lunes, 17 de octubre de 2011

El hombre de arena

No dejaba ningún aspecto librado al azar. La disposición de los libros en su biblioteca obedecía a un orden prestablecido; los cuadros en las paredes guardaban una simetría en sus ubicaciones dándole un balance perfecto a las habitaciones; en la alacena, platos y vasos mantenían un equilibrio caprichoso, en tanto que otros elementos se disponían con inmaculada pulcritud, dejándole al sentido de la vista un placer inexplicable.
Cada aspecto de su hogar mantenía ese cuidado crítico, desde el frente cuyo césped era cortado al ras cada semana, hasta el último pino del extenso y bello patio.
Sin embargo algo desentonaba en forma alarmante. Y era él. Su cuerpo despedía un olor fétido de no bañarse durante semanas, su cabello grasoso y sucio pendía sobre sus hombros como lánguidas lombrices y sus ropas eran una ofensa al buen gusto y la limpieza, portadoras de todo tipo de manchas, incluso, de orina y mierda.
Su mirada enajenada también despertaba inquietud entre los vecinos, que lo veían al atardecer recorrer los tachos de basura en las veredas, buscando rastros de comida para alimentarse. Cuando notaba que alguien lo observaba, huía despavorido hacia el interior de su lujosa vivienda. Y allí lo veían los vecinos por horas, a través de los enormes ventanales, acomodando las cosas una y otra vez, en una rutina salvaje y ruin; limpiando cada esquina y mueble; dejando impecable lo que ya lo era.
Incluso, veían las luces encendidas durante la noche, como si aquel hombre no durmiera. Pensaban que era probable. El enfermizo comportamiento abría las puertas a cualquier clase de conjetura, era inevitable.
Pero al hombre poco le importaba, vivía en su mundo, aquel en el que mejor se sentía. Y sin dudas que allí era feliz.
Al menos las horas pasaban y la casa estaba en orden. En cualquier momento llegarían Elisa y los niños y la casa debía brillar para ellos. Parecía una eternidad que habían salido de viaje, pero ya volverían, claro que si. En tanto, todo debía estar en orden, todo debía brillar para ellos. No tenía tiempo para perder. El reloj de arena sobre la chimenea apuraba sus últimos granos. Corrió a hacerlo girar y dejarlo en marcha otra vez. Una nueva hora acababa de nacer. Y a su alrededor aún quedaba tanto por ordenar. Y más vale terminar antes que Elisa y los niños llegaran. Todo debía ser perfecto en el futuro, todo.
Y volvía a ordenar, para Elisa y los niños...

domingo, 9 de octubre de 2011

La disparidad de los sueños

El movimiento circular de sus manos arrojadas al aire fue una danza mínima pero sumamente expresiva. Las piernas acompañaban aquel ligero desplazamiento, con una sincronía de sutil encanto.
Se detuvo con los pies muy juntos, en el momento exacto que la música cesó de fluir desde el equipo de sonido. Cerró los ojos y preparó sus oídos. Soñó entonces con el aluvión de aplausos, de vítores de gloria y felicitaciones. Sintió como la piel se le erizaba de emoción, mientras su cuerpo se agitaba por el llanto a punto de explotar.
Al abrir los ojos, vio la pared de su pieza, la mesa de luz con la lámpara en forma de conejo, la cama destendida con las sábanas tocando el piso y un par de zapatitos negros a un costado. No había público aplaudiendo, ni nadie celebrando su actuación.
Pero no le importaba, algún día sucedería. Algún día en otra vida. Se volvió a sentar en su silla de ruedas y permaneció allí, a la espera del regreso de su madre que había ido por más medicamentos a la farmacia de la esquina.