado allí esa enredadera, cubriendo el arreglo de cemento?.
Dejé de podar la enredadera y cometí, lo que hoy considero, fue un error. Busqué el hacha y sin pensar en lo que me diría el vecino, comencé a golpear con fuerza en la zona gris del tapial, antes escondido por el verde frondoso de la enredadera.
Le di con fuerza, con los brazos tenzados. Le di una y otra vez. Al poco tiempo noté la primera grieta y el vigor con el que había podado un rato antes, se poderó otra vez de mi. La grieta convocó a otras y la pared de pronto pareció arañada, no solo golpeada por el hacha, sino también lacerada. Y de las grietas creí ver que manaba sangre y me dije, queriendo convencerme, que estaba loco.
Pero no lo estaba. La sangre cayó sobre la enredadera muerta, tiñéndola de un bordó sin vida. Me sobresalté, pero no por eso dejé de golpear el hacha. Una parte de revoque cayó, deshaciéndose las partes en polvo a medida que caían. Y lo que observé me asaltó como un fantasma, me paralizó por completo y el hacha cayó con fuerza, golpeándome. Dos pequeñas manos entrelazadas, con la piel seca, los huesos añejos sobresaliendo, opacos y sucios, pero sin embargo, goteando sangre, como si sus dueños recién hubiesen perecido.
Ahogué un grito de terror, me caí de espaldas y dejé que el pánico me dominara. Mi respiración de agitó, mi pulso aumentó y mi mente quiso huir pero algo la retuvo. Lo mismo que aún me retiene en sueños entre la delgada línea de la vida y de la muerte. Fue la imagen nítida y deslumbrante de esa cadena de oro sujeta a la muñeca del brazo de una de esas manos. La misma cadena de oro que tiene mis iniciales y luce desde hace más de treinta años en mi muñeca, el feliz regalo de mis padres para mi primera comunión, que hacía juego con la medalla del mismo color que le colgaron al cuello a mi hermana en aquella ocasión...
Me arrastré lejos del tapial, agobiado y asustado, con la espeluznante imagen frente a mis ojos. La tijera yacía a metros de donde había caída el hacha y ambas herramientas parecían sonreír bajo el cielo gris.
Retrocedí todo lo que pude, hasta que un hormigueo atacó mi cuerpo. La lucidez se disipaba nuevamente, como tantas otras veces. Me sumía al sopor de todos los días, al estado de muerto viviendo al que estoy acostumbrado. Lo corpóreo comenzó a desdibujarse como siempre ocurría, pero esta vez había algo diferente: había encontrado la pieza fundamental del rompecabezas.
Ahora ya reconozco la forma que debo armar. Y no lo niego: me espanta de solo pensarlo.

domingo, 11 de mayo de 2008

El difícil mundo de los negocios

Begonias, margaritas y alelies.
Las ordena en el camión, cuidando de no romper los cajones que guardan los plantines. Está sudado y cansado, con deseos de un vaso de agua y un par de horas a la sombra, lejos del viejo acoplado y de las órdenes de su patrón.
Tulipanes, zinias y malvones.
Más cajones, más fuerte el sol. Para antes de las cuatro Raúl, para antes de las cuatro... una y otra vez, como si se pudiera olvidar. ¿Furioso? No, era poco comparado con lo que sentía. Acaso Miguel lo estaba ayudando y mucho menos Rafael. Con seguridad, tirados de espaldas contra el viejo tronco, atacando entre mate y mate, con firmeza, una bolsa de bizcochos.
Jazmines, rosas y flor de liz.
Son las últimas flores a cargar. Cuando termina, ya no entra nada en el camión. Se saca la remera y se limpia el rostro. La enorme cicatriz que le cruza el pecho resplandece bajo la luz del sol. Antes de meterse en el depósito, sacude el cabello húmedo salpicando el piso sucio.
Pala, ganzúa y linterna.
Recibe de su jefe las cosas, junto a la orden de guardarlas lo más rápido posible. Lo hace y pregunta si llama a los demás. El patrón le hace saber que no será necesario, que se irán ellos dos solos. No lo entiende hasta que ve la tierra en la manos del otro y la sangre en el overol.
Arranque, acelerador y carretera.
El camión se pierde por el camino que sale hacia el pueblo, dejando atrás el vivero atracado. Verán el desorden, las macetas rotas, la galería destrozada y comprende que jamás sospecharán que debajo de tanta tierra desparramada, yacen dos malvivientes en los que ni él ni su patrón, por distintos motivos, pudieron confiar.

viernes, 9 de mayo de 2008

El almuerzo

El jardín siempre luminoso y la fresca sombra de los árboles adornándolo. Los chicos corretean por ahí, respirando un aire puro de cielo azul. Allá va Beba acarreando platos y cubiertos, haciendo malabares mientras cruza el caminito de piedra en dirección a los tablones que harán de mesa.
El abuelo José está en el parrillero, cuchillo en mano y hablando seguramente de política con el tío Adriano. Me fascina el atuendo de José: camisa a cuadros, de colores claros, bermuda por arriba del ombligo y ojotas verdes. Adriano en cambio, solemne como es su característica, de zapatos, pantalón de vestir y camisa de algodón.
Cerca de la higuera anda la tía Camelia. Hacía años que no la veía. Siempre tan frágil, de andar dubitativo, como si la próxima brisa la fuera a derribar. A su alrededor, volando en su triciclo, el Jacinto, el más chico de los hijos de mi hermano Martín. A él no lo veo, quizás esté en el quincho, ayudando con las ensaladas.
Sin trabajar, ya apostados en sus lugares de la mesa improvisada, Carlos, Manuel y Félix. Seguramente los correrá de un momento a otro la tía Ofelia, para colocar el mantel. Mientras, intentan arreglar el país con sus ideas. Susana pasa por al lado y sonríe cómplice. O una idea loca o un piropo ganador. Susana es mi prometida. Tan bonita. Va camino a la calle, despreocupada.
Están arribando más comensales. Veo bajar del coche a un elegante don Alfonso, el papá de Susana y a su nueva mujer, de la que confundo el nombre: Roxana o Romina. Puede que en realidad termine siendo Matilda, lo mismo da.
No veo a mis viejos y tampoco a mi hermana. Y no reconozco a un par de niños. Pero el detalle me tiene sin cuidado. En una familia numerosa, los críos no tienen nombre propio hasta que son adolescentes o bien, se mandan alguna macana digna de ser colocadas en un anecdotario.
Se siente el olor a asado en el aire, viajando sin destino y llevando envidia a las casas vecinas. No hay nada más envidiable un domingo al mediodía que sentir ese rico olorcito y saber que otro lo está haciendo.
El viejo José ya está dando vuelta los chorizos. No es de los que los pinchan. Tiene la teoría que así conservan mejor el sabor. Y al abuelo José, mejor es no discutirle. Por otra parte, sus asados han sido motivo de elogios toda la vida. Se le acerca Ofelia y con seguridad está intentando averiguar cuánto falta.
Es que ha visto llegar en otro vehículo a su hermana, es decir, a mi madre. La veo desde donde estoy, muy arreglada, hermosa como siempre. Mi padre le brinda el brazo, servicial y caballero como en sus años mozos, y ella desciende del auto. Del otro lado, baja mi hermana. Todos van de oscuro y reprocho el gusto inmediatamente: no es un día para oscuro, todo lo contrario.
Susana se acercó a recibirlos. Ella también es hermosa. En parte me recuerda a mamá, dos amantes de la elegancia. Mis dos coquetas favoritas, como suelo llamarlas. Susana y mamá se abrazan largamente y me parece ver lágrimas en los ojos de mi madre.
Me dijiro hacia ellos, con la idea de alcanzarlos antes que lleguen al quincho. Mi sobrino Raulito casi me atropella en su loca carrera hacia una pelota que alguien le arrojó lejos. Ni siquiera me pidió disculpas. Hijo de mi hermano tenía que ser.
Ahora que estoy más cerca confirmo que son lágrimas. Bueno, pienso, que será lo que hoy arruine tan hermoso mediodía. La tía Ofelia ya los alcanzó y también la abraza. Mi papá lleva ahora de la mano a mi hermana. Llevan en sus rostros tristes sonrisas de compromiso y ojos colorados, de un dolor reciente.
Estoy casi a tres metros y le guiño el ojo a mamá, pero no me ve, porque entra sin detenerse al quincho. Detrás van entrando Susana y Ofelia y cerrando el grupo, mi papá con mi hermana. Me llega clara la voz de papá, ronca y desgastada por el cigarrillo y los años, pero reveladora y mortal como una daga:
- Un año. Un año sin tu hermano, Caro. Dios mío, Caro, que eterna se hace la vida, que dura que es...
Y comprendo que eso negro que llega con la voz es la realidad y me dejo envolver. Y de a poco, aunque no lo quiero, los colores y el azul del cielo se van desdibujando, para teñirse de un gris opaco, el color de todos mis días, la neblina que me acompaña a diario en este no existir que en vida llamamos la muerte...

lunes, 5 de mayo de 2008

Siete y veintidós

Siete y once de la mañana, Angelina sale del garage de su casa manejando el Renault de su esposo. Todavía quedan vestigios de la noche, aunque no falta demasiado para que el sol se ponga en todo su explendor. Angelina sabe que está llegando tarde para recibir a su jefe en el aeropuerto y por esa razón acelera ni bien llega a la esquina de su calle.
Siete y once de la mañana, un nuevo día para Silvana que escucha con bronca como arranca sin problemas el motor de su viejo Peugeot. Piensa en las ganas de seguir durmiendo y en lo difícil de su ardua tarea de ser madre responsable y docente a la vez.
Siete y quince, un semáforo céntrico demora a Angelina más de la cuenta. Golpea con fuerza el volante, culpándose de no haber doblado dos calles antes. No solo llegaría tarde, sino que no podría dejar la correspondencia en el correo como le había prometido a su hermana.
Siete y quince, Silvana consulta su reloj y sabe que si bien cuenta con tiempo, a su directora le gusta que lleguen un rato antes para "ponerlas" al día. Menea la cabeza resignada y se da cuenta que un peatón confunde el movimiento con un gesto, apurando el tranco y cruzando la calle casi corriendo. La primera sonrisa del día, se dice.
Siete y veinte, Angelina cruza los dedos y aprieta cada más fuerte el acelerador. Los dedos cruzando son en deseo que no le pongan una multa; el pié al fondo, para intentar el milagro, no ya del correo, pero al menos el del aeropuerto. A esta altura, la palabra clave es justamente "milagro".
Siete y veinte, podría tomar por la avenida, pero a Silvana no le gusta la avenida en ese horario. Tránsito fluído, padres apurados por llevar a sus hijos al colegio y volar a los trabajos. Cómo cada día, dobla una calle antes y evita el caos cotidiano de la doble mano.
Siete y veintiuno, Angelina golpea el volante con fuerza porque el semáforo no cambia a verde y repite en voz baja una y otra vez, como poseída: "voy a llegar, voy a llegar, voy a llegar". Está a unos trescientos metros de la avenida y de allí todo derecho hasta el aeropuerto. Se cansa y cruza en rojo.
Siete y veintiuno, tarde o temprano Silvana sabe que tiene que llegar hasta la avenida, sencillamente porque allí está el colegio. Pero hay días que estaciona delante de la escuela y otra veces que guarda el auto en la cochera que está una cuadra antes. Hoy es un día de opción dos.
Siete y veintidós, el Renault parece una flecha y Angelina es un manojo de nervios. Sabe que a poco metros hay una escuela, pero eso tampoco la detiene. Silvana viene en su Peugeot, más atenta a la entrada de la cochera que a la calle. El encuentro de ambos vehículos es inminente.
El Renault, conducido ferozmente por Angelina, pasa a menos de cinco centímetros del Peugeot que conduce distraidamente Silvana. Los espejos retrovisores parecen besarse. Angelina no conoce a Silvana, ni Silvana a Angelina. Jamás tendrán la oportunidad. El auto de Angelina sigue de largo y dobla en la avenida, con rumbo al aeropuerto, a sabiendas que llegará tarde. Silvana aparca tranquilamente su coche, sin importarle el apuro de la directora.
Cuatro y veinticinco, el escritor es consciente que terminó tomándole cariño a los personajes, optando por salvarles la vida. Sabe que el relato ha fracasado y coloca punto final.

domingo, 4 de mayo de 2008

La Vieja Época

La Vieja Época comenzó extrañándose entre tanto cambio.

El control de su rumbo había perecido sin darse cuenta

entre saltos y desencuentros con el bienestar.

La carrera tornó la velocidad de un rayo sustancial

entre episodios desamparados y

nuevas expectativas delante de cada paso.

Multitudes insolentes de cortas esperas

atraparon el eje conductor por el riel de lo factible.

Confundió su pasado con su esencia,

olvidó su raíz del otro lado del perfume.

La Vieja Época se reconoció cuando sólo se recordaba

entre melancolías de reuniones solitarias.

Las riendas estaban ya demasiado lejos para alcanzarlas,

pero no quería comenzar de cero

una historia que no disponía de principio

más que su propia razón.

Y esa fue la palabra que necesitaba

para restaurarse, “la razón”.

Entendió por fin que nunca fue pasado

su necesidad de pertenecerse y que el tiempo

había sido viento conjugándola.

La Vieja Época ahora es

viajando en el transcurso,

aportando expectativas desde sus ramas,

como yemas de fresno,

para ampliar su curvada extensión,

sus años de vida.

sábado, 3 de mayo de 2008

La vieja

La vieja está cansada. Ha fregado de más durante muchos años y quiere acostarse a descansar. Le piden que aguante un poco más, que aún es temprano y el sol está en lo alto. Pero la vieja no quiere mirar al cielo, porque allí están varios de los que ama y no puede olvidar. No, les dice, quiero ir a descansar, por favor.
Pero la retienen un rato más, la convencen con promesas de que la van a ayudar y se queda. La tientan con cebar unos mates y allá va ella, resignada de su suerte, de su existir. Y qué tal unas tortas fritas, no vendrían mal unas tortas fritas. Y la vieja comienza a amasar.
La tarde es eterna y ella sola en su soledad, enjuagando lágrimas mientras quita telarañas con el plumero, trapea los pisos y zurce calzoncillos rotos. La llaman de afuera y le dicen que el otoño ha tendido su habitual manto de hojas y le dan la escobilla de metal y una lona grande. Qué quede lindo, le piden y se van a patear un rato. Y la vieja sueña con ser hoja y escaparse con el viento.
Pero solo escapan suspiros y nuevos dolores que se trepan a los anteriores. Su espalda ya parece una colina de tantos achaques superpuestos. Pero la vieja no puede parar, porque de ella depende el mundo. Y así las camisas están planchadas y dobladas en los cajones, las medias ordenadas sin equívoco y los zapatos brillando al pié de las camas.
De vez en cuando se mira las prendas y las nota remendadas hasta no poder, pero no se aflige, sabe que gracias a ellos los demás están bien vestidos y salen a la vida con elegancia. Total, ella si apenas sale para los mandados. Y de vez en cuando, viaja en colectivo al cementerio para llevar flores, que recogió del jardín, a sus seres del corazón, que ya no están. Y es allí dónde llora, porque sabe que nadie la ve. Porque allí solo hay paredes de concreto, insulsas, con apenas nombres grabados, sin vida, ausentes de la realidad.
Y vuelve. La vieja siempre vuelve, con sus achaques, su mirada tímida, su servilismo inmaculado. Y otra vez es el mismo día. La misma sinrazón de ser, existiendo para los demás, para que los demás existan, en un juego de palabras que no entiende ni quiere entender.
La vieja está cansada y quiere descansar. Pero le dicen que es temprano, que aún el mundo quiere girar. Y allí está ella, haciéndolo posible, sin chistar.
Y sin que nadie la vea llorar.

viernes, 2 de mayo de 2008

Amigos como ellos os deseo...

En los años locos todo puede suceder. Nada de esto es por demás de interesante, pero nos pasan cosas, acontecimientos que provocan la sonrisa a la vista de la pátina del tiempo.
Salíamos en barra, tanto valía la conquista de féminas como las vivencias con el grupo de amigos, podíamos sustituir una por otra, excepto con alguna poderosa razón de por medio.
Los boliches de Arroyo Seco nos eran menos hostiles que los de Villa y allí apuntábamos. El Tirsa nos traía y llevaba, pero a veces... a veces la barra por esos raros designios de los dioses se encaminaba a rumbos más aventurados, raros donde a la vuelta de la esquina la sorpresa y el asombro jugaban sus cartas.
Un viejo Kaiser Carabela nos llevaba a Cañada Rica a aventurarnos al Baile de los Conscriptos, despedida pueblerina para los desafortunados que eran llevados a la colimba.
Pero algunos de nosotros tenías otras intenciones-, mejor dicho, otra intención: tirarle los galgos a la Teresita, una agraciada niña de alguno de los pueblos de la región. Si hay baile -decían mis amigos más avezados- fija que está la Tere.
Pero estos pintorescos bailes tenían sus ritos -que yo desconocía- y algunos de mis amigos adoraban. Remataban tortas, para juntar unos mangos destinados alos conscriptos y hacíamos subir los precios y nos retirábamos a tiempo para que las viejas copetudas paguen fortunas. Nos hacíamos los simpáticos y, como no había gran cosa para ver, nos la dábamos de graciosos con la gente mayor. Al final compramos la última torta, que nos salió dos mangos, porque ya las viejas se aburrían. La pusimos en un asiento del Kaiser, para la vuelta.
Orquesta típica -yo, que siempre fui madera, esperaba las lentas-, corridos, pasodobles y ni siquiera la Tere para animar la noche. Cuando estaba por entrar la segunda orquesta apareció, de vestidito blanco. Los ojos de la barra se clavaron en ella despojándola de atuendos instantáneamente. La Teresita, muy modosita, se sentó con un par de amigas mayores y se daba el gusto de ignorar a los que cabeceaban invitándola. Cuando ya se hizo la interesante un rato concedió un par de temas a la muchachada.
Cuando la música bajaba preanunciado las lentas, se sentó, cruzando las piernas. El amontonamiento a unos metros de su mesa era una masa informe de acelerados pibes. Los cabezazos estaban por desnucar a más de uno y la Tere nada. Con Miguel y Filo apostamos a ver quién era el agraciado (entre cien) que la sacaba a la Tere. De pronto, se paró como aceptando. ¿A quién? Una vez en la vida tuve los reflejos más rápidos y me deslicé fluidamente entre los mamotretos que me rodeaban eludiendo los codazos de Filo y las trabas de Miguel. La Tere me sonrió... y a la pista. Ni Kempes ante los holandeses tuvo más gloria que yo. Bailaba apretado con la Tere mientras la jauría quería devorarnos a ambos por diferentes motivos.
La Tere, a la que todos juzgaban muda, me daba conversación, animada, y yo saludaba al Dante por algún círculo celeste. Ya planeaba cómo seguiría todo, hasta que sucedió lo otro. Filo y el Juanjo, que se decían mis amigos, me llamaban con gestos desesperados. Leía sus labios: Nos vamos. Yo hacía señas de esperen un cacho y los ignoraba mientras la Tere apoyaba la cabeza en mi hombro.
Unos minutos más y siento un toque decidido en el hombro izquierdo. El guacho de Miguel, ante la vista azorada de la Tere anunciando algo más o menos así: Señor, nos vamos, su chofer decide retirarse, ¿prefiere usted volver a pie?
Poco puedo explicar de la incineración a la que me vi sometido, saludé a la Tere como pude y apenas la solté, la barra me sacaba en andas hacia la puerta. No iba a ser más interesante bailar con la Tere que comernos la torta con un cajón de sidra helada que misteriosamente se había subido al Kaiser... y bueno, me dije, y creo que me mandé toda la Farruca de un tirón a la salud de los hijosderremilputas de mis amigos.