miércoles, 23 de octubre de 2013

Juancito el equivocado

Juancito vivía en un país donde había libertad de expresión, pero pensar diferente era motivo de ataques constantes, por lo que comenzó a guardarse lo que pensaba.
Había oído que en su país la economía era una de las mejores del mundo, sin embargo le costaba llegar a fin de mes y poder mantener a su familia. Ni siquiera le alcanzaba haciendo horas extras y sacrificando tiempo de estar con sus hijos.
Podía escuchar y leer que sobraba el trabajo, pero creía ver más gente pidiendo y semana a semana, más y más villas alrededor de su ciudad.
Le decían que reinaba el bienestar, la seguridad y la tranquilidad, pero debido a su magro sueldo no tenía para pagarse una buena obra social y los sitios de atención pública carecían la mayoría de las veces de los elementos para atenderlo o bien, debía perder tres o cuatro horas de su día en una cola interminable.
Y por si fuera poco, en lo que iba del mes lo habían asaltado dos veces y le habían roto una de las ventanas de su casa.
Le aseguraban que nada aumentaba, que la inflación no existía, pero el dinero cada vez le alcanzaba menos y cada vez que iba al supermercado debía perder la memoria, porque los precios le parecían diferentes a los de días anteriores.
Juancito estaba confundido y apenado. Era parte de un país rico, próspero y repleto de buena gente pero no podía disfrutarlo, por que al parecer su caso era único, y tenía tanta mala suerte, que todo lo que el resto de la población no sufría, lo padecía él. Fingía entonces un gesto patriótico, y haciéndose fuerte, se convencía que no sería otra cosa que la reencarnación de algún olvidado mártir.

jueves, 17 de octubre de 2013

El baldío

Cuando vendieron el baldío que está frente a casa me entristecí. Cuántas tardes de potrero, de picaditos con la redonda hasta que caía el sol, allá en la infancia, esa época que parece tan fresca y sin embargo nos resulta ajena de lo distante que se encuentra.
Con el tiempo escondió nuestras sombras, pero llegaron otras. Nuevas piernas cortas corriendo detrás de una pelota. La gambeta, el remate, la rabona, la chilena. Todo un arsenal de piruetas ejecutadas en un mundo inocente, sin prejuicio alguno.
Pero para el ojo adulto, ese ser en el que uno se convierte, el lugar fue perdiendo el verdor y la esencia, hasta convertirse en un simple terreno baldío. Otrora escenario de finales mundiales, esas que imaginábamos mientras el sudor nos bajaba del cabello, de pronto era un espacio de tierra, con algo de gramilla y cascotes.
Pero al ver el cartel de "vendido", me asaltó la angustia, la necesidad de volver el tiempo atrás, de pedirle disculpas a ese lugar que supo atesorar cientos de sueños.
Anoche, sin embargo, el que me perdonó, fue el baldío. Fue después de la medianoche, cuando intentaba conciliar el sueño. Sucedió como suceden las cosas cuando uno es chico: con magia. Primero fue el sonido del pique de una pelota, luego el grito de un chico que pedía a gritos que le dieran un pase y como para que decidiera levantarme de la cama, un grito a coro de gol, de esos que se expresan con el alma y penetra por la piel de gallina del que lo presencia.
Me abrigué con lo que encontré a mano y salí a la calle. Busqué en vano divisar a los niños. Allí no había nadie. Pero los sonidos seguían llegando. El ruido del pie al golpear el balón, las risas burlonas después de un caño, la queja por una pierna fuerte, un insulto al aire. Y otra vez la pelota yendo de uno a otro, rebotando de vez en cuando en los paredones laterales.
Pero allí no había nadie. Estaba de pie, al borde del tejido que pusieron tras vender el lote. La luna me mostraba el lugar vacío. Y sin embargo...
Eugenio, el vecino de la casa lindante al baldío, me sorprendió con una mano en el hombro.
- Camilo ¿no puede dormir?
Pensé en decirle que en eso estaba, cuando escuché los sonidos y entonces salí a la calle, quizá con el deseo de poder despedirme de aquel lugar antes que comenzaran a construir. Era una respuesta poética, si se quiere, cargada de nostalgia, de mágica revelación. Pero en cambio, asido a la cordura, fui breve y mentí.
- Los años, don Eugenio. El insomnio es cosa seria.
El hombre me sonrió. Me palmeó la espalda y emprendió el camino hacia la puerta de su casa. Pero antes, volvió a hablarme.
- Recuerde en silencio, Camilo, que los pelotazos no me dejan dormir.
Vi la puerta cerrarse y sumirse el interior en la más profunda oscuridad. Quedé ante el baldío, sopesando esas palabras. Escuché susurros cansados, de niños sentados a un costado, agotados por el esfuerzo. Entendí que algunos se marchaban, diciendo hasta mañana. Incluso me dio la sensación de sentirlos pasar a mi lado. El juego había terminado. El pasado había dicho adiós. No quise aguarles la fiesta a esos fantasmas.
Yo sabía que no había mañana.

domingo, 13 de octubre de 2013

Comienzos y finales

Lo hacía cada tarde. Pedía un libro en la biblioteca popular, se retiraba a un rincón apartado de la sala de lectura y hojeaba la primera página.
Leía los primeros dos párrafos, los copiaba a una libreta de apuntes y devolvía el libro.
Al día siguiente repetía el rito, eligiendo un título diferente.
Los empleados lo habían observado atentamente las primeras semanas, luego, como a todo bicho raro, se lo dejó hacer sin darle mayor importancia.
Tras dos años de renovar a diario su visita, el hombre dejó de aparecer por el lugar.
La siguiente vez que lo vieron fue en una foto y estaba en el retiro de tapa en un libro de la última partida que habían adquirido.
Se titulaba "Comienzos" y una leyenda muy pequeña decía: "Más de un millón de ejemplares vendidos". La sinopsis en la contratapa advertía: "Un buen comienzo suele ser la clave para que el lector se sumerja completamente en un mundo nuevo, el que ofrece un relato. La suma de buenos comienzos, es un paraíso irresistible y encantador, que uno no querrá abandonar, por más que jamás sepa que seguirá a continuación".
Al día siguiente, como una gran coincidencia, volvió a entrar el hombre. Los empleados se miraron perplejos. Pidió un libro y como era su costumbre, se dirigió a la sala de lectura, buscando la mesa más apartada.
Esta vez abrió el ejemplar en la última hoja y tras sacar su libreta, una nueva, tomó nota.
Aníbal, el bibliotecario más joven, no resistió la tentación. Cuando el hombre se retiraba, lo abordó con suavidad.
- Disculpe... ¿su próximo libro se llamará acaso "Finales"?
El hombre lo observó sorprendido, algo sonrojado. Sonrió y tras devolver el libro, abandonó el lugar.
Pensaron que no volvería, pero así lo hizo y mantuvo durante más de un año el ritual. Como lo imaginaban, un poco más adelante salió el libro. Se llamó como había predicho el bibliotecario.
Para cuando volvió aparecer, al tiempo, la gente en la biblioteca le había ganado cierto resquemor. Lo consideraban un vivo, que con poco esfuerzo, o el esfuerzo de otros, se llenaba de dinero.
Fue el propio Aníbal, quien antes de entregarle el título solicitado, le preguntó cuál sería el eje de su próximo best seller.
- Tenemos "Comienzos", "Finales"... ¿qué se viene ahora, "Nudos"?
El hombre sonrió.
- No, ahora que no tengo que preocuparme por el dinero, voy a leer todo aquello que no leí. Es la única forma de entender mis dos libros. Conozco los comienzos y los finales, pero no las historias que encierran. Y entre nosotros... comenzar o terminar algo no es lo crucial. Sino lo que sucede entre esas dos cosas.
El hombre tomó el libro y fue a su lugar de costumbre. Permaneció mucho más tiempo y se retiró con una sonrisa. Había dejado un señalador en la página cien. Aníbal lo saludó, sabiendo que lo vería muy seguido, durante el resto de sus días como bibliotecario de aquel lugar.