lunes, 23 de junio de 2014

El caso de la cabaretera

Ella trabajaba en un cabaret de la zona este, cerca del puerto. Apareció en el muelle, desangrada y con los senos rebanados. Habían utilizado para ello un LZ500, uno de esos nuevos láseres para defensa personal, que tanto publicitaban en la tv digital.
Amenábar tomó el caso porque debía dos meses de rentas. Al ver su rostro en las noticias, supo que había sido bonita. Esa misma noche soñó con ella. Le quería decir algo, pero en el momento preciso que acercaba su cuerpo desnudo hacia él, un destello irrumpía despertándolo. Aquella intimidad onírica había sido mejor que cualquier viaje supletorio inducido de los que había tomado en los dos últimos años.
Por la mañana recorrió el barrio, dialogó con algunos contactos pero no se fió de ninguno. Un reloj de pulsera vibró. Contestó la llamada con desgano, pero esta vez no era un telemarketer. Los senos de la joven habían aparecidos clavados en la entrada de una iglesia.
En el lugar ya estaban los fotoreporteros, enviando la información en línea. El mundo ya se había enterado. Amenábar se cuidó de no ser visto por la policía. Observó con cuidado y filtró lo innecesario. Todo estaba allí. Cada respuesta, cada error del asesino dejando sus pistas para ser descubierto. Tomó nota de todo.
Ni bien se fue la policía, procedió a eliminar los rastros. Para la caída de la noche, la ciudad era un paisaje lumínico y su cliente estaba a salvo. Nada era difícil para Amenábar, a pesar que quería dejar su profesión. El espionaje para el lado oscuro, no le gustaba, pero pagaba bien.
Esa noche soñaría con la chica. Siempre le sucedía cuando eran bonitas. Se guardó el LZ500 de su cliente cerca de la cama. Era lo último que la había tocado. De alguna manera, podría sentir cerca de esa mujer, aunque fuese en sueños.

miércoles, 11 de junio de 2014

Desavenencias y felicidades de un simpatizante que lo mira por TV

Como cada cuatro años, intento programar las actividades para poder acaparar en casa el televisor. Con el pasar del tiempo, me he tenido que adaptar a diversos horarios. Guardo el mejor recuerdo de aquel a fines de los noventa. Y quizá sea porque con los compañeros del colegio nos saltábamos clases para ir al bar de la vuelta, compartiendo ese pequeño milagro que se da cada cuarenta y ocho meses. Éramos jóvenes y nada nos importaba más que ser felices. Luego, hace justo doce años, estuve un mes moviéndome como un zombi, por no dormir de noche. Pero era soltero, no tenía obligaciones mayores y a los estudios, en la universidad, los llevaba de taquito. Luego, en la cita siguiente, tuve que hacer malabares en el trabajo para poder combinar los tiempos, entre lo que quería y lo que tenía que hacer. Costó, pero logré mi objetivo. Del primer al último día, pude estar delante del 21 pulgadas que había comprado para la ocasión. Hace cuatro años, las cosas se complicaron. Casado y con chicos pequeños, debía no solo organizar el horario de trabajo sino también recoger del jardín a los mellizos que ya estaban en la salita de tres, luego pasar a buscar a mi mujer por el estudio de arquitectura donde trabajaba, llevarlos a la casa de su madre y recién después, acceder a ese momento sagrado, entonces, frente a un LCD. Ahora, separado de ella, con los chicos que entienden de las preocupaciones de papá y sus necesidades de estar solo durante unos treinta días, más precisamente entre el 12 de este mes y el 13 del que viene, con un emprendimiento propio donde puedo dejar trabajando a otras personas en mi lugar, podría decirse que me he acomodado. Pero no todo es color de rosa, diría un amigo. Y menos en el fútbol. Hoy que tengo todo para disfrutar, mi selección paraguaya no clasificó. Al menos, me compré un LED de 40 pulgadas.

martes, 3 de junio de 2014

Lágrimas y alaridos

La pasión se excede y la angustia recrudece, en tanto el reloj hace correr el cuarto minuto adicional. Ellos se miran, anudando las gargantas, maldiciendo al cielo. Nosotros, abrazados sin distancias en el último aliento, preparamos el grito contenido al mismo tiempo que la pelota sobrevuela la cabeza del arquero y casi en cámara lenta, en esa eternidad propia de los instantes de gloria, se encamina a su antojo a cruzar la línea blanca, agolpando lágrimas y alaridos, mientras ese petiso que la rompe, sin esperar desenlaces, ya lo grita corriendo hacia nosotros, estemos donde estemos.