sábado, 31 de julio de 2010

El sentido del cambio

Cambiar por cambiar -pensaba Jairo mientras caminaba hacia su trabajo- no tiene sentido. Todo cambio trae consigo la humillación de lo que fue, la pérdida de lo conseguido y la aventura de lo posible.
Y estaba claro. Una posición acomodada, éxito profesional, juventud. Buen aspecto, traje impecable, cabello cuidado. Llamaba la atención de las muchachas y él lo sabía. Y no renegaba de ello.
Pero cambiar, esa palabra más gastada que suela de cartero -según su abuelo- le atravesaba la garganta desde unos días atrás. Cambiar, la pucha...

Entonces recurrió a las herramientas que lo impulsaron a su nivel profesional. Esas herramientas impecables que aseguraban el éxito a quien las utilizaba a conciencia. El análisis costo-beneficio, teoría de la decisión, análisis foda y toda clase de artilugios garantes de la seguridad de logros. Las cuadras que separaban su departamento de la oficina, que recorría puntualmente día a día, eran su espacio de reflexión cotidiano. Hasta que ocurrió aquello. Eso que sintió como un alambre en las ruedas de la bicicleta de su infancia. Ya no avanzaba firme y seguro por la vida, se le dificultaba y le llenaba la cabeza de ruidos.
Si el cálculo preciso y la vigorosa percepción de las expectativas de los demás le aseguraron la certeza en sus negocios, cómo no iba resultar en este caso.

Esquivó al cartero, que andaba acelerado. Apeló a la evaluación costo-beneficio. Rápidamente, así como cuando analizaba un presupuesto, Jairo calculó, imaginó gráficos y tendencias. No. No había forma de que los costos sean superados por los beneficios en esa ecuación vital. ¿Para qué cambiar..?

Saludó a la viejita que regaba las macetas sin flores de un balcón bajo a la calle. Apeló a la teoría de la decisión. Propuso los inconmensurables. Calibró incertidumbres. Eligió cuidadosamente parámetros, visualizó tablas. Leyó mentalmente porcentajes. No. La teoría recomendaba no cambiar.

Le hizo señas de hoy no al cafetero que se le acercaba. Apeló al análisis foda. Fortalezas, oportunidades, debilidades, amenazas. Lo estudió todo con esa hábil intuición para los negocios que había aprendido a desarrollar. Conocía muy bien sus fortalezas y debilidades, las repasó sin sorpresas. Vio claramente que las amenazas que traería consigo ese requerimiento de cambio que lo carcomía por dentro sepultaban a las oportunidades que traería e movimiento. No. No daba.

Pasó al lado de Emilia, la muchachita formoseña que baldeaba la vereda del caserón contiguo a la oficina. Cambiar. Para qué. ¿Para qué? ¡¿Para qué?!
Apoyó la mano derecha en el picaporte. El frío del metal le sacudió el sistema nervioso como una electrocución. Cambiar por cambiar no tiene sentido.

Volvió sobre sus pasos. Miró a Emilia a los ojos mientras le sacaba el secador de la mano. La tomó delicadamente de la cintura y le dijo: -Estoy enamorado de vos. Por lo que más quieras, venite a vivir conmigo.
No se dio cuenta de que el maletín se estaba mojando en la vereda.

lunes, 26 de julio de 2010

Apocalipsis de un Déjà vu

Del futuro no queda más que una simple esperanza. El hechizo del tiempo llegó a su fin con aquella bengala gigante que tras cruzar los cielos, penetró en el alma del planeta, destruyendo sus mares, sus tierras, sus habitantes.
Una estela de fuego cubrió el aire que se tornó irrespirable. Los seres agobiados corrieron en torno de la muerte, agitados, asustados, entregados al horror. Cambiaron los vientos, se nublaron las estrellas. Del sol no hubo más respuestas. De la luna solo el recuerdo. La noche se hizo día.
Tras el calor, llegó el frío. Si quedaban esperanzas, murieron con las primeras heladas. Si había vida, pereció en aquel nuevo ocaso.
El tiempo vuelve a contar desde cero. Lentamente. Como en un nuevo nacimiento. El futuro es solo una palabra que no tiene quién la pronuncie.
La brisa se lleva el polvo de lo que fue por encima de esas aguas negras que alguna vez se llamaron mar y se pierden lejos, en el olvido de la existencia, en la incertidumbre de un horizonte nuevo, repleto de dudas e incertidumbre.
Una melodía que nadie escucha resuena en todas las direcciones. Es el sonido de la nada, haciéndose eco de la soledad. El mundo vuelve a comenzar, como señal de un pasado que ha terminado.
La escena es cíclica, eterna. Tan compleja que nuestra minúscula existencia, ayer, hoy o mañana, es insignificante ante tremenda realidad. Y a pesar de ello, aún guardamos aunque sea una simple esperanza del futuro.

domingo, 18 de julio de 2010

Colina abajo

Bajó de la colina esperando no encontrar a nadie y así fue. Caminó hasta el viejo pueblo y transitó como un fantasma sus calles desiertas.
Buscó entre los objetos abandonados en las calles algo que le resultase familiar, pero los recuerdos eran vagos, repletos de telarañas. La mirada no se detuvo en nada en especial. Aquello era como recorrer la muerte luego de un desastre.
Acaso así era, eso estaba haciendo. Con la salvedad que habían pasado muchos años. Llegó hasta vivienda que cerraba la última calle. Reconoció formas, imágenes, pero todo resultaba muy lejano, casi como en otra vida. Se asomó al jardín trasero y un escalofrío recorrió su piel al creer haber escuchado voces de niños jugando.
Allí no había nadie, ni siquiera el tiempo le había devuelto el césped. El amarillo reinaba como en todas partes. Se limpió el rostro de dos lágrimas que habían aparecido casi por arte de magia y retrocedió por el camino por el cuál había llegado.
Regresó a la colina, como siempre lo hacía, con el dolor a cuestas y el sabor de la soledad castigándole el alma y el corazón.

martes, 13 de julio de 2010

Pampero

Siempre decía que un día me iría del pueblo hasta que lo hice. Todas las mañanas me repetía frente al espejo la misma frase, casi como un mantra espiritual: “Me tengo que ir, aquí nunca pasa nada...”.
El poblado se extendía a lo largo de la llanura y estaba bañado por un arroyo discreto pero bastante rumoroso. Al menos así es como lo recuerdo...

¿Qué será de sus costas ahora que mi pasos se producen a millones de kilómetros entre capas gaseosas y atmósferas desconocidas?
Aunque creo que ya nadie me recordará, siento en mis entrañas que les debo unas disculpas a todos mis vecinos del pueblo dónde yo creía que nunca pasaba nada....

Mi infancia pasó desapercibida para mi padre y mi madre, el arroyo, el campo y los caballos eran moneda corriente en mis horas de diversión lejos del colegio y sus absurdos presbíteros vestidos de negro y repletos de mentiras para contarnos.
Mis días se sucedían sin alteración alguna que indicara que años más adelante yo sería uno de los primeros hombres que pisaría el suelo de Titán.

En el mismo momento en que la sonda espacial Cassini obtuvo los datos reveladores acerca de este satélite, el “tic tac” de mi reloj se bloqueó mientras yo cabalgaba frenéticamente próximo a las instalaciones que la NASA había construido años atrás en la llanura pampeana.
Detuve mi avance y dejé amarrado al “Pampero”, mi fiel compañero equino, en uno de los postes del alambrado que delimitaba el acceso a los inmensos galpones industriales con los que ahora me enfrentaba.
Quizás fue un golpe de suerte o una rotación de turnos de vigilancia lo que permitió, en ese instante, que pudiera ingresar al recinto sin que nadie notara mi presencia. De cualquier modo, igual creo que hoy ya no importa mucho ese mísero detalle...

La nave blanca y luminosa que me transportó hasta Titán llevaba un escudo precioso que me deleitó desde el primer momento en que lo vi. Era un triángulo perfecto, pintado con trazas de colores metalizados que poco a poco iban conformando la silueta de un caballo. Sin dudarlo, supuse que eso era un buen presagio; de alguna manera pensé, el “Pampero” se había colado conmigo dentro de las instalaciones.
El resto sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Sentí un fogonazo que me rozó los oídos, luego unas sirenas y un llamado feroz en un idioma que yo no conocía del todo bien pero que intuía brutal. Corrí desesperado e ingresé por la primera puerta que encontré abierta que justamente estaba ubicada debajo de ese maravilloso escudo que enarbolaba la nave.
El conteo inicial no se detuvo y pude deducir que era un descenso numérico. Lo poco que sabía de inglés me lo había enseñado Don Rubén, el almacenero de la estación de trenes, y sólo eran un par de frases de presentación y los primeros diez números.
Creo que al entrar en la nave iban por el número cuatro, lo próximo que recuerdo es un golpe seco en mi cabeza y un despertar confuso y silencioso frente a un mar de estrellas.

¡Y yo que decía que en mi pueblo nunca pasaba nada! ¡Ayyyy “Pampero” mío si vieras esto te dormirías de aburrimiento!
Miles y miles de puntos brillantes me iluminan la frente que apenas asoma por la estrecha ventanilla desde donde observo mi travesía. Los controles de la nave se manejaron solos durante todo el viaje y una voz que no llegaba a distinguir no dejaba de repetir frases y saludos que nunca me molesté en contestar; además estaban en inglés y ese idioma no es mi fuerte.

Luego vino Titán y sus radiantes suelos cargados de gases y líquidos completamente extraños. Supe que este satélite se llamaba así porque entre la infinidad de pantallas que titilaban en los tableros de mi nave una en particular me llamó la atención. Era muy pequeña y tenía un dibujo de un planeta circular celeste señalado como “Tierra” y otra esfera, próxima a un punto indicado como “Saturno”, que rezaba “Destination: Titan”.
Cuando la nave aterrizó este puntito de la pantalla se encendió y desde ese momento deduje que ese lugar sería mi nuevo hogar.

Ahora camino frente a un arroyo que fluye bajo unas extensas capas de hielo, pero pese a todo puedo ver como el agua corre mansamente por sus entrañas. El silencio es abrumador y cuando pienso en mi pueblo y en el “Pampero” amarrado al poste y sin alimento se me estremece el pecho ferozmente.
No sé que haré de mi vida de aquí en adelante, de momento sólo me dedico a escribir mis memorias en este cuaderno azul que encontré en la nave. Espero que algún día se acerque a mi esa extraña figura que me vigila desde lo lejos para poder contarle mis tristes relatos, mis recuerdos del pueblo, mis aventuras con el “Pampero”, el color de la llanura cuando el sol se ocultaba, la sonrisa de las chicas de la plaza del centro....

En fin; y yo que decía que en mi pueblo nunca pasaba nada...
¡¡¡Ahhh “Pampero” mío si vieras esto te dormirías de aburrimiento!

viernes, 9 de julio de 2010

Neblina

para Neblina
El gordo Pérez le encontró el apodo justo, Neblina. Como para no serlo, aquella fría mañana de sábado no se veía a más de cinco metros y aunque a pesar de ellos era imposible perderse la cita de patear un rato en las Dos Rutas, esta tenía un condimento extra. Había aparecido quien recibiría el mote por la difusa confusión entre su cabello blanquecino y la espesa bruma reinante. No había partido, éramos pocos y la visibilidad obligaba al invisible árbitro colectivo a suspender el encuentro y hacer unos pases con jueguitos antes de tocarla a otro. Un reducido stonehenge de entusiastas que se agrandaba al sumarse uno más o se achicaba cuando la hora de hacer los mandados lo tornaba inevitable para algunos entre los que me incluía.
Y Neblina -el flaquito de a la vuelta que se prendía en las escondidas, la guerra, el hoyo pelota, pero nunca en el fútbol- apareció con una número cinco nuevita con todos los cascos hexa y pentagonales tan blancos como su flequilluda cabeza. Ahí nomás dejamos a un costado, humillada, mi número tres de cascos rectangulares rojos y azules como de gamuza, claro indicador del poder adquisitivo de mi viejo.

Todo iba bien hasta que apareció el Gringo, de varios años más que nosotros. Cada vez que recibía la pelota tardaba en devolverla, porque quería demostrar esa dudosa habilidad de los prepotentes. Hasta violaba el círculo con alguna gambeta fuera de contexto entre desganadas piernas que no oponían resistencia esperando que de una vez pase el trago para seguir con el cansino circo de jueguitos suaves y toques.
Pero el Gringo estaba decidido a hacer de aquella mañana su jornada de gala con la pelota nueva, inmaculada. Al fin, cansado de tanto pará, basta che, tocala, morfón, consideró rematar su actuación con una chilena para que se vaya lejos, con la intención de fastidiar el grupo yéndola a buscar al otro lado del zanjón.
Pero Neblina, asustado como estaba, no quería más que llevarse su esférico para mimarlo un rato más en solitario en su casa. No sé si el Gringo lo hizo adrede o si confundió la blancura de la pelota con la redonda testa de Neblina, pero el impacto fue entre ceja y ceja.
Sangre y llanto. La pelota apoyada en la cintura y defendida con el brazo izquierdo. Y a casa. Y el Gringo a la velocidad del rayo. Y nosotros a jugar con la redimida número tres.

Neblina no apareció más por las Dos Rutas. Su familia se mudó. Les empezó a ir bien, se compraron una casa.

Habrán pasado diez años... El estadio no cambió mucho. Nosotros sí. No fuimos pocos los que lo vimos llegar. No había neblina ni era de mañana. Ni se parecía a aquel flaquito lamentable el grandulón con músculos hasta en la oreja que traía la pelota blanca entre el brazo y la cintura. Era casi tan ancho como alto. Ante la vista de todos, que casi casi paramos el partido, el tipo de la cicatriz en la frente -con corte y forma schwarzenegger- saludó sólo levantando la mano, apoyó la pelota contra el arco y empezó a trotar alrededor de la cancha con la concentración que lo hacía el cabezón Sánchez. Movimientos gimnásticos que desdecían su férrea arquitectura hacían ver que Neblina había vuelto para la revancha. Metía miedo. Aunque el Gringo no estaba porque ya era un muchacho de esos que tenían un trabajo decente en la fábrica, Neblina se quería redimir con el resto.

En el segundo tiempo se hizo un hueco y entró. Sacaron y se la dieron. Nadie se acercaba a marcarlo. Con gesto de gladiador cubierto de sudor se acercó al área. Los rivales se gritaban pero no se le acercaban intentando evitar una muerte prematura. Levantó la vista, midió el arco y pateó. El arquero, que se aovilló, gritando una futbolera plegaria de piedad, nunca vio que la pelota salió a cinco metros del arco. Era más fácil hacerlo que errarlo. ¡Vamos, Neblina!, le gritaron pensando que estaba frío y por eso marró. Sacaron desde el fondo para Marcelito. Neblina, que hacía pressing, salió a marcarlo. Marcelito me la da y Neblina se me vino encima como una tromba. No sé cómo lo esquive, pero cuando abrí los ojos, ya se había repuesto y estaba otra vez enfrente mío. Los valientes de mis compañeros estaban a quince metros por lo menos, por si las moscas. No me quedó otra, lo encaré y se comió un caño. Mientras iba elaborando mi genialidad esperaba la artera patada de atrás que nunca llegó.

En síntesis, Neblina jugaba horrible. Le fuimos perdiendo el miedo, pero él jamás perdía la paciencia mientras se comía caños y sombreritos varios. Pero nunca, nunca pegó una patada o hizo valer su impresionante físico.
Ahí estuvo su venganza, esa que estaba grabada en su frente con los tapones del Gringo. Venganza que consistió en mostrar que cada músculo marcado era un paquete de ternura. Que bajo su apariencia de guardaespaldas asesino estaba el pibito que tuvo que dejar de jugar hace tiempo, cuando su cabeza fue pelota, el mismo pibito que quiso redimirse en una tarde con goles que le fueron esquivos. Al revés que las palmadas en los hombros al terminar el partido.
Esas que le dejaron una marca más profunda que la bestialidad del Gringo.

lunes, 5 de julio de 2010

El Progreso

Aquí voy, como aquel guardián en el centeno, desafiando las carreteras marcianas que se expanden hasta el infinito. La aguja del velocímetro ya ha superado la barrera de los 100 kilómetros por hora y apenas diviso ese letrero que reza: "Traemos el progreso".
El paisaje uniforme y rojizo me obliga a perderme entre mis abominables delirios de grandeza.
Pienso y sueño, quizás, con esas cautivantes miradas que algunas veces se dejan ver desde el infinito espacial que cubre esta desolada autopista espacial.
Traemos el progreso....

Marte tuvo un inmenso océano que cubría hasta un tercio de su superficie, y eso lo supimos en aquellos tormentosos años que se escurrieron en mis manos entre los manuales de historia y las lecciones de la Profesora Moore... creo que fue por el 2010 cuando aquellos científicos norteamericanos descubrieron el gran océano que hoy, cubierto de asfalto, recorro con mi descapotable endiablado y descontrolado.
El viento que golpea mi frente sólo me recuerda que mi soledad es tan abrupta como los acantilados que comienzan a dibujarse al final del camino.

Progreso, progreso y progreso.... aquello fue lo único que prometían sin cesar los grises hombres de corbata que nos enviaron a construir esta desorbitada pieza de ingeniería terrícola en el más espectacular paraje espacial que podría existir...
Las excavaciones se producían frenéticamente durante todo el día marciano y sus equivalencias terrestres; el ritmo alocado y demoníaco fue debilitando uno por uno a mis compañeros.
El asfalto y el avance de las obras fue quemando poco a poco sus pulmones sedientos de un respiro pausado y sereno.
Mientras todo esto ocurría, yo me encerraba en el taller de máquinas de la base espacial y preparaba mi viejo coche para cruzar lo que algún día sería la GRAN autopista que uniría las futuras ciudades que se elevarían en el planeta rojo.
Bien sabía que ninguna dama podría resistirse a mi flamante coche, cuidadosamente pulido y brillante. Aunque esas féminas fueran extrañas para mí, sospechaba que aquellos destellos que por la noche me deslumbraban eran sus ojos fascinados por mi trabajo.

Ahora que la autopista concluye frente a los grandes acantilados y mi coche no deja de acelerar, vuelvo a ver esos destellos seductores que parecen guiñarme un ojo...

Mientras mi coche cae por el abismo final y mi cuerpo se destroza átomo por átomo, perdiendo primero la piel y luego el cabello para culminar con una violenta explosión, logro divisar el último letrero del camino...

"Traemos el Progreso".

viernes, 2 de julio de 2010

La peligrosa infamia del bosque

Cuando los cinco amigos salieron del bar aquella noche, un destello irradió desde el cielo, pero nadie se percató de ello.
Más tarde, cuando el alba atacó las calles, los preocupados padres intercambiaron llamadas telefónicas y coincidieron en el edificio policial.
Durante varios días patrullas de vecinos rastrearon la zona, incluyendo el bosque que comienza a tan solo dos calles del bar.
El pueblo, alejado de las grandes ciudades, solía ser un paraje tranquilo y sin sobresaltos. La extraña desaparición de los jóvenes cambió todo ello.
Se emitieron comunicados a los pueblos cercanos e incluso a sitios distantes y acudieron con el correr de las semanas investigadores de jerarquía, ampliándose las zonas de búsqueda. Pero no se encontraron indicios.
No se había reportado pelea alguna ni tampoco ningún otro suceso de relevancia previo a la desaparición. Las familias y pobladores estaban consternados.
Todos los años para la fatídica fecha, comenzó el ritual de realizar una marcha en silencio, desde el bar hasta la plaza y de allí hasta los bosques lindantes. Una forma de expresar el dolor ante tan extraña realidad.
Algunos chicos habían reportado haber escuchado el sonido de gritos provenientes desde el bosque días después de que desaparecieran, pero jamás se encontraron huellas que demostraran que se habían extraviado o perdido allí.
De todos modos, el sombrío lugar atrajo la imaginación y la conjetura de teorías jamás demostradas, de esas que con el tiempo se transforman en mitos o leyendas.
Cada año, además, la luz de los celulares y las velas encendidas que portan los vecinos en la marcha, provocan que desde la ruta lindante al bosque, sea vea un destello brillando entre los árboles.
Pero no es solo desde la ruta, lo es también desde el cielo. Muy lejos, a cientos de kilómetros, desde la cápsula espacial en la que están atrapados, los cinco amigos ven aquel fenómeno con lágrimas en los ojos, recordándose que si bien el mundo sigue girando, a ellos solo les espera quietud y eternidad. En el fondo de sus mentes, sienten que el bosque les sonríe.