miércoles, 24 de marzo de 2010

Los lugares donde morimos

La noche es piecita sola, al fondo del pasillo. El día calle transitada, de rostros desconocidos. Su existencia, efímera miseria de esquina olvidada. El grito a flor de piel, el anuncio repetitivo y las manos sosteniendo el producto de turno.
Sus ojos acostumbrados detectan de antemano a aquel que se detiene y pregunta el precio. Al mediodía sabe de unos pocos pesos que lo acompañan al bar para un vasito de tinto y un tostado de jamón y queso. Al atardecer cuenta las monedas y camina hasta la parada de su colectivo, trastos en brazos, piernas molidas y el sinsabor del día quedando atrás.
La noche de piecita, acostado sobre el viejo colchón, ni siquiera sábanas, apenas el calzón. Mirando el techo sin pensar en nada, ausente con olor al vino de la botella a medio vaciar que a un lado de la cama aguardaba su despertar.
Con el sol pegando fuerte a través de la ventana sin persianas, el sueño asume su final. Se obliga a ponerse de pie, a vestir las pilchas de siempre, buscar sus cosas y salir al pasillo para enfrentar la vida una vez más.
Camina pensando en que es viernes y el sábado pronto está al llegar. La cancha, el partido, el vino en la tribuna, los cantos y el abrazo si hay gol. El día por el que vale la pena seguir pronto será y sin pensar en más, detiene el colectivo que una vez más lo llevará a la esquina de su vida, al lugar donde cada día muere un poco más.

jueves, 18 de marzo de 2010

Las canicas de Landriel

Los chicos se amotinaron en un rincón del patio trasero. Las maestras estaban en la cocina, conversando y tomando el desayuno. Ninguna le prestó atención al vacío que se produjo en el patio interno. Solo quedaron algunas niñas jugando con el elástico, indiferentes de la revuelta que se estaba dando afuera.
Martín quería poner orden, empujando a un lado a Nicasio y sus amigos y por el otro al pobre Landriel, tan desvalido e inseguro como siempre. Martín era de séptimo grado y la altura lo había ayudado a lo largo de los años para hacerse respetar.
- ¡Vamos, no sean boludos, que se van a lastimar! - les gritó sabiendo que se les iba de las manos la riña.
Alrededor se habían apilados chicos y chicas de todos los grados. Martín no dejaba de mirar sobre su hombro, temiendo la llegada de algún mayor y que la pequeña trifulca pasara a alerta escolar con peligro de dirección para varios.
A sus oídos llegaban los pedidos de trompadas que se esparcían por el aire provenientes de voces anónimas excitadas salvajemente por la oportunidad de presenciar una golpiza.
Estaba convencido de que si no había pelea entre Nicasio y Landriel, la tendría el con alguno de los que los rodeaban, porque según su criterio, eran todos una manga de cobardes que incitaban a los demás a pegarse pero seguro si les tocara estar en esa situación ya se hubieran meado encima.
- ¡Callense ustedes, manga de bobos! - les dijo dándoles la cara con ímpetu y visiblemente enojado. No faltó alguno, que escondido detrás de otro, murmurara "callate vos pelotudo", "que te hacés el malo gil" entre otros insultos a los que no les dio importancia.
Nicasio en tanto daba un paso adelante para atacar otra vez a Landriel, pero ahora a este nadie lo sostenía por la espalda como sucedía un minuto atrás.
- Te voy a matar pendejo tramposo - amenazó Nicasio a su compañero de clase.
- Tranquilo Nicasio - intervino Martín - Acá no le pegás a nadie o te surto yo. ¿Entendido?
La mirada de Nicasio fue de desprecio, pero también cargaba miedo. Tenía dos años menos y cerca de treinta centímetros de desventaja. Bufó con bronca y entonces se quejó con Martín:
- ¿Entonces que hago eh, me quedo con los brazos cruzados? Así como lo ves este es un tramposo de mierda.
- Dale, contame que pasó y dejate de llorar, maricón.
- Es un tramposo. Estábamos jugando a las bolitas y no va que tiene un tiro de más de diez metros y me la pega de lleno... ¡vamos, hasta un pelotudo se da cuenta que hace trampa! Pero se la dejé pasar. ¡Después tira detrás mío, Miguelito y el Checho y le pega de un solo tiro a las bolitas de los tres! Pero haceme el favor Martín, ahora me vas a decir que sabe jugar el estúpido este.
El rostro de Landriel era de silencio, miraba el piso y movía los pies, como pateando un grillo que no estaba allí. No afirmaba ni desmentía las acusaciones.
- A ver, Landriel, decime ¿hiciste trampa? - Martín lo observaba con paciencia, no le caía mal el pibe, al contrario, le parecía demasiado bueno para la edad, pero no soportaba que no dijera una palabra en su propia defensa.
Landriel arrancó con timidez los ojos del suelo y miró a Martín. Paseó la mirada por los rostros enrojecidos de tanto gritar de los demás niños y apretó con fuerza dentro del bolsillo del delantal las canicas de su abuelo.
- No.
Las sílaba cayó como un trueno en la cabeza de Nicasio, que se arrojó sobre Landriel para pegarle. Martín lo detuvo a mitad de camino y lo empujó con fuerza, haciéndolo caer de espaldas al suelo.
Ninguno de los amigos hizo algo por defenderlo. Los chicos espectadores comenzaron a elevar las voces otra vez en señal de pelea. Martín se dio vuelta para decirles que se callaran, pero se volvió hacia Nicasio y le ordenó que se levantara.
- Basta, andate para tu salón Landriel, que termino de hablar con Nicasio.
Abriéndose paso casi con vergüenza entre la marea de niños, fue Landriel escapándose del lugar. Tenía ganas de llorar, pero no lo demostraba. A sus espaldas quedaron los dos que ahora confrontaban, Martín y Nicasio. No quería volver la mirada, solo deseaba alejarse del patio. No jugaría nunca más. Había querido integrarse con los demás con las canicas que su abuelo le había regalado para que jugara pero nada le había salido bien. Jamás pensó que podía jugar tan bien con esas bolitas. Es más, jamás pensó que podría llegar a jugar. Ni siquiera sabía lanzarlas. Pero no necesitaba apuntar con ellas, iban donde el deseaba. Estaba tan arrepentido...
Escuchaba aún el griterío proveniente del rincón del patio. Subió las escalinatas que lo llevaban al edificio y casi tropieza con una de las maestras, que salía presurosa por la puerta, seguramente alertada de lo que sucedía, y que a punto estuvo de arrojarlo al piso.
Entonces fue que vio como a lo lejos Nicasio blandía una pequeña navaja por el aire en dirección del rostro de Martín. Se le erizó la piel ante tan cruel desenlace. Sin titubear sacó su mano del bolsillo y como por arte de magia deseó golpear la navaja con la canica naranja que bailoteaba ahora entre sus dedos.
Como un rayo la pequeña esfera de vidrio velozmente se lanzó por encima de todos y sin que nadie pudiera verla, se estrelló contra la cuchilla de la navaja, quitándola de la mano de Nicasio y haciéndola girar por los aires, en un vuelo lento y hasta gracioso, ajeno al dramatismo reinante.
La maestra llegó a tiempo para tomar del brazo a Nicasio y apartarlo de un tirón. Martín volvió a abrir los ojos y a lo lejos contempló la figura desvalida e insegura del pobre Landriel. Sosteniendo el aliento, la marea de niños también dio la vuelta.
El pequeño Landriel estaba parado en la escalinata, con la misma expresión de siempre. Sonrió apenas antes de perderse por la puerta de la escuela.
Martín devolvió la sonrisa sin que nadie lo viera mientras la maestra arreaba a todos adentro y el se tomaba cinco segundos para recoger del piso la bolita naranja que tras contemplarla sin poder aún creerlo, guardó en su bolsillo.
A lo lejos vio la navaja, caída entre unos arbustos. La buscó y enterró debajo de los arbustos. Landriel le había salvado la vida o al menos un ojo. Era hora de preguntarse que podía hacer él ahora por Landriel. Quizá, incluso, por todos los Landrieles del mundo.
- ¡Todavía afuera vos Martín! Dale, entrá o te llevo a dirección.
La voz punzante de su maestra desde la puerta lo obligó a correr. El tintineo de la bolita en su bolsillo era una dulce melodía para sus oídos. Por eso no le importó que lo tomaran de un brazo y prácticamente lo arrastraran hasta el salón.

lunes, 15 de marzo de 2010

Crecer en la tormenta

Desde el cielo cae la estaca. La lluvia acompaña el dolor.
Los niños se refugian en el viejo estable contiguo a la escuela rural, en medio de la nada. Los relámpagos no dejan de castigar la noche.
Irina toma la voz de mando con sus apenas ocho añitos. Ordena a sus amigos y los lleva entre el heno y los obliga a protegerse.
Cuando todos están salvo, al menos en su virgen criterio, vuelve a la tormenta. La busca con la mirada sin dejar de correr. El viento la arrastra, pero no la derriba.
Intenta gritar su nombre pero el hilo de voz se pierde en el caos. No ve el barranco, no lo ve por culpa de la densa capa de agua.
Sabe que ha perdido pie, que cada metro que desciende es un escalón hacia la muerte. Sus manitos quieren aferrarse a algo y solo se laceran con violencia. Finalmente algo impacta contra sus piernas.
Aún está consciente. Se sostiene. La noche le impide saber a qué. Tampoco le importa. Vuelve a gritar, pero teme perder el equilibrio. La luz la paraliza. Luego el tronido, inmenso, casi ensordecedor.
Y de la nada, dos brazos la atraen hacia la roca. Comprende que allí hay una especie de cueva en medio de la barranca. Las manos cálidas que la sujetan la colocan en el suelo con ternura. De a poco los ojos se acostumbran a la oscuridad y el contorno del rostro es inconfundible: Analía.
- ¡Maestra, maestra! ¡La encontré!
La silueta se lleva un dedo a la boca y le acaricia con amor la cabeza. Irina despliega la sonrisa más hermosa y se entrega al sueño. La tensión le ha ganado, pero se siente a salvo.
Cuando la encuentran al día siguiente aún está dormida. Al abrir los ojos, pasea su mirada sonriente, buscándola para un abrazo.
- ¿Dónde está? ¿Dónde la han llevado?
- ¿A quién Irina, a quién hemos llevado dónde? - los grandes la miran como si hubiese despertado de una pesadilla.
Entonces Irina, que a sus ocho años ha sabido más de la vida y de la muerte que muchos otros, calla. Porque sabe que preguntar será entregarse a una respuesta que sabe de antemano.
Y sin vacilar, indaga:
- ¿Han encontrado el cuerpo de Analía? Logró sacarnos del aula antes que se derrumbara, pero no la vimos correr en dirección del establo.
Por los rostros comprendió que si.

jueves, 11 de marzo de 2010

Aventurillas 03: ¡Allá vienen!

para Yus
- Dale, vamos a patear.
- Perá que pregunto si mi mamá me deja. Me parece que tiene miedo que pase algo.
- ¿Qué va a pasar?
- Va a haber policías, seguro.
- No pasa nada, mi mamá va a mirar también.

El almuerzo había sido tenso, las gargantas anudadas, la incertidumbre. Los chicos rodeando la mesa intuyendo que algo extraño acaecía en los ojos de madres y abuelas, en sus largos silencios y respuestas esquivas. Demasiado seguido los mayores murmuraban por lo bajo. En los chinchones de sábado a la noche, mientras los grandes valores repetían una y otra vez sus cansinos y demacrados tangazos llorones, se cruzaban algunas palabras que los chicos memorizaban como mantras. Algo pasa y es algo grande.
Y jugar a la pelota, qué otra cosa para los chicos. La pelota, los soldaditos con su fuerte, la gomera, las escondidas, todo aquel mundito enorme que pugnaba por permanecer ajeno a las preocupaciones que se vivían.

- ¡Pateá, dale!
- Sí, pero acomodá el arco, que se va a la cuneta...
- Mirá cuánta gente viene, mirá.
- Ufa, que no se metan en la cancha.
- ¿Ya vendrán?
- Mmm, no creo, es temprano.

No eran pocos los que se acercaban, bicicletas, amas de casa secándose las manos en el delantal. Era raro ver las Dos Rutas con tanta gente acercándose. No era procesión de la inmaculada. Todos se acercaban lentamente, mientras los pibes peloteaban tratando de que no les invadieran la cancha.
Un auto con llamativas banderas pasó bocineando hacia el centro. En la esquina de la farmacia de González había policías. En la escuela comercial también.

- ¿Viste Ricardo del Campo? No lo aguanto.
- ¡Cómo lo jode al Zorro!
- ¡Gooolll de Scotta!
- ¡Alto! ¡Fue alto! ¡¿Qué va a ser gol?!
- ¡Si no saltaste!

Conocidos y extraños, de uno y otro lado de la gran alcantarilla donde cazar ranas era el delirio. Donde la pelota se revestía de agua podrida sin inquietud porque igual la iban a cabecear. Donde había que agarrarse de un miserable yuyito para traerla al borde y acercarla con la punta de la zapatilla, proeza para valientes.

- ¡Allá vienen!, gritó alguien.
- Dale pateá el último.
- Pará, vamos a ver.

Era el dieciséis de marzo del setenta y cuatro. Miles de obreros marchando desde la zona fabril con el sol bañando las frentes perladas. Cantando, conversando, expectantes... Momento culminante de la gran aventura villense.
Y aplausos y manos levantadas y algunos pañuelos al aire.
Pibes arrimados al zanjón tratando de identificar -con esa orgullosa ignorancia que da la inocencia cuando se viste de intuición- a sus padres entre el gentío.

Algo grande estaba pasando.
Pero no iba a quedar así...

lunes, 8 de marzo de 2010

Noches por San Telmo

saldando deudas atrasadas

Poniendo sin querer mi mano en tu cintura
y noches de buen vino por San Telmo.

Soltando la premura que no la indiferencia
y noches de delirio por San Telmo.

Arañando ya la luna, inciertas las callejas
y noches frente a frente por San Telmo.

Callando de una vez mi boca con un beso
y noches sin sonrojo por San Telmo.

Hallando el calor de tu mano indecorosa
y noches alocadas por San Telmo.

Y vos y ese deseo que rompe en agonía
y noches, desamparo, por San Telmo.

Al fin un sol curioso acribilla la ventana
de noches sin olvido por San Telmo.

sábado, 6 de marzo de 2010

La victoria imposible

La carta cayó sobre la mesa con una fuerza inusitada, quedando expuesta la imagen del siete de espadas que parecía mirar a todos con aire soberbio, propio de naipe ganador.
En la sonrisa de Julián parecía esconderse la respuesta. El mentón arriba, las manos cruzadas sobre el pecho y la espalda algo retirada contra el respaldo. Un semblante que preocupaba a Ricardo, que conformaba pareja con Elena. En cambio, Andrea, a cuya derecha reposaba la baraja con la que había repartido, disfrutaba la escena.
Ricardo, que había logrado hacerse de la primera con un tibio dos sabía que Julián había intuido la jugada y por eso ahora la tensión recaía sobre ellos. Miró a Elena que dos minutos antes le había guiñado un ojo subrepticiamente y de pronto comprendió que aunque pareciera imposible, no ganarían la partida.
Miró el papel arrugado que hacía la veces de anotador. Había repasado los puntos una veintena de veces en lo que iba de la mano. A uno de los treinta. Los otros, a dos. Un final para el infarto y todo se definía en las dos siguientes cartas.
La primera había sido de ellos, pero la segunda la habían perdido sin dar demasiada batalla. El ancho de basto parecía una garantía para cerrar la mesa. Al menos hasta antes de ver la cara de alegría de Julián y su silencio mentiroso, al momento de arrojar la carta.
Jugó callado dejando a merced de las mujeres el canto. Elena seguía excitada por la carta que tenía delante de sus ojos, oculta a los demás. No se había percatado del temor de Ricardo. A diferencia de su compañero, sintió un repentino placer al no escuchar cantar a Julián.
Estuvo a punto de gritar el Truco, pero su mirada se posó en la de su esposo, su pareja también en el juego desde que tenía memoria. Notó sus trémulos ojos, su inquietante palidez. Pensó por un momento que no había visto su seña, pero no podía ser, toda la mano había girado en torno de su naipe. No, Ricardo había notado algo más. Ahora no le cabía duda de ello y comenzó a sentir el miedo de su esposo.
Debía unir los cabos sueltos, pero el tiempo apremiaba, Julián la apuraba y eso la ponía nerviosa. Vio el siete de espadas sobre la mesa, la tranquilidad de Julián y a su derecha, casi de reojo, la seguridad de Andrea a quién parecía que la sonrisa se le quería escapar de su rostro.
Si cantaba, ponía en juego dos puntos que solo podía perder si Andrea tenía el ancho de espada... ¿podía ser posible? ¿tanta suerte en una misma mano y justo la decisiva? En cambio, si no cantaba, podía jugar callada, apoyar su carta alta y tirar por la borda la esperanza de la pareja rival, siempre y cuando no tuviesen ninguna sorpresa en la última carta. Pero si incluso, no tuviesen nada y cantaran igual, para al menos obtener un punto o arriesgarse por los dos... Elena ya no podía pensar, se había hecho un barullo de proporciones gigantescas.
Suplicó con la mirada una ayuda de parte de Ricardo. Pero su esposo se estaba poniendo de pie y tomando el saco.
- Ricardo... ¿dónde vas? Decime... ¿le canto el Truco o...
- ¡Quiero! - primereó Julián feliz de la vida, casi saltando de su silla - ¡Dale, tirá Elenita, tirá que te desplumamos!
Elena no entendía nada, pero claro, cómo va a ser tan pava de mencionar la palabra en voz alta... con bronca arrojó la carta sobre la mesa. El ancho de basto no asustó a los rivales. Andrea dio un gritito de algarabía y tapó el de basto con el de espadas, como Ricardo preveía y casi saltando por sobre la mesa, los ganadores se fundieron en un abrazo.
- Vamos Elena - dijo Ricardo resignado, mientras colocaba la silla contra la mesa y estiraba una mano hacia su mujer - Siempre hacés lo mismo, por más que te diga que jugués callada, vos siempre hacés lo mismo.

martes, 2 de marzo de 2010

Aventurillas 02: Semáforos

La palabra "semáforo" es de origen griego: σῆμα, señal, y foro, llevar, es decir, semáforo es lo que "lleva las señales", según la sabihonda Wikipedia.
Como parece obvio, los semáforos son imperativos categóricos artificiales y constituyen un ordenamiento externo para gente que se verifica incapaz de conducirse respetando su propia integridad y la de los demás. También imponen quizás el primero de los mandamientos del tránsito. No cruzarás semáforos en rojo parece ser la primera consigna enseñada al novel conductor y también la ansiada meta de demostrar la disconformidad con el orden de cosas estatuido cuando se lo cruza en forma prohibida.

En Villa Constitución, como en cualquier lugar más o menos urbanizado, hay semáforos.
Pero, querido lector, a no confundirse. Siniestros designios esperan a quien ose a acercarse a una intersección semaforizada en esta ciudad. Lo primero que percibirá es un tufillo a azufre o, sin más, a basura amontonada al lado de los caños amarillos que puede provenir tanto del horrendo averno como del vecino más negligente en el segundo -y más habitual- de los casos.

Todo conductor avezado e impaciente evitará las esquinas semaforizadas, para sufrir luego una decepción que lo hundirá en la más pasmosa depresión al verificar que el odioso tricolor no funciona. Pero la próxima vez que se acerque esperando la intermitente, el ladino artefacto mostrará un perenne rojo cuyo efecto inmediato será el de ocho uñas clavadas firmemente en la cuerina del volante.

Quien tenga la urbanidad de respetar las normas verá cómo los servidores del orden público sufren de un daltonismo tan pronunciado que no les permite distinguir la señal prohibitiva. Entonces, muy orondos, seguirán camino ante la indignada vista de los incomprensivos conductores o peatones. Aunque, pensándolo bien, todo se deba quizás a esos conocidos hechizos debidos a espíritus inquietos e inquietantes (tengan a bien aquí recordar el famoso Correcordones, que suele hacer de las suyas en estas calles) quienes, en la proximidad de un semáforo, producen una llamada de urgencia al patrullero, el que encenderá sus luces rotativas y tal vez haga sonar un segundo la sirena hasta cruzar el semaforo en rojo, para luego comprobar subrepticiamente que no había tal emergencia y seguir con indiferencia hasta el kiosquito abierto las veinticuatro horas para el oportuno garroneo de cocacola o cigarros.

Los semáforos ubicados en calle San Martín, camino a la zona industrial, han reducido los accidentes en la misma proporción que han reducido el tránsito. No son pocos quienes prefieren tomar un bote a remo en el Puerto de Cabotaje y hacerse unos kilómetros (y buenos tubos) por el Paraná para llegar a tiempo a una cita en Barrio Galotto, antes que aventurarse en coche por la amplia avenida .

Sólo aquilatados valientes se animarán a cruzar a pie en la intersección de Presbítero Daniel Segundo (Saavedra, para inadaptados como el que escribe) y Eva Perón (Corrientes, ídem). Allí, los semáforos ubicados mucho antes de la intersección -quizás con el fin de evitar las aceleradas en amarillo- se confabularán endiabladamente para que el peatón llegado al cordón de la vereda no tenga la menor idea de si debe o no cruzar. Entonces, se encomendará a todos los santos o suplicará inmunidad a los espiritus inmundos que habitan la bocacalle para llegar al otro lado indemnes o con el mínimo roce de un motorrepartidor apurado.

Los detalles de este acotadísimo resumen no pasan desapercibidos para las autoridades. La Secretaría de Turismo -se dice- ha tomado cartas en el asunto. En Villa toda atrocidad troca en excentricidad, amonestan los maledicentes. Tal como personajes serviles a la feroz dictadura se convierten en simpáticos ciudadanos al servicio de la población, así se comenta que se está pergeñando la creación de la CHOCAS (Comisión ad Honorem Orgánica de Caóticas Aventuras Semafóricas), en alguno de los derruidos locales de una galería céntrica, para fomentar el turismo de riesgo local. Un iniciativa más destinada a poner a la ciudad en lo más alto de los sitios de interés del país.

Los esperamos...