sábado, 30 de mayo de 2009

El verdadero amor no es fácil de encontrar

Ismael era de los que estaban de acuerdo con el dicho que dice que cuando uno se quema con leche, ve una vaca y llora. Una persona que más que odiar, temía tropezar dos veces con la misma piedra. Razón suficiente para evitar todo aquello que alguna vez lo hubiese lastimado.
La soledad de Ismael, en parte, se le podía atribuir a ello. No era una persona tímida, que se escapara de la gente, al contrario. Sin embargo, a la hora de buscar el amor de su vida, en esta etapa de su vida, caminaba con paso cauteloso.
Es que Ismael, en su juventud, había sido un enamoradizo, de esos que se veían atrapado con la primera mujer que se les cruzaba. Y por todas, había sentido algo. Claro que no había durado con ninguna, siempre por un motivo diferente.
Cada ruptura (y fueron muchas) fue significando para Ismael, una anotación en su libreta de apuntes. En la misma apuntaba el nombre de la chica con la que había terminado y a partir de ese dato, a la hora de conocer a una nueva mujer que le gustara, la descartaba en forma automática si se llamaba igual que alguna de sus anteriores novias.
El método, quiéralo o no, le servía. Al menos, no se permitía de esta forma recordar a sus antiguos amores, por los cuales, sin dudas, algo sentía en un rinconcito de su corazón.
Claro que no era lo único que anotaba. También escribía de qué ciudad y provincia era. Aunque eso comenzó a hacerlo cuando notó que las santafesinas y cordobesas le traían más de un dolor de cabeza.
Un diálogo común en un boliche, para Ismael, podía ser así: Hola, cómo te llamás (mirada de reojo a la libreta), qué lindo nombre y ¿de dónde sos, se puede saber? (segunda mirada a las pequeñas páginas garabateadas con lapicera). Si los condicionantes eran superados, había charla, intercambio de sonrisas, tragos y si todo marchaba viento en popa, comenzaban a salir juntos.
Siendo Ismael tan meticuloso, las mujeres no le toleraban muchas cosas y sus particularidades, tan encantadoras al comienzo, terminaban convirtiéndose en un fastidio.
Ismael, que ya tenía tachada toda posibilidad de iniciar una relación con Marías, Susanas, Florencias, Mónicas, Andreas, entre algunos de los cientos de nombres anotados, detectó que
también ciertas similitudes llevaban al caos: las Silvanas eran tan histéricas como las Silvinas, por lo tanto, anotó los dos nombres y ante la duda, a las Silvias también.
Luego de un muy feo fin de semana con una Lorena, a la que le decían Lo, se dijo no querer saber nada con nombres femeninos que contengan la O. En términos geográficos, para esa altura, ya tenía en la lista de los NO, a quince provincias y de las restantes, por repetición de vocales o alusiones hechas por algunas de las damiselas de frustrado paso por su vida, a muchas las veía con recelo.
Su libreta se fue llenando estrepitosamente de anotaciones. Los nombres eran de los más variados, incluso había muchos extranjeros y otros de procedencia aborigen. Sucedía que Ismael vivía enamorándose, pero sus relaciones no pasaban de uno o dos días, e incluso estuvo el caso de Anahí, que duró cinco horas. Por supuesto, anotó el nombre.
Pero el día de su cumpleaños cuarenta, la vida lo encontró solo y triste. Sin otra compañía que la de sus padres y tíos, se refugió en su cuarto. Sacó la libreta y reflexionó sobre sus anotaciones. Cuando parecía que la tristeza lo iba a consumir, se dio cuenta de una revelación: la libreta no era solo una libreta, era el camino hacia su amor ideal, su media naranja, su alma gemela. Todas esas anotaciones, durante tantos años, eran la forma en la que el destino en conjunción con la vida iban descartando las opciones equívocas para alcanzar lo que todo hombre ha soñado alguna vez: el verdadero amor.
Ismael se encerró en su habitación tres días, pasando en limpio su libreta de apuntes, entusiasmado como si tuviera quince años. Su descubrimiento le había iluminado el corazón. Valiéndose de otros papeles, revisó nombre por nombre, ciudad por ciudad, provincia por provincia. El nombre que faltase, sería el de su amada. La ciudad y la provincia que no estuviesen, sería el lugar donde la encontraría. Descartó las ciudades con las vocales que le remitían a grandes amores que aún le estremecían el corazón, lo mismo hizo con las provincias.
Al tercer día, la puerta de su cuarto se abrió e Ismael salió sonriendo, con la respuesta a sus plegarias anotadas en un pequeño papelito, guardado en el bolsillo de camisa.
El papelito tenía escrito un nombre, una localidad y una provincia: Gertrudis, Cusi Cusi y Jujuy.
No perdió tiempo, llenó un bolso de ropa, se subió a su auto y emprendió el camino hacia el pequeño pueblito, bien al norte del país. No sabía ni como llegar ni como sería, solo tenía una certeza: allí vivía Gertrudis, la mujer de sus sueños, la que colmaría su corazón.
En el trayecto averiguó como llegar. Ya en tierra jujeña, la gente le hizo saber que Cusi Cusi era un pequeño pueblito de poco más de mil habitantes, ubicado muy cerca de Bolivia. Pero lo que más esperanza le dio, fue saber que Cusi Cusi en lengua quechua significa “lugar alegre y de buena suerte”.
Recorrió los últimos kilómetros con el corazón a punto de estallar de la emoción. Al llegar, el pueblo se le antojó demasiado pequeño, pero por un lado lo veía como una ventaja. Sería fácil dar con Gertrudis.
Estacionó el coche delante de una pequeña plaza y vio algunas casas, un lugar que indicaba ser el salón de la comisión municipal y un centro sanitario. Una pequeña capilla se erigía a una calle y ya antes había pasado por el frente de dos colegios. Pequeño, pero acogedor, pensó.
Se acercó a un par de lugareños y preguntó por Gestrudis, si alguien podía ser tan amable de indicarle dónde vivía. Los pueblerinos le hicieron gestos de desconocimiento. ¿Ella es familiar? ¿No le dijeron dónde encontrarla? ¿La llaman de alguna forma en especial? Nada, en lugar de respuestas, obtuvo preguntas.
Agradeció y en el salón de la comisión municipal pidió si le podían faciliar algún registro telefónico o mejor aún, un listado de los vecinos del pueblo. Le dijeron que apenas si había un teléfono semi público pero que se usaba más que nada para hablar afuera, ya que salvo algunos turistas e ingenieros agrónomos que trabajaban en la zona, en el pueblo se estilaba ir hasta la casa de alguien si se quería encontrarlo.
Preguntó entonces allí por Gertrudis. Pero nadie conocía a una tal Gertrudis. ¿Seguro que vive en Cusi Cusi? Si, seguro. Había revisado sus anotaciones durante tres días. Estaba más que seguro. Se estaba impacientando, no podía ser que nadie conociera a Gertrudis. Si hasta él sin saber como era, podía llegar a describirla.
De mal modo volvió a agradecer y salió fastidiado a la calle. Buscó un bar o algo para tomarse una cerveza, pero era temprano y no había nada abierto. Buscó el auto para irse. Unos chiquitos jugaban alrededor del mismo. Ya había subido cuando uno de ellos le golpeó tímidamente la ventanilla. Maldición, se dijo, seguro que quiere monedas.
Bajó la ventanilla, mientras buscaba en sus pantalones. Pero el niño no le pidió monedas. En cambio, le hizo una pregunta: ¿Usted señor es el que está buscando a una Gertrudis?
Los ojos de Ismael se iluminaron. A las apuradas se bajó del coche. ¿Dónde la puedo encontrar? ¿Dónde? le preguntó tomándolo de los hombros. Y el chico le dijo.
Pasó esa tarde por el lugar, antes de emprender el viaje de vuelta. Llevó flores. Unas rosas amarillas, hermosas, que vendían en un puesto sobre la ruta. Se acercó a una vieja lápida y allí vió grabado el nombre. El chico tenía razón. Allí en el cementerio de Cusi Cusi, había una Gertrudis, fallecida una década atrás. Se arrodilló y dejó la ofrenda. No pronunció palabra alguna.
Volvió en silencio, preguntándose si habría sido ella su verdadero amor. No quería pensar en que había perdido la oportunidad de su vida. No quiso pensar en nada. Tan solo, al parar en una estación de servicio a cargarle combustible al vehículo, se tomó un minuto para anotar el nombre que faltaba en su libreta.

viernes, 29 de mayo de 2009

Melancolía

Melancolía.
Mente en blanco,
tictaques sonoros,
algún gorjeo en la ventana.

Imágenes que se corporizan en la mente.
Recuerdos.
Ladrillitos que no encajan.
El cemento del olvido
rellenando los huecos.

Figuras que se asemejan desde lejos,
que difieren a la mano.
Rompecabezas incompletos.
Algún gorjeo en la ventana.

Respirar profundo, sentir el aire,
y con él la sombra de la muerte
tras la esquina.
Comprenderse, amarse lo necesario,
obligarse a dar, tender la mano.

Melancolía.
Soplar en un suspiro la pelusa,
las motas de polvo de ayer.
Una mano sobre el pecho
para contenerse.

Pensar a quién le puede importar
cuando algún gorjeo sigue
en la ventana.

Si una sonrisa amanece,
si un rostro cercano aflora,
si el asombro despunta,
acaricia la melancolía
el rostro y decide
que ya es hora de
dormir un poco más.

domingo, 24 de mayo de 2009

Solución mágica

La primera razón por la que no levantó el brazo, fue por miedo. La segunda, porque sabía que no podría hacerlo.
A su lado pasó Ismael, inflando el pecho, mirando de reojo a toda la clase. Se paró al lado del profesor. Y recitó la poesía con seguridad, sin equivocarse en una sola letra. Su voz resonaba en la quietud del aula y llegaba a sus oídos de forma lacerante.
Se reprochaba no haber sido él quién estuviese allí, delante de todos, la poesía saliendo de su boca, impulsada por el corazón, el anhelo, su amor por Rocío.
Sin embargo, ahí estaba Ismael recibiendo los aplausos, las felicitaciones del profesor y lo peor de todo, el beso de Rocío, sentada en la primera fila, embelesada por la ternura del poema.
Y no aguantó más tanta humillación, de un salto subió a su pupitre y gritó a todo pulmón: "Rocío, te amo!!!". La clase entera comenzó a reír. Miró hacia abajo y se dió cuenta que estaba en calzoncillos.
Se despertó sobresaltado. Se miró las piernas, pero estaban cubiertas por las sábanas. Había sido una pesadilla. El corazón le latía con fuerza. Mientras intentaba volver a dormirse, se decía "esto nunca pasará, esto nunca pasará".
Al otro día, mientras cruzaban el río en bote para llegar a la escuela de la isla junto a los demás chicos, empujó a Ismael al agua, sin que nadie se diera cuenta. Ahora si, nunca pasaría.

jueves, 21 de mayo de 2009

Walking Class Hero

José caminaba entre los días.
Sin conocer el cómo ni el porqué, él salía una mañana de Lunes del portal de su casa, y regresaba un Jueves por la noche.
Nunca llegó a comprender el sentido de aquellos extraños sucesos. Nunca supo con certeza cuando comenzaron.
Sólo recordaba aquella mañana primaveral de 1991 en la que se dirigía al mercado del barrio y regresó cuatro meses después a su casa, ante la mirada absorta de su madre que le reclamaba la bolsa de verduras que le había encargado (y por supuesto el dinero destinado a la compra).
Cuando estos viajes sucedían, José notaba que se perdía en mundos paralelos que se podían cruzar de una vereda a la otra. La línea que separaba los días y sus horas era tan delgada y frágil que él no podía resistir la tentación de cruzarla.
Así fue como un caluroso miércoles de Agosto decidió saltarse algunos días a mayor velocidad. Era una prueba arriesgada y eso lo motivaba en cierta forma.
Se peinó cuidadosamente frente al espejo de su habitación y luego de tomarse un café junto a su hermano menor, se dirigió apresuradamente al portal del edificio.
Una vez fuera comenzó su caminata mientras notaba como los colores iban despareciendo. De repente un perro ladraba y en un abrir y cerrar de ojos ese perro ya no se encontraba en su lugar. Una radio sonaba estrepitosamente a lo lejos y de repente el silencio era abrumador.
José comprendió que el viaje había comenzado.
Quizás era lunes, quizás era Noviembre. En definitiva, José conocía los riesgos y sin dudarlo comenzó a correr sin sentido por los días y las calles que se le iban presentando.

Así estuvo horas, o minutos; o quizás años....

No lo sabía ni él ni nadie de su entorno. Algunos notaron su ausencia, otros ni se percataron.
Una mañana de Abril nuestro viajero se detuvo en un esquina de alguna ciudad desconocida. Se acercó al puesto de diarios y se tapó los ojos con la mano para no ver la fecha que figuraba en la cabecera de los periódicos (nosotros la sabemos). Muy gentilmente le solicitó al dependiente que le recomendara alguna buena historieta para leer mientras realizaba un largo viaje.
El joven encargado del puesto escuchó a José y se acercó con un libro en la mano. Luego de mirarlo detenidamente - casi reconociéndolo - envolvió un libro en papel de diario y le regaló aquella edición de tapas duras de "El Eternauta", con la única condición de que comenzara a leerlo dos días antes de que llegara a ese puesto de revistas.

martes, 19 de mayo de 2009

Un peso menos

Jaime compró una balanza. Nada oneroso, una simple balanza de piso, de tamaño reducido, fácil de guardar y también de transportar. Eso si, no tenía agujas, era moderna, con una pequeña pantallita de cuarzo.
No era un obsesionado por el peso, tan solo fue un impulso. La ubicó en un rincón de su cuarto, en su pequeña casa.
Vivía solo, casi no recibía visitas y la tristeza de sus días tendrían, pensó sin coherencia alguna, un matiz diferente sabiendo su peso. No fue un pensamiento que pasaría a la inmortalidad ni mucho menos, pero vino de regalo con el impulso y lo aceptó como tal.
La primera vez que la usó, la pantalla le indicó sin tapujos: 25 años.
Epa, dijo Jaime en voz alta. ¿Puede saber mi edad?
Se bajó dando un paso atrás y volvió a subirse, casi dudando.
La pantallita devolvió: Te gusta Anabella.
Jaimé pegó un brinco y casi cae al suelo del susto. Efectivamente, le gustaba Anabella. ¿Pero cómo podía la balanza saber acaso la existencia de Anabella? Por otra parte, que le gustara Anabella era algo muy personal, jamás lo había comentado ni expresado y menos, mucho menos, se lo había hecho saber a Anabella, la hermosa peliroja que atendía el kiosco de la esquina del supermercado donde trabajaba.
Se sentó en la cama y desde una distancia prudente observó a su balanza durante más de una hora. Se le iba a hacer tarde para el trabajo, lo sabía, pero estaba preocupado e intrigado. Se decidió. Se puso de pie, con valentía. Avanzó sin miedo. Se detuvo a centímetros de la balanza. Respiró hondo y subió.
La pantallita: Tienes cáncer.
Jaime tragó saliva. Sintió un nudo en la garganta.
Eso no lo sabía. Ni siquiera lo dudó.
Esa mañana no fue a trabajar. Embaló en su caja la balanza y la arrojó a la basura. Tampoco fue a trabajar al día siguiente. En su lugar fue al kiosco de la esquina del supermercado donde solía ir a trabajar, a pedirle matrimonio a la mujer que amaba. Total, no tenía nada que perder.

lunes, 18 de mayo de 2009

Supremos designios para Rosa y Roque


Todos por acá conocen la macabra historia de Roque y Rosa. Pero todos callan. Sé que callan.

Yo no callaré, sea este escrito mi último testimonio que dé cuenta de esta aciaga leyenda si soy alcanzado por alguna maldición o no soy digno de perdurar viviendo. O sencillamente, valga por si me vuelvo loco. No callaré.

El despecho, el amor, el desencuentro de la pasión con los designios escritos para nosotros. Temas antiguos de grandes novelas y majestuosas óperas. No era él digno de la más bella rosa que refulgía asaeteando vapores en el estío que ya se enseñoreaba. La ciudad apenas asomaba adormilada bajo el peso de un sol opresivo.

Ella se entregaba sumisa al sidéreo artista que cubría su piel con lenguas de cobre sudorosas. Él, dedicado a los cuidados de la casa de sus tíos, la quiso para sí. Fútil intento de contar toda la historia, su sed bestial, su acoso, su carga impura, describir la figura de Rosa, anhelada hasta el hastío, hasta el llanto, hasta sangrar las palmas por propia mano.

El día en que desaparecieron, el día en que ella lo siguió antes de arrumbarse en el olvido, el día en que decidió que sin Roque no era Rosa tuvieron su cénit, su gloria, su sueño. Pero él no era digno, ella se había envilecido y yo el encargado de manifestar a la ciudad toda que los designios del supremo serían cumplidos al precio que fuere.

Sí, tuve que matarlos. Ella mereció ver agonizar a su deshonroso Roque. Él, colgado de cualquier resuello que no sea el último, obtuvo la contemplación de la escena deslumbrante de mi total posesión de su amada. Así fue. Porque si el supremo lo dice, la orden se cumple. Pero tonto no soy y menos capaz de dejarme no permitir marchitar yo mismo el capullo floreciente.

Pero el supremo da órdenes, imperante nos dice cómo y por qué vivir. Nos lo han transmitido sus voceros a lo largo de los años de esta perdida ciudad. Estos días sus voceros ya no me visitan ni me hablan, siento que el supremo me abandona, que quedo a merced de sus lacayos y aquí los espero, sin callar, dejando en este legado mi sospecha de que me han mentido... de que el supremo o sus infames lacayos como yo fui crearon este infierno donde me tocó ser verdugo.

O tal vez, cómo intuirlo, los amantes merecieron su destino porque el amor, esa maldita enfermedad, trangrede todas las normas que han permitido a nuestra sociedad su correcto funcionamiento. Y sólo el castigo, proporcional a la culpa, corrige.

viernes, 15 de mayo de 2009

Motorcycle Emptiness

Cuando Ian entró de sorpresa en la farmacia del barrio sabía lo que estaba buscando. El sudor corría por su frente delatando cierta presión agobiante por el entorno que se le presentaba.
Tras el grito de "¡todos al suelo!", y después de haber asegurado la puerta del local, se acercó lentamente a la caja con toda la intención de llevarse el total de la recaudación.
Bajo el mostrador se encontraba escondida a Susan, una joven procedente de Gales con los ojos más oscuros que Ian había visto en el mundo.
Sin decirle nada y tan sólo moviendo sus manos, le indicó que se levantara y abriera el cajón, del que sólo ella tenía llaves, para poder llevarse su botín.
Susan aceptó el encargo temblorosa, mientras fuera del local el alboroto de los transeúntes comenzaba a llamar la atención del policía apostado en la otra calle.
Cuando ella abrió el cajón notó como las manos de aquel joven temblaban frente a sus profundos ojos. Sin pensarlo ni un minuto Susan le acarició la mano derecha y le pidió que se calmara, que todo saldría bien.
Fue ahí cuando Susan tomó todo el dinero y lo depositó en su bolso, se quitó el maldito uniforme de farmaceútica que tanto odiaba, se pintó los labios de un color rojo salvaje y partió hacia el parking trasero del local para poner en marcha su Rapom V8 color negra.

Luego de unos segundos todo volvió a su aparente normalidad, la única diferencia era que Ian y Susan corrían a toda velocidad por la carretera con destino a London.
Es que esa noche tocaban los Manic Street Preachers y ellos ya tenían el dinero para las entradas...

jueves, 14 de mayo de 2009

Ausencia de sangre

Primer acto: Elena, de espaldas al público, tarareando una canción mientras pica zanahorias y cebollas en una tabla de madera.

Segundo acto: Elena, colocando todas las verduras ya picadas dentro de una cacerola, para luego llevarla al fuego. Sigue tarareando una cálida y pegadiza melodía.

Tercer acto: Elena, espera sentada a la mesa que las verduras se hiervan. Suena el teléfono en otra habitación. Elena se levanta, sale por una puerta y abandona la escena.

Se baja el telón.

La obra fue un fracaso. La culpa fue de Juan Gabriel, qué debido a su pánico escénico no se atrevió a entrar al escenario en forma sigilosa y acuchillar a Elena, como estaba previsto.

martes, 12 de mayo de 2009

Los extraños casos de familias que desaparecen

La policía investigó los extraños casos de familias desaparecidas durante mucho tiempo. Invirtió tiempo, personal, análisis en laboratorios, consultas a otros entes policiales internacionales, pero se vio vacío de resultados positivos.
Las familias desaparecían de sus hogares sin dejar una sola pista. En los primeros casos, se sospechaba de otros parientes, pero al sucederse los casos, cayó de maduro que era obra de un mismo hombre o en su defecto, de un mismo grupo de hombres.
Desorientados, fueron acumulando archivos tras archivos, encarpetando pruebas y remitiendo cajas y cajas de objetos para ser analizados a los laboratorios designados.
Tomaron nota de todos los movimientos de los desaparecidos, tras horas y horas de entrevistas a vecinos, conocidos y parientes.
El caso, sin embargo, parecía hundirse en el más profundo de los oceános. Estaban varados en medio de una turbulenta tormenta de incertidumbre, en tanto los medios reclamaban por la resolución del misterio.
El último caso registrado tenía una diferencia de tres años con el primero que se había dado, todos en un radio de cien kilómetros, abarcando el área a varias ciudades. Tras ese último caso, el de la familia Van Hobben (matrimonio, dos niños de cinco y siete años de edad respectivamente y una anciana de noventa años), no hubo nuevos reportes.
La investigación se extendió unos meses más después de los Van Hobben. Las desapariciones fueron archivadas, temiendo la policía que quedara como un mito moderno, un hecho con un aura sobrenatural.
Tiempo después, un oficial novato, relacionó la desaparición de un plomero de la zona con la misma fecha que se había dado el caso Van Hobben. Le llevó la inquietud a sus superiores, pero debido al aura de misterio que rodeaba al famoso caso, omitieron su reporte.
Decidió investigar por si solo. Fue hasta la última casa. Inspeccionó cada rincón, sin obtener nada. Volvió a su casa, ya de noche. Resignado estaba a punto de acostarse cuando se dio cuenta lo estúpido que había sido. No aguardó al otro día, salió presuroso hasta la casa de la familia Van Hobben. Marchó a pié.
"Todas las casas tenían cloacas, todas las casas tenían cloacas" se iba diciendo mientras recorría la última cuadra. Entró a la casa, fue hasta una de las tapas del desagüe y la abrió. Las cañerías eran grandes. Encendió una linterna y con esfuerzo, se metió en la misma. Cabía ajustadamente y arrastrándose, fue avanzando siguiendo el punto de luz que su linterna iluminaba más adelante.
No sabía cuánto había recorrido, porque lo hacía lentamente, cuando vio a unos metros una bola enorme de tela. A medida que se acercaba, la poca luz le devolvió otra realidad. La tela era ropa, y cubierto por la ropa, había un cuerpo. Lo que creyó que era olor propio de la cloaca, supo de inmediato que era putrefacción.
Le estaba faltando el aire, pero siguió adelante hasta llegar al cuerpo. Esperaba encontrarse con Eduardo Van Hobben, puesto que la ropa era de hombre, pero en su lugar encontró al plomero desaparecido. Quiso moverlo, pero se dio cuenta que estaba encajado. No dudó en que así había muerto. Solo quería sacarse de encima otra sospecha antes de emprender el regreso y volver con refuerzos.
Tironeó hasta quedar exhausto, pero logró mover el cuerpo obeso del plomero y pasar por un lado. Quería ver lo que sospechaba. Era esa imagen la que le permitía seguir adelante allí abajo, en un espacio reducido, donde apenas podía moverse, casi sin aire. Y esa imagen estaba allí. La familia Van Hobben a pleno. Todos muertos, con bolsas de nylon transparentes en sus cabezas.
No supo como, pero el obeso cadáver en descomposición del plomero se le vino encima. Cayó con fuerzas sobre sus piernas, atrapándolo debajo. Lo intentó todo, pero no tenía espacio para moverse ni le quedaban fuerzas para seguir luchando.
Gritó con la poca energía que le quedaba, pero era en vano. Nadie lo oiría. Podía imaginarse a las demá familias enterradas en sus propias cloacas, despidiendo un olor nauseabundo que se perdía en la misma atmósfera del lugar. Comprendía el horror de esas imágenes, porque era protagonista de la misma situación. Su angustia fue mitigando a medida que las horas avanzaron y el sopor se hizo inevitable. A la larga, su cuerpo tendría decenas de razones para dejar de responder. Su mente, se despedía en ese mismo momento.
Dos días después el joven oficial fue dado oficialmente como desaparecido. Debido a que se sabía que había estado investigando por su cuenta el caso de las desapariciones, consideraron al mismo como de mala suerte y fue archivado en forma definitiva. Nunca se resolvió. Jamás se dieron explicaciones. La prensa fue muy dura con el organismo policial. Tituló con énfasis, recriminando: "Otros crímenes sin solución que terminan en las cloacas".

domingo, 10 de mayo de 2009

Recuadros

No recuerdo nada más de mí que una fuerte sensación de deseo.
El pasado quedó sepultado en la colección de imágenes perdidas o abandonadas, aunque todavía no puedo desvincularme de algunas fotos que llevan recorriendo conmigo miles y miles de km. Entonces, son presente.
Llevo reflexionando estas palabras todo el tiempo que tengo ganas de escribir. Salen de mi boca como por medio de un tamizador emocional y nunca es lo que quiero decir. Esta vez cayeron con esta forma, debido al latido en el tren (un recuadro haciéndose con velocidad de segundos, latiendo en las paredes del vagón, un espejo latiendo casi imperceptible).

El sonido divino

El silbato. El sonido agrio y lascivo, que despierta la ira o las pasiones. Lo aguardo ansioso, mientras me aislo de todos y me concentro en la responsabilidad que pesa sobre mi espalda, la chance divina, la oportunidad histórica.
La tribuna hace añicos al silencio, retumban los tambores, los gritos inconscientes de la pasión, los improperios propios alentando, los insultos bárbaros resgarrando la fe enemiga, el cántico desentonado pero férreo y masivo de mil gargantas.
Y yo delante del arquero, a solo once pasos de su meta, jugando a ser Dios en una tarde decisiva, confundiendo con la mirada, con el porte sereno de un cazador, la manos en asa sobre la cintura y el temple guerrero oculto detrás de la imagen calma, aguardando la orden, el pitido del hombre de negro, el verdugo de turno, la ley siempre injusta en cuya balanza descansa incómoda la verdad de un campeonato.
Se que me miran, mis compañeros rezando por un gol que nos lleve a la gloria, los rivales pergeñando maleficios indecibles y en las hinchadas, mientras las banderas se agitan, corean mi nombre, unos con amor, otros con odio y a la vez temor. Reconozco el miedo en esas voces, lo veo presente en el rostro del portero, angustiado de no poder predecir el lado, de no saber dónde arrojar su suerte.
La brisa me trae aire fresco, me deleita el alma, me reafirma la confianza; lleva consigo cientos de papelitos y me imagino muchos más en el festejo, en la celebración, en la vuelta olímpica. Ya veo los diarios, los enormes titulares... solo espero el silbato, el sonido divino, la orden crucial, el momento de...

¡¡¡Prrrrrr Prrrrrrrrr!!!

- ¡Amarilla señor, por demorar! ¡Y no proteste! Patee de una buena vez o le saco otra tarjeta y se va de la cancha.

Y me sacó, me desconcentró, y claro, con tanto ruido no escuché la primera vez que dio la orden. Cómo corno lo iba a escuchar con tremendo batifondo. Corrí resignado a la pelota y la mandé a la tribuna. Me putearon como loco, terminó el partido, empatamos, quedamos segundo a dos puntos y me cancelaron el contrato. Qué hinchada boluda, mirá que hacer tremendo batifondo justo...

viernes, 8 de mayo de 2009

La deuda

Dieciocho años le llevó a Evaristo cobrarse la deuda de don Manuel. Fue un préstamo de dinero, buena pasta. Don Manuel había sido papá: Margarita. Su mujer, Carmen, quería una cuna nueva, ropa y una habitación para la niña.
No tenían un mal pasar económico, aunque lo que traía Don Manuel a su hogar como conserje de hotel no alcanzaba para todo. Pero Carmen insistió.
Ante el pedido de su mujer, no le quedó más remedio. Don Manuel había hecho cálculos y estimaba que en un año, habría devuelto todo el dinero. Recurrió entonces a Evaristo.
Recibió el dinero, compró la cuna, ropa y contrató a dos albañiles para edificar una habitación más. La misma estuvo terminada en un mes y medio.
Sin embargo, no iba a ser un buen año. El hotel al poco tiempo se declaró en quiebra y el dinero que pudo rescatar lo guardó para mantener a su familia. Apenas alcanzó para cuatro meses, el tiempo exacto que le demandó conseguir un nuevo empleo, como portero de un edificio.
La paga no era buena, pero el pan podía llegar a la mesa. Carmen buscó también trabajo, pero su tamaño enorme y su habilidad inexistente para tarea alguna la privaron de tener suerte. Don Manuel se fue ingeniando con el tiempo para conseguir dinero. Portero, luego jardinero, en un breve lapso pintor, también carpintero.
Sus habilidades camaleónicas permitieron la subsistencia, pero era consciente que le debía mucho dinero a Evaristo, que de manera religiosa, lo visitaba todos los meses.
Los años fueron pasando y la deuda seguía en pié. Una tarde de agosto, Evaristo golpeó la puerta como de costumbre. Salió Manuel presuroso, buscando las palabras adecuadas. Pero se topó en la puerta con su acreedor, de la mano de Margarita.
- Don Manuel, debo informarle que nuestra deuda ya no tiene lugar. Me he enamorado de su Margarita y hemos decidido irnos de la ciudad juntos. La cuidaré como a una hija.
No le dio tiempo a nada. Don Manuel quedó pensativo, buscando una excusa para cuando Carmen le preguntara por Margarita.

jueves, 7 de mayo de 2009

La paz del mar

La letanía de las olas, el graznido de las gaviotas, la soledad de la playa.
El viento calmo, la armonía de las pocas nubes surcando el cielo. La paz.
La sensación de íntima relación con el mundo, la caricia suave de la arena, el roce justo de la brisa, la cálida quemazón del sol.
La infinita calma que precede a la tormenta... así de irónicos son los pensamientos de Joaquín, abandonado por su agresor a la orilla del mar, desangrándose bajo el astro rey, en el comienzo de un nuevo día de verano...

martes, 5 de mayo de 2009

Sobre la muerte y los colores pálidos

No recuerdo nada más triste que el verde pálido del pasillo externo del quirófano. Es un verde descolorido, carente de vida, un presagio horrible, un sueño oscuro, una pesadilla próxima. Se ahonda más el sentimiento en la interminable espera, la consulta continua al reloj cuyas manecillas no parecen avanzar.
Los sonidos aquietados, el aire inerte, el silencio de todos, complotan con la angustia, los recuerdos inevitables y las ganas de llorar. Y las miradas se hacen esquivas, se ocultan los ojos llorosos, se evitan los lamentos, se apacigua el querer gritar a viva voz, de bronca, de dolor.
El corazón se mueve en un incesante bombeo, acelerado, preocupado. No podemos dejar de pensar, de hacer conjeturas, de barajar posibilidades. Parecemos estatuas, pero estamos a mil, aunque parezca imposible. En la antesala de la muerte (o el milagro) todo puede pasar.
El dolor no se mitiga, pero se combate, internamente, en solitario, odiando a todo y a todos, en la negligencia inevitable que nos movemos en los momentos malos. Pero el maldito color verde no ayuda, no señor. Al contrario, lo vuelve todo más verde, más doloroso, más irreal.
Me levantó furioso, fastidiado, ya sin ocultar las lágrimas y me lanzó contra la pared del pasillo, la pateo con fuerza, con bronca, con sangre, sin piedad, destrozo los nudillos en su piel dura e impacable, en su rostro frío e impávido, que sonríe silencioso ante las penas ajenas. Siento que me arrastran, me llevan lejos, alguien pide silencio, gente de seguridad me saca del sector y no me importa, soy un solo llanto que quiere no existir, que se ha cansado de sufrir...
Alguien me abraza y es ella, la persona que amo. Me dice que todo va a salir bien, que no me preocupe, que me calme, que tenga fe... pero no le creo. He visto a la muerte en esa pared . Quizás no sea hoy, pero volverá, lo se , porque así está escrito. Y en esa certeza, he enterrado mis esperanzas envueltas en miedo, pánico y locura. Y con esa certeza, se muy bien, debo seguir viviendo.

sábado, 2 de mayo de 2009

Galileo, fígaro V (Any way the wind blows...)


1633: - Virginia, hija, déjame unos momentos con este bambino que ha traído Torricelli por aquí. Si vienen a buscarme para presentarme ante el Santo Oficio dile que esperen.
...
- Ven, Vincenzo. ¿Juegas con bolitas de porcelana? ¿Me prestarías una?
- Pero después me la devuelve...
- Sí, pequeño. Si juegas con bolitas en la tierra, ¿cuán lejos la puedes arrojar?
- Así, mire.
- Faaaa, casi hasta el final del jardín. Ven, probemos dentro de la catedral.
- ¡Señor Galileo! ¡Llegó hasta el altar! ¡Muchísimo más lejos!
- ¿A qué te parece que se debe eso?
- A que en la tierra se frena porque es rugosa y el piso de la catedral está encerado...
- ¿Y si nada se opusiera?
- Seguiría para siempre, creo.
- ¡Bravo, Vincenzo! Eres más inteligente que muchos doctos...
- ¡Papá! ¡El Santo Oficio espera y tú jugando a las bolitas!
- ¿Que más da, hija? Nada importa ya. Salvo Vincenzo Viviani y su mente libre de prejuicios...

22 de junio de 1633: - Galileo, has desobedecido la orden de la santa iglesia de no enseñar ideas opuestas a la fe. Has vulnerado el edicto de 1616. Has interpretado las escrituras a tu modo, un modo ajeno a la tradición. Eres reo de tortura. Ya lo dijo el Cardenal Bellarmino, si vas muy lejos, pediremos cuenta de tus actos.
- Ya lo creo...
- Silencio. Esta es tu condena. Pronunciarás y firmarás la abjuración que hemos escrito para tí. Arrodíllate.
- (Un Galilei nunca se retracta) Sí...

1637: - Señor Galileo, escribiendo de nuevo, casi no ha hecho otra cosa desde la muerte de su hija.
- Debo apurarme, no veo ya de un ojo.
- Pero, la Inquisición...
- La Inquisición me ha condenado a prisión perpetua y mi amigo, ¡ja! el papa -que nombró cardenales con privilegios a todos sus sobrinos- la conmutó por prisión domiciliaria. Aquí en esta lujosa villa de Arcetri tengo mi cárcel, por suerte me han permitido traer mis instrumentos.
- ¿Y se puede saber qué escribe?
- Otro diálogo, esta vez sobre Dos Nuevas Ciencias. Y lo enviaré a Holanda, debe llegar a mano de Descartes.
- ¿Ese cobarde que se escondió allí para evitar la Inquisición?
- En Holanda hay libertad, puedes escribir y publicar lo que te parezca, sin censura. ¿En qué otro lugar sucede eso?
- ¿No tiene miedo?
- ¿Acaso piensan que pueden apedrearme y escupirme en la cara? ¿Acaso piensan que pueden amarme y después dejarme morir?
- No entiendo...
- No soy Sócrates, para beber la cicuta y callar de una vez. Debo seguir hablando. Debo seguir escribiendo. No soy Jesús, que pueda ofrecerme por el amor del padre. No soy ese Don Quijote, andante caballero loco, capaz de estropearse una y otra vez confundiendo ventas con castillos y rústicos con nobles. No soy Romeo, que va a morir creyendo que su vida termina con la pérdida de Julieta. No. Julieta no está muerta y yo puedo hablar, escribir y ver un poco aún. Sólo soy un lúcido cobarde que ofrece su hombro para que al treparse otros vean más lejos...

Enero 1642: - Galileo. ¿Puedes oírme?
- Claro que sí, santidad, y disculpe que no me arrodille. No veo y mis setenta y ocho años me lo impiden. ¿Me condenarán por esto?
- No seas tonto, a mis setenta y cuatro, yo tampoco. Quiero decirte algo. Tu libro ha llegado a Roma.
- Sonamos...
- No te preocupes, hay demasiados problemas. Europa está en guerra, Richelieu hace de las suyas en Francia y se une a Holanda y Suecia. Los Habsburgos acechan. Los aliados de ayer son enemigos de hoy. No se puede confiar en nadie.
- Nada ha cambiado entonces.
- Pero tu libro circula libremente.
- ¿Libremente? ¿Y cómo es eso?
- Viejo ciego y cabeza dura. Te las has arreglado para que llegue a la imprenta de Leyden sin moverte desde aquí. A mí me rodean mis sobrinos y mi corte de favoritos, pero no puedo confiar en nadie, como he dicho.
- Santidad, Maffeo, amigo. No pude conservar mi libertad ni obtenerla en mis últimos días. Pero conservo amigos que estarán a mi lado el día en que entregue mi espíritu al Dios que has creído defender...


Notas:
1633: Conminado por el papa a presentarse ante el Santo Oficio, Galileo hace oído sordos en principio y cede ante la amenaza de ser llevado encadenado.
El 22 de junio se dicta la condena y Galileo firma su abjuración en la que figuraba su retractación y negación de las teorías que defendía ante el tribunal del Santo Oficio. La famosa frase "Eppur si muove" (Sin embargo se mueve) aparece por primera vez en comentarios ingleses unos cien años después. En pocos días enferma y muere su hija Virginia, que había tomado los votos como María Celeste en homenaje a la afición de su padre por el estudio del cielo. Galileo intenta superar el dolor escribiendo.

1637: Al comenzar a perder la vista se apura a terminar su gran obra Discurso sobre dos nuevas ciencias, considerada la piedra fundamental de la ciencia moderna al sentar las bases físicas y matemáticas del análisis del movimiento. En 1938 llegan los manuscritos a la famosa imprenta de Leyden.

1642: Galileo muere en Arcetri, la villa de las afueras de Florencia donde cumplía arresto el 8 de enero, rodeado de Evangelista Torricelli, Vincenzo Viviani -dos discipulos que hicieron historia- y sus amigos. La visita del papa la inventé para cerrar la historia porque no se me ocurría nada.

Disculpen lo poco jocosa que se fue poniendo, sufridos lectores, tiene que ver con cosas que me produce esta historia...