domingo, 28 de diciembre de 2008

El Juanjo pudo (una razzia más)

El Juanjo era el menor de la barra, en un sentido al menos, el de la edad. Pero su casi metro noventa era engañoso. Si a nosotros, de altura más intermedia jamás nos llevaron en las razzias, por qué lo iban a llevar a él. Pero sucedió...
Es que vos te metías en un boliche, qué se yo Bimbo's, o Rol, o Clemente en Villa. Olaf, Vieja América, Musicau o el Salón Dorado en Arroyo. O en San Nicolás, o en cualquier lado, si se les daba por hacer razzia, se les daba y punto. Los pibes ya estábamos acostumbrados tanto a la desagradable sorpresa, como a zafar. Los milicos te trataban peor que a trapos. Vos llevabas el documento y en general te salvaba eso si eras mayor. Pero los mayores eran dos o tres, el resto, menores jugando a grandes en la peor de las noches.
Si aparecía el Kaiser, la barra se amontonaba en la vieja nave y era el delirio. Esa noche el Juanjo estaba, -cómo decirlo- deseoso de debutar, de modo que todo lo que pase cerca portando notoria delantera era objeto de su asedio.
El tipo era alto, bien parecido, y en las penumbras aparentaba al menos veinte. Si lo veías a la luz era un grandote chiquilín. Su mejor parla la desarrollaba en el truco y él la trasplantaba sin más al verso con las féminas. Tal vez por el empeño que ponía, mal no le iba y había bailado casi desde que entramos. Hasta que enganchó una minita dispuesta a profundizar la conversación donde fuera o, mejor dicho, en algún lugar de afuera.
Se vino derecho a la barra donde los demás aclarábamos las voces. La minita le llegaba a la mitad de altura, pero lo diminuto en altura lo suplía con generosas curvas, que el Juanjo apreció como óptimas para su ansiado propósito.
¿A qué vino? Obviamente a gestionar las llaves del Kaiser, espacioso, seguro, inviolable, cómodo. Me es imposible contar en pocas palabras el sufrimiento de ese muchacho ante la fingida negativa, con la minita adherida como sanguijuela, irisado el rostro, sin llegar a implorar porque al fin y al cabo no se le iba a negar... Pero que sufra un rato, no le hace mal, según Miguel, que era especialista.
Cuando tuvo las llaves en su poder, creo que en tres trancos llegó a la puerta con la diminuta flameando. A los cinco minutos, la barra estaba en la esquina, calibrando los movimientos del Kaiser, evaluando la calidad del encuentro y reventando al silenciar las carcajadas. Hasta aparecieron rayones de dedos en un empañado vidrio lateral.
¿Le, le sa, sacudimos el auto?, tartajeó el maldito del Teri, rezumando una envidia atroz. Como respuesta recibió un manotazo testicular del Filo, que lo calló por un rato.
Todo iba bien para el Juanjo, con la barra presenciado a pocos metros ya el espectáculo. Pero sucedió... Un Unimog y un par de autos por la otra esquina. ¡Razzia! Ahí ya no dudamos en cortarle la inspiración al Juanjo. Salió uno por cada puerta. La diminuta bajando la mini y la remera, el Juanjo abrochándose todo para el culo y a dispersarse urgente.
Filo y yo caminábamos por una vereda; a diez metros atrás, el Teri y el Juanjo. Los demás en sentido contrario, mientras un par salieron lento con el Kaiser revoleando el calzón de la minita por la cabeza del Teri.
La fortuna no les sonrió. Un auto de la cana pasó despacio al lado nuestro, los tipos escudriñandonos con potentes linternas como a delincuentes y creo que parecimos normales, ya cancheros, hablando en voz alta e impostada como mayores.
El Teri tenía veinte, pero al revés del Juanjo, parecía de catorce. El Teri tenía documento, pero tenía un calzón en el hombro y el Juanjo se estaba abrochando la camisa y tenía apuro por esconder sus dieciseis. Adentro los dos.
El Juanjo reaccionó como los mártires. Lo empujaron bestialmente al auto, pero él portaba como arma una sonrisa grande y con un poco de sarcasmo, que le alcanzó para gritarnos cuando pasaron de nuevo al lado nuestro: ¡loco, la puse!, sin importarle el culatazo que le dejó esa marca que le recordará para siempre el ya relatado evento.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Año nuevo

Escuché los petardos cerca de la ventana y pensé que eran los sobrinos del vecino. Había mandado al Raúl a buscar otra sidra al kiosco de la vuelta. Ya eran más de la una del año nuevo y habíamos quedado solos en la casa.
La Natalia y el Fabián tomaron rumbos jóvenes junto a sus amigos, sin la menor intención de pasarla con sus viejos padres. El escote de la Bichi era bastante provocativo, pero quién no provocaba hoy en día. La pendeja que no mostraba era una estúpida, según decía ella.
El Fabi fue el primero en irse. El brindis, el beso, un abrazo tibio como los pocos que nos dábamos a lo largo de la vida, durante los últimos años y chau, me voy a lo del Rulo. Y se fue nomás. Entonces era una fiesta de fuegos artificiales y gritos en todo el barrio.
Los nuestros, ya adolescentes, no tiraban. Eso era para los chicos, nos decían. Pero no me engañaban, se morían por ensuciarse las manos de pólvora y arriesgar los dedos y vaya a saber uno que más en cada triangulito, cañita o petardo.
Al rato, estacionó un Fiat bastante viejo delante de casa, quizás un Spazio o un 128, la verdad que no le presté atención. La Bichi me estampó un beso en la mejilla, bien bruta como siempre. Ni tiempo a regañarle eso me dio. Escuché el ruido de la puerta cerrándose de un golpe y de inmediato, el auto arrancando.
Así que nos habíamos quedado solos con el viejo. Muchas ganas de seguir tomando no tenía, pero tampoco de ir a acostarme. Me cacho, ni una hora del nuevo año y ya al sobre? No, no podía ser. El Raúl ya estaba medio tomado, dos botellas de tinto durante la cena, la sidra en el brindis y vaya a saber cuántas cervezas a la tarde en el club. Qué podía hacer una sidra más. Nada. O me acostaba escuchando los festejos ajenos o tomaba una sidra más en el cordón de la vereda, contemplando el cielo y espantando los mosquitos. Y allá fue el Raúl, camino al kiosco y sin regañar.
Fue al minuto que tronaron los petardos tan cerca. Casi me hacen caer la ensalada de fruta. Les grité con mi voz ronca de fumadora que tiraran más lejos y no bastándome con eso, salí a la calle.
No eran los sobrinos del vecino. En realidad ya no quedaba nadie en la cuadra, no se si fue en ese momento o si fue antes, o cuando los vieron venir. Pero en algún momento todos se acurrucaron puertas adentro. Menos el Raúl, claro. El Raúl había ido por antojo mío hasta el kiosco de la vuelta. Pero no había llegado ni a la esquina cuando aparecieron los Mendoza. Y los Mendoza, del Barrio Los Pinitos, se la tenían jurada. Pasaron en un auto a los pedos y revoleando tiros. ¡Puto García, tomá la qué me debés! le escupieron de un grito a mi esposo y ahí nomás le tiraron.
Cuando llegué a su lado, corriendo, jadeando, el gordo se retorcía de cuerpo completo, lleno de espanto y dolor. Me miraba cómo suplicando, quería levantar los brazos para abrazarme, pero ya no podía. Me tiré encima suyo, llorando, sin importar si le hacía más daño o si no lo dejaba respirar. Mi Raúl se estaba muriendo en pleno año nuevo. Y ni los críos tenía cerca para tomar coraje...
Ya no hubo cohetes, ni risas ni repiquetear de copas. Tan solo la noche envolviéndonos a los dos y un ángel negro llevándose a mi gordo.

sábado, 20 de diciembre de 2008

Las horas de un tiempo sin tiempo

Ahora que ya se ha ido, me pregunto si su llegada no perteneció a otro tiempo.
La llovizna de estos días sin viento llegaba hasta mi puerta, aunque nadie golpeaba en la parte gris. A veces me parecía demasiado insólito creer que el espejo no reflejaba nada. Ni una sensación, ni una palabra, ni un brillo reproduciéndose del reflejo de otro reflejo. Era todo demasiado pequeño, conservado, aplaudido en los momentos de ninguna coincidencia.
La habitación, comprimida de olvido, latía inseparable de mí.
La caótica escena de su presencia me hizo vulnerable y oscura.
Llegó sin esperar.
Se instaló por semanas, por meses, pasaron años tal vez, no sé, el tiempo parecía ser externo a las situaciones. Siempre fue sol, siempre fue noche, era todo lo que no podía existir junto, y no me servía. Aun, faltaba tanto para que se fuera.
Mi retracción era inaudita.
Cerré las cortinas, preparé café y acondicioné el living para la próxima eterna cita de diván que se me proponía.
Luego fue todo tan bizarro. Recordé sucesos de comunicación de todo tipo, pero ninguno que se llevara la esencia del fuego tan repentinamente como este. Todo parecía otro todo. Un todo insondable sumido en el letargo. Una esfera enredada. Un todo que reconocí.
Su actitud no dejaba huella, pero accedía directamente en la historia.
Dejé de esperar que por la ventana entrara algo de luz.
El tiempo después fue sordo, invertebrado de condiciones.
Supuse, entonces, que su marcha ya estaba lejos de casa.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Rehén del olvido

Es la opresión de estos tiempos, el gris del cielo emparentado con la desolación. Una marginalidad despiadada, el desencanto hecho dolor.
Su andar sereno era una máscara, un velo que cubría su interior antes que se lo arrebataran. De sus dientes putrefactos resplandecía la opacidad del olvido.
Un saco remendado una y otra vez, testigo de insultos y miradas indiferentes. Jeans deshilachados y no por la moda. Ojotas dejando al descubierto pies endurecidos por los años, la mugre y el sol.
Delante, siempre, el changuito oxidado, cargado de latas y penas, bolsas y sueños perdidos.
La cabeza gacha, como contando las baldosas, sacando fuerza del escuálido cuerpo, avanzando por las calles de todos los días, en un recorrido sin final.
De vez en cuando levantaba los ojos y escudriñaba desconfiado, atento a la perversidad humana, la soberbia, la mala palabra.
Cuando la noche comenzaba a caer era que lo notaba. Cada vez eran más los que vagaban. Veía salir de los callejones gente empujando carritos, en silencio recolectando basura, cartones, lo que venga.
El paso cansino característico, como pidiendo perdón a la vida por haber fracasado. Un desfile de almas en pecado, huérfanas de sociedad, hijas de nadie, pronto del olvido.
Es la opresión de estos tiempos, se repetía. Algo estaba yendo más mal que de costumbre. Ya no recordaba qué había pasado con él. Cómo fue que un día su nación pasó a ser la calle. De eso se trataba, de no recordar, así que estaba bien que así fuera.
Ahora, bajo la enorme luna que quería emerger de entre las nubes, como un criminal espiando detrás de un arbusto, vigilaba su calle. Su casa. Su vida.
Y esta vez la sorprendió. Allí estaba la persona que le robaba los cartones que desde hacía años juntaba delante de la tienda de electrodomésticos. Una de las nuevas se dijo y no se sorprendió.
La máscara cayó. Su andar se transformó en decidido. Fue por atrás y con la barreta que escondía entre sus ropas, la descerebró de un golpe. La sangre salpicó incluso su rostro. Limpió la barreta en el saco. Nada le hacía una mancha más. Tomó los cartones e hizo un viaje hasta su carrito. Volvió por el resto y antes de marcharse, pateó con fuerza el cuerpo para darlo vuelta.
El rostro que lo miró, ya mortecino y aún más pálido por la luz de la luna, vencedora al fin en su lucha nocturna por reinar en la noche, era el de una joven, de no más de veinte años. Había sido hermosa. Pero también olvidada.
Maldijo por lo bajo por el desperdicio y se fue. Volvería al día siguiente, como lo hacía desde que el olvido lo tomó de rehén.

jueves, 27 de noviembre de 2008

En la nieve

Apoyá tu cuerpo sobre la nieve de medianoche,
sentí el frío del invierno en tu pelo
Aquí, en un mundo propio
llegan a deleitarse desde lejanos paisajes
Y vienen a jugar sus juegos mágicos
esculpiendo sus nombres y hazañas
y lo hacen (sin saberlo aún) sobre tu
cuerpo congelado y observas el dolor con sorpresa.
En el piso, han hecho bolas de nieve
mírenlos rodar! con ojos locos mirando el cielo.
Caras sonrientes temen tu cuerpo en
el piso, y se cubren de un rojo que
sólo nosotros podemos ver
tus ojos observan como un soñador,
observan el dolor con sorpresa...
mientras tapa tus gritos,
Ellos nunca nunca sabrán.

Comienzo de Libros...

El Hombre de negro huía a través del desierto y el pistolero iba en pos de él... (La Torre Oscura - La Hierba del Diablo - Stephen King).
Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto... (La Metamorfosis - Franz Kafka).
Cuando tenía 6 años vi un dibujo en el que una boa constrictor devoraba a una fiera. Es entonces que pensé mucho sobre las aventuras de la selva y un buen día, tomé un lápiz de color y logré mi dibujo número 1.
Decidí mostrar mi primera obra maestra a la gente grande, y pregunté si mi dibujo les asustaba.
-"Por qué nos asustaría un sombrero?", me respondían...(El Principito - Antoine de Saint Exùpery).

sábado, 22 de noviembre de 2008

En Sisteron

No conocía Francia. Sus ojos, cuando las lágrimas se lo permitían, tornaban del horror a la fascinación y de allí al horror nuevamente. Todo había sucedido demasiado rápido para sus jóvenes años.
Eres joven, eres hermoso... resonaba en su interior. Esas palabras que apenas pudo susurrar -¿o sólo imaginar?-, esas extrañas palabras recurrentes, persistentes, que ahora eran un eco incontenible.
Un dolor mitigaba otro dolor y todos producían esa turbación de la conciencia. Eres joven, eres hermoso... como si ella no lo fuera. Pero ya no, ya se parecía más al despojo que necesitaban que a la bella muchacha que la naturaleza esculpió.
El lugar era espacioso, un atrio, sí, un atrio. Nôtre Dame des Pommiers, al pie de la ciudadela de Sisteron, a sólo uno o dos días de Avignon. Los Alpes caían sobre la provenza francesa blanqueando de crudo invierno la región, durmiendo los viñedos y los interminables frutales. La moteada manta blanca salpicada de grises manchones en algún risco, en algún valle, se empecinaba en cubrir la atrocidad del rito que se preparaba. Curiosos campesinos asombrados, curiosos mercaderes montando sus tenderetes, curiosos magistrados profiriendo maldiciones, curiosos monjes santiguándose bajo sus capuchas, atisbando de reojo a aquella cuya presencia era como la de un ejército formado batalla.
Bajo el raído sayo, la que fue bella como la luna ahora colgaba de sus muñecas, las articulaciones deshechas, marchitándose como una rosa de tallo quebrado.
Elegantes personajes de paso lento, erguidos, con guardia armada discutían el proceso y la espera demasiado larga. Los últimos mensajeros anunciaron el arribo instantes antes de que un par de purpurados ancianos, noble el gesto, incómodos por el viaje, descendieran del carruaje de seis caballos enjaezados con cintas blancas y amarillas.
En su desvaída conciencia sólo volvía él, joven y hermoso, una y otra vez. Ya no su triste entrega a lujuriosos monjes serviles por una gallina o, como mucho, por un corazón de buey. Ya no la peste que comenzaba a asolar la región y la despojaba de hermanos y a la vez de viejos temores. Sólo él, a quien decidió darse por nada aquella noche en la abarrotada cocina, debajo de la sabiduría de siglos que no vería otra luz que la de su propio consumirse para volver al polvo original.
No conocía Francia y lo poco que pudo le supo tan triste como su rincón bajo las estribaciones del monte donde miraba hacia arriba día y noche cuando intuyó el amor.
Cuando todo estuvo preparado, cuando se aseguró llegar a Avignon precedido de una fama excelente, cuando supo firmemente establecido su lugar entre los poderosos y la admiración de los lacayos del papa, Bernardo Gui dio la orden y tres verdugos encendieron la pira.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Here comes the Sun King

Tanto busqué este momento, ¡tanto calculé los movimientos..!
El otoño azota el leve sol, un rey sin obsecuentes ni obedientes.

Todo el mundo ríe.

Todo el mundo está feliz.
Aquí llega el rey sol.

Nunca me gustó el otoño, ni el frío, ni las chicas del brazo de su hombre arrebujados cruzando la avenida. Prefiero la sombra de este edificio. Vendrá y yo seré yo.
Hay cosas que no comprendo. Lenguajes que dicen lo que no sé decir y menos entender, porque llega el sol y deslumbra -pienso- y pierdo el sentido.

Quando paramucho mi amore defelice corazon

Mundo pararazzi mi amore chicka ferdy parasol
Cuesto obrigado tanta mucho que can eat it carousel

Este idioma de todos y de nadie me dicta en este otoño cruel lo que debo hacer.
Espero, sé esperar.

Here comes the Sun King.

El puño apretado debajo de mi abrigo y la sorpresa a la vuelta de la esquina.

Here comes the Sun King.


Si ya calculé todo... ¿cómo voy a fallar?
Con mono o sin mono lo haré de todas maneras...

Here comes the Sun King.


No puedo mirarlo a los ojos, me deslumbra el rey sol. Me ciega.

-¿Me das un autógrafo, John?

- Por supuesto, ¿para ..?
- Para Mark, y firma como Rey Sol.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Episodio

Un tercer episodio de pasado desempolvó los auges de la memoria caída.
Comenzó con una leyenda pasiva de contracturas del alma que, poco a poco, se transformó en noche eludiendo las causas de la tensión.
El medio fue una máquina del tiempo generosamente abstracta, como la Olivetti que llenaba gran parte del ropero, en el sector de los zapatos. La sacó de su hueco con gran esfuerzo. Estaba tan bien encajada como un secreto guardado sin dificultad. No molestaba hasta que la necesitó. Después de probarla intensamente comprobó que ya no funcionaba, entonces recordó el porqué del abandono, del desuso, de las huellas en las teclas después de la última canción.
Las olvidadas letras de su memoria permanecerían sepultadas con la muerte de la vieja máquina, pero se enorgulleció por no existir la posibilidad de otro renacer mecánico.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Fuga

Siente el viento golpeando el rostro y cómo la carretera se esconde debajo del capó del auto. Va lanzada a doscientos kilómetros por hora, aferrada al volante de su descapotable, dueña de su libertad, presa de su deseo.
La carretera no parece tener fin y el paisaje se torna repetitivo y fugaz. Detrás ha quedado una vida y por delante, sabe, vendrá otra.
Mira de reojo de tanto en tanto el asiento a su lado, ausente de compañía, pero no por ello vacío. El bolso está allí y eso la reconforta. Sabe que hay una conexión entre lo que contiene y el palpitar intenso de su corazón.
El motor del coche pugna por hacerse escuchar, pero el zumbar del viento es aún más fuerte. Casi no hay curvas, el futuro parece estar al fondo de una larga línea recta.
Por momentos se hecha a reír, aunque casi insonoras, sus carcajadas hacen de su rostro, una mueca de locura. El maquillaje corrido, la sangre seca sobre el labio superior de la boca y la camisa blanca surcada por gotas de algo que ahora está negro, retratan una escena esquizofrénica.
El día es claro, sin nubes amenazantes, el sol brilla en lo alto y se refleja en el parabrisas con destellos que parecen jugar sobre el vidrio. El espejo retrovisor invierte lo que ella tiene por delante, esa recta y despoblada carretera, que en lugar de aguardar, se aleja, hasta que de pronto, el horizonte, voraz, la devora.
Sigue riendo mientras siente como su pie se entierra en el acelerador. La sensación del volante es sensual, como el viento que arrebata su larga cabellera y la golpea sobre sus hombros. No deja de mirar hacia el asiento del acompañante y sentir un alivio al encontrar allí al bolso.
En el espejo retrovisor la carretera sigue escapando hacia el pasado. Pero dos puntos de colores parecen avanzar hacia delante. Primero cree que es su vista que la ha engañado. Presta más atención y comprende que no. Una luz roja y a su lado, otra azul. Y más atrás, otro par igual. De repente son no tres, sino cuatro pares...
La policía la está siguiendo. Encontraron su pista, rompieron el encantamiento de la fuga.
Se siente furiosa, golpea con fuerza el volante, maldice gritando a pesar que nadie la escucha. Maldice a su novio, cuyo cadáver lleva desde hace más de cuatro días en la maletera. La tranquiliza saber que el bolso está a su lado.
Toma una decisión y lo hace rápido. Se olvida del futuro y se aferra al presente. Con un brusco giro, abandona la carretera y conduce hacia al este, por camino de tierra. El polvo lo colma todo, incluso al punto de asfixiarla, pero es su única esperanza. Lleva el motor al máximo que puede dar, el auto va a los saltos, las ruedas ya no acarician la planicie de asfalto, sino que atraviesan las tumultuosas sinuosidades de la tierra salvaje, devorando rocas y zanjas, en una marcha atroz y desenfrenada.
El vehículo parece llevado por el diablo. Los coches de la policía hacen su mejor intento, pero cada vez quedan más atrás. Ella siente que vuelve a triunfar, que está a un paso de hacerlo.
Ríe fuerte, con toda la boca. Mueve los hombros para sacarse algo de tensión de encima. No desacelera, no se lo permite. Si bien el espejo retrovisor le devuelve polvo y nada, no puede confiarse. Mira a su lado. El bolso no está.
Se le hela la sangre. El corazón parece detenerse. Mira a sus pies desesperada, esperando que el movimiento lo haya hecho caer del asiento. Pero no está. El bolso no está.
Piensa en detenerse y volver atrás, pero sabe que es un suicidio. Quiere pensar pero no puede, está confundida. Entonces escucha su voz y el peso de su mano sobre su hombro.
Grita. Grita fuerte y aterrada. Sabe que está muerto. Lo sabe porque lo mató en el motel, le cortó la garganta y los testículos, y luego se los metió en la boca. Lo llevaba en el maletero porque pensaba enterrarlo cerca de donde se instalara, como un premio, un recuerdo de lo que todo le había costado.
No se animaría a mirar atrás, estaba segura. Pero ya estaba mirando. Con la garganta cortada, emanando ríos de sangre, allí estaba su novio. Era imposible, pero a la vez verdad. Muerto en vida, estaba en el asiento de atrás, estirado hacia delante, con algo saliendo de su boca. Sintió que le venían naúseas. El le guiñó el ojo y con la mano libre, alzó el bolso. Ella no pudo atinar a nada, ni siquiera a mirar nuevamente hacia delante.
El hizo oscilar el bolso, cada vez con más fuerza, una y otra vez, una y otra vez, y cuando había alcanzado cierta velocidad, lo lanzó al aire. Un testículo asomó de su boca, bañado de sangre. Ella volvió a gritar, queriendo arrojarse del auto. Pero ya era tarde.
El camino había terminado. La tierra cedió bajo las ruedas delanteras del descapotable a más de doscientos kilómetros por hora. El auto salió despedido al precipicio como un chorro de orín. Volvió a sentir como la golpeaba el viento, pero esta vez, como nunca lo había sentido en su vida. Antes de cerrar los ojos y dejar de pensar, volvió a ver a su novio, que no dejaba de sujetarle el hombro y supo con seguridad que estaba muerto. La locura la embargó antes que la muerte llegara.

jueves, 18 de septiembre de 2008

El miedo

Sus ojos me miraron, titilando el refugio que guardaba, la complicidad que utilizaría más tarde en sus palabras y un extraño acontecer de raíces hinchadas en su memoria.
Parecía más que un loco suelto. Parecía, sobre todo, un espasmo del día, una tormenta en un cabo solitario, un circo derribado, la neblina de no saber caminar solo.
Temí acercarme, temí preguntar, aunque por dentro sabía que temía involucrarme, que esos ojos no fueran cotidianos y supieran hablar con extremismo de un acontecimiento que, al final, nos sucede a todos. Temí deber auxiliarme.
El tiempo pasaba oblicuo en el espacio. Sobraba una parte de lo que nunca sabemos en ese trozo de recreo obligado a la espera del tren. El recorrido de la gente interfería en exceso la búsqueda de logaritmos que ofrecieran un resultado coherente a las respuestas.
¿Cuál sería su viaje para tan desbordados ojos? ¿Qué secuencia atroz imaginaba para derramar tanta evidencia?
Pensé lo que nunca pude pensar en un segundo a la velocidad de un tren que está por llegar en cualquier momento. Ya estaba todo examinado, pero ¿serviría para la investigación lo que provocaría la inercia del encuentro?
Llega el tren sin darme cuenta a pesar del tiempo de concentración. Subimos todos y cada uno se ubica en los lugares que puede, afortunadamente se puede elegir un poco a estas horas de la tarde. Sus ojos siguen mirándome inauditos, escondiendo un poco la vergüenza que provoca la multitud. ¿Qué es eso que me dice?
Me acerco tan nerviosa como si tuviera que interrogarme a mí misma. Me acerco y el contacto ya es inevitable. Pregunto, lo más prudente que me permite el momento, cuál es su malestar. Los ojos van disminuyendo su expresión. Noto un expansivo intento de evitarme. Ya no soy yo preguntándome. Este ser evade la situación con un simple “no pasa nada” seguido de un “estoy bien”. Los ojos seguían siendo oscuros y profundos. No pude imaginarme un campo abierto con soles resplandeciendo en su horizonte. Se estaba alejando completamente solo. No supe qué hacer. Tenía ganas de arrebatar a esa persona del mundo en el que se encontraba, pero no supe qué hacer. Tan cerca y tan lejos, a la vez. Tan inamovible es el miedo, a veces, tan extremo.

domingo, 14 de septiembre de 2008

El timbre de las flores

Un buen día algo lo iluminó. Caminaba por el barrio y se dio cuenta que faltaba algo. Las casitas eran lindas, las calles estaban cuidadas y había luminarias en cada esquina. Pero el celeste del cielo no combinaba con lo que lo rodeaba. Pensó y pensó, sentado en la hamaca de la pequeña plaza hasta que dio con la clave del enigma: las flores.
Al barrio le faltaban flores. Los árboles eran potenciales colosos en crecimiento, pero había mucha vereda, mucho tapialito y poco verde, nada de macetas y ausencia total de colorido.
Así comenzó la ardúa tarea en la que se encaminó Santiaguito. Con sus siete años a cuestas, apareció una tarde con una carretilla de plástico (rojo chillón) cargada de plantitas. Tocó timbre en la primera casa de la primera calle del barrio. Una señora muy grande (de tamaño y de edad) le abrió la puerta y sonrío al verlo. Recibió con agrado el obsequio de las plantitas y se comprometío a colocar algunas en macetas y otras en el terreno que daba a la calle.
Santiaguito se fue empujando la carretilla, saludando a la señora con la manito izquierda. Un par de horas volvió con más plantitas y tocó timbre en la segunda casa.
Así, de a poco, la gente del barrio era visitada por Santiaguito. También volvía a las casas donde había dejado plantitas, para asegurarse que las hubiesen utilizado para su propósito.
Al poco tiempo, la silueta del niño de siete años empujando la carretilla cargada de plantitas se había hecho familiar para los vecinos del barrio. Todo el mundo lo saludaba y lo detenían para ofrecerle chocolate caliente, jug de naranja o tan solo agua. Santiaguito (así se presentaba) nunca decía que no y mucho menos, jamás dejaba de sonreír.
El día que llevó las plantitas a la casita más alejada del barrio, que aún no había visitado, fue la última vez que lo vieron. Los vecinos esperaron en vano su figura diminuta recorriendo las calles, alegrando con su andar y el de su carretilla la vida cotidiana. Aún añoran su sonrisa, su simpatía innata, el timbre sonando...
Cuando alguno lo recuerda, les sirve con mirar alrededor y observar las flores: la sonrisa no tarda en aflorar, en arrancar una carcajada y porque no, de vez en cuando, una lágrima.
Aquel angelito voló a alguna parte, vaya a saber dónde, pero seguramente estará pintando de felicidad una partecita del mundo. Porque a los lugares siempre le falta algo, a veces son grandes cosas, otras, pequeños detalles. No siempre hay un angel dispuesto a darse cuenta. Y mucho, menos, uno que haga lo que nosotros no hacemos.

jueves, 11 de septiembre de 2008

El Caminante

Falso y absurdo como el día. El próximo mes será igual al anterior y el ardor que sienten sus pupilas es el mismo que colmó las desgastadas horas de un pasado confuso.
Los años le confunden. Cuando mira detrás de sus hombros no logra divisar claramente las coordenadas. Los recuerdos nunca se presentan tal cual sucedieron.
Algún color se difumina, alguna sonrisa se transforma en una mueca macabra, algún rencor en un simple suspiro; algún resplandor en una oscura noche.
La noche es cómplice de todos esos pesares, mientras el día repta y circula por entre las vías de la ciudad. El camina al igual que nosotros. Arrastra los pies y decide, o no, que hacer.
Una tarde se cansó de esperar esas cosas que algunos saben esperar.
Saltar no tiene sentido, y a veces esa búsqueda de sentidos nos agobia desde las tempranas horas de nuestra existencia.
El lejano mar no encierra ninguna respuesta en sí, y dejarse caer tampoco resulta tan atractivo. Simplemente atado a una cotidiana realidad decide proseguir, decidimos continuar...

martes, 9 de septiembre de 2008

Cárcel diaria

Creer que todo es verdad
Saber que todo es mentira
Soñar con ser libre,
vivir sin edad
enfrentando la prisión de los días
y la monotonía de ser esperando morir
ignorando el por qué y la razón
sin sentir ni decir,
sin permitir al corazón
pecar en rebelión.

Creer que todo dura
cuando todo tiene fin
Inmaduros por ilusionar
a un mundo perdido en gris
embellecido por el espanto
dueño sin motivos de su desencanto
moribundo en vida, como mis sueños
El día cae, como una brisa
se lleva las horas con el viento
y apaga las luces, sin culpa, sin prisa.

viernes, 5 de septiembre de 2008

En el fin...

Hora de parar este ensueño,
uno debe reunirse con el mundo real.
Me siento como un extraño,
un desconocido en un mundo extraño.
Caminando por las calles y viendo que nada es igual.
Ahora, las luces de la ciudad se apagan una por una
demasiada sabiduría y egoísmo,
el tiempo está pasando pero nosotros quedamos,
vos quedás en mí.
Atrapá lo que puedas, yo no me quedaré por mucho tiempo
volveré mañana temprano o nunca más,
resplandeciendo...

lunes, 18 de agosto de 2008

Visitantes

Sabía que vendrían, que las profecías de todos los tiempos anunciaban su quizás pronta llegada. Y llegaron ahora, en mi tiempo, en mi historia y soy testigo de este acontecimiento fundante que cambiará nuestro devenir para siempre: Existe vida –y vida inteligente- en otros lugares del universo y no sólo eso. Están aquí. Frente a mí se podría decir.
Creerán que no los conocemos, pero no es así. Años interminables estudiando los mensajes que enviaron al espacio, quizás a nosotros, quizás a todo aquel que quisiera tomar contacto con ellos, con su civilización.
Aprendimos, aprendí, a inteligir los códigos con los que intentaron comunicarse con nosotros. Supe coordinar las acciones para que científicos y tecnólogos los guiaran a nuestro mundo, un poco en secreto, un poco a voces.
Y aquí estoy, me siento salir de mí mismo, me han elegido como interlocutor gracias a la calidad de mis trabajos de decodificación y esto me honra, pero me llena de un extraño estupor. Tengo miedo y euforia, parecen pacíficos, pero quién sabe. Al fin de cuentas seré testigo y protagonista del acontecimiento más grande de la historia, el contacto directo con seres venidos de otros mundos.
¿Cuál será su saludo? ¿Será un saludo? ¿Cómo responderé? Pasé el último tiempo ensayando frases de protocolo y sé que me va la vida en ello. Lingüistas, sabios de todas las ciencias apoyándome para conseguir una comunicación satisfactoria. Por sus mensajes llegamos a la conclusión de que son pacíficos, que los mueve sólo el interés por dar a conocer su cultura y asegurarse de que no están solos.

La nave ya descendió. Un ajetreo interminable de artefactos y sistemas de seguridad, de luces y pasillos sellados eriza mi piel y me tensa indescriptiblemente. Las compuestas se abren, la metálica voz de una computadora anuncia que los sistemas de seguridad están en óptimo estado y no debemos temer por nada.
Me adelanto unos pasos en el amplio pasillo, para dar a entender que soy el interlocutor y los demás, aunque armados, sólo me acompañan.
La portezuela de la nave empieza a abrirse y la luz interna me enceguece, titubeo, pero sólo en mi interior, debo ser un emisario firme y decidido y así me muestro. Comienzan a salir, son varios, la tensión no me permite contarlos. Sé que estamos separados por sutiles paredes que generan la atmósfera vital para los visitantes, aunque ellos no sé si lo notarán.
Mi mente descifra rápidamente la imagen visual que percibo. Son sencillamente horribles. Gruesos, con protuberancias extrañas. Los hay de dos sexos seguramente, por sus formas debajo de los trajes ajustados. Los más tienen matas que brotan de sus cabezas demasiado pequeñas. Los ojos, o lo que parecen serlo, también son muy pequeños, tal vez la cuarta parte de los nuestros. Me tranquiliza mucho su estructura, tienen dos brazos y dos piernas, aunque de un grosor que parece por lo menos del doble de los míos. Sinceramente no entiendo cómo las mismas leyes naturales consiguieron generar en otro punto estos seres de ridículas proporciones.
Diluyo estos pensamientos a la hora de establecer comunicación y me concentro y dispongo a ello. Uno de ellos se adelanta, como yo. Hace un gesto que debo interpretar como amistoso. Me sobresalto cuando abre su boca enorme, carnosa. Va a comunicarse. Los sistemas de comunicación de todo mi mundo están atentos, semiólogos, criptógrafos, expertos en lenguas poco conocidas, matemáticos y un sin fin de científicos en una febril espera interminable.
Por fin articula: Mi nombre es Eva. Nuestro planeta es, era –se corrige- la Tierra, del astro Sol en el que llamamos brazo Orión de la galaxia Vía Láctea, pero ya no existe.

jueves, 14 de agosto de 2008

El Manuscrito Maldito

En 1971 una expedición de buzos norteamericanos que estudiaba el comportamiento de ciertos peces, descubrió en la costa occidental africana, en una cueva a cuarenta metros de profundidad, un manuscrito antiguo, escrito quizás hace doce o trece siglos. El manuscrito fue estudiado por arquélogos y antropólogos de tres universidades distintas.
Hoy están todos muertos. Tampoco sobrevivieron los buzos y participantes de la expedición. Fueron muriendo de a poco, por enfermedades extrañas. Aquellos que los socorrieron médicamente, también perecieron.
Desde hace tiempo junto los recortes que salen en los periódicos relacionados a tan particular suceso. He investigado durante años y no he podido dar con el paradero del manuscrito. Sospecho que ha sido destruído o bien desaparecido producto de la misma maldición que lo rodea.
Como arquéologo, es mi objeto de estudio. Como humano, mi obsesión. Debo confesar que se me han cerrado imnumerables puertas y en cientos de casos, negado enfáticamente la existencia de tal manuscrito.
Hoy escribo desde el umbral de la muerte. Creo que el hecho de investigar sobre el manuscrito ha hecho que este se fijara en mi, esté donde esté. Tengo la seguridad que la extraña enfermedad que me está matando es producto del maleficio.
No me causó sorpresa - más bien miedo - tras empezar a sentirme mareado, con fuertes dolores de cabezas y sangrando de distintos orificios del cuerpo a cada momento, descubrirme una mancha rosada sobre el pecho. Una imagen tan rara como espeluznante: la clara imagen de una calavera clavada en una estaca.
Me provoca naúseas el solo pensar que por el hecho de estar leyendo estas líneas de despedida, vertidas en sucio papel en la última bocanada de aire de mi alma moribunda, sean suficientes para ser alcanzados por el maleficio. Tengo la sensación de que así será, que usted comenzará a ser parte de este infalible mal, otrora espíritu poderoso, infierno en tierra, condenado a la nada, a la eternidad en papel, convertido en maleficio, asesino silencioso restringido al olvido, confinado a la suerte, al espíritu siempre curioso de seres obsesivos, culpables de su despertar y su volver a matar.
Las pesadillas me persiguen despierto. En ella, un enorme desierto de sequedad se extiende por todo los alrededores y en medio de él, me arrastro pidiendo por agua, pero solo, tras escarbar y lastimarme las manos, encuentro sangre.
Espero morir pronto y mi único deseo es que aquellos que lean este testimonio, quizás el último existente que hace alusión al maldito manuscrito, no sufran tanto.
Pienso que ha sido el propio manuscrito el que me ha llevado a escribir esto y hacerlo público. No me consideren culpable. Al final de cuentas, todos estamos malditos de una u otra forma.

martes, 5 de agosto de 2008

La Meca

En Las Vegas hay un garito muy reducido donde siempre figuras entrañables se reunen para beber una copa y divagar sobre la existencia humana.

A este reducto se lo conoce como "La Meca", lejos de sus connotaciones religiosas, el nombre se lo dieron sus antiguos dueños en homenaje a los tiempos en los que a Hollywood así se lo conocía.

Es un bar de luces turbias y silenciosas, decorado con amplios sofás de color bordo y cubiertos de polvo. En el mismo hay una mesa reservada para los más atrevidos, para los más intrépidos.

Un amigo me comentó la existencia de este rincón, y como mi viaje de negocios me permitia unos días libres por la gran "América" decidí acercarme a la codiciada ciudad de Las Vegas.

"Bienvenido a la perdición de los ee.uu" - me dijo el camarero de "La Meca" cuando me vió entrar. Le devolví el saludo y solicité un café américano bien caliente.

El jazz que envolvía todo el local me dejaba atónito, como perdido en una escena de "Viva las Vegas". Pero el motivo de la visita no era la música, sino aquella misteriosa mesa de la que me habían hablado en una lejana noche madrileña.

No fue difícil localizarla, se recostaba sobre uno de los grandes ventanales del local y sobre ella se podía leer un cartel que decía: "Si sabe de que hablar tendrá derecho a sentarse aquí (el tiempo no es impedimento)".

Lentamente me acerqué a ella y me deje caer en su sofá típicamente americano. A los pocos minutos el camarero me sirvió el café y me preguntó:

- "Señor, ¿de que desea conversar?

- "Pués, de nada..." - contesté tímidamente.

El dueño del local me invitó a retirarme, por lo cuál tuve que pagar aquella taza de café y salir por la puerta principal con las miradas de todos los presentes clavadas en mi espalda.

Lógicamente no tenía nada que decir en la mesa donde Edward D. Wood Jr y Orson Welles se reunieron una noche para hablar sobre Tim Burton...

sábado, 19 de julio de 2008

Sunday bloody sunday

Sus ojos de niño no me engañaban. Su forma de prestar atención cuando en la radio los boletines informativos cesaban su larga enumeración de hechos bélicos para dar paso a un tema musical, me revelaban lo que intuía. Principalmente cuando la música era rock.
Melena desmarañada, rostro sucio por la tierra, lo mismo que sus uñas, ropa desgastada por el uso y manitos diminutas pero firmes. Tan firmes como una roca, le había dicho en una ocasión. Pero el idioma impidió que me entendiera.
Lo veía todas las mañanas. Era su turno. El que elegía la música en la emisora radial tenía, sin lugar a dudas, cierta preferencia por U2. Los irlandeses se despachaban mañana de por medio con algún tema, algunos de los cuales me rememoraban otras épocas y situaciones.
Esa mañana en particular se escuchó Sunday bloody sunday, el recordatorio inmortal de la banda al domingo sangriento irlandés, que en realidad evoca ese y otros tantos hechos trágicos de la humanidad en los tiempos modernos, donde ideologías y sensateces no van de la mano.
El niño quedó encandilado por el sonido. Lo atrapó como una planta carnívora a una mosca, pero en lugar de engullirlo, lo abrazó y hasta quizás, lo hizo soñar.
Le hice un gesto con las manos, como si estuviera tocando la guitarra. Me entendió. Me dijo que no, que no sabía tocar la guitarra. Dudaba incluso que alguna vez hubiera tenido una entre manos. Señalándome, le hice comprender que yo si sabía tocarla. Algo parecido a una sonrisa se dibujó en su rostro.
Hice como si tocara, haciendo el sonido con la boca. Por primera en las dos semanas que llevaba prisionero allì, mi joven guardia se hechó a reír. Le dije que ese grupo que había escuchado en la radio se llamaba U2. Repitió el nombre dudando primero y con mayor seguridad después.
Busqué la manera de explicarle la forma en la que se toma una guitarra. Me alcanzó una vieja escoba que estaba en el pasillo. Le mostré algunos movimientos, pero se dió cuenta que era muy larga y se hacía difícil poder imitar una guitarra de verdad. Contento por la clase, me ofreció entonces el fusil que cargaba al hombro.
Lo tomé con gusto y antes que se acomodara a observarme, le disparé al pecho. Corrí hacia la puerta y disparé al guardia que estaba del otro lado. Me escabullí de la robusta casa de material y me interné en la aldea, cuidándome que los guerrilleros que me tenían prisionero no pudieran alcanzarme.
Corrí y corrí por el desierto. Dos días después un equipo de patrullaje de la ONU me puso a salvo. Sunday bloody sunday sonó durante todo ese tiempo en mi cabeza. Los ojos sorprendidos del niño, mirándome horrorizado en esa fantasmal fracción de segundo, también estuvieron allí.
La música se ha ido. La mirada no.

sábado, 12 de julio de 2008

El amigo que se fue

Lo más duro para un escritor es descubrir que no está hecho para eso. A Mike le sucedió eso cuando acabó de componer su obra cumbre, la que lo catapultaría a la cima de los rankings de ventas. Era un libro magnífico, sin embargo fue colocar la última palabra y comprender inmediatamente que no servía como escritor. El libro finalmente llegó a una gran editorial y allí tomó forma como tal, para finalmente, a los pocos meses, ser la revelación en todas partes.
Mike, sin embargo, se encontraba enfrascado en una seria depresión, de la que no podía salir. Cada día era un suplicio peor al anterior. Las ideas de muerte danzaban como fantasmas en su mente, acompañándolo desde las primeras horas del día, cuando el sol le acariciaba tibiamente el rostro por la mañana, hasta que la pálida luna lo despedía con un frío beso por la noche. En tanto, el libro se vendía de a miles ejemplares por día y la editorial comenzó a imprimir varias tiradas más. Las cuentas bancarias de Mike crecieron de un día para otro, pero ni todo el dinero del mundo podría haber cambiado su aspecto ni su sensación de permanente ahogo y desazón.
Mike salía poco de su casa, pero las veces que utilizaba sus piernas para que lo llevaran por el mundo que lo rodeaba, eran para terminar en la cantina de Al, un amigo de la infancia, de los pocos que le quedaban en aquella pequeña ciudad, perdida en los confines de la nada.
- Lo de siempre Al - le dijo Mike a su amigo una de esas pocas noches en la que se atrevía a escabullirse de su guarida.
Al lo miró como de costumbre. Con preocupación. Aquel que de vez en cuando se abría paso entre las mesas de su bar para emborracharse con varios tragos de tequila distaba mucho de ser el amigo que una vez supo conocer. Porque el Mike con el que había jugado tantas tardes a la pelota, batallado en incontables carreras de bicicleta y arruinado más de un pantalón a la altura de las rodillas jugando a las bolitas, en nada se parecía a ese despojo de ser humano que solía caer por su cantina.
Sin contestarle, sirvió el vaso con tequila hasta la mitad y lo colocó en la barra, delante de su amigo. Mike lo contempló un largo rato, como esperando una revelación, y finalmente hizo desaparecer la bebida de un solo trago. El fondo del vaso chocó con fuerza contra la barra, como era costumbre de Mike hacerlo. Al no le decía nada, pues sabía que esos vasos eran de vidrio grueso, prácticamente irrompibles. Mike permaneció cinco minutos con la cabeza hacia atrás y la mirada oculta bajo los párpados. Grandes ojeras teñían de morado su rostro. Luego pidió otro. Ese era el ritual. Y podía llegar a siete u ocho vasos. Según las ganas de seguirle el juego que tenía Al. Porque luego tenía que llevarlo hasta su casa, acompañarlo hasta la cama y dejarlo allí, como un pedazo de trapo viejo, oliendo a mil demonios, para recién después poder volver a la cantina, limpiar un poco y marcharse a su hogar, donde su señora y dos pequeños estarían seguramente durmiendo desde un buen rato antes.
Pero el ritual tuvo esa noche una variante. Mike cambió su discurso tras el segundo vaso de tequila. Al no escuchó el tradicional “¡otro, viejo amigo, sírveme otro!”. En cambio, escuchó una confesión.
“Sabes Al, hay algo raro en mí. Recuerdo cosas, como a ti y a otros chicos, jugando juntos, pero sólo son imágenes. Comprendes. Sólo imágenes. Es como el libro que escribí. Eran imágenes en mi cabeza, ideas que estaban allí y las utilicé. Las fui uniendo y el argumento fue escribiéndose sólo, como si antes que yo ya hubiese estado alguien hilvanando las ideas. Creo que me estoy volviendo loco Al, escribí un libro y ni siquiera se redactar una maldita carta. Qué me pasa Al, que me está pasando. Recuerdo a alguien más, un niño que quería ser escritor, dime quién es Al, tu debes saberlo. Dime quien es ese chico, al que en los sueños veo siempre contigo, siempre riendo, siempre hablando. Dime… porque me estoy volviendo loco”
Y Al comprendió finalmente porque no veía en ese hombre a su amigo. Porque sencillamente aquel niño se había ido, quién sabía donde, pero se había ido. Quizás el niño se dio cuenta que un adulto con ideas raras intentaba apoderarse de ese cuerpo, de ese cerebro y cuando vio rendirse su última defensa, decidió marcharse. Ahora lo habitaba otra persona, que aún guardaba en la memoria recuerdos verdaderos, pero que en realidad le eran ajenos. Era el niño el que soñaba con ser escritor, pero el niño se había ido.
Y eso era lo que el hombre había comprendido, que las ideas que había volcado sobre el papel no le pertenecían, no eran suyas, sino de alguien más que las había dejado olvidadas en un rincón. Mike, el nuevo Mike, lo supo apenas terminó de escribir el libro, pues no entendía nada de lo que había escrito. Sabía que era bueno, pero no era suyo. No señor. El no era escritor. El no estaba hecho para eso. Vaya a saber uno para que sería bueno el nuevo Mike. Quizás nunca lo llegara a saber. Pero se sentía mejor. Había podido expresarlo. El alcohol lo estaba matando, tanto como su angustia.
El niño finalmente se ha marchado, se dijo para sí Al mientras retiraba el vaso vacío que estaba en la barra. Desde esa noche ya no volvió a acompañar a Mike hasta su casa. Sin embargo nunca dejó de mirar por la ventana, con la esperanza de toparse un buen día con aquel amigo de la infancia que un día, sin decir adiós, desapareció de su vida.

lunes, 7 de julio de 2008

Días de Cine

La gente se lo exigia cada vez mas a menudo. Los amigos le insistían una y otra vez.

El Centro Cultural del Gobierno Nacional lo presionaba día tras día. Todos, inclusive su mujer, estaban convencidos de que Roberto debía escribir sus memorias.

La sociedad quería conocer los detalles del día a día de aquel gran pensador. Las editoriales saboreaban las grandes cifras que aquel libro podría generar. Todos, inclusive su vecino de toda la vida, le insistían sobre aquel emprendimiento.

Roberto llegó a creer que estaba en deuda con los demás, llegó a sentirse con cargo de consciencia por sus días y sus horas malgastadas.

Pasaban las semanas y la presión se hacía más insoportable. 

Una mañana Roberto se acercó al video - club del barrio y solicitó que se le entregará una copia de su historial como socio. El dueño del local le dijo que estaría listo en un par de horas, por lo cual tendría que esperar fuera.

Por la tarde Roberto se presentó en el mostrador del video y retiró su ficha de cliente, inmediatamente se dirigió al departamento de redacción del diario local y entregó su historial de películas alquiladas al director del periódico.

- "¿y esto que es, estimado caballero?" - preguntó intrigado el nefasto jefe de redacción.

-"esto señor....hmmm" - contestó Roberto - "esto... ¡esto es mi vida!, ¿acaso uno no es un producto de aquello que más los marcó, de todo eso que alguna vez le hizo reír o llorar?... Discúlpeme, buen hombre, ¿usted nunca se perdió frente a la pantalla del cine y lloró?"

Terminadas las aclaraciones Rodolfo se retiró silenciosamente camino al centro, esa tarde se estrenaba la última de Allen en el cine El Cairo.

lunes, 16 de junio de 2008

La muerte del escritor

Rodríguez escribía muy bien en la escuela primaria, era todo un escritor, como le decía su maestra Susana siempre que entregaba una composición o redactaba una poesía. Creció creyendo con todo fervor en que esa sería su vocación.
En la escuela secundaria sorprendía a los profesores con ensayos magistrales, resúmenes magníficos y textos de las gamas más variadas, todos ellos dotados de coherencia y estilo. Sin dudas Rodríguez tenía pasta de escritor.
Rodríguez salió del segundo ciclo decidido a estudiar Letras. La facultad fue todo un descubrimiento. Las lecturas se sucedían unas a otra, los temas eran extensos e interesantísimos, y el material bibliográfico nunca alcanzaba, porque un autor llevaba a otro y entonces la pasión por leer y saber no terminaban jamás.
Terminó la facultad de un tirón. Había disfrutado cada momento, cada párrafo leído, cada diálogo con los profesores. Le preguntaron si no le gustaría enseñar y Rodríguez dijo que si, que era un honor que lo tuvieran en cuenta.
Y así pasaron los años. En los momentos libres, Rodríguez garabateaba alguna idea y en más de una reunión informal en la sala de profesores no faltó algún colega que leyera de reojo y le dijera, Rodríguez, usted escribe bien.
Un buen día Rodríguez sintió que le dolía algo más que los huesos. El frío parecía, durante las últimas tardes, comerle cada uno de los huesos, pero estaba seguro que no era el frío lo que golpeaba a la puerta. Llamó a emergencias y se sentó a esperar, buscando con la vista una birome y papel para distraerse y pensar en otras cosas.
Para cuando llegaron los del servicio médico, ya tenía escrita una carilla de una pintoresca historia de un joven que soñaba con ser escritor. Le tomaron el pulso, le hicieron un electro y fruncieron el ceño. Con sumo respeto le dijeron: Profesor, vamos a tener que internarlo.
Mientras preparaba un bolsito con las cosas básicas de higiene y llamaba a un colega de la facultad para dar aviso de su estado, el enfermero que además era el chofer de la ambulancia leyó la hoja rayada de carpeta garabateada en tinta azul.
Cuando el hombre ya anciano les informó que estaba preparado, el enfermero le dijo: Señor, usted escribe muy bien. Don Rodríguez lo miró cansado y dolorido y si bien su intención era esbozar una sonrisa, sintió como un escozor en los ojos le anunciaba la llegada de un par de lágrimas. Al final, con los ojos brillosos, le sonrió al muchacho.
Mirando por la ventana lateral de la ambulancia en la medida que avanzaba por las calles de la ciudad, dejando atrás casas, edificios, autos y transeúntes, recordó como durante tantos años soñó con escribir cuentos, novelas y obras inolvidables, y ahora, consciente de su salud tan frágil, solitario en el mundo sin un familiar cercano, tan solo dueño del cariño de sus actuales y antiguos alumnos y del compañerismo y amistad que el tiempo en la facultad le deparó de sus colegas, estaba tan lejos de aquel sueño que le dolía en lo más profundo de su ser.
Si tan solo le concedieran un par de años más de vida, se decía, cuántas cosas podría escribir.
Pero sabía que se engañaba, que si Dios o quién fuera le dieran más años de vida, no los utilizaría para escribir, sino para aprender y enseñar. Habría garabatos en papel, si, pero tan solo ideas sin fin, puntas de ovillos que nadie desenredaría. Sin dudas tenía un don natural, pero jamás sabría hasta donde hubiera llegado. Acaso fue dueño de historias únicas e inolvidables, pero nunca nadie sabría cuales. Ni siquiera él. ¿El destino había sido tirano y cruel?. Rodríguez no lo creía así, era inteligente y sabía que la muerte de un escritor no era producto de la falta de quién lo leyera, sino la falta de voluntad del mismo para escribir.
Sabía bien que lo suyo había sido un suicidio literario. La ambulancia lo llevaba a su última morada. La vida, en tanto, había sepultado sus historias con complicidad consciente.

Smallvilla

- "te juro que el tano cuando se cayó de la bici no se hizo ningún raspón!" - aseguró Pablito
- "dejáte de joder si yo fuí miles de veces al chorro de Acindar y esa zona es re jodida, sino decime a mi que partí el cuadro de la bici millones de veces y sino era por el nene no había quién siguiera en dos ruedas" - constestó furioso Andrés
- "¡que sí! ¡yo lo !, el tano se partió al medio y voló hasta la otra punta de la barranca. pero cuando te digo que voló es que voló, ¿me entendés?"
- " claro y yo soy mandrake, pero escuchame, ¿vos me estás tomando por pelotudo?" - se enfureció Andrés
- " te lo juro por lo que más quieras que al tano no le quedó ni una marca..." - aseguraba una y otra vez  Pablo.

Palabras más, palabras menos; los dos polémicos amigos se fueron al club Talleres a seguir discutiendo sobre la hazaña del tano con la certeza de que la verdad era algo que se les estaba escapando de las manos.
Claro está que ninguno de los dos sabía que aquella agresiva noche del 11 de noviembre de 2003, cuando un brutal tornado azotó la ciudad, un meteorito visitaba la casa del tano.
Claro está que ciertos secretos deben guardarse muy bien, sobre todo en ciertos lugares.

miércoles, 11 de junio de 2008

Encuentro al fin

Esperame, dijo, y corrió hacia la puerta. Lógicamente, me arrellané en el sillón al desabotonar un poco la camisa para indicarle el camino. Sólo un tictac lejano se oía con un tempo que cada vez más se rezagaba al latir de mi pecho rotundo y sediento. Tome el vaso con gesto suficiente y fílmico. Rocé con mis labios su borde, me dejé invadir por el aroma cálido y profundo del vino que destapó.

Justo un segundo antes de comprender la demasiada espera subió una melodía dulce, cansina, y su voz, aquella que me cautivó por primera vez, se plegaba con la síncopa precisa de quien se ajetrea mientras se suma a una canción. Estaba allí. Y se preparaba para mí. Naturalmente me plegué con un tarareo bajo y retenido.

Sabía que volvería a llamarme, que sin mí su todo era nada y su belleza hostil no daría cabida a extraños, que no podría buscar otros brazos ni otros horizontes. Entonces sólo recordé que esa figura flamígera me pertenecía y que una vez más se encendería en mis brazos.

Cerrá los ojos, se oyó desde la otra habitación y desde el fondo de los vasos que reclamaban en la mesa. Los llené hasta la mitad y cumplí el pedido.

Pasos caídos sobre la alfombra indicaban que se acercaba.

Estiré un brazo invitándola. El juego había comenzado. Noté que apagó las luces. Tomó mi mano y la rozó por la trémula piel de su cintura. Sabía que estaba desnuda, siempre fue predecible y siempre simulé no captarlo. Pero su predecibilidad me encedía más y más en la cuenta de los meses sin ella. Ya no cabía en mí, era mía, mi pertenencia y sentía subir el ardor desde abajo.

Cuando te diga, abrilos. Y me dio el vaso mientras el otro paseaba por mi espalda al momento de caer la camisa. Rodeándome en un mar de caricias confuso y demasiado lento, mientras bebía la sentí despojarme de atavíos sin razón ni lugar. La luna me besaba con ella hasta que se apartó suave cuando sus manos me invitaron al sillón.

La plenitud era total, sus manos recorrían mis piernas mientras se arrodillaba, mía.

Abrilos. Y alboroté su flequillo para ver la luna en sus ojos, pero mi ansiedad podía más y comprendí turbado que los vasos brillaban en ellos y que sentía el vino incandescente en las sienes y el poderoso veneno deteniendo de una vez por todas mi corazón. Predecible una vez más.

domingo, 8 de junio de 2008

Toro siberiano

Arreciaba la nieve sin contemplaciones y la noche se sumía en un silencio que azotado sin respiro por el silbido demoníaco del viento, transportaba en sus alas transparentes lúgubres noticias para los campesinos de la región, quienes encerrados en sus robustas viviendas daban cuenta del mensaje y sabían que el invierno sería largo y helado.
Pero ni el viento ni la nieve intimidaban a la figura que avanzaba por el camino que bordeaba la aldea. Parecía un hombre enorme, de aspecto tenebroso, que vestía ropas oscuras, las cuales confundían aún más su silueta al recortarse contra la espesura de la noche.
Un par de campesinos lo siguieron con la vista desde el cobijo del hogar a través de los vidrios de las ventanas, pero sin intenciones de salir a darle resguardo. Quién estuviera afuera con el tiempo que hacía estaba loco o no era del lugar.
Sin embargo, la criatura que avanzaba a paso firme y seguro, sin siquiera titubear o temblar ante el frío y el viento, conocía bien la zona. Puede que también estuviera loco, lo sabía, pero su filosofía era otra, igual que su resistencia, más parecida a la del toro que a la del hombre.
Su juventud había terminado hacía años, pero el vigor de entonces perduraba en su fuero y aún la sangre que corría por sus venas tenía el fragor de mil llamas.
Su aspecto tosco podía engañar a cualquiera. El descuido de su imagen era fruto de su deseo. Su andar solía estar acompañado de un combustible ardoroso para el alma, como el alcohol, pero esa noche no.
Venía de un largo viaje y su vida tenía un propósito. El que no había encontrado al casarse siendo aún un joven, cuando vivía robando ganado y oliendo a borracheras mientras buscaba mujeres con las cuales acostarse.
Había cosas que no cambiarían pues su creencia era clara: Se debían cometer los pecados más atroces, porque Dios sentiría un mayor agrado al perdonar a los grandes pecadores. Y él obedecía a Dios. Y era la imagen de su hijo, vagando ahora en la noche helada de la Rusia del siglo naciente. El mismo frío de su Siberia natal. El mismo frío de sus ojos.
Volvía de su viaje y sabía donde ir. Se había ido campesino y había vuelto místico. Sus poderes lo harían grande, su visión del futuro, indestructible. Atrás quedaba la muerte de su hermano, su abandono. Su vida tenía ahora una misión y era dirigir una nación.
¿Cómo un campesino devenido en borracho, refugiado luego en un monasterio, padre de una cantidad incontable de hijos que jamás conoció, podía dirigir una nación? Sonrió para sus adentros. La figura tosca ni se inmutó por fuera.
Un guardia del zar lo interceptó en el camino, tal como lo había previsto y no le dio tiempo a nada:
- Me llamo Gregori Efimovich y la zarina Alejandra Fédorovna espera por mi.

La salida

Qué era lo más importante de su vida, cuál era su meta cincuenta años después, con los errores ya cometidos y ninguna esperanza por delante.
Valía la pena quedarse sentada en la cocina, delante del televisor, sin prestarle atención a las imágenes que de este se desprendían en un torrente de frivolidad e indecencia y sin embargo, lidiando con las otras imágenes, las propias, las dolorosas, las que volvían una y otra vez a la carga como un jinete fantasma. O mejor, como un malón completo.
Y la polvareda que dejaban a su paso, allá arriba en la cabeza, eran enormes, con secuelas penosas y tristes, que la llevaban al llanto, al desconsuelo.
Cincuenta años y nada por delante, como tampoco hubo nada a lo largo de toda esa vida. Pequeñas alegrías, podría alegar en su defensa. Su hija, su única y preciosa gema, por la que relegó los días y veló las noches. Una época que se le antojaba lejana, casi irreal, como un sueño vivido por otra persona, bajo otro cielo, en la que llegó incluso a amar.
El amor. Ese desvarío del corazón que nos confunde los sentidos y nos lleva por caminos inciertos sin posibilidad de retroceder, porque lo hecho, hecho está y no hay lágrima vertida que el tiempo se digne en enjuagar.
En ese ayer remoto, distante, amé. Y lo único bueno fue el fruto de ese amor, la pequeña Celeste, la hoy señora Celeste. El resto podría borrarse y enterrarse, o mucho mejor, ocultarse, esconderse, desintegrarse. Qué fácil sería, la oscuridad de la noche sería al menos un poco menos tenebrosa y la vida, no tan vergonzosa.
Pero el pasado es parte de uno y a nadie la obligan a elegir, al menos en los tiempos que corren. Elegí y lo hice mal y vaya que he pagado el error. Vaya que lo pago día a día. Si aún los fantasmas no se habían olvidado de mi, no señor.
Las paredes hoy relucen blancas, pero porque me he esmerado en que así estén desde la mañana hasta la noche. Testigos mudas de mi sangre, tantas veces salpicadas, hoy son mis fieles compañeras. Yo y mis cuatro paredes, mi patética realidad, mi día a día, mi existir.
Qué son los golpes del ayer comparados con la soledad de hoy. Con el desarraigo en vida, el alejamiento de la gente. La vergüenza que las espaldas cargan en nombre de otros, del daño sufrido y el que uno es consciente, han sufrido otros. Pero uno debe bajar la cabeza, porque en todo caso, uno lo eligió. A eso no se le llama ser víctima, sino estúpida.
Las oportunidades no existen para ciertas personas, el dolor llena esos huecos, la desdicha es la moneda corriente y la indiferencia el pago que se recibe. Y dentro de uno se genera odio, bronca y amargura. Y se junta todo en la garganta, en forma de un nudo que si se rompe es para llorar, porque no se transforma en gritos, sino en lágrimas.
La boca siempre está reseca y el mal aliento no se va con nada. El corazón está cansado, pero alguna fuerza ajena lo hace marchar. Es la condena de los que quedan, de los que deben sufrir por los pecados de los demás. Y por errores propios.
El deseo de morir no es escuchado por ningún ente superior. En la penumbra que me invade la mente en todo momento, incluso los oigo reírse. Cuando la polvareda se retira, parsimoniosa y cansina, un fétido olor lo inunda todo y nada de lo que intente por disuadirlo lo logra.
Si estoy cerca de la mesada, tanteo en el cajón superior y saco la cuchilla, pero el filo desaparece cuando busco rebanarme las venas. A veces creo que al fin la sangre está corriendo, pero son las lágrimas de mis sollozos las que me engañan recorriendo mis brazos.
He buscado la muerte bajo el paso del ferrocarril, pero cuando me arrojo a las vías me convierto en un ser transparente y los hierros en movimiento me atraviesan con la fuerza de mil demonios, pero ni siquiera me dejan un rasguño. Las veces que me tiré del techo, caí pesadamente, pero sin rastros de golpes y mucho menos, de moretones.
Mi vida me ha llevado hasta esta locura y digo no poder soportar más este cruel destino, este pago diario de deudas ajenas y errores propios.
Los puños en el rostro de ayer son los golpes sin dolor físico de hoy; los insultos se transformaron en fantasmas que se ríen, el sufrimiento ajeno en vergüenza. El sobrevivir, en una tortura.
Cualquier salida a este infierno, sería una bendición. Cualquiera sea. A veces creo escuchar que las voces me dicen que haga lo mismo que él, pero Dios, eso es una aberración. Sin embargo, hay días que me encuentro en medio de la polvareda pensando en ideas extrañas y me convenzo en que algo de verdad podría haber en esas voces, pero de inmediato las alejo, las rechazo... aguanto, soporto, pero no se por cuánto tiempo más podré resistir, sola, ajena a todos, en este existir sin sentido, entre paredes blancas y un televisor que no deja de chillar y chillar y chillar...

miércoles, 4 de junio de 2008

Frenesí

El negro se vuelve más negro y de repente un flash blanco corta la noche y los gritos se amplían intentando derribar el aullido de los cientos de parlantes que atronan alrededor pero es en vano, el movimiento continuo lleva los cuerpos a esa ola inquietante que nunca se detiene y los brazos van y vienen, lo mismo que las piernas y las caderas, un mar colapsado en una noche de colores relampagueantes, que no identifica rostros, sino imágenes que se superponen en un solo éxtasis de fervor.
La música los lleva, la marea se mueve a su ritmo y los juegos de luces cumplen su papel y los jóvenes se entregan a una danza inexacta, con un sentido superficial y a la vez espiritual, dejando salir el delirio contenido de la semana, el deseo de ser tocado y acariciado en la oscuridad, de sentir el sexo opuesto cerca, de gozar llevado por el frenesí y el alcohol.
El dj los atormenta desde el anonimato de sus consolas, jugando con sus miembros, obligándolos a sentir la música dentro de sus cabezas, con los tímpanos a punto de reventar, pero todo sin dolor, al contrario, tan agradable como besos húmedos y la sensación de estar en un cielo cósmico, de no pisar la tierra, elevándose por encima de la marea y sentir los gritos y risas ajenas como propias, una mente única moviéndose en un solo latir, un solo ritmo.
Desde la barra, solitario y apartado, un joven traslada su deseo a su mirada y la obliga a no perder de vista a una rubia preciosa que se mueve descontroladamente, con movimientos tan sensuales como imprevistos, tan deliciosos como mortales para su deseo. Y esos movimientos lo contagian y se da cuenta que no puede detenerse, el frenesí lo acaba de arrebatar de su butaca y lo envuelve en el ritmo, y su cuerpo comienza a sentir lo que otros cientos, los brazos suben y bajan, la pelvis se adelanta y contrae y la música lo hace partícipe.
Y avanza entre la masa viva, sintiendo los roces, las piernas que lo abrazan, los torsos que se le pegan al cuerpo y los flashes juguetean con sus ojos, pero no pierde de vista a esa rubia infernal, dueña de sus deseos, ama de su necesidad, orquestadora de su virilidad.
La ve sensual, sexy, atrevida, su cabello claro, su cuerpo ardiente, su movimiento incesante, el rostro pequeño sacudiéndose al ritmo de la noche, ocultándose en los colores de las luces, desgarrando la oscuridad con su infinita hermosura. Y llega a ella, se le pone delante y baila con atrevimiento, el corazón se siente acelerado, sus piernas no responden a sus pensamientos y su mente se ha ido a viajar. El momento es espectacular, tan irreal como un cuento de medianoche, la música confundiéndolo absolutamente todo, el alcohol haciendo su efecto, las drogas alucinando en todas partes, el latir del piso, esas piernas debajo de la mini falda, ese cuchillo en la chaqueta y ese deseo incontrolable de sacarlo allí mismo, justo allí y desvainarlo en medio de la locura con las luces ocultándolo a pesar de estar frente de su mirada, de acercarse y dar la estocada certera y letal y sentir en pleno dancing, con la marcha machacando en los oídos como la sangre resbala por el filo y se escurre entre los dedos, tan sensual, tan sexy, tan atrevida...

martes, 3 de junio de 2008

Hombre del espacio

Siempre sorteó un caminar errático por las suaves curvas de un Madrid medieval atascado de promesas. Las nervaduras subterráneas de la ciudad acumulaban sueños abandonados y oleaje de amores de paso.
No le fue fácil anticiparse a lo que finalmente transformó sus días en una catarsis existencial. Sabía que podía abstenerse a ser un tipo sin especialidades y esa amalgama de sensaciones que contrajo desde que se supo conciencia floreció como una frágil amapola nocturna intentando identificarse ante su nuevo reto. Cada verbo que escuchaba, ajeno a la intemperie de su nostalgia, se hizo carne en su boca reproduciendo exactamente la invariable y enérgica respuesta que evocaría una nueva sonrisa.
Tan fácil se sucedió este saber con el tiempo y tan mudo pudo volverse en cuestión de días. Especial nunca se sintió pero sí útil aunque nunca pudo contarlo. Su vida era tremenda, veía que tenía tanto trabajo por hacer, tantas ganas, tanto amor. Le bastaba que la gente pudiera comprender lo que pensaba de la vida. Hecho esto sabría que para alguien el camino sería mucho más liviano. La confianza es calidad de vida, le chistó un amigo sabio.
Una vez alguien le preguntó de dónde sacaba tanta energía. Sorbió una gran bocanada de aire y se limitó a contestar “soy un hombre del espacio”.

lunes, 2 de junio de 2008

Primera fila

Dudé entre entrar o seguir espiando por la vidriera. Finalmente me quedé afuera. Si bien el frío aportaba su granito de arena como para decidirme por el interior del restaurante, opté por soportarlo. Además, era más seguro.
Mi ubicación era ideal, del lado de afuera pero justo donde el nombre del lugar, en armoniosa pintura oro y plata, ornamentaba el vidrio. Teniendo astucia para situarse, se podía observar el interior sin que desde allí pudieran notar la presencia de uno. Y llegado el caso que alguien notara mi presencia, muy difícilmente podría asegurar si miraba para dentro o bien, era un casual transeúnte detenido en la vereda, quizás resguardándose del viento para prender un cigarrillo o bien, hablando por el celular.
De todos modos, allí estaba, revoleando el cuello entre las letras que pintadas formaban el nombre del local, buscando la mejor posición. Sentía a mis espaldas el ir y venir de coches sobre la avenida y el paso apurado de la gente, que distraida parecía que en cualquier momento me llevaba por delante.
Sería el mediodía, no llevaba puesto el reloj. Lo dejé hace un par de días para que lo revisaran, porque estaba atrasando mucho y todavía no he ido a buscarlo. Pero el movimiento en la calle y las mesas completas casi en su totalidad, en el restaurante, me hacían suponer que si le erraba, no era por demasiado.
En eso se me acercó un hombre mayor y me preguntó que estaba mirando. Con la mirada lo hice retroceder. Mire si va a tener idea de lo que preguntaba. En todo caso, había más vidriera para ver. A los pocos minutos la bronca me fue ganando. De ser el único espiando, tenía a casi una docena de curiosos, incluyendo al hombre mayor.
Y por culpa de todos esos negligentes, que no tenían mejor cosa que hacer que copiarme la idea, llegó la policía. Se acabó toda la gracia para mí, si señor.
Enfadado de verdad, me alejé de mi estratégica posición y me fui calle arriba, en dirección a casa. Con la cana en el lugar, el asalto terminaría en pocos minutos. Al menos tuve la suerte (y privilegio, sí señor, porque el viejo llegó después de eso) de ver como le volaban los sesos al mozo que se resistió cuando empezaron dos de los encapuchados a violar a la rubia de la mini negra.
Vaya a saber uno en que termina todo. Má si, después seguro lo pasan en la tele.

sábado, 31 de mayo de 2008

Sanputa

Le decían "Pinino", pero se llamaba Joaquín. Se creía un gigante, el rey de la cuadra, pero medía con suerte un metro cuarenta y apenas si tenía diez años.
Jugaba en la calle desde que tenía tres. Se escapaba por el garage, cuando su mamá no lo veía y se quedaba horas con los vecinos, mientras en su casa todos creían que dormía.
Aprendió de golpes y golpizas, de juegos y trampas, de amigos y enemigos, de nenes y grandes, de mentiras y verdades. El barrio estaba plagado de niños mayores y con ellos el aprendizaje estaba asegurado.
Para los ocho, se sentía el más malo de todos. Era el que gastaba las bromas pesadas a las niñas, el que se hacía dueño de la pelota, el que elegía a que jugar. Impartía justicia, castigando a placer. Imponía las reglas y decía lo que se debía hacer.
El "Pinino" era mandamás entre los niños. Los demás sin embargo no le temían, lo respetaban, que es algo muy distinto. Los nenes, claro. Las nenas del barrio intentaban no pasar por la vereda del "Pinino". Para los adultos, era un pícaro bárbaro.
En la esquina, una pequeña plaza era escenario todas las tardes de emotivos picados, guerras sin cuartel, persecuciones, manchas, escondidas... hasta que un buen día, al Federico le compraron la Play para el cumpleaños.
"Pinino" y unos más notaron que no estaban los de siempre. Además del Federico no veían al Pelusa, a Tito, Micha, López ni tampoco al Cabezón, a Veleta, Cosme, Kevin y pararon de contar. No daba ni para un picado de tres contra tres.
Qué pasa acá, se dijeron y se pusieron a investigar. A los quince minutos descubrieron en la casa del Federico a toda la barra que faltaba. Estaban meta gritos jugando a la Play cero kilómetro del dueño de casa.
Manga de huevones, vamos a la plaza, les gritó el "Pinino", pero nadie le dio importancia a sus palabras. Incluso se ganó un reto de la mamá de Federico, que justo llegaba al living cargando dos fuentes colmadas de bizcochitos dulces: "¡la boca Joaquín, dónde crees que estás!".
Y no solo fue el reto, perdió al resto de sus aliados. Eh, por qué no avisaron que venían para acá, dijo la Larva y junto al resto de los que venían de la plaza, se tiraron de cabeza entre la muchedumbre, ansiosos de sumarse a la lista de anotados para jugar.
Masticando bronca, el "Pinino" se quedó solo, mirando espaldas. Pegó media vuelta y se fue pegando un portazo. En el camino a su casa pateó el perro del viejo Fernández y arrancó dos margaritas del cantero de doña Funes. Pasó como un rayo delante de sus padres y se encerró en su cuarto.
No le abrió a nadie ni se dignó de ir a cenar cuando ya la luna resplandecía pálida en la noche. Trabó la puerta con llave y dos armarios. Resistió los gritos de sus padres y cuanto éstos se dieron por vencido y se acostaron, dio comienzo a lo que había estado maquinando en su cabeza durante las últimas horas.
Salió por la ventana, cuidando de no romper el silencio. Un par de perros ladraban a lo lejos, pero nada fuera de lo normal. Los grillos hacían todo el ruido que podían, pero era un sonido repetitivo y común, que a nadie alarmaría.
El cielo se había nublado hacía un rato largo y la ausencia de la claridad de la luna fue un aliado. Se movió sigiloso entre las sombras, con el alma oscura como un verdadero sanputa. Los ojos despedían fuego, como si fuese un diablo atrapado en el cuerpo de un niño.
Llegó hasta la casa de Federico y se obligó a morderse los labios y no insultarlo, al menos en voz alta. Sacó los fósforos del bolsillo del pantalón y se trepó al caño de desagüe. Con astucia y agilidad, subió al techo. Sabía lo que buscaba: el bidón de nafta que el papá de Federico siempre guardaba cerca del tanque de agua. Lo roció todo y sin perder tiempo en bajar, encendió un fósforo y lo arrojó al suelo. Todo a su alrededor ardió en un santiamén. Un espectáculo de fuego y placer.
Mamá lo despertó al amanecer. Sin los armarios haciendo tope, entrar no había sido ahora problema. Su mirada estaba acongojada y temía decir lo que él sabía que diría. Le tomó una mano y casi esquivando su mirada, empezó a contarle que algo muy feo le había pasado a un amiguito suyo, que no tuviera miedo, que era una historia fea pero que tenía que estar preparado. ¡Qué feo para un niño, pensaba mamá, tener que saber que estas cosas pueden llegar a pasar en el mundo en que vivimos! Y llorando, comenzó a hablar...

domingo, 25 de mayo de 2008

Detrás

Decidí podar la enredadera. El día era propicio. El sol se había ocultado tras grises nubarrones y la brisa calurosa de días atrás, había finalmente desaparecido.
La oxidada tijera de podar cortaba el aire en cada exhalación y sus extremidades, al acariciarse como amantes, mutilaban las débiles partes de la verde enredadera, que se esparcía inherte sobre la desprolija gramilla.
A medida que desaparecía la enredadera, el tapial dejaba ver sus ladrillos desgastados y enormes telarañas. Las hormigas huían despavoridas ante el peligro próximo. La tarde se empapó del sonido de la tijera, ocultando todos los demás. Un ritmo pegadizo, repetitivo y hasta tétrico.
Mis brazos estaban húmedos por el sudor, pero no sentían el cansancio. Los múrculos en lugar de pedir auxilio parecían disfrutar de cada movimiento, como si la acción los hubiese despertado de un letargo infinito.
Pensé en detenerme en más de una ocasión, pero la mente no pudo con el cuerpo y el desacuerdo llevó a continuar la tarea. La tijera se abrí y cerraba cada vez con más velocidad y fuerza, como si en cada mordisco al aire se alimentara de energía y al siguiente movimiento esa energía se transformara en mayor vigor.
Mis ideas se perdieron en un mar tormentoso, la vista se nubló por completo. Sin embargo, no me detenía. De pronto vi en el tapial la forma de un óvalo enorme, una figura ahora cubierta por revoque mal terminado, cubierto de telarañas y hojas secas, en el que alguna vez habían estado ladrillos como los que conformaban el resto del tapial.
Las manos guiaron la tijera a cortan alrededor de la figura, dejando al descubierto la totalidad de ésta. Nacía casi a la misma altura que el tapial lo hacía del suelo y elevaba hasta casi tocar la parte más alta, dónde la mirada se confundía con el cielo y la enredadera cruzaba al patio vecino.
¿Se había roto esa parte y la habían arreglado mis padres? ¿Habría sucedido en mi niñez, dado que no recordaba el tapial derrumbado en una parte? Y ahora que lo pensaba... ¿siempre había estado allí esa enredadera, cubriendo el arreglo de cemento?.
Dejé de podar la enredadera y cometí, lo que hoy considero, fue un error. Busqué el hacha y sin pensar en lo que me diría el vecino, comencé a golpear con fuerza en la zona gris del tapial, antes escondido por el verde frondoso de la enredadera.
Le di con fuerza, con los brazos tenzados. Le di una y otra vez. Al poco tiempo noté la primera grieta y el vigor con el que había podado un rato antes, se poderó otra vez de mi. La grieta convocó a otras y la pared de pronto pareció arañada, no solo golpeada por el hacha, sino también lacerada. Y de las grietas creí ver que manaba sangre y me dije, queriendo convencerme, que estaba loco.
Pero no lo estaba. La sangre cayó sobre la enredadera muerta, tiñéndola de un bordó sin vida. Me sobresalté, pero no por eso dejé de golpear el hacha. Una parte de revoque cayó, deshaciéndose las partes en polvo a medida que caían. Y lo que observé me asaltó como un fantasma, me paralizó por completo y el hacha cayó con fuerza, golpeándome. Dos pequeñas manos entrelazadas, con la piel seca, los huesos añejos sobresaliendo, opacos y sucios, pero sin embargo, goteando sangre, como si sus dueños recién hubiesen perecido.
Ahogué un grito de terror, me caí de espaldas y dejé que el pánico me dominara. Mi respiración de agitó, mi pulso aumentó y mi mente quiso huir pero algo la retuvo. Lo mismo que aún me retiene en sueños entre la delgada línea de la vida y de la muerte. Fue la imagen nítida y deslumbrante de esa cadena de oro sujeta a la muñeca del brazo de una de esas manos. La misma cadena de oro que tiene mis iniciales y luce desde hace más de treinta años en mi muñeca, el feliz regalo de mis padres para mi primera comunión, que hacía juego con la medalla del mismo color que le colgaron al cuello a mi hermana en aquella ocasión...
Me arrastré lejos del tapial, agobiado y asustado, con la espeluznante imagen frente a mis ojos. La tijera yacía a metros de donde había caída el hacha y ambas herramientas parecían sonreír bajo el cielo gris.
Retrocedí todo lo que pude, hasta que un hormigueo atacó mi cuerpo. La lucidez se disipaba nuevamente, como tantas otras veces. Me sumía al sopor de todos los días, al estado de muerto viviendo al que estoy acostumbrado. Lo corpóreo comenzó a desdibujarse como siempre ocurría, pero esta vez había algo diferente: había encontrado la pieza fundamental del rompecabezas.
Ahora ya reconozco la forma que debo armar. Y no lo niego: me espanta de solo pensarlo.

domingo, 11 de mayo de 2008

El difícil mundo de los negocios

Begonias, margaritas y alelies.
Las ordena en el camión, cuidando de no romper los cajones que guardan los plantines. Está sudado y cansado, con deseos de un vaso de agua y un par de horas a la sombra, lejos del viejo acoplado y de las órdenes de su patrón.
Tulipanes, zinias y malvones.
Más cajones, más fuerte el sol. Para antes de las cuatro Raúl, para antes de las cuatro... una y otra vez, como si se pudiera olvidar. ¿Furioso? No, era poco comparado con lo que sentía. Acaso Miguel lo estaba ayudando y mucho menos Rafael. Con seguridad, tirados de espaldas contra el viejo tronco, atacando entre mate y mate, con firmeza, una bolsa de bizcochos.
Jazmines, rosas y flor de liz.
Son las últimas flores a cargar. Cuando termina, ya no entra nada en el camión. Se saca la remera y se limpia el rostro. La enorme cicatriz que le cruza el pecho resplandece bajo la luz del sol. Antes de meterse en el depósito, sacude el cabello húmedo salpicando el piso sucio.
Pala, ganzúa y linterna.
Recibe de su jefe las cosas, junto a la orden de guardarlas lo más rápido posible. Lo hace y pregunta si llama a los demás. El patrón le hace saber que no será necesario, que se irán ellos dos solos. No lo entiende hasta que ve la tierra en la manos del otro y la sangre en el overol.
Arranque, acelerador y carretera.
El camión se pierde por el camino que sale hacia el pueblo, dejando atrás el vivero atracado. Verán el desorden, las macetas rotas, la galería destrozada y comprende que jamás sospecharán que debajo de tanta tierra desparramada, yacen dos malvivientes en los que ni él ni su patrón, por distintos motivos, pudieron confiar.

viernes, 9 de mayo de 2008

El almuerzo

El jardín siempre luminoso y la fresca sombra de los árboles adornándolo. Los chicos corretean por ahí, respirando un aire puro de cielo azul. Allá va Beba acarreando platos y cubiertos, haciendo malabares mientras cruza el caminito de piedra en dirección a los tablones que harán de mesa.
El abuelo José está en el parrillero, cuchillo en mano y hablando seguramente de política con el tío Adriano. Me fascina el atuendo de José: camisa a cuadros, de colores claros, bermuda por arriba del ombligo y ojotas verdes. Adriano en cambio, solemne como es su característica, de zapatos, pantalón de vestir y camisa de algodón.
Cerca de la higuera anda la tía Camelia. Hacía años que no la veía. Siempre tan frágil, de andar dubitativo, como si la próxima brisa la fuera a derribar. A su alrededor, volando en su triciclo, el Jacinto, el más chico de los hijos de mi hermano Martín. A él no lo veo, quizás esté en el quincho, ayudando con las ensaladas.
Sin trabajar, ya apostados en sus lugares de la mesa improvisada, Carlos, Manuel y Félix. Seguramente los correrá de un momento a otro la tía Ofelia, para colocar el mantel. Mientras, intentan arreglar el país con sus ideas. Susana pasa por al lado y sonríe cómplice. O una idea loca o un piropo ganador. Susana es mi prometida. Tan bonita. Va camino a la calle, despreocupada.
Están arribando más comensales. Veo bajar del coche a un elegante don Alfonso, el papá de Susana y a su nueva mujer, de la que confundo el nombre: Roxana o Romina. Puede que en realidad termine siendo Matilda, lo mismo da.
No veo a mis viejos y tampoco a mi hermana. Y no reconozco a un par de niños. Pero el detalle me tiene sin cuidado. En una familia numerosa, los críos no tienen nombre propio hasta que son adolescentes o bien, se mandan alguna macana digna de ser colocadas en un anecdotario.
Se siente el olor a asado en el aire, viajando sin destino y llevando envidia a las casas vecinas. No hay nada más envidiable un domingo al mediodía que sentir ese rico olorcito y saber que otro lo está haciendo.
El viejo José ya está dando vuelta los chorizos. No es de los que los pinchan. Tiene la teoría que así conservan mejor el sabor. Y al abuelo José, mejor es no discutirle. Por otra parte, sus asados han sido motivo de elogios toda la vida. Se le acerca Ofelia y con seguridad está intentando averiguar cuánto falta.
Es que ha visto llegar en otro vehículo a su hermana, es decir, a mi madre. La veo desde donde estoy, muy arreglada, hermosa como siempre. Mi padre le brinda el brazo, servicial y caballero como en sus años mozos, y ella desciende del auto. Del otro lado, baja mi hermana. Todos van de oscuro y reprocho el gusto inmediatamente: no es un día para oscuro, todo lo contrario.
Susana se acercó a recibirlos. Ella también es hermosa. En parte me recuerda a mamá, dos amantes de la elegancia. Mis dos coquetas favoritas, como suelo llamarlas. Susana y mamá se abrazan largamente y me parece ver lágrimas en los ojos de mi madre.
Me dijiro hacia ellos, con la idea de alcanzarlos antes que lleguen al quincho. Mi sobrino Raulito casi me atropella en su loca carrera hacia una pelota que alguien le arrojó lejos. Ni siquiera me pidió disculpas. Hijo de mi hermano tenía que ser.
Ahora que estoy más cerca confirmo que son lágrimas. Bueno, pienso, que será lo que hoy arruine tan hermoso mediodía. La tía Ofelia ya los alcanzó y también la abraza. Mi papá lleva ahora de la mano a mi hermana. Llevan en sus rostros tristes sonrisas de compromiso y ojos colorados, de un dolor reciente.
Estoy casi a tres metros y le guiño el ojo a mamá, pero no me ve, porque entra sin detenerse al quincho. Detrás van entrando Susana y Ofelia y cerrando el grupo, mi papá con mi hermana. Me llega clara la voz de papá, ronca y desgastada por el cigarrillo y los años, pero reveladora y mortal como una daga:
- Un año. Un año sin tu hermano, Caro. Dios mío, Caro, que eterna se hace la vida, que dura que es...
Y comprendo que eso negro que llega con la voz es la realidad y me dejo envolver. Y de a poco, aunque no lo quiero, los colores y el azul del cielo se van desdibujando, para teñirse de un gris opaco, el color de todos mis días, la neblina que me acompaña a diario en este no existir que en vida llamamos la muerte...

lunes, 5 de mayo de 2008

Siete y veintidós

Siete y once de la mañana, Angelina sale del garage de su casa manejando el Renault de su esposo. Todavía quedan vestigios de la noche, aunque no falta demasiado para que el sol se ponga en todo su explendor. Angelina sabe que está llegando tarde para recibir a su jefe en el aeropuerto y por esa razón acelera ni bien llega a la esquina de su calle.
Siete y once de la mañana, un nuevo día para Silvana que escucha con bronca como arranca sin problemas el motor de su viejo Peugeot. Piensa en las ganas de seguir durmiendo y en lo difícil de su ardua tarea de ser madre responsable y docente a la vez.
Siete y quince, un semáforo céntrico demora a Angelina más de la cuenta. Golpea con fuerza el volante, culpándose de no haber doblado dos calles antes. No solo llegaría tarde, sino que no podría dejar la correspondencia en el correo como le había prometido a su hermana.
Siete y quince, Silvana consulta su reloj y sabe que si bien cuenta con tiempo, a su directora le gusta que lleguen un rato antes para "ponerlas" al día. Menea la cabeza resignada y se da cuenta que un peatón confunde el movimiento con un gesto, apurando el tranco y cruzando la calle casi corriendo. La primera sonrisa del día, se dice.
Siete y veinte, Angelina cruza los dedos y aprieta cada más fuerte el acelerador. Los dedos cruzando son en deseo que no le pongan una multa; el pié al fondo, para intentar el milagro, no ya del correo, pero al menos el del aeropuerto. A esta altura, la palabra clave es justamente "milagro".
Siete y veinte, podría tomar por la avenida, pero a Silvana no le gusta la avenida en ese horario. Tránsito fluído, padres apurados por llevar a sus hijos al colegio y volar a los trabajos. Cómo cada día, dobla una calle antes y evita el caos cotidiano de la doble mano.
Siete y veintiuno, Angelina golpea el volante con fuerza porque el semáforo no cambia a verde y repite en voz baja una y otra vez, como poseída: "voy a llegar, voy a llegar, voy a llegar". Está a unos trescientos metros de la avenida y de allí todo derecho hasta el aeropuerto. Se cansa y cruza en rojo.
Siete y veintiuno, tarde o temprano Silvana sabe que tiene que llegar hasta la avenida, sencillamente porque allí está el colegio. Pero hay días que estaciona delante de la escuela y otra veces que guarda el auto en la cochera que está una cuadra antes. Hoy es un día de opción dos.
Siete y veintidós, el Renault parece una flecha y Angelina es un manojo de nervios. Sabe que a poco metros hay una escuela, pero eso tampoco la detiene. Silvana viene en su Peugeot, más atenta a la entrada de la cochera que a la calle. El encuentro de ambos vehículos es inminente.
El Renault, conducido ferozmente por Angelina, pasa a menos de cinco centímetros del Peugeot que conduce distraidamente Silvana. Los espejos retrovisores parecen besarse. Angelina no conoce a Silvana, ni Silvana a Angelina. Jamás tendrán la oportunidad. El auto de Angelina sigue de largo y dobla en la avenida, con rumbo al aeropuerto, a sabiendas que llegará tarde. Silvana aparca tranquilamente su coche, sin importarle el apuro de la directora.
Cuatro y veinticinco, el escritor es consciente que terminó tomándole cariño a los personajes, optando por salvarles la vida. Sabe que el relato ha fracasado y coloca punto final.

domingo, 4 de mayo de 2008

La Vieja Época

La Vieja Época comenzó extrañándose entre tanto cambio.

El control de su rumbo había perecido sin darse cuenta

entre saltos y desencuentros con el bienestar.

La carrera tornó la velocidad de un rayo sustancial

entre episodios desamparados y

nuevas expectativas delante de cada paso.

Multitudes insolentes de cortas esperas

atraparon el eje conductor por el riel de lo factible.

Confundió su pasado con su esencia,

olvidó su raíz del otro lado del perfume.

La Vieja Época se reconoció cuando sólo se recordaba

entre melancolías de reuniones solitarias.

Las riendas estaban ya demasiado lejos para alcanzarlas,

pero no quería comenzar de cero

una historia que no disponía de principio

más que su propia razón.

Y esa fue la palabra que necesitaba

para restaurarse, “la razón”.

Entendió por fin que nunca fue pasado

su necesidad de pertenecerse y que el tiempo

había sido viento conjugándola.

La Vieja Época ahora es

viajando en el transcurso,

aportando expectativas desde sus ramas,

como yemas de fresno,

para ampliar su curvada extensión,

sus años de vida.

sábado, 3 de mayo de 2008

La vieja

La vieja está cansada. Ha fregado de más durante muchos años y quiere acostarse a descansar. Le piden que aguante un poco más, que aún es temprano y el sol está en lo alto. Pero la vieja no quiere mirar al cielo, porque allí están varios de los que ama y no puede olvidar. No, les dice, quiero ir a descansar, por favor.
Pero la retienen un rato más, la convencen con promesas de que la van a ayudar y se queda. La tientan con cebar unos mates y allá va ella, resignada de su suerte, de su existir. Y qué tal unas tortas fritas, no vendrían mal unas tortas fritas. Y la vieja comienza a amasar.
La tarde es eterna y ella sola en su soledad, enjuagando lágrimas mientras quita telarañas con el plumero, trapea los pisos y zurce calzoncillos rotos. La llaman de afuera y le dicen que el otoño ha tendido su habitual manto de hojas y le dan la escobilla de metal y una lona grande. Qué quede lindo, le piden y se van a patear un rato. Y la vieja sueña con ser hoja y escaparse con el viento.
Pero solo escapan suspiros y nuevos dolores que se trepan a los anteriores. Su espalda ya parece una colina de tantos achaques superpuestos. Pero la vieja no puede parar, porque de ella depende el mundo. Y así las camisas están planchadas y dobladas en los cajones, las medias ordenadas sin equívoco y los zapatos brillando al pié de las camas.
De vez en cuando se mira las prendas y las nota remendadas hasta no poder, pero no se aflige, sabe que gracias a ellos los demás están bien vestidos y salen a la vida con elegancia. Total, ella si apenas sale para los mandados. Y de vez en cuando, viaja en colectivo al cementerio para llevar flores, que recogió del jardín, a sus seres del corazón, que ya no están. Y es allí dónde llora, porque sabe que nadie la ve. Porque allí solo hay paredes de concreto, insulsas, con apenas nombres grabados, sin vida, ausentes de la realidad.
Y vuelve. La vieja siempre vuelve, con sus achaques, su mirada tímida, su servilismo inmaculado. Y otra vez es el mismo día. La misma sinrazón de ser, existiendo para los demás, para que los demás existan, en un juego de palabras que no entiende ni quiere entender.
La vieja está cansada y quiere descansar. Pero le dicen que es temprano, que aún el mundo quiere girar. Y allí está ella, haciéndolo posible, sin chistar.
Y sin que nadie la vea llorar.