jueves, 12 de febrero de 2009

La habitación

Encorvado sobre una vieja Olivetti, machacaba las teclas al ritmo de las ideas, iluso de ser dueñas de ellas. Un poco de música clásica ambientaba la habitación, cuyos amplios ventanales daban a un mar distante, ajeno al mundo de las letras. De todas formas, el polvo se acumulaba sobre los vidrios, haciendo confusa la vista externa e impidiendo el paso del sol. El recinto era entonces, un juego de sombras que iban y venían, como bailando a lo largo del día al compás del sonido de la máquina de escribir y la música de Mozart, Chopin y Bach.
Cuando caía la noche, la solitaria figura de veloces dedos parecía una sombra chinesca en un teatro vacío. Se detenía solo para comer y beber abundante vodka. Se lavaba con rapidez la cara y volvía a su silla de mimbre, con el ímpetu renovado y las articulaciones prestas a devorar las teclas. Y la armonía de sonidos danzaban nuevamente en la habitación. Se acostaba tarde, un par de horas antes que saliera el sol.
El personal del hotel había ingresado ya dos veces con la llave maestra, temiendo por la salud del hombre que se hospedaba en la habitación quince. Si bien apreciaban el continuo machacar de teclas, no era normal que una persona no saliera ni por casualidad al pasillo y mucho menos, se lo viera al aire libre. Fabulosas historias comenzaban a tejerse en torno del extraño inquilino, en apariencia escritor.
Algunos aventuraban que era alguien famoso, escapando de los paparazzi; otros que era un prófugo de la justicia que fingía; hasta alguien llegó a decir que en realidad no había nadie y el ruido provenía de un fantasma. Si alguien le preguntara al personal del hotel que entró por primera vez a ver si el inquilino estaba bien, este le respondería que estaba corroborando en realidad una apuesta.
Sim embargo, a pesar de saber que allí había alguien escribiendo sin parar, más de dieciocho horas al día, la preocupación iba en aumento. No por miedo a que desapareciera sin decir adiós o se esfumara dentro del escrito, sino por el simple hecho de que muriera de inanición, de locura, de lo que sea. En realidad, la gente del hotel temía salir en las noticias.
Dos semanas se habían cumplido desde que el solitario huésped había entrado a la habitación. Dos semanas sin salir de allí. Dos semanas escribiendo durante todo el día y parte de la noche. Y ese día, justo el mediodía, la máquina de escribir se detuvo.
Las mucamas hicieron correr el rumor en menos que canta un gallo. El conserje no daba crédito a lo que los cadetes le contaban. De inmediato puso en aviso al administrador y sin perder tiempo, llamó a los dos conserjes que estaban fuera de turno, descansando en sus hogares.
Habían transcurrido tres horas desde que las teclas cesaron su cantar y la puerta de la habitación quince seguía sin abrir. Peor aún, una de las mucamas había intentado acercar su oído a la puerta y aseguraba que allí dentro no se oía volar ni una mosca.
Pasó otra hora, y otra, y una más. El administrador comenzó a temer lo que menos quería que sucediera, que el hombre estuviera muerto.
Tras vacilar varias veces y discutir lo que hacer otras cuantas, llamaron a la policía. Pusieron en conocimiento de lo que sucedía desde hacía varios días a los agentes que acudieron y los acompañaron hasta la puerta de la habitación quince. Entre el personal del hotel, los policías y los curiosos de otros cuartos, el pasillo se veía colmado, dando la sensación de una feria callejera. Pero en lugar de escucharse regateos de precios, pululaban los cuchicheos, el murmullo de excitación y preocupación a la vez.
Uno de los agentes pidió calma y espacio, principalmente ésto último. Introdujo la llave maestra y empujó la puerta. Se abrió muy despacio, casi caprichosamente lenta. Del interior no llegaban sonidos de teclas ni de notas musicales.
El policía avanzó hasta la mesa, donde el hombre, aún sentado en la silla de mimbre, yacía sobre la máquina de escribir, con la cabeza sobre la hoja aún sin retirar del carretel. Lo voltearon con cuidado junto a otro agente. El rostro estaba demacrado, pero lo más impresionante eran los ojos. Rojos, casi en carne viva, con todos los capilares dañados por el cansancio y el esfuerzo. Estaban aún abiertos, como contemplando esa hoja pálida que tenían enfrente, casi una lápida, con una sola palara escrita: FIN.
Una hora más tarde retiraron el cuerpo. No había documentación que acreditara identidad ni anotaciones en las cuales encontrar datos sobre familiares o conocidos. El misterioso escritor debería conformarse con ser un NN más.
La policía incautó también las hojas del escrito, en total unas setecientas páginas mecanografiadas de un solo lado, todas en la misma máquina de escribir Olivetti que había servido de almohada fúnebre para el último descanso del siolitario huésped.
Miraron las primeras páginas y encontraron el texto ininteligible, incoherente, una sucesión de letras sin sentido. Versos de nada, de incomprensión y locura. Se apiadaron de la mente del escritor, de la insanía de sus últimos días. Llenos de estupor, arrojaron las setecientas hojas a una bolsa de residuos, como quien se espanta una cucaracha de la pierna, con asco y prisa.
Cerraron el caso sin darle nombre al hombre ni razón a su muerte. Un camión recogió la basura y se llevó consigo el escrito al basural más cercano, para morir en el duelo de las llamas.
Un angel siguió con la vista el enorme camión, hasta perderlo al doblar la esquina. En su intento de contar el secreto mejor guardado, sobre el sentido de la vida, había decidido que un sacrifico valía la pena, dictando día y noche sin parar al oído de un hombre al que nadie iba a olvidar. Sin embargo, ni siquiera a Dios pudo engañar. Enterado éste, aguardó a que el angel finalizara de dictar y el hombre de escribir; un soplo sutil, casi imperceptible, movió las letras para siempre y no necesitó hacer nada más, pues el hombre cayó inconsciente, para ya no despertar.
- ¿Conforme? - le preguntó más tarde al angel.
Y viendo que el silencio era signo de resignación y tristeza, le recordó algo que no debía olvidar:
- Aquí, soy el único escritor. Los demás, son puro cuento.

2 comentarios:

Literaria dijo...

Hola Oso!
Me gusto mucho! El tejedor de historias siendo la (H)urdimbre de otras historias!!
Que lindo encierro!

Seguiré paseando por Villeratura !

Besos

el oso dijo...

Ya los griegos tenían a los dioses por un poco envidiosos. Ya los primeros escritores creían perdurar por sus letras.
Nunca sospeché que se iba a desatar así la hisrotia, Neto. Somo siempre, un relato contundente, misterioso, inquietante.

Literaria: Te presento a el Amigo Ernesto (Netomancia), que escribe como los dioses...