Le decían "Pinino", pero se llamaba Joaquín. Se creía un gigante, el rey de la cuadra, pero medía con suerte un metro cuarenta y apenas si tenía diez años.
Jugaba en la calle desde que tenía tres. Se escapaba por el garage, cuando su mamá no lo veía y se quedaba horas con los vecinos, mientras en su casa todos creían que dormía.
Aprendió de golpes y golpizas, de juegos y trampas, de amigos y enemigos, de nenes y grandes, de mentiras y verdades. El barrio estaba plagado de niños mayores y con ellos el aprendizaje estaba asegurado.
Para los ocho, se sentía el más malo de todos. Era el que gastaba las bromas pesadas a las niñas, el que se hacía dueño de la pelota, el que elegía a que jugar. Impartía justicia, castigando a placer. Imponía las reglas y decía lo que se debía hacer.
El "Pinino" era mandamás entre los niños. Los demás sin embargo no le temían, lo respetaban, que es algo muy distinto. Los nenes, claro. Las nenas del barrio intentaban no pasar por la vereda del "Pinino". Para los adultos, era un pícaro bárbaro.
En la esquina, una pequeña plaza era escenario todas las tardes de emotivos picados, guerras sin cuartel, persecuciones, manchas, escondidas... hasta que un buen día, al Federico le compraron la Play para el cumpleaños.
"Pinino" y unos más notaron que no estaban los de siempre. Además del Federico no veían al Pelusa, a Tito, Micha, López ni tampoco al Cabezón, a Veleta, Cosme, Kevin y pararon de contar. No daba ni para un picado de tres contra tres.
Qué pasa acá, se dijeron y se pusieron a investigar. A los quince minutos descubrieron en la casa del Federico a toda la barra que faltaba. Estaban meta gritos jugando a la Play cero kilómetro del dueño de casa.
Manga de huevones, vamos a la plaza, les gritó el "Pinino", pero nadie le dio importancia a sus palabras. Incluso se ganó un reto de la mamá de Federico, que justo llegaba al living cargando dos fuentes colmadas de bizcochitos dulces: "¡la boca Joaquín, dónde crees que estás!".
Y no solo fue el reto, perdió al resto de sus aliados. Eh, por qué no avisaron que venían para acá, dijo la Larva y junto al resto de los que venían de la plaza, se tiraron de cabeza entre la muchedumbre, ansiosos de sumarse a la lista de anotados para jugar.
Masticando bronca, el "Pinino" se quedó solo, mirando espaldas. Pegó media vuelta y se fue pegando un portazo. En el camino a su casa pateó el perro del viejo Fernández y arrancó dos margaritas del cantero de doña Funes. Pasó como un rayo delante de sus padres y se encerró en su cuarto.
No le abrió a nadie ni se dignó de ir a cenar cuando ya la luna resplandecía pálida en la noche. Trabó la puerta con llave y dos armarios. Resistió los gritos de sus padres y cuanto éstos se dieron por vencido y se acostaron, dio comienzo a lo que había estado maquinando en su cabeza durante las últimas horas.
Salió por la ventana, cuidando de no romper el silencio. Un par de perros ladraban a lo lejos, pero nada fuera de lo normal. Los grillos hacían todo el ruido que podían, pero era un sonido repetitivo y común, que a nadie alarmaría.
El cielo se había nublado hacía un rato largo y la ausencia de la claridad de la luna fue un aliado. Se movió sigiloso entre las sombras, con el alma oscura como un verdadero sanputa. Los ojos despedían fuego, como si fuese un diablo atrapado en el cuerpo de un niño.
Llegó hasta la casa de Federico y se obligó a morderse los labios y no insultarlo, al menos en voz alta. Sacó los fósforos del bolsillo del pantalón y se trepó al caño de desagüe. Con astucia y agilidad, subió al techo. Sabía lo que buscaba: el bidón de nafta que el papá de Federico siempre guardaba cerca del tanque de agua. Lo roció todo y sin perder tiempo en bajar, encendió un fósforo y lo arrojó al suelo. Todo a su alrededor ardió en un santiamén. Un espectáculo de fuego y placer.
Mamá lo despertó al amanecer. Sin los armarios haciendo tope, entrar no había sido ahora problema. Su mirada estaba acongojada y temía decir lo que él sabía que diría. Le tomó una mano y casi esquivando su mirada, empezó a contarle que algo muy feo le había pasado a un amiguito suyo, que no tuviera miedo, que era una historia fea pero que tenía que estar preparado. ¡Qué feo para un niño, pensaba mamá, tener que saber que estas cosas pueden llegar a pasar en el mundo en que vivimos! Y llorando, comenzó a hablar...
Carlitos
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Con once años son otros los horrores, efectivamente.
Jugar a las escondidas se podría considerar casi normal una tarde de
primavera; jugar en grupo, en la...
Hace 4 semanas
2 comentarios:
Hay cada pibito de hoy en día...
Muy lindo el relato, da un poco de cosquilleo la pérdida de inocencia.
chiquilín, pedazo de nuestra vida, corazón revuelto y embarrado, cargado de golpes y aventuras...
que buen relato y que grandes recuerdos...
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