jueves, 29 de octubre de 2009

Alta mar

La miré de reojo, casi poniéndome colorado. Era linda. Muy linda. Estaba apoyada en la baranda del barco, mirando hacia el horizonte. Sostenía en la mano un libro, muy pequeño, del que quise imaginar, era una novela de amor.
En algún momento se dio cuenta que la observaba y miró hacia donde estaba. No supe que hacer y reaccioné como un imbécil, quitando la mirada despavorido, dejando bien en descubierto que realmente la estaba observando.
De reojo aún, porque mi vergüenza estaba en su grado pico, me di cuenta que estaba sonriendo. ¡Qué hermosa sonrisa! Con su boca desplegada ante la brisa, sin ocultar sus dientes, radiante el rostro, auténtica la mirada.
Y su vista se había anclado en mí. Sentí como si una fuerza volcánica me arrastraba hacia el cielo y tuve que contenerme, asiéndome de la baranda de metal.
El sonido del mar de golpe se convirtió en una melodía y sobre ella danzábamos los dos, por más que fuera a través de nuestras miradas. En ese minuto intenso, ví sus ojos verdes y ellas los míos café.
Luego cada barco siguió su curso y nosotros, casuales pasajeros con destinos diferentes, no volvimos a vernos nunca jamás.

domingo, 25 de octubre de 2009

Ticket to ride


Él la miraba fijamente. Ella sonreía y con leves movimientos de cabeza desafiaba la porfía del viento de la tarde que se atrevía con bravura a trazar en su rostro sutiles vendas con jirones de sus cabellos.

Él intentaba también sonreír. Ella ocultaba el mundo bajo sus pestañas y una cadenita bajo su pañuelo de seda.

Él lo intuía. Ella lo sabía. Lo había madurado largas noches, duermevelas interminables con ojos fijos en las rendijas del ventanal.

Él contorneaba su rostro con caricias de ojos. Ella acariciaba el filo de un papel. Lo dejaba correr bajo sus largas uñas sintiendo, gozando, el seductor dolor nuevo y lacerante, para contenerse.

Él imploraba sin palabras. Ella imploraba con demasiadas.

Él acercaba sus manos. Ella las mantenía en los profundos pliegues de su abrigo.

Él a veces miraba el suelo, moteado de viejos chicles descoloridos. Ella a veces miraba la avenida, a veces miraba aquellos ojos que no debían llorar, a veces se daba vuelta presagiando el ruido del rescate.

Él acusó arena en sus ojos. Ella se erguía para continuar la ventosa lidia y se contoneaba para atisbar el reloj de la iglesia.

Él habló de casi nada. Ella, de casi todo. De todo lo que no fue aquello que dejaba de ser.

Él señaló el reloj. Ella al fin sacó ambas manos del abrigo, se recogió el cabello con los ojos cerrados y en el mismo movimiento lo besó en la mejilla.

Él no supo qué hacer ni decir. Ella sacó el boleto, corroboró el horario y en un mismo movimiento se dirigió a la parada.

Él quedó solo. Ella también, por un rato.

jueves, 22 de octubre de 2009

Pena sin nombre

Se me cayó una lágrima al oír hablar de él. Sentí que se deslizaba veloz por la mejilla y se dejaba caer al vacío, sin darme tiempo a secarla con el dorso de la mano.
Cayó muy oronda al suelo y la perdí de vista debajo de la suela del zapato. Miré si salía por el otro lado, pero esperé en vano. Levanté entonces la pierna para buscarla, pero ya no estaba allí.
La muy pilla se había escurrido sin que la viera y ahora deambula por ahí, llevando mi pena por todas partes y sin siquiera haberme preguntado por quién.

lunes, 19 de octubre de 2009

El misterio de los relojes con horas dispares

El reloj de la plaza indicaba la hora correcta. En su muñeca izquierda, el reloj que había heredado de su padre señalaba media hora más tarde. En su celular, faltaban veinte minutos para igualar lo que las enormes manecillas indicaban en el peculiar y pintoresco ornamento de la ciudad.
Su incertidumbre aumentaba segundo a segundo. ¿Debía colocar primero en hora su celular y luego su reloj o al revés? ¿O acaso, tomando coraje y acopio de valor, dejar que el tiempo marchara a su antojo en los objetos de su propiedad?
Respiró profundamente y tomó entonces su celular. Buscó la opción para cambiar el horario y adelantó de a uno los minutos para poder alcanzar la hora correcta. Vio en cada pulsación del botón del aparato como el escenario a su alrededor se veía alterado, avanzando personas, vehículos y animales en forma acelerada, como si de un juego se tratara.
Terminada la operación, llevó su mano derecha al reloj pulsera en el brazo opuesto y giró la pequeña rueda para atrasar la manecilla del minutero. En tanto realizaba la acción, las personas, vehículos y animales que antes habían acelerado su andar, retrocedían ahora a una velocidad similar, pero volviendo sus pasos, como si uno rebobinara una película.
Dejó en hora celular y reloj. Ahora si, coincidían con el reloj de la plaza. Pero entonces notó un nuevo problema. Ya nada se movía. La quietud era propia de un cuadro. Comenzó a alarmarse. ¿Acaso la última vez las cosas no habían seguido su curso como si nada? Bueno, algo había hecho mal esta vez. Por eso temía tanto poner en hora su celular y su reloj. De alguna manera estaban encantados.
Tendría que ver que funcionaba mal. Podía ser una cuestión de pilas del reloj o de batería del celular. En fin, tendría que revisar. Pero que apuro tenía. El tiempo estaba a su merced. Y muy tranquilo fue hasta el bar de la esquina, a tomarse un café que nunca pagaría.

domingo, 11 de octubre de 2009

La pesca de los domingos por la mañana

Los domingos bien temprano, apenas salía el sol, el viejo José tomaba la caña y se iba al río. En los canteros de las viviendas delante de las cuales pasaba caminando en su trayecto, recolectaba una que otra lombriz para usar de carnada.
Elegía una zona del puerto donde un espigón derruido por el tiempo y las mismas aguas, lo hacía sentir parte del río.
La vista de las islas, cubriendo el horizonte, era el bálsamo justo para un día de descanso. El sonido del agua golpeando las piedras, la brisa del viento acariciando la cara. A su lado el termo y en su mano el mate: amargo, suave, caliente.
La caña arrojada a un lado, junto a la bolsita de nylon con las lombrices. Era un ritual contemplar primero lo que lo rodeaba antes de comenzar con la pesca. Saborear ese regalo de la naturaleza para sus ojos, su alma.
Veía a lo lejos, en una boca del río que se metía entre dos islotes, una pequeña embarcación de pescadores, sacando del agua lo último de la jornada nocturna para ir a vender, lo antes posible, los pescados en la ruta. Para entonces ya el sol alumbraba con fuerza y los pájaros atravesaban un cielo despejado y brillante.
Las mañanas de los domingos eran tan tranquilas como cualquier otra, con la salvedad que era la mañana en la que él podía estar allí. Lejos del trabajo, de los problemas económicos, de las cuestiones políticas que tanta bronca le daban, de los malos resultados del club que era simpatizante.
El río lo transportaba a otra dimensión. No muy lejana, al contrario, más bien próxima. Porque se sentía más cerca de si mismo, de sus viejos anhelos, de los sueños que se perdieron en el camino, de las ideas que siempre tuvo y nunca pudo concretar. Allí, delante de esas aguas sucias pero tan suyas, de esas islas tan descuidadas pero tan hermosas, volvía a sentir que era dueño de su vida.
Apuró el mate hasta que hizo ruido. Lo dejó a un lado y tomó la caña. Sacó una lombriz de la bolsita y con la habilidad de un hombre de años pescando, la colocó en el anzuelo. Se puso de pie y tiró la línea. Cayó lejos en el agua, dejando una onda circular a su alrededor, allí donde la plomada se hundió.
Siempre había pique. Era más que una corazonada para el viejo José. Era una certeza.
Sintió que la tanza tironeaba y la boya, flotando en el agua, parecía moverse. Se entusiasmó como un niño. No se apuró como hacen los que no tienen paciencia. Aguardó el instante preciso y cuando creyó que la presa ya tenía el anzuelo asegurado, comenzó a traer la línea con velocidad.
Al tener lo capturado debajo de las aguas pero ahora a pocos metros de donde estaba, pegó el tirón hacia arriba para ayudar con la caña a traerlo al espigón. Y entonces lo vio danzar en el aire, sobre su cabeza, asido con fuerza del anzuelo, sin poder escaparse: un sueño de adolescente.
El viejo José se regocijó con ganas, vaya pieza había sacado. Lo vio tendido en el espigón, haciendo esfuerzos para escaparse, chapoteando sobre la piedra. Se acercó con alegría y lo contempló con lágrimas en los ojos. Era tal cual lo recordaba. Un sueño hermoso, de esos que se tienen de pibe, cuando lejos están de imaginarse las responsabilidades o las rutinas. Era el sueño de ser aviador, de recorrer los aires y sobrevolar océanos. Allí estaban las alas, la cabina, ese traje imaginario de tela gris con vivos verdes, el casco con su nombre... ¡que buena presa había sacado!
Acarició el sueño tendido en el piso, sentía ganas de abrazarlo y no dejarlo ir. Pero sabía que ya no le pertenecía. Era parte del pasado, de otra instancia de él, de otro momento. Suspiró profundamente y casi sin muchas ganas, lo tomó con sus manos y tras contemplarlo por última vez, lo devolvió al agua. Era la parte más dura de la jornada. Pero era lo correcto.
Sonrió. Qué lindo recuerdo. En fin, así es la pesca. Difícilmente se pueda quedar con algo. Preparó de nuevo la carnada y alistó la caña. De reojo miraba el mate, tentado por cebarse otros amargos. "Un par de sueños más y me tomo otro" se dijo casi convenciéndose, más entusiasmado en ese instante por ver que otra pesca le regalaba el destino que por un amargo caliente.

martes, 6 de octubre de 2009

¿Hay alguien ahí?

¡Justo ahora se le acaban las pilas! Jimena golpeaba la linterna contra la cerca de madera como si con eso pudiese solucionar algo. Intentó enfocar la vista en la oscuridad, pero solo eran siluetas inertes. Solo el contorno de las hojas parecían moverse e incluso hasta de ese movimiento desconfiaba que fuera real.
Ni un solo sonido. Ni siquiera los grillos. No había brisa alguna. Movió sus pies para hacer algo de ruido. Escuchó las hojas secas romperse y eso la tranquilizó.
¿Hay alguien ahí? volvió a gritar, como hacía unos minutos. Ninguna respuesta.
Avanzó con miedo. De a poco. Se topó con lo que parecía ser un arbusto. Golpeó de nuevo la linterna, con el mismo resultado.
Basta, se dijo. Lo que hubiese provocado el grito que había escuchado, ya se había ido. Con cautela le dio la espalda al monte. Y luego gritó ella.
Dónde debía estar su casa, no había nada. Se olvidó del pánico y corrió en la noche. Nada. Su casa no estaba. Ahora era todo monte. Hasta la cerca de madera había desaparecido.
El grito, el mismo que había escuchado antes, cuando miraba televisión en su cuarto, surcó otra vez el aire y heló su corazón. Sintió pasos muy cerca. Hojas secas crujiendo. Una respiración agitada. De ésta última no sabía si acaso era la suya.
No tenía muchas opciones. Giró en redondo y se enfrentó al miedo.
Allí no había nadie. Solo las siluetas en la oscuridad. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se dejó caer de rodillas, asustada.
- ¡Jimena! ¿Estás afuera?
La voz de su madre. Pero era imposible, si su madre estaba muerta, no podía ser... miró hacia donde estaba su casa y la misma volvía a estar allí. Y en la puerta, su madre se asomaba bajo el marco, como esperando una respuesta.
Jimena corrió hacia donde estaba ella y la abrazó con fuerza.
- Vamos adentro Jimena. ¿Me querés decir que hacías tan tarde afuera? Vamos, que te vas a resfriar.
Y Jimena entró, sin pedir explicación, sin desearlas tampoco, abrazada siempre a su madre.