lunes, 30 de agosto de 2010

La goleta de ocho colores

Apareció la goleta de ocho colores, allá en el horizonte, entre las nubes bajas, lejos de todo ser viviente. Sus mástiles viriles, señalando lo alto, la mesana rindiendo culto al cielo indulgente. Apareció de la nada, como cada mañana.
Y los niños muy raudos corrieron descalzos estirando los brazos para alcanzarla. Sus pies en la arena, sus risas en el aire. Voces felices empujando el viento, mejillas calientes, corazones asintiendo.
La vieron navegar en el silencio del tiempo, ajena a todo, sin prisa en sus velas. El amarillo refulgente, brillando con fuerza. El azul de la noche, vistiendo las telas. El rojo ardiente, atravesando salientes. El marrón sospechoso, alimentando maderos. El verde de vida, orinando las olas. El naranja del alma, atizando los vientos. El violeta del miedo, sujetando los palos. El dorado de los sueños, envolviéndolo todo.
Agitaron sus brazos, los niños contentos. Saludaron felices, a los marineros contentos. Y lejano el saludo, cruzó la distancia y abrazó a todos y a cada uno.
Se perdió de la vista, la goleta de ocho colores, dejando en los niños la esperanza y un tesoro, ese que solo existe, en el fondo de lo que somos.

martes, 24 de agosto de 2010

Migajas

Con mirada de pocos amigos, el gerente Iturbe entró a su oficina donde sentados delante del escritorio lo aguardaban tres empleados. Sin saludar se dirigió a su silla de respaldo alto, tomó asiento, hojeó unos apuntes garabateados en hojas que tenía sobre el escritorio, llevó su mano al teléfono y se detuvo en ese instante. Como si los viera por primera vez, dejó el teléfono en su lugar, se irguió en su asiento y con voz autoritaria le habló al empleado que tenía justo delante.
- González, le voy a tener que ordenar que comience a hablar o piensa hacerlo ahora, porque como verá tengo muchas cosas que hacer y el hecho que estén aquí me incomoda.
- No, por favor, don Iturbe, disculpe, es que, que... pensé que estaba por hablar por teléfono.
- González, cuánta perspicacia. Si, estoy por hacer una llamada, pero están aquí y no puedo. ¿Me va a decir el motivo por el que están en mi oficina?
- Si, claro, por supuesto don Iturbe. Yo, digo, nosotros - corrigió señalando con la mano a sus dos compañeros - vinimos en representación del resto de los empleados de cómputos. Sucede que, bueno, verá, usted vio como aumenta todo, los precios digo, y nosotros, todos, es decir, los de cómputos, queremos ver que posibilidad hay de un aumento, no mucho, ojo, solo como para poder llegar a fin de mes.
- Ninguna González. ¿Vinieron por eso nomás? Si es así...
- Pero don Iturbe, según los reportes a la empresa le está yendo bien, es decir, no creo que represent...
- ¿Usted no cree qué González? No le pago para creer, le pago para que haga no se que carajo en su área. Le repito, no hay dinero para nadie. Cuando haya, lo sabrán. Mientras tanto, agradecería que me dejaran seguir con mis tareas.
- Don Iturbe, espere, espere, escúchenos al menos.
- Acaso no los escuché.
- Es que tenemos aquí un listado de todas las tareas que hacemos a diario, con esfuerzo y dedicación, mire, aquí, espere, aquí lo tengo - tras sacar de su maletín un sobre, lo colocó sobre el escritorio.
- González, pierde su tiempo.
- Don Iturbe, no le pedimos mucho. Apenas unas migajas.
- ¿Cuánto gana usted González?
- Lo mismo que los demás compañeros don Iturbe, dos mil quinientos.
- ¿Cuántos son en cómputos?
- Diez. Once conmigo, perdón.
- Bien, dígame ¿si le doy algo aunque sea, me dejarán seguir trabajando?
- ¡Por supuesto don Iturbe, claro que si!
- Bien, desde el mes que viene, avíseles a sus compañeros, tienen un aumento de doscientos cincuenta pesos.
- ¡Don Iturbe, pero... pero que gran alegría!
- Usted no se alegre González. O de dónde cree que saldrá el dinero. Ahora me dejan trabajar y usted González cierre la puerta de calle al salir.

lunes, 16 de agosto de 2010

Le dicen crecer

Desde que se supo en la barra que la familia del Carlos volvía a mudarse al barrio, no se hablaba de otra cosa. Es que el Carlos había dejado huella. Tres años más grande que todos, de carácter fuerte y decisiones rápidas, era el líder indiscutido ese ese grupo de chicos que deambulaban desde la hora de a siesta hasta que caía el sol por las calles, veredas y la plaza del lugar.
Cuando se fue, a causa de un trabajo que el padre había conseguido en una localidad vecina, dejó un hueco que ninguno de ellos pudo llenar. Las travesuras no tenían el mismo color, las amenazas a los chicos del barrio vecino carecían de credibilidad y hasta los partidos de fútbol en la placita parecían sosos.
La barra sin embargo no se separó, pero de todos modos, las horas juntos eran cada vez menos. Algunos preferían antes de aburrirse, quedarse en sus hogares a mirar televisión o jugar con la computadora.
Pero todo cambiaría ahora con el regreso del Carlos. El entusiasmo de los amigos de la infancia era tal que desde hacía una semana que venían juntándose después de almorzar y no se iban a sus casas, hasta que algún padre no se asomaba a llamarlos para la cena.
Hacían planes, aventuraban nuevas travesuras y hasta hacían conjeturas de cuán cambiado estaría el Carlos. Algunos decían que tendría el pelo más largo, otros que ya andaría por el metro sesenta, y no faltaba el que pronósticaba que estaría más gordo. Pero nadie dudaba que todo volvería a ser como antes.
Aquel sábado cuando vieron pasar por la calle que entraba al barrio al camión de la mudanza cargado de muebles, los chicos salieron al trote en dirección de la casa donde siempre vivió el Carlos y que desde la partida de la familia, ocupaban sus abuelos.
Dejaron sus bicicletas sobre el cordón de la vereda y se sentaron a esperar la llegada del amigo. No tardaron mucho en ver doblar hacia la casa, desde la calle principal, la vieja furgoneta que le recordaban al padre de Carlos. Y allí, en el asiento delantero, del lado del acompañante, estaba el Carlos. ¡Si hasta parecía el mismo que se había ido! Ni un ápice distinto. El mismo corte de pelo, la misma sonrisa, la confianza en la postura. Era él y los chicos ya estaban de pie.
La furgoneta se detuvo y los amigos se acercaron a la puerta, sonriendo al chico del otro lado de la ventanilla, que les devolvía la sonrisa y los saludaba con la mano. Y llegó el momento. La puerta se abrió y Carlos, un Carlos más alto de lo que recordaban, pero para nada gordo, se apeó con la gracia de un ganador. Y de inmediato le llovieron los abrazos.
- Gracias chicos, gracias - les decía a cada uno, devolviendo generosamente cada abrazo.
- Dale Carlos, apurate en bajar tus cosas y vamos para la plaza - le dijo el Willy, siempre impaciente.
Carlos sonrió. Esa sonrisa canchera que todos le recordaban, con la que sobraba a los chicos del barrio vecino sin que se le moviera un pelo. Los dientes blancos en fila, brillando con cierta picardía, la comisura estirada y los ojos acompañando con una mirada cómplice. El Carlos estaba de nuevo en el barrio, no existía duda alguna.
Y el Carlos dijo:
- Vamos che, ya tengo 15 años. Vayan ustedes que todavía son chicos. Yo ya tengo otras cosas en la cabeza. Pero les agradezco que se hayan acordado de mí. Vayan, vayan, que acá tengo que ayudar a mis viejos.
Los ojos tristes y sin comprender de los niños de la barra se fueron alejando, mirando aún para atrás, esperando que el Carlos saliera corriendo detrás de ellos y les dijera que todo era una broma, que el iría con ellos. Pero el Carlos se había puesto a bajar valijas de la parte trasera de la furgoneta y ni siquiera les dirigía la mirada.
La barrita se retiró en silencio y a medida que iban pasando por la casa de alguno, este se iba metiendo dentro, desmembrándose el grupo. De pronto, la barra ya no existía. Como la niñez y todo aquello que perdemos en el camino sin entender por qué.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Cenizas

El crepitar de las últimas brasas anunciaba que la ceremonia estaba llegando a su fin. Las últimas oraciones de la tribu se elevaron entre las ramas de los árboles que guarecían el lugar y se perdieron como un eco inaudible, empujadas por la brisa.
Se puso de pie el anciano y los más jóvenes lo imitaron. Habló en un dialecto que ninguno de los presentes entendía y alzó las manos al cielo. Luego tomó la vasija que descansaba cerca del fuego y levantándola con ambas manos, la mostró a los rostros asustados que lo rodeaban, ahora en sumo silencio.
Depositó luego la vasija otra vez en el suelo. Volvió a decir unas plegarias en aquel dialecto desconocido y luego, se agachó sobre las brasas y sin quejarse, tomó varias con las manos y se las pasó por el cuerpo. El sonido de la piel quemándose motivó que varios integrantes de la tributo voltearan la cabeza, para evitar la escena. Sin embargo el anciano no se inmutó.
Las manos despedían humo y olor a quemado. Su cuerpo comenzó a arder, primero en pequeñas chispas que explotaban alrededor y luego con llamas grandes y coloridas. El anciano no demostró dolor en ningún momento. En cambio, caminó hacia la vasija e introdujo una pierna dentro.
Luego metió la otra y aunque no pareciera cierto, sus extremidades inferiores estaban dentro de la vasija de barro. Luego sujetó los bordes de la misma y con el fuego consumiéndolo, fue dejándose caer dentro, desapareciendo de a poco de la vista de los demás.
Finalmente su cabeza también se ocultó dentro de la vasija y solo quedó una traza de humo, perdiéndose en el aire, recuerdo efímero de un adiós. El anciano era ahora cenizas dentro de un cuenco.
El funeral había llegado a su fin. Dos hombres de la tribu se hicieron con la vasija y se dirigieron al río. El resto caminó muy despacio y en silencio, sin derramar lágrima alguna, hacia el otro lado del bosque, donde las chozas aguardaban en silencio.
Un ciclo había terminado. No había lugar para el dolor. Se trataba de la vida. Y la muerte era solo un punto final.

viernes, 6 de agosto de 2010

Norman

“Le aseguro Sargento que lo volveré a hacer. Volveré a matar.
Usted dice que yo no le podría hacer daño ni a una mosca. Se equivoca. De hecho las moscas me aborrecen y merecen secarse.
No puedo detenerme y explicarle muchos detalles de mis acciones; pero le aseguro Sargento que volveré a matar.
Cuando la gente mira extrañada a los demás transeúntes no llega a comprender el riesgo que corre. Nadie esta a salvo mientras mi mansión de la colina reclame ser habitada. Algunos han intentado hablarme de un cielo, un tiempo y un paraíso... Le vuelvo a repetir, no dispongo de tiempo.
Otras personas me han ofrecido conversaciones amenas, aunque carentes de sentido. Yo simplemente los observaba como lo hacía con mis viejas aves disecadas. Un pasatiempo no se busca para llenar el tiempo... además, yo no dispongo de él...

¿Qué puedo decirle de todos estos años?
Mis sonrisas eran fingidas, mi mirada observaba más allá de lo que sus absurdos compañeros médicos creyeron ver. Aquel viejo pantano que devoraba a mis víctimas necesita alimentarse otra vez para completar el ciclo de la existencia en esta tierra...
Y la nada conduce a más nada, Sargento. ¡Si al menos dejara de oír a mi madre clamando por venganza!

Le digo que lo volveré a hacer. Ahora me despido en busca de una nueva máscara que me oculte por estos días; quizás como cocinero. Creo que el placer del fuego y la sangre en proceso de cocción será algo adecuado para mis manos.
Recuerde que a veces las cosas se escapan de su control. Entienda que nacimos olvidados en el desierto como un proceso evolutivo de millones de años. Estimado Sargento, hay cosas que se escurren de sus manos; como el tiempo, como la sangre...

Me alejaré un tiempo, y quizás cuando encuentre este carta, yo ya no esté por aquí. Pero de algo podrá estar seguro. Volveré a matar. Se lo aseguro.
Saludos cordiales.

Norman Bates.”

miércoles, 4 de agosto de 2010

Y

- ¿Y? - le preguntó Esther, su esposa.
- Y ahora no puedo viejita, ahora no, no ves que tengo cargada la camioneta. Me salió este viajecito viejita, que querés que le haga. Si no laburo, nos comen las polillas.
Y allá salió Pepe, fletero a la fuerza, oficio aprendido a las apuradas el día que se dio cuenta que con la jubilación no llegaban ni al fin de la primera quincena.
Y allí quedó Esther, docente muchos años, ahora también jubilada, con la mirada hacia la ventana, entre triste y resignada.
Y se fue al patio sola, con los plantines en una bolsa y la palita en la mano, pensando en todo lo que transita uno en la vida para nunca estar tranquilo ni acompañado.