martes, 29 de septiembre de 2009

Copla para ponerse en camino


Sometido a tu belleza pretendo caminar y digo
que no bastan los olvidos para arrancarme el camino,
para sacarme del medio, para borrar el hastío
de vivir ya sin buscarte, de soñar con vos, destino.

Y prendado del delirio de llegar hasta tu reja
hago huella la ilusión y paso firme la esperanza.
Que andar siempre hace brisa y pisar levanta tierra,
Y, sin embargo, qué fácil es quedar en la añoranza.

Valga esta copla, mi amiga, como signo luminoso,
como boya, como bandera que en ristre azota el viento.
Valga mi sueño, locura, que una vez puse al camino
y que quizás, más que nunca, sea estéril, ya lo siento.

Pero no puedo quedarme, vida, si estás muy lejos.
Necesito el horizonte que se aleje ante mis pasos.
Necesito desafíos, nubarrones, algún hechizo,
que dé sentido a mi vida y a mi muerte en el ocaso.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Cuento utópico

El hombre apareció un día y pidió permiso para subir al techo. Don González, que vivía solo como un ermitaño, le preguntó para qué. Para ver las estrellas desde un poco más cerca, le contestó.
Don González no se negó. Cómo se le va a negar a un hombre amable subir al techo para un motivo tan noble.
A la mañana siguiente aún permanecía allí. Le alcanzó de comer y una botella con agua. Luego le ofreció un colchón, pero lo rechazó con educación. El hombre permaneció esa noche y la siguiente y la siguiente.
Para la cuarta noche se acercó un grupo de diez personas. Toda gente del barrio. Le pidieron permiso a Don González para subir al techo a hacerle compañía al hombre. No podía negarse. Los conocía de toda la vida y siempre habían sido buenos con él.
Al día siguiente llegaron más personas. Y al otro, y al otro...
A los diez días, el dueño de la casa tenía a casi setenta personas sobre su techo. Dado que no podía alimentar a tantos, todo el barrio colaboraba. Algunos se encargaban de preparar la comida, otros de alcanzar agua, un grupo recolectaba mantas para cuando refrescaba, unos muchachos se encargaron de alquilar unos baños químicos que instalaron en el patio.
A los quince días, ya eran más de cien. Para entonces, el barrio ya estaba organizado. Parecía un engranaje funcionando a la perfección. Cada uno cumplía su rol y todos participaban alegremente.
Ese día se dieron cuenta que el hombrecito que había iniciado todo ya no estaba. Lo buscaron en cada rincón del techo, en los baños, en las casas aledañas, en otros techos... pero no estaba, se había ido. Lejos de desilusionarse, los vecinos estaban felices porque gracias a él habían aprendido a convivir.
La gente se bajó del techo, pero nadie cesó de colaborar con los demás. Todavía conservan la puntualidad de juntarse en las calles al salir las primeras estrellas para compartir unas empanadas al horno, pastelitos o sanguchitos y contemplar absortos todo lo inmenso que nos rodea, pero a la vez tan lejano.
Cuando vuelven la vista a su alrededor comprenden entonces que todo lo que está cerca es más grande, real, tangible. Y entonces, ahora lo cuidan, porque entienden que es aún más maravilloso que todo ese catálogo de estrellas que los visita cada noche.
Dicen que el hombrecito va de barrio en barrio. Aunque no en todos los techos le permiten subir.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Lo no escrito

Roberto era un escritor arriesgado.

Desde el primer día que decidió dedicarse al mundo literario comprendió que su labor sería única.

Había decidido enfrentarse al misterio de la página en blanco. Al momento máximo de la confrontación entre el ser humano y la divinidad; entre el baile de musas seductoras y el cenicero ahogándose en un rincón de la mesa.

Roberto cruzaría la frontera. Él se encargaría de mostrarle al mundo la faceta oculta de la escritura. Lo no escrito.

La extraña mezcla del no saber decir con el no tener nada que decir.

Efectivamente Roberto sabía que se encaminaba hacia un abismo duro de digerir; hacia una marcha silenciosa con destino al negro horizonte.

Así fue como Roberto se sentó aquella mañana del 4 de Diciembre de 1994 frente a su cuaderno de notas y decidió hallar la clave de lo no escrito.


El vecindario alarmado luego de 4 años de ausencia decidió comunicarse con el cuerpo de policía nacional (que luego de cuatro rigurosas semanas de trámites y verificaciones) derrumbó de una patada la puerta del domicilio de Roberto.


Las crónicas del día afirmaban que un joven escritor había sido hallado muerto a causas de una severa inanición en su domicilio particular. Entre las pertenencias del fallecido se encontraron algunas fotonovelas francesas y la obra en la que se encontraba trabajando cuando la muerte decidió hallarlo.


Pasados unos meses la editorial que guardaba los derechos de autoría de Roberto editó un voluminoso libro que contaba con 1245 páginas en blanco en formato Din A4 y en su portada, grabado en oro, se podía leer "Lo No Escrito".

martes, 22 de septiembre de 2009

El chico

El chico vio cuando le robaban la cartera a la señora.
Fue el primero en correr a socorrerla.
El primero en preguntarle como estaba.
Le sostuvo la mano, buscando en ese gesto la tranquilidad ajena.
Abrazó a la señora, que podía ser su abuela.
Le pidió tranquilidad y paciencia. Le prometió la policía y corrió en busca de un teléfono.
Fue quién le dijo a los que que se acercaban, lo que había sucedido.
El chico se había hecho cargo de la situación, ante la fragilidad de la mujer.
La policía acudió a él para recabar datos.
Se puso a las órdenes de ellos, trazó descripciones y conjeturas, imploró por justicia y la seguridad de todos.
Le palmearon la espalda y le agradecieron su ayuda. Le dijeron que era un ejemplo de ciudadano, de esos que no abundan.
Tomaron los datos de la mujer y salieron en busca del asaltante.
Otro patrullero llegó para trasladar a ella hasta su domicilio.
Se ofrecieron a llevarlo, pero el chico les dijo que no se preocupasen, que más vale hiciesen su trabajo.
Los vio alejarse, a unos llevando la mujer, y a otros por el camino equivocado.
Es que el chico había visto todo y por eso actuado.
Porque así como vio el robo, también que el ladrón era su padre.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Las chicharras en verano

En la vereda, de pantalones cortos, Marianito se contenta con seguir con la mirada la tortuga de su hermano.
Hora de la siesta, primeras semanas de verano. Silencio morboso, solo quebrado de a ratos por el canto de una chicharra. Marianito entrecierra los ojos y ahora ve una tortuga partiéndose en dos.
Una va hacia arriba y se eleva, hasta perderse de vista. La otra permanece con las patas sobre las baldosas, avanzando indiferente.
Vuelve a jugar con los ojos y ahora al acercar los párpados uno a otro, pero sin alcanzar a cerrarlos, ya no son dos, sino cuatro tortugas las que ve.
Dos salen hacia arriba y las dos otras permanecen en el suelo, con el paso sereno pero decidido.
Marianito abre los ojos y lanza una carcajada. El juego lo entusiasma. Y a medida que sigue probando, cada vez son más las tortugas que ve desprenderse como fantasmas de la original, la Carlota de su hermano.
Claro que por no prestar atención, Marianito se olvida que no debe permitirle a Carlota que vaya más allá de la línea invisible señalizada por el fin del color amarillo del frente de su casa. Y Carlota lo cruza, con todo el peligro que ello entraña.
Peligro porque siempre don Mario, que no duerme la siesta, sale por las tardes a pasear a su mujer por la ciudad, aprovechando que no hay tránsito. Y sale en su auto, que es lo que coloca la situación en torno a lo trágico.
Y trágico porque al salir el coche marcha atrás, deja sin posibilidad a don Mario de saber que su rueda trasera derecha ha pasado por encima de la tortuga del hijo más grande de Benicio, el vecino policía.
Primero cree que ha sido un ladrillo, pero luego al observar el rostro asustado del pequeño Marianito, sentado en el suelo frente a su casa, y escuchar luego el alarido de desesperación que salió de la frágil garganta del chico, supo de inmediato que había atropellado al bicho con caparazón.
De la casa de Marianito salió Benjamín, su hermano, de ya ocho años de edad y atrás su madre, Leonora, visiblemente preocupada, temiendo que su niño más pequeño se hubiese lastimado. Pero mientras ella respira aliviada al verlo sano en el sueño, mucho más grave es la situación para Benjamín, al darse cuenta cuál es el producto del llanto de su insoportable hermano menor.
Bajo la rueda del Citroen del vecino panzón yace aplastada su querida Carlota. No quiere mirar, y sin embargo lo hace. Pero en lugar de ir hacia su mascota, se lanza sobre Marianito, insultándolo con bronca. Mamá interviene justo, y casi aturdida por el llanto del más chico, manda a su habitación a Benjamín. Este chilla, quiere explicarse, pero no hay peros. Mamá comprende, pero no va a dejar que golpee a su hermanito.
Don Mario se acerca, tímido y con culpa. Hace un gesto con los hombros, como diciendo qué iba a saber. Leonora lo comprende. Le dice que no se preocupe, que solo era la tortuga, que verán de conseguir otra para los chicos. Con un gesto de asco, don Mario retira el animalito muerto y le pregunto a su vecina qué hacer. Ella no sabe, tírela a una bolsa y métala en la basura le dice. Jamás pensó en que su hijo mayor hubiese deseado enterrarla, como toda mascota se merece.
Vamos Marianito, le dice a su hijito, ahora con hipo, aunque ya sin llanto. Vamos adentro, le repite. Pero Marianito está absorto en la tortuga aplastada, ahora en el suelo, a la espera del regreso de don Mario y la bolsa mortuoria.
Y mira la tortuga con pena y entonces entrecierra los ojos, como antes, cuando jugaba. Y por más que se esfuerza, la tortuga no se multiplica.
Lo intenta una y otra vez, hasta que don Mario vuelve y la saca de su vista.
Por un momento pensó que podía obrar el milagro y aprovechar el momento en que la imagen se desdoblaba para agarrar alguna de las que se elevaba, pero no tuvo suerte. El espíritu del animalito ya no jugaba con él. No había duda que dentro del caparazón, ya no había nada.
Moqueó por última vez y se metió en la casa, escuchando como las chicharras inundaban de su canto esa tarde de verano que nunca jamás olvidaría.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Escena del bosque

El conejo paró sus orejas y olfateó el aire. Algo se aproximaba y podía ser peligroso. Se internó en el bosque, entre los árboles más próximos.
Oculto detrás de un tronco, asomó sus ojitos hacia el camino que venía de la ciudad. Vio avanzar a dos hombres llevando un niño en brazos. Los siguió con la vista hasta que se perdieron detrás de una elevación del terreno.
Se quedó inmóvil en el lugar, sin hacer el menor ruido. Los hombres le habían inspirado miedo. Al rato los vio volver, pero ya sin el niño en brazos. Aguardó a que se alejaran por el camino y cuando decidió que no corría peligro, salió de su escondite y corrió a los saltos hasta donde suponía, habían ido los hombres.
Era una pequeña parcela, entre los árboles. La tierra era blanda porque corría un arroyo cerca. Un montículo de hojas secas cubría un sector del suelo recién removido. Hurgó con su hocico en la tierra hasta dar con una pequeña manito. Le pasó la lengua con curiosidad y notó la frialdad en la piel.
Miró hacia todas partes y viendo que estaba solo, se acurrucó sobre la manito, para darle calor. Sabía que de nada serviría, pero al menos haría más que los hombres.

martes, 8 de septiembre de 2009

Yo creo que fue Juan

Marcelo le dice a Raúl que sospecha firmemente que Juan es el responsable de la desaparición del paquete de yerba.
Raúl discute con Andrés, quién sostiene que Marcelo invoca demonios pronunciando lo que pronuncia. Teresita le susurra al oído a Nicolás que la situación se está yendo de las manos. Nicolás, temblando de miedo, le sugiere a Martita abandonar la casa en ese mismo instante.
Martita vuelve a mirar a Marcelo y luego a Raúl.
En un momento suspira y abandona la ronda. Se aleja lentamente del centro de la mesa donde se encuentra aquel enigmático y sucio tablero de Ouija y les dice a todos los presentes:

“¡¿Me pueden decir dónde está el paquete de yerba para empezar la mateada?!”.
“¡Ya te lo dije, se lo llevó Juan sólo para asustarnos!” - respondió enfurecido Marcelo.
“¡Basta!. Ya me cansé de todo esto,¡yo me piro!” - reprochó embravecido Raúl, quién abandonó a toda prisa la habitación.

Era obvio.
Como podría Juan haber robado aquel paquete de yerba si llevaba muerto más de un año luego de aquel trágico accidente de coche volviendo de Rosario junto con Marcelo.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Travesura

Los primeros cálculos estimaban que aproximadamente doscientas eran las personas que estaban atrapadas en el interior del edificio que ardía en llamas.
Los bomberos acababan de llegar. Tres dotaciones.
La niña que estaba en la vereda del siniestro tendría unos diez años.
Lo primero que hicieron los bomberos es sacarla del área de peligro. Pero al cabo de unos minutos, vieron que nuevamente estaba allí, mirando hacia arriba. La volvieron a retirar a una zona segura.
Las primeras brigadas que habían entrado volvieron a salir con rostros totalmente perplejos.
- ¡Capitán! Allí dentro no hay fuego. Ni siquiera hay gente en los departamentos...
- Pero mire las llamas teniente, el humo se alcanza a ver a un kilómetro de distancia.
El teniente volvió a contemplar la imagen y se encogió de hombros.
- Capitán, no se que decirle, dejé a mis hombres dentro, esperando una orden suya, pero ni siquiera hay escaleras para llegar más allá del segundo piso.
- Teniente, entre nuevamente y... niña, pero te he dicho mil veces que salgas de esa vereda!
El capitán corrió tras la niña y la alzó en brazos. El teniendo fue con él. La cruzaron al otro lado de la calle.
- Pequeña, dónde vives, debo llevarte con tus papis, te estás poniendo en peligro.
- No hay peligro señor, el incendio no existe, el edificio tampoco. Solo que hoy quise imaginarme un edificio en llamas. ¿No cree que me sale bien?

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Tomar carrera

Empezó a sospechar cuando cayó en la cuenta de que nadie tomaba en serio sus afirmaciones.
Lentamente fue descubriendo o, mejor dicho, dándose cuenta de que su forma de pronunciar las palabras era diferente a la del resto.
Era el último en terminar de almorzar y el que tenía que lavar los platos. Claro, clarísimo, sus hermanos iban a la escuela.
No guardaba recelo ni antipatías, pero lo descolocaba percibir evidencias de que no era como los demás. Creyó comprender que había chistes que no entendía, pero sí lo hacían otros más chicos que él.
Quedaba para lo último en la pisadita para elegir jugadores. Y si el número era impar y el partido se desequilibraba, era el que pasaba para el equipo que perdía. Moneda de cambio de un centavo, daba lo mismo donde se lo ponía. Y eso lo empezó a aterrar. Comprender que no era nadie, o más bien, que era una carga.
Largos llantos de su madre encerrada en su habitación nombrándolo. De alguna manera se había convertido en la causa de infelicidad de quienes lo rodeaban. Y ahora se daba cuenta. Ahora.
Entrevió la dicha del rostro de los demás cuando jugaban al truco, a la escoba, cuando leían cuentos, cuando hacían juegos de palabras. Todo lo había intentado, pero se revelaban esquivas e intrincadas para sí las tareas que a otros les resultaban casi triviales.
Pensó en la muerte. Esa salida rápida. Esa puerta de emergencia ante el desastre de todos los días. El abismo de una vez ante los pozos de todos los días. El paso al nunca más ser ante el casi no ser de todos los días.
Pero no pudo.
Volvió a pensar en la muerte. La de los demás. La de los de las risitas de reojo. La de los pibes, que elegían siempre a otro. La de su madre, que sufría sin sentido. La de sus hermanos, que se mufaban por su lentitud.
Pero era quedarse solo, más solo que hasta ahora. Más solo que en la propia muerte.
Ovillando odio y desesperación se preguntó una y otra vez qué hacer. Pero las razones se evaporaban cuando quería atraparlas. Se quedaba siempre a mitad de camino del razonamiento, con decisiones a nunca tomar.
Entonces se convenció de que tenía que prepararse como para un salto. Sin saber para qué, acarició la idea. Saltar. Alto. Lejos. Dar ese salto que a nadie había visto dar. Lo investía de orgullo un heroísmo que todavía no había demostrado. Pero tenía que tomar carrera.
Su tonta sonrisa de presentación iba trocando por una de satisfacción. Tenía una idea clara. Era todo. Pero era suya.
Hasta que respiró profundo un día. Se levantó antes que nadie. La madre lo saludó como siempre, entrecortando el beso con un suspiro, y se fue a trabajar. Esperó paciente a que despierten sus hermanos.
Les preparó el desayuno. Mientras lo devoraban sin prestarle atención, juntó fuerzas, cerró los ojos para darse ánimo, tomó carrera y les dijo: -Escuchen, ¿quién de los dos me enseña a leer?