lunes, 16 de febrero de 2009

Cabeza e turco


-Che, gordito, ¿vos no tenés corbata?
Fue lo primero que le escuché decir al Turco en la escuela cuando nos apiñabamos como mosquitas para empezar el primer grado. Una escuela era un mundo de mitos, de saber por otros, de nuevos olores y colores, de nuevas reglas. Escuela chica, de barrio, de una sola división hasta entonces. No supimos lo que era un preescolar o un jardín de infantes sino mucho después. Bueno, preescolar tenían las escuelas importantes, como novedad.
Enseguida me llamó la atención el pibito. Alguna vez habíamos jugado juntos, pues mis padrinos alquilaban una casa de su padre. Éste era un tipo rudo, hijo de siriolibaneses -turcos para todo el mundo acá- con costumbres un poco rurales, bastante cerrados, machistas a más no poder. Carnicero, porque todavía no le daba para tienda, que era su meta. Perros rabones a cuchilla y criados malos para la vigilancia.
Pero en las ocasiones públicas los turcos se presentaban impecables. Orondo con su corbata, atacó al Sergio -que era su vecino, pero casi ni se registraban-. -Che, gordito, ¿vos no tenés corbata?- El Sergio, hijo de italiano, estaba primoroso, pero el acontecimiento no era tan religioso como para los turcos, que estrenaban corbata en cada evento público.
Desde el comienzo del año, el Turco se revelaba duro para los aprendizajes y la señorita, que era una madraza, daba lo posibe y un poco más, pero no había caso. El Turco era duro de pelar...
Cabeza de Turco con querosén si había piojos, sanguchitos de un preparado de leche a medio fermentar para el recreo, pelopincho violento hasta el rape, hasta el pelopincho violento y así... Algún comportamiento brusco del Turco, que trataba a las pibas como muñecas para desarmar, a los lápices como martillos y a los compañeros como diana de tiro al blanco, le granjeó cierta hostilidad del grupo. Entonces no faltaron la caza del Turco y los limonazos -cuando no cascotes- a la cabeza más o menos certeros con proyectiles cedidos sin saberlo por los vecinos.
Yo, que me creía su amigo, no lo atacaba, pero disfrutaba cobardemente a distancia prudencial del espectáculo. Caí en ello un día en que tuvimos un maestro como reemplazante, que nos sentó a cada uno en su banco y me dio una de las lecciones más grandes de mi vida: es tan canalla el que golpea como el que goza con las manos en el bolsillo y carita inocente.
Desde ese día de tercero, me propuse valorarlo. Crecía en generosidad, aunque las chicas no se le arrimaran; día a día era más creíble, más sereno, más cordial.
Cuando terminamos la escuela nos distanciamos, yo a la técnica, él a la normal. A veces nos veíamos en el baile del Sacachispas. Claro, la férrea disciplina familiar se tornó en libertad casi total: el Turco podía fumar, tomar y, si se le daba, encamarse, sin objeciones de sus padres: había superado el rito iniciático de la adultez a los trece años. Aunque, para ser francos, el rito estaba un poco anacrónico. Había aprendido, por ejemplo, que para sacar a bailar una chica se decía: señorita, ¿me concede esta pieza? El ridículo se encargó de enseñarle al poco tiempo que el mundo fuera de su casa era más complejo que un azote del viejo y poco a poco dejó de buscar novia casamentera a los dieciseis.
Con el Turco salíamos a serenatear, cuando todavía se usaba para las fiestas, con él disfruté de la locura adolescente de sacarnos fotos en los boliches -hoy, lo más natural-, de piropear en patota alguna menina interesante sólo para que tome conciencia de su belleza y marcharnos satisfechos sin otra intención que robarle una sonrisa sonrojada; de sacarnos fotos beatles en cualquier lado, incluso a la vista de azorados milicos que veían cómo el país se le escapaba de las manos...
¿Por qué me pongo a escribir esto?
Quizás porque veo poco al Turco, que es un tipo laburador, sano, derecho como se lo mire.
Quizás porque en el mundo complejo de las palabras difíciles, la ciencia, las maravillas tecnológicas, el Turco siga siendo ese tipo simple, de mirada limpia, de sana picardía que descubrió que si el mundo era demasiado complejo, él no se acomplejaría y haría fácil lo dificil.
Quizás porque me resuena la voz tronante del maestro justiciero y asocio al Turco con esa lección.
Quizás porque la pelopínchica cabeza guarde algún golpe mío y me asalta el temor de que si lo atacan los piojos -ya que el querosén no va más- lo vuelvan a rapar y quede al desnudo alguna herida que lleve mi nombre.
Entonces, quizás sea porque le estoy debiendo otro abrazo.

4 comentarios:

Atenea Kamet dijo...

Qúe lindo!!!
Un texto con sabor a otros tiempos, con aroma a melancolía por ese pasado que uno siempre guardará en un rincón del alma.
Saludos, y muchas gracias por los comentarios.
Beos!

Netomancia dijo...

Brillante relato sobre la amistad!!! Qué bueno, realmente. Y el entorno de nuestras calles alrededor, que siempre aprecio en tus relatos.

Anónimo dijo...

que bueno osos!!! que emotivo y preciosos relato, estas cosas tendriamos que leer día tras día en lugar de tantas malas y amargas novedades!
genial!!!

lanochedemedianoche dijo...

Bello en todo su esplendor, recuerdos que los vivimos permanentemente porque fueron bueno e inolvidables.

Besos