jueves, 18 de septiembre de 2008

El miedo

Sus ojos me miraron, titilando el refugio que guardaba, la complicidad que utilizaría más tarde en sus palabras y un extraño acontecer de raíces hinchadas en su memoria.
Parecía más que un loco suelto. Parecía, sobre todo, un espasmo del día, una tormenta en un cabo solitario, un circo derribado, la neblina de no saber caminar solo.
Temí acercarme, temí preguntar, aunque por dentro sabía que temía involucrarme, que esos ojos no fueran cotidianos y supieran hablar con extremismo de un acontecimiento que, al final, nos sucede a todos. Temí deber auxiliarme.
El tiempo pasaba oblicuo en el espacio. Sobraba una parte de lo que nunca sabemos en ese trozo de recreo obligado a la espera del tren. El recorrido de la gente interfería en exceso la búsqueda de logaritmos que ofrecieran un resultado coherente a las respuestas.
¿Cuál sería su viaje para tan desbordados ojos? ¿Qué secuencia atroz imaginaba para derramar tanta evidencia?
Pensé lo que nunca pude pensar en un segundo a la velocidad de un tren que está por llegar en cualquier momento. Ya estaba todo examinado, pero ¿serviría para la investigación lo que provocaría la inercia del encuentro?
Llega el tren sin darme cuenta a pesar del tiempo de concentración. Subimos todos y cada uno se ubica en los lugares que puede, afortunadamente se puede elegir un poco a estas horas de la tarde. Sus ojos siguen mirándome inauditos, escondiendo un poco la vergüenza que provoca la multitud. ¿Qué es eso que me dice?
Me acerco tan nerviosa como si tuviera que interrogarme a mí misma. Me acerco y el contacto ya es inevitable. Pregunto, lo más prudente que me permite el momento, cuál es su malestar. Los ojos van disminuyendo su expresión. Noto un expansivo intento de evitarme. Ya no soy yo preguntándome. Este ser evade la situación con un simple “no pasa nada” seguido de un “estoy bien”. Los ojos seguían siendo oscuros y profundos. No pude imaginarme un campo abierto con soles resplandeciendo en su horizonte. Se estaba alejando completamente solo. No supe qué hacer. Tenía ganas de arrebatar a esa persona del mundo en el que se encontraba, pero no supe qué hacer. Tan cerca y tan lejos, a la vez. Tan inamovible es el miedo, a veces, tan extremo.

domingo, 14 de septiembre de 2008

El timbre de las flores

Un buen día algo lo iluminó. Caminaba por el barrio y se dio cuenta que faltaba algo. Las casitas eran lindas, las calles estaban cuidadas y había luminarias en cada esquina. Pero el celeste del cielo no combinaba con lo que lo rodeaba. Pensó y pensó, sentado en la hamaca de la pequeña plaza hasta que dio con la clave del enigma: las flores.
Al barrio le faltaban flores. Los árboles eran potenciales colosos en crecimiento, pero había mucha vereda, mucho tapialito y poco verde, nada de macetas y ausencia total de colorido.
Así comenzó la ardúa tarea en la que se encaminó Santiaguito. Con sus siete años a cuestas, apareció una tarde con una carretilla de plástico (rojo chillón) cargada de plantitas. Tocó timbre en la primera casa de la primera calle del barrio. Una señora muy grande (de tamaño y de edad) le abrió la puerta y sonrío al verlo. Recibió con agrado el obsequio de las plantitas y se comprometío a colocar algunas en macetas y otras en el terreno que daba a la calle.
Santiaguito se fue empujando la carretilla, saludando a la señora con la manito izquierda. Un par de horas volvió con más plantitas y tocó timbre en la segunda casa.
Así, de a poco, la gente del barrio era visitada por Santiaguito. También volvía a las casas donde había dejado plantitas, para asegurarse que las hubiesen utilizado para su propósito.
Al poco tiempo, la silueta del niño de siete años empujando la carretilla cargada de plantitas se había hecho familiar para los vecinos del barrio. Todo el mundo lo saludaba y lo detenían para ofrecerle chocolate caliente, jug de naranja o tan solo agua. Santiaguito (así se presentaba) nunca decía que no y mucho menos, jamás dejaba de sonreír.
El día que llevó las plantitas a la casita más alejada del barrio, que aún no había visitado, fue la última vez que lo vieron. Los vecinos esperaron en vano su figura diminuta recorriendo las calles, alegrando con su andar y el de su carretilla la vida cotidiana. Aún añoran su sonrisa, su simpatía innata, el timbre sonando...
Cuando alguno lo recuerda, les sirve con mirar alrededor y observar las flores: la sonrisa no tarda en aflorar, en arrancar una carcajada y porque no, de vez en cuando, una lágrima.
Aquel angelito voló a alguna parte, vaya a saber dónde, pero seguramente estará pintando de felicidad una partecita del mundo. Porque a los lugares siempre le falta algo, a veces son grandes cosas, otras, pequeños detalles. No siempre hay un angel dispuesto a darse cuenta. Y mucho, menos, uno que haga lo que nosotros no hacemos.

jueves, 11 de septiembre de 2008

El Caminante

Falso y absurdo como el día. El próximo mes será igual al anterior y el ardor que sienten sus pupilas es el mismo que colmó las desgastadas horas de un pasado confuso.
Los años le confunden. Cuando mira detrás de sus hombros no logra divisar claramente las coordenadas. Los recuerdos nunca se presentan tal cual sucedieron.
Algún color se difumina, alguna sonrisa se transforma en una mueca macabra, algún rencor en un simple suspiro; algún resplandor en una oscura noche.
La noche es cómplice de todos esos pesares, mientras el día repta y circula por entre las vías de la ciudad. El camina al igual que nosotros. Arrastra los pies y decide, o no, que hacer.
Una tarde se cansó de esperar esas cosas que algunos saben esperar.
Saltar no tiene sentido, y a veces esa búsqueda de sentidos nos agobia desde las tempranas horas de nuestra existencia.
El lejano mar no encierra ninguna respuesta en sí, y dejarse caer tampoco resulta tan atractivo. Simplemente atado a una cotidiana realidad decide proseguir, decidimos continuar...

martes, 9 de septiembre de 2008

Cárcel diaria

Creer que todo es verdad
Saber que todo es mentira
Soñar con ser libre,
vivir sin edad
enfrentando la prisión de los días
y la monotonía de ser esperando morir
ignorando el por qué y la razón
sin sentir ni decir,
sin permitir al corazón
pecar en rebelión.

Creer que todo dura
cuando todo tiene fin
Inmaduros por ilusionar
a un mundo perdido en gris
embellecido por el espanto
dueño sin motivos de su desencanto
moribundo en vida, como mis sueños
El día cae, como una brisa
se lleva las horas con el viento
y apaga las luces, sin culpa, sin prisa.

viernes, 5 de septiembre de 2008

En el fin...

Hora de parar este ensueño,
uno debe reunirse con el mundo real.
Me siento como un extraño,
un desconocido en un mundo extraño.
Caminando por las calles y viendo que nada es igual.
Ahora, las luces de la ciudad se apagan una por una
demasiada sabiduría y egoísmo,
el tiempo está pasando pero nosotros quedamos,
vos quedás en mí.
Atrapá lo que puedas, yo no me quedaré por mucho tiempo
volveré mañana temprano o nunca más,
resplandeciendo...