martes, 24 de febrero de 2009

Ahi vamos...

Las manos sudorosas y tensas. Las leyes de la física serán quebradas por primera vez.
No hay marcha atrás.
El experimento dará nuevas expectativas, nuevas opciones de análisis y observación. La gravedad será vencida; su coeficiente sera abolido.
La formación principal ya se encuentra en el punto de partida.

- Presión, correcta!
- Pulso sanguíneo, correcto!
- Temperatura ambiente, 20 grados centígrados!

El silencio se apodera del paraje. Las miradas se cruzan y estudian entre sí. Una oportunidad única para la humanidad. Un momento inigualable en la historia.
Todo listo. Los corredores se ubican en sus lugares y comienza la cuenta regresiva.
uno....
dos...
tres...

Cuando eramos niños y en cualquier carrera de triciclos, las leyes de la física podían ser vencidas.

lunes, 23 de febrero de 2009

Saciar la sed

Me desperté sediento, con la garganta asqueada de tanta sequedad. No era una necesidad, más bien una urgencia. El dolor me desamparaba de la realidad, enajenaba los sentidos y confrontaba mi equilibrio con la demencia.
Oh si, tenía sed, mucha sed. Caminé arañando las paredes a mi paso, fui tirando todo lo que se interponía en mi camino hacia el baño. Derribé la puerta de un solo golpe, tal mi prisa. Me arrojé sobre el inodoro y sucumbí ante el deseo de saciar el vacío, sin detenerme en la racionalidad, ni pensar en la locura.
Hundí mi boca y tragué el agua, fueron bocanadas salvajes, de persona insana. Tragué y tragué, hasta que comprendí que me estaba ahogando. Saqué la cabeza del agua, y caí de espaldas al suelo, jadeando, transpirando, con la garganta aullando del dolor.
El agua no había apagado la sed, al contrario, había encendido una hornalla y ahora el ardor se elevaba hasta partirme la cabeza de dolor.
Me revolqué de un lado a otro, sin siquiera poder llorar, tan solo rogando que todo el sufrimiento se fuera. Cuando pude valerme de los brazos, me así del lavatorio y me incorporé. Las piernas me temblaban, como si estuviera moribundo.
Huí del baño, huí de la casa y la noche me encontró corriendo por la calle. No podía gritar, no podía pedir auxilio, solo correr y correr, con los pies en llagas, la garganta muriendo y el pánico haciendo estragos en mi mente.
Hasta que di con la respuesta. Con la verdad que me atormentaba, quizás desde mucho tiempo atrás. La encontré en una joven mujer que esperaba un taxi en la esquina poco iluminada de la plaza principal. La encontré en su piel suave y sensual, tan blanca y llena de vida como su juventud, en ese cuello tan sereno y calmo de cuya sangre me alimenté hasta saber en lo más profundo de mi alma, que un ser humano había dejado, yo de ser.

sábado, 21 de febrero de 2009

Qué hacer en Villa si cae un ángel


Frío, mucho frío en Villa.

Qué otra cosa que hacer que tomar mate en lo de Fernando. Te paso a buscar, bueno, dale, avisale a tal o a cual, mi vieja me deja, bueno otra vez, no vengan tarde. Mateamos un rato, guitarreamos, nos reímos, qué más. Calle 14 de Febrero es cruzar la travesía puntana, ni un alma. Luces a lo lejos y se hace de noche y el frío pasmoso de una helada memorable. En el calor de lo de Fernando ya corren los amargos, los chistes, tal vez un truco de punta y hacha.

Pero llegó Oscar, que nunca pasa de largo: -Che, cagamos, encontré un viejo ahí en la plaza, está cagado de frío, se va a morir, ¿qué mierda hacemos?

Qué mierda hacemos, buena pregunta... En primer lugar, se pudrió todo... Que por qué cargarse en la conciencia al viejo, que ya lo van a ayudar, que nuestros padres nos matan si llevamos al viejo a casa, que alguien tiene que hacer algo, que qué hacemos, qué mierda hacemos.

Bueno, vamos, realmente apenado por mí y un poco por el viejito, algo hay que hacer. Con el jeep de Raúl, al bar de Riberas, que tome algo caliente mientras pensamos.

Se llamaba Ángel, cómo olvidarlo, y contó su historia, que no debo reproducir. Sólo indicar que esperaba que algún pariente lo recibiese en su casa, cosa que no sucedió. Canas, rostro cansado, un poco bebido. Bajito o demasiado encorvado. Quién sabe si tenía ochenta o apenas sesenta con el tren de los años y lo sufrido pasándole por encima una y otra vez. Un poco de barba y unos ojos claros que agradecen sin decir otra palabra que retazos de una dolorosa historia entrecortada por sollozos.

Las caras en el bar indicaban sin margen de error que nuestro tiempo allí se agotaba, con la paciencia de los parroquianos.

Enseguida la brillante idea: en la iglesia lo van a amparar (si encima se llama Ángel...). Pero toda brillante idea en Villa sufre avatares de esa clase de magia de la frustración perenne...

Inexpugnable. Las altas fachadas, las lejanas puertas, los inexistentes accesos de la parroquia del centro frustraban todo asedio, por más que acometimos con los puños crispados la puerta lateral de chapa que da al patio del cura, que quizás estaba agradeciendo al Señor su predilección por los pobres de espíritu.

- Listo, acá no hay nada que hacer, vamos a Fátima.

Iglesia de barrio, más accesible, menos celestial.

¡Vamos todavía, sale alguien! Cariacontecido, el cura abría y cerraba los ojos como bostezos enormes. Algo así como no, muchachos, te imaginás que vos los albergás y después, como en todos lados, se te llena de borrachines y no los sacás más... (y eso que se llama Ángel), -mientras la puerta se iba entornando- y bueno, vean qué hacen, pero acá, no; no puedo y... (un bla, bla, apagándose...)

Mucho frío en Villa, demasiado para un ángel que no encuentra lugar en la casa de Dios.

- Se van a la mierda, yo tengo unos mangos, juntemos algo más, llevémoslo a un hotel o un residencial, para que pase la noche, mañana veremos...

Tras oscuras mirillas, seguro, decidían presentar cerrado a los tres pibes con el viejito a cuestas. Todo ya duerme o quiere dormir (y eso que traemos a un Ángel). Ni dios ni césar para el ángel caído en nuestras manos...

Entonces, Raúl, que era el más lúcido, propuso llevarlo a alguna construcción que lo ampare y hacer una junta de frazadas de nuestras camas, abrigarlo para pasar la noche y que sea lo que Dios quiera para el angelito llorón. Lamentamos luego que no se nos haya ocurrido el hospital, aunque sea la sala de espera...

Un rápido asalto a nuestras casas, una respuesta al estilo de me llevo dos o tres frazadas para un viejito muerto de frío a la pregunta de los padres y basta de explicaciones que podían arruinar el modesto saqueo familiar (aunque lleváramos a un Ángel). Mientras, el viejito cabeceaba por efecto del cansancio, del frío, del alcohol y del traqueteo que llevaba.

Ahí, donde está la agencia de autos de 14 de Febrero y Brown, se alzaban las paredes que anunciaban la construcción que iba a ser, materiales, todo sin revocar y un pequeño sector, baño tal vez, con techo.

Un lugar horrible, oscuro, solitario, y frío, muy frío como un templo vacío. Acomodamos el manterío como pudimos y al ángel arrebujado en él. Quién lagrimeaba más no importa; quién sabe si el angelito no se sintió bien allí, si casi no pudo pronunciar nada al dormirse.

Nos fuimos, levantando los puños al cielo, mordiéndonos los labios (y eso que arropamos a un Ángel), escupiendo el encono fútil de la impotencia de quien no ha logrado aburguesarse aún.

Los ángeles son así, dicen. Se comportan como quieren, hechos de luz divina. Éste era el más rastrero, de veras un ángel caído, un ángel pisoteado, oprobio de los encumbrados.

Cuando el sol ya calentaba las paredes, alguno fue, fuimos, a ver al ángel temiendo hallar su cadáver, pero el ángel no estaba, ni una pluma.

El nudo en mi garganta se desató en llanto, mientras en dos templos de la ciudad, hombres de negro se vestían de blanco para oficiar, pulcros, una nueva ceremonia religiosa (como si nunca un ángel hubiese golpeado a sus puertas).

viernes, 20 de febrero de 2009

Instrucciones para vivir

Despertar con ganas; primordial.
Buscar una ventana y observar el cielo. Detenerse en los detalles del exterior, apreciar cada nube, pájaro, mariposa, gota de lluvia, cada estrella (si uno ha despertado de noche) como si fuera la última.
No salir a la calle sin antes haber reflexionado sobre la importancia de estar de pié, de ver, de escuchar, si es que podemos hacerlo, o bien, de agradecer a la fortuna por tener las facultades aún disponibles para el acto de pensar.
Si tenemos seres queridos, no abandonar la casa sin antes saludarlos. Si están durmiendo, aunque sea un beso en la frente. Es vital para recargar energías y saber por quienes respondemos.
Una vez fuera, desconfiar de lo que desconocido. Atarse a los valores alguna vez recibidos. Sopesar las acciones a tomar, medir las consecuencias de cada una.
Mantener las relaciones laborales, preservar el compañerismo, no hacer más méritos de los que nos corresponden. Ser honesto, respetuoso, cordial, amable. No ser arrastrado y no dejarse arrastrar.
Recordar la importancia de la amistad, en las buenas y en las malas, tenerla presente en cada momento del día.
Disfrutar del tiempo que tengamos libre. Hacerse de tiempo si el trabajo no lo permite. Estar con la familia, visitar a los familiares que se encuentren distantes, comunicarse con aquellos que hace rato no sabemos nada.
No guardarse nada, sentir con el alma. Abrazar, besar, querer. A la noche, disfrutar de la luna, del cielo estrellado y sus tonalidades. Sentir el aire en la cara, relajar el cuerpo del ajetreo del día, cerrar los ojos y soñar con las cosas siempre anheladas.
Antes de ir a la cama, la última parada. El baño. Meditarlo otra vez, como cada noche. Arremangarse la camisa, dejar libre la muñeca. Optar por tomar la hoja de afeitar o dejarla nuevamente en el botiquín.
Depende de lo decidido, sabremos como continuar.

martes, 17 de febrero de 2009

Cero, uno, cero

Todo estaba premeditado. Él sabia muy bien que todos los pasos anteriores se habían cumplido con rigurosa austeridad y presición. Nada podía fallar.
En el peor de los casos, y con un margen de error del 5 por ciento, el resultado igual sería el buscado.
No dudo ni titubeo cuando entró en la cabina. Ni siquiera intentó el ejercicio de la melancolía.
Pensó en su perro, pero inmediatamente recordó que su compañía era innecesaria; como tantas otras...
Revisó las ecuaciones, reformuló las paradojas, observó una vez más la hoja de ruta descifrada tras los números binarios que habían llegado en aquella extraña señal recibida tres años atrás.
Necesitaba un respiro. Necesitaba estar solo.
Cero y Uno, Cero y Uno, Uno y Cero....
La mañana se vislumbraba clara y limpia cuando su madre abrió las puertas del galpón de donde la cabina había despegado.
No dejó ninguna nota, ningún adiós; tan sólo un viejo ejemplar de "Crónicas Marcianas" en la edición de Losada.
Necesitaba estar solo.

lunes, 16 de febrero de 2009

Cabeza e turco


-Che, gordito, ¿vos no tenés corbata?
Fue lo primero que le escuché decir al Turco en la escuela cuando nos apiñabamos como mosquitas para empezar el primer grado. Una escuela era un mundo de mitos, de saber por otros, de nuevos olores y colores, de nuevas reglas. Escuela chica, de barrio, de una sola división hasta entonces. No supimos lo que era un preescolar o un jardín de infantes sino mucho después. Bueno, preescolar tenían las escuelas importantes, como novedad.
Enseguida me llamó la atención el pibito. Alguna vez habíamos jugado juntos, pues mis padrinos alquilaban una casa de su padre. Éste era un tipo rudo, hijo de siriolibaneses -turcos para todo el mundo acá- con costumbres un poco rurales, bastante cerrados, machistas a más no poder. Carnicero, porque todavía no le daba para tienda, que era su meta. Perros rabones a cuchilla y criados malos para la vigilancia.
Pero en las ocasiones públicas los turcos se presentaban impecables. Orondo con su corbata, atacó al Sergio -que era su vecino, pero casi ni se registraban-. -Che, gordito, ¿vos no tenés corbata?- El Sergio, hijo de italiano, estaba primoroso, pero el acontecimiento no era tan religioso como para los turcos, que estrenaban corbata en cada evento público.
Desde el comienzo del año, el Turco se revelaba duro para los aprendizajes y la señorita, que era una madraza, daba lo posibe y un poco más, pero no había caso. El Turco era duro de pelar...
Cabeza de Turco con querosén si había piojos, sanguchitos de un preparado de leche a medio fermentar para el recreo, pelopincho violento hasta el rape, hasta el pelopincho violento y así... Algún comportamiento brusco del Turco, que trataba a las pibas como muñecas para desarmar, a los lápices como martillos y a los compañeros como diana de tiro al blanco, le granjeó cierta hostilidad del grupo. Entonces no faltaron la caza del Turco y los limonazos -cuando no cascotes- a la cabeza más o menos certeros con proyectiles cedidos sin saberlo por los vecinos.
Yo, que me creía su amigo, no lo atacaba, pero disfrutaba cobardemente a distancia prudencial del espectáculo. Caí en ello un día en que tuvimos un maestro como reemplazante, que nos sentó a cada uno en su banco y me dio una de las lecciones más grandes de mi vida: es tan canalla el que golpea como el que goza con las manos en el bolsillo y carita inocente.
Desde ese día de tercero, me propuse valorarlo. Crecía en generosidad, aunque las chicas no se le arrimaran; día a día era más creíble, más sereno, más cordial.
Cuando terminamos la escuela nos distanciamos, yo a la técnica, él a la normal. A veces nos veíamos en el baile del Sacachispas. Claro, la férrea disciplina familiar se tornó en libertad casi total: el Turco podía fumar, tomar y, si se le daba, encamarse, sin objeciones de sus padres: había superado el rito iniciático de la adultez a los trece años. Aunque, para ser francos, el rito estaba un poco anacrónico. Había aprendido, por ejemplo, que para sacar a bailar una chica se decía: señorita, ¿me concede esta pieza? El ridículo se encargó de enseñarle al poco tiempo que el mundo fuera de su casa era más complejo que un azote del viejo y poco a poco dejó de buscar novia casamentera a los dieciseis.
Con el Turco salíamos a serenatear, cuando todavía se usaba para las fiestas, con él disfruté de la locura adolescente de sacarnos fotos en los boliches -hoy, lo más natural-, de piropear en patota alguna menina interesante sólo para que tome conciencia de su belleza y marcharnos satisfechos sin otra intención que robarle una sonrisa sonrojada; de sacarnos fotos beatles en cualquier lado, incluso a la vista de azorados milicos que veían cómo el país se le escapaba de las manos...
¿Por qué me pongo a escribir esto?
Quizás porque veo poco al Turco, que es un tipo laburador, sano, derecho como se lo mire.
Quizás porque en el mundo complejo de las palabras difíciles, la ciencia, las maravillas tecnológicas, el Turco siga siendo ese tipo simple, de mirada limpia, de sana picardía que descubrió que si el mundo era demasiado complejo, él no se acomplejaría y haría fácil lo dificil.
Quizás porque me resuena la voz tronante del maestro justiciero y asocio al Turco con esa lección.
Quizás porque la pelopínchica cabeza guarde algún golpe mío y me asalta el temor de que si lo atacan los piojos -ya que el querosén no va más- lo vuelvan a rapar y quede al desnudo alguna herida que lleve mi nombre.
Entonces, quizás sea porque le estoy debiendo otro abrazo.

sábado, 14 de febrero de 2009

El pasajero indeseado

El sol repuntaba entre las nubes en pleno febrero del año 1348. Un grumete portugués fue el primero en ver el destello de luz caer al mar, a unos diez nudos al oeste.
Pesadamente, por la carga que transportaba, enfilaron las velas hacia aquel sitio.
Una extraña figura, de forma elíptica, de unos veinticinco pies de largo, flotaba a la deriva. La recubría un armazón de algún material raro, liso al tacto. Encima, una cápsula transparente dejaba a la vista un ser extraño en el interior.
La tripulación subió el objeto. La envergadura de la embarcación lo permitía. Una vez sobre la popa, rompieron el material transparente. Sacaron los restos de un cuerpo quemado y lo arrojaron al mar.
Esa noche vigilaron la popa cinco marineros. Cuando amaneció, estaban los cinco enfermos. Mientras transcurría el día la piel se les iba tornando oscura. Para la noche, el médico de a bordo sabía que las extremidades se estaban gangrenando.
Arrojaron la extraña nave al agua, donde la vieron sumergirse. Se dirigieron sin escalas al puerto de Palma de Mallorca. Para cuando llegaron, la mitad de las personas que viajaban en la carraca estaban infectadas.
La peste negra había desembarcado en España.

jueves, 12 de febrero de 2009

La habitación

Encorvado sobre una vieja Olivetti, machacaba las teclas al ritmo de las ideas, iluso de ser dueñas de ellas. Un poco de música clásica ambientaba la habitación, cuyos amplios ventanales daban a un mar distante, ajeno al mundo de las letras. De todas formas, el polvo se acumulaba sobre los vidrios, haciendo confusa la vista externa e impidiendo el paso del sol. El recinto era entonces, un juego de sombras que iban y venían, como bailando a lo largo del día al compás del sonido de la máquina de escribir y la música de Mozart, Chopin y Bach.
Cuando caía la noche, la solitaria figura de veloces dedos parecía una sombra chinesca en un teatro vacío. Se detenía solo para comer y beber abundante vodka. Se lavaba con rapidez la cara y volvía a su silla de mimbre, con el ímpetu renovado y las articulaciones prestas a devorar las teclas. Y la armonía de sonidos danzaban nuevamente en la habitación. Se acostaba tarde, un par de horas antes que saliera el sol.
El personal del hotel había ingresado ya dos veces con la llave maestra, temiendo por la salud del hombre que se hospedaba en la habitación quince. Si bien apreciaban el continuo machacar de teclas, no era normal que una persona no saliera ni por casualidad al pasillo y mucho menos, se lo viera al aire libre. Fabulosas historias comenzaban a tejerse en torno del extraño inquilino, en apariencia escritor.
Algunos aventuraban que era alguien famoso, escapando de los paparazzi; otros que era un prófugo de la justicia que fingía; hasta alguien llegó a decir que en realidad no había nadie y el ruido provenía de un fantasma. Si alguien le preguntara al personal del hotel que entró por primera vez a ver si el inquilino estaba bien, este le respondería que estaba corroborando en realidad una apuesta.
Sim embargo, a pesar de saber que allí había alguien escribiendo sin parar, más de dieciocho horas al día, la preocupación iba en aumento. No por miedo a que desapareciera sin decir adiós o se esfumara dentro del escrito, sino por el simple hecho de que muriera de inanición, de locura, de lo que sea. En realidad, la gente del hotel temía salir en las noticias.
Dos semanas se habían cumplido desde que el solitario huésped había entrado a la habitación. Dos semanas sin salir de allí. Dos semanas escribiendo durante todo el día y parte de la noche. Y ese día, justo el mediodía, la máquina de escribir se detuvo.
Las mucamas hicieron correr el rumor en menos que canta un gallo. El conserje no daba crédito a lo que los cadetes le contaban. De inmediato puso en aviso al administrador y sin perder tiempo, llamó a los dos conserjes que estaban fuera de turno, descansando en sus hogares.
Habían transcurrido tres horas desde que las teclas cesaron su cantar y la puerta de la habitación quince seguía sin abrir. Peor aún, una de las mucamas había intentado acercar su oído a la puerta y aseguraba que allí dentro no se oía volar ni una mosca.
Pasó otra hora, y otra, y una más. El administrador comenzó a temer lo que menos quería que sucediera, que el hombre estuviera muerto.
Tras vacilar varias veces y discutir lo que hacer otras cuantas, llamaron a la policía. Pusieron en conocimiento de lo que sucedía desde hacía varios días a los agentes que acudieron y los acompañaron hasta la puerta de la habitación quince. Entre el personal del hotel, los policías y los curiosos de otros cuartos, el pasillo se veía colmado, dando la sensación de una feria callejera. Pero en lugar de escucharse regateos de precios, pululaban los cuchicheos, el murmullo de excitación y preocupación a la vez.
Uno de los agentes pidió calma y espacio, principalmente ésto último. Introdujo la llave maestra y empujó la puerta. Se abrió muy despacio, casi caprichosamente lenta. Del interior no llegaban sonidos de teclas ni de notas musicales.
El policía avanzó hasta la mesa, donde el hombre, aún sentado en la silla de mimbre, yacía sobre la máquina de escribir, con la cabeza sobre la hoja aún sin retirar del carretel. Lo voltearon con cuidado junto a otro agente. El rostro estaba demacrado, pero lo más impresionante eran los ojos. Rojos, casi en carne viva, con todos los capilares dañados por el cansancio y el esfuerzo. Estaban aún abiertos, como contemplando esa hoja pálida que tenían enfrente, casi una lápida, con una sola palara escrita: FIN.
Una hora más tarde retiraron el cuerpo. No había documentación que acreditara identidad ni anotaciones en las cuales encontrar datos sobre familiares o conocidos. El misterioso escritor debería conformarse con ser un NN más.
La policía incautó también las hojas del escrito, en total unas setecientas páginas mecanografiadas de un solo lado, todas en la misma máquina de escribir Olivetti que había servido de almohada fúnebre para el último descanso del siolitario huésped.
Miraron las primeras páginas y encontraron el texto ininteligible, incoherente, una sucesión de letras sin sentido. Versos de nada, de incomprensión y locura. Se apiadaron de la mente del escritor, de la insanía de sus últimos días. Llenos de estupor, arrojaron las setecientas hojas a una bolsa de residuos, como quien se espanta una cucaracha de la pierna, con asco y prisa.
Cerraron el caso sin darle nombre al hombre ni razón a su muerte. Un camión recogió la basura y se llevó consigo el escrito al basural más cercano, para morir en el duelo de las llamas.
Un angel siguió con la vista el enorme camión, hasta perderlo al doblar la esquina. En su intento de contar el secreto mejor guardado, sobre el sentido de la vida, había decidido que un sacrifico valía la pena, dictando día y noche sin parar al oído de un hombre al que nadie iba a olvidar. Sin embargo, ni siquiera a Dios pudo engañar. Enterado éste, aguardó a que el angel finalizara de dictar y el hombre de escribir; un soplo sutil, casi imperceptible, movió las letras para siempre y no necesitó hacer nada más, pues el hombre cayó inconsciente, para ya no despertar.
- ¿Conforme? - le preguntó más tarde al angel.
Y viendo que el silencio era signo de resignación y tristeza, le recordó algo que no debía olvidar:
- Aquí, soy el único escritor. Los demás, son puro cuento.

viernes, 6 de febrero de 2009

Negación

Mariana subió las escaleras sin encender las luces. Conocía a la perfección la distancia de cada peldaño, la altura que debía levantar sus pies.
Sabía incluso la ubicación del descanso, donde la escalera giraba hacia la derecha y la dejaba en el comienzo del frío pasillo.
El andar era mecánico y no necesitaba abrir los ojos, que en esos momentos, era una bendición. La oscuridad, por así decirlo, se transformaba en un santuario.
Sus mejillas húmedas de tanto llorar y el cuerpo completo se estremecieron al llegar a la habitación. No tenía el valor para abrir la puerta. La muerte de Iván había sido demasiado.
Ya no se escuchaba su cálida voz, sus pasos por la mañana, su andar interminable. La puerta se le antojaba un puñal. Pero la abrió igual.
El olor era nauseabundo, pero ella lo ignoró una vez más y se acostó al lado de su difunto marido, tomándole la mano con ternura.

miércoles, 4 de febrero de 2009

La decisión

El huevo rodó por la mesada de granito hasta el borde mismo. Luego quedó a merced de la gravedad. Cayó sin prisa. No iba muy lejos.
Se estrelló contra el piso, quebrando la fragilidad de su cáscara, desparramando clara y yema por doquier.
Tras el crash doloroso, el silencio póstumo de una cocina vacía. Ni siquiera la presencia de la desatenta ama de casa para limpiar los rastros del crimen.
El suicidio se había perpetrado. Y nadie había podido impedirlo.