lunes, 31 de agosto de 2009

Sin embargo se mueve

Ante una sala repleta y expectante, el Profesor Ayos finalizó su disertación diciendo:
- “Y es así que estamos dando un paso gigante en el mundo de las ciencias: la conservación de la memoria humana tras la muerte.”
El público se puso de pie y batió las palmas con júbilo y esperanza. La presentación fue rotunda, las ideas expuestas, un éxito.
Martín, estudiante de Ayos, oficiaba de ayudante en la charla y a pesar que hacía largos minutos que quería hablar con el profesor, no había podido.
- Profesor – le dijo por la bajo.
Ayos estaba recibiendo los últimos aplausos y el llamado de su discípulo lo irritó. Martín se mordió los labios y siguió observando al cuerpo tendido en la camilla, a unos metros de él, entre el profesor y la audiencia.
- Profesor – lo volvió a llamar – El cuerpo… el cuerpo se ha movido y…
El semblante de Ayos, que lo miró de reojo, sepultó todo nuevo intento de Martín de llamarle la atención.
- Y ahora – prosiguió Ayos – la prueba final.
Se hizo un silencio. Todos vieron como un aparato descendía sobre el cuerpo inerte de una persona adulta, en estado de coma, que había sido colocado en el centro del escenario.
El profesor activó unos comandos y unas pantallas LCD comenzaron a procesar información, que según se había explicado, provenían desde unos sensores conectados al cerebro del hombre.
Tras unos minutos, Ayos anunció que la memoria había sido guardada. Ahora desconectarían al hombre del respirador y así culminaría un calvario de años, quedando para la familia, sus memorias, conservadas gracias al avance científico.
Martín desistió totalmente. Ya estaba desconectado. Desolado, no esperó el final de la charla de Ayos. Se fue por el pasillo.
Todavía no había salido al exterior cuando escuchó la exclamación proveniente de la audiencia. En las pantallas gigantes habían visto el último recuerdo del hombre: el techo del auditorio y una voz en forma de pensamiento, diciendo “estoy vivo, por Dios, que alguien vea que he podido mover un brazo, estoy vivo…”

jueves, 27 de agosto de 2009

Tomó la pistola

Tomó la pistola como le había enseñado su padre, allá en su infancia, en la vida de campo, de largas tardes de puro trabajo y sudor. Esos días en los cuáles el futuro le era ajeno, distante y sin preocupación.
Tomó la pistola, sabiendo que el frío que apretaba, era mortal al disparar. Tan frío como la soledad en la que se tornó su vida, tras esa noche de cielo nublado y ausencia de estrellas. Esa noche de intrusos y vidas robadas.
Tomó la pistola, sintiendo el gatillo bajo la piel de su dedo. El mismo que su padre había adiestrado con paciencia y amor. Su padre querido, muerto por extraños, la misma noche que su madre y sus dos hermanas.
Tomó la pistola, apuntando al rostro, el mismo con el cuál tantos años había soñado. Ese que en la sien portaba una cicatriz oscura y delatora. El mismo que escondido en un armario, había visto por la cerradura y que con gesto austero y parco, había acuchillado a sus seres queridos.
Tomó la pistola, consciente de no poder hacerlo. Poco sabía de venganza en su vida, tan solo de dolor y muerte. Por eso vació el tambor y la devolvió a la mesa de donde la había tomado. Y conforme con la mujer y la niña que había degollado, huyó a través del prado, dejando atrás el pasado y a un asesino llorando su destino.

martes, 25 de agosto de 2009

Una carta

Una carta, arte ensobrado, fino pulso, ensueño,
señal de humo, jinete polvoriento de posta,
pluma al viento, pequeño cofre cerrado
que guarda la melodía quieta y cansina
del un puñado de palabras pensadas dos veces.

Una carta. Declaración de guerra al hastío,
soberbia plenitud que se condensa,
mensaje claro, fechado, persistente,
veneración en arcón de los recuerdos,
venero promisorio de porvenir incierto.

Una carta y lágrimas y estambules,
y pozos de agua en benín y ritos y
túnicas coloridas y desiertos donde se
escribe en una tienda y palacios donde
entre cendales se pulsa dorada pluma.

Una carta. Y promesas de encuentros.
Una lágrima o más, si ya se sueltan,
si ya transcurren en comba ruta de sal,
si ya se quedan pendientes por caer,
si ya no pueden guardar lo que se siente.

Una carta, una señal, un manifiesto
de lo que no pudo ser o de lo que ha sido.
Una carta, dijo dupin, y se quedó pensando
que siempre hay más de lo que se dice,
que siempre hay más de lo que se escribe

en una carta.

lunes, 24 de agosto de 2009

El que apunta donde no debe

Llega a su casa salpicado de calles y frustraciones. Se quita la campera mojada por el aguacero de la tarde, se descalza los zapatos empapados y deja el paraguas que nunca abrió acostado sobre el sillón más próximo.
Sube las escaleras, con paso de soldado. Se deja estar en el primer descanso. Observa su casa, escucha sus silencios. Se dice con pesadumbre que otra vez no lo ha logrado. Sigue el ascenso hacia su cuarto.
Se detiene frente a un enorme espejo y mira su reflejo. Se grita con descaro: "¡Otra vez tú, allí parado! ¡Otra vez tú, perdedor innato!". Y cansado de su imagen, tantea el frío del metal en su bolsillo. El que lleva a todos lados. Y sin vacilar saca un .38 corto y se apunta desconociendo el miedo.
El cañón señala el espacio entre ojo y ojo. El disparo hace vibrar las habitaciones y el silencio sale huyendo. El espejo explota en mil fragmentos y las astillas lo raspan sin vencerlo. Baja el arma e hincha el pecho. Ha matado a la imagen y otra vez vuelve el puñal del silencio.
Se deja caer de culo, sobre el vidrio desparramado. No siente las astillas ni los pequeños cortes en las manos. Tan solo escucha su llanto mientras la sensación de fracaso que lo cubre.
Sabe que nunca podrá matar todo lo que odia en él, aquello que lo privó de lo que amaba y lo alejó de sus anhelos. Y en ese llanto se duerme para soñar lo que no se atreve ni apuntar donde realmente debe.

jueves, 20 de agosto de 2009

La chica de los ojos pálidos

Cuando no soportó más el agobio de su habitación se dispuso a salir de una vez por todas de ese encierro de ceniceros y vueltas a un mismo disco.
En su bolso cargó una peluca, un cd de la Velvet Underground y aquel absurdo cuaderno de notas que jamás había sacado de su envoltorio.

Ya era de noche cuando se alejaba del barrio. Tan solo los barrenderos circulaban por la zona y la miraban pasar deseosos de cruzar algunas palabras.
"La noche nos obliga a esbozar muecas dolorosas" - pensó Laura al verlos deambular de una esquina a la otra.

Aquella era una frase absurda que podría ir directamente a su libreta o a la basura. En definitiva, que sentido tenía decir las cosas que otros ya habían dicho de una manera más simple y directa.

Al cruzar la avenida encendió un porro y se dejó deslumbrar por las luces del tráfico fantasmal de aquella ciudad, su ciudad; su cementerio...

Avanzó sin rumbo por la cintura de la noche borracha y adicta. Se supo perdida y no temió por ella. Se supo abandonada y sintió como el peso de su espalda se liberaba.

Sabía que la carretera no era romántica como la presentaban aquellas películas de finales de los años setenta; sabía que Kerouac había uno solo y no tenía ninguna necesidad de quitarle el puesto a ese narcótico y genial escritor.
Siguió alejándose de todo aquello que la retenía convencida de que cualquier cosa que hiciera resultaría efímera y carente de sentido. Pero alejarse era romper el abrojo de aquellas zapatillas que tanto odiaba de pequeña, seguir en camino significaba que todo podía ser una simple bofetada de realidad.

A la noche le seguiría el día. Al blanco el negro y viceversa.

Los carteles anunciaban pueblos y desvíos a seguir. Cafeterías y gasolineras. Camas y paradores.
Pero caminar era algo automático y no cabía la posibilidad de plantearse algún descanso.

"Si alguien quisiera contar mi historia no tendría absolutamente nada para decir" - se juró a si misma, casi tentada de comenzar a escribir aquellas frases que se le venían a la cabeza en su tímida libreta.
Alzó la mirada en busca de algún destello, de algún satélite; de algún pájaro extraviado.

Nada. Absolutamente nada para decir de ella ni del entorno.

Se supo perdida, hambrienta y sola; pero nada de aquello era importante.
Simplemente abrió su libreta y escribió un posible titulo para contar su historia: "La Chica de los Ojos Pálidos".

viernes, 14 de agosto de 2009

Esa morocha es un infierno

“Cuando sentí el calor de la herida en la espalda ya era tarde.

¡Y todo por culpa de esa morocha atorranta! ¡¿Cómo no me di cuenta que me estaba agarrando pa´la joda?!” – me dijo el Rafa.

El bailongo del Club del Tango de calle General López no estaba nada mal; así que el Rafa no se lo podía perder.

Se preparó todo el día para la cita. Por la mañana, mientras esperaba que lo atendieran en la carnicería del viejo Acuña, practicaba los pasitos silenciosamente mientras clavaba sus tacos en el piso del local. Se compró un buen filete de carne para ponerse fuerte y apuntarse unos puntitos a favor con aquella morocha que lo había desafiado a un paso doble en el Club Sacachispas la semana anterior.

El Rafa no se apuró en volver a su casa.

Caminó por la avenida mientras saludaba a los conocidos y sorteaba las baldosas flojas de la vereda imaginando que cada una de ellas era algún firulete que se estaba marcando con sus zapatitos de charol recién lustrados.

“A este guapo no le engrupe nadie” – se repetía una y otra vez.

Aunque en el fondo de su corazón el Rafa no entendía cómo aquella mina se podría haber interesado en él. Se miraba al espejo fijamente, se vaciaba los bolsillos y comprobaba que sólo tenía un par de morlacos, un peine fino y el reloj que le había dejado su abuelo antes de partir a un barrio mejor.

“¿Cómo carajo se va a fijar en mí?” - se decía nuevamente y suspiraba.

Caída la noche partió pa´ el baile como estrella que no quiere hacerse ver; evitó pasar por el bar del Mario para que no le embromen los “chochamus” y acaso algún osado intentara despeinarlo de un sopapo.

Cuando entró al salón del club notó como el corazón le apretaba el nudo de la corbata y se juró que ya no había vuelta atrás. Esa noche la morocha caería en sus brazos; esa noche el farolito que le alumbraba la esquina de su orgullo iba a brillar con toda la fuerza; esa noche el Rafa iba a jugar con los labios carnosos de aquella dama, esa noche…

Cuando la orquesta arrancó con las primeras notas de “Taquito Militar” se armó semejante milonga que parecía que ese fuera el último día del mundo.

El Rafa se acercó a la morocha y sin sonreírle le sujetó de la cintura y empezó a bailar.

La llevó al centro del salón y le susurró al oido algunas frases que recordaba de aquel libro de poemas de Carriego que una vez se afanó de la Biblioteca Popular. La morocha sonreía mientras se dejaba seducir por el ritmo del tango.

Era la noche perfecta.

“¡Esta es la mía!” – se juraba el Rafa mientras se secaba el sudor de la frente.

Pero esa reunión de guapos y arrabaleros no era una milonga cualquiera. Aquella noche que parecía tan mansa y animada guardaba un oscuro secreto a las espaldas del Rafa.

Los varones de la barriada del Sacachispas no iban a permitir que un tipo del centro se llevara a la dama del club. Y aquella dama de curvas peligrosas y mirada infernal tampoco se dejaría conquistar tan fácilmente.

Mientras la muchedumbre giraba al compás de la melodía, los muchachos se acercaban al centro de la pista; y la pareja endemoniada no paraba de bailar, El Rafa se movía como un alma enloquecida y la morocha sonreía sin cesar mientras apuntaba su vista hacia los muchachos que se acercaban a ellos dos.

“En aquel loco remolino de tangos, milonguitas, guapos, guitarras y bandoneones; me encontraba yo pibe” – me dijo el Rafa aquella fría noche de Junio que lo visité en el hospital mientras le curaban las heridas de arma blanca que se ligó en aquel baile del demonio.

Cuando volví a casa ya era de madrugada. Pero en el camino algo me llamó la atención y me hizo sonreír irónicamente.

En la pared del Tango Club de Villa Constitución alguien había pintado un graffiti que decía: “Esa morocha es un infierno”.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Inexplicable

Sentía un deseo incontrolable de robarle a ese niño, el de campera verde, el autito que llevaba en la mano. Pero la madre estaba cerca. Lo vigilaba de vez en cuando. Aunque charlaba con una amiga, a tres bancos de distancia.
La plaza no estaba muy llena. Algunos chicos en las hamacas, una nena paseando un perro y una parejita besándose bajo un árbol. Y la tarde se presentaba tranquila. No como para complicársela haciendo semejante cosa.
Pero tenía unas ganas. No lo podía negar. Es que le recordaba a un autito que una vez tuvo, tiempo atrás. Lo traía a esa misma la plaza todas las tardes. Caminaba entonces con su mamá tomados de la mano, haciendo equilibrio sobre el cordón de la vereda, claro que solo cuando no pasaban vehículos por la calle. Tomaban la cortada, la que está a pocas calles de la plaza. Le gustaba ir por ahí porque había en su momento una heladería y si hacía calor, mamá le compraba uno de pistacho y crema del cielo.
Siempre traía el autito, hasta que un día un muchacho pasó corriendo a su lado y se lo robó. Sería la venganza perfecta. "Ma' sí" se dijo "yo se lo robo".
Casi como impulsado por un cohete salió disparado desde el banco de plaza en el que estaba sentado. Pasó al lado del niño y estiró la mano. El niño giró el rostro y encontró en él su propio rostro. Cayó al piso, asustado. Miró a la madre del niño sentada a tres bancos de donde estaba y vio a la suya.
Espantado retrocedió, pero ya no estaba el niño ni la madre ni la amiga. Solo quedaba una plaza vacía, sin colores ni juegos y el sabor de un recuerdo ingrato carcomiéndole la boca.
Transpirando y repleto de angustia, despertó. El autito verde que le habían robado de niño, lo miraba inerte desde la ventana abierta que daba a la calle.

domingo, 9 de agosto de 2009

Aires de olvido

Aire sin aire, el olvido va
dejando como estela lamentos sin más;
sonriendo con ganas, su triunfo ya palpa,
victoria cercana, altiva la faz.

Brillo que opaca lo que nos importa,
señal que sepulta al no morirás,
señuelo furtivo ni una humilde sombra
de cielos sin duelos parece encontrar.

Pasa el olvido mareando memorias,
cambiando lo hecho sin precipitar.
Su arma es sutil, etérea, difusa,
su filo es de nada y se ufana en cortar.

Palpita su triunfo, paladea su afán,
combina destinos, tal es su heredad.
Sonriendo con ganas su triunfo palpita,
pobre triunfo que nadie ya recordará.

Por eso su lucha ya vencida está,
su grito victorioso será su final,
ahí va el olvido, de aire sin aire,
con media sonrisa y medio llorar.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Los pibes*

"Me cuesta entender una revolución social encabezada por los
inversores en dólares. Pido permiso para sentir más simpatía
por los que ni cacerolas tienen". Alejandro Dolina


Los pibes en la esquina toman frula de la mala, las chicas se ríen sin ir más allá de los excesos, sin dejar de mirar por si el vigilante del barrio aparece de repente.
Los pibes se ríen sin saber porque, hartos de esperar por algo mejor se pierden lejos de la noción del amor. El barrio sigue firme, casi estancado, en las riberas del río.
Algunos van, otro vienen y algunos nunca regresan.
Se dividen, se dispersan; se pierden en el tatuaje de los años y sus penas. Las horas se pierden entre los aceros y los hornos que los rodean; los pibes sueñan con salir algún día de ahí, ¿los pibes sueñan?
Uno de ellos se compró la guitarra en la galería “La Favorita”, el otro se compró el chumbo en la tienda de caza y pesca de la calle San Luis. Las chicas bien… entre el glamour de la tv y la inocencia de la hermana menor se las arreglan para salvarse del momento.
Algunas deciden partir, otras reposan en los brazos de sus jóvenes paladines y construyen los cimientos de sus refugios.
Los pibes siguen jugando a ver quién es el que se banca más tensión en sus cabezas. Algunos se retiran de las mesas del bar, otros se aferran a ellas en busca de una costa invisible donde nunca llegará el barco que los pierda en el horizonte.
Uno de ellos se volcó a las creencias católicas cargadas de costumbres sin saber muy bien porque; otros se instalaron en sus ideas de revoluciones vencidas, creyendo que así podrían encontrar algún lugar en los gobiernos de turno.
Los pibes toman frula de la mala, los pibes hablan sin parar, las chicas los miran. Se divierten con ellos y a causa de ellos. Los pibes le dan duro a la pelota para ver si un gol de esos que nadie se explica consigue alejarlos del dolor que los rodea.
Los pibes siguen dándole duro y nadie presta atención si están de vuelta de todo.
Los pibes siguen en pie, pese a todo, y parece que a nadie le importa.



*Este texto fue escrito hace un par de años luego de los hechos de aquel fatídico Diciembre de 2001 en Argentina. Como tantas cosas quedó sepultado en un universo paralelo de papeles e ideas. Hoy reapareció de entre las cenizas con ganas de salir volando...

Moteles de Hiroshima

Los casi destruidos edificios, sin embargo, alojaban familias. En algunos casos, los que compartían el techo, no tenían lazos de sangre, al menos la que corría en sus venas. Era otra sangre las que los unía, aquella que habían visto en sus seres queridos, en la hora de la muerte.
Esa misma muerte que aún era una sombra sobre la zona, haciendo el aire aún más irrespirable, a pesar de los meses de la bomba. El silencio gobernaba los caminos y nadie se atrevía a regresar a la ciudad. En realidad, la ciudad ya no existía. Eran escombros, ruinas, recuerdos de un dolor que seguía allí desangrándose, inertes ante la mirada ajena.
La incomprensión del mundo se asombraba por el poder del hombre. En tanto, los sobrevivientes del segundo sol naciente, ese que había iluminado el día con tanta fuerza que aún dolía, no solo por las secuelas, sino por el recuerdo de los que no estaban, aún no salían del estupor.
Los mayores caminaban con pereza, lentamente, los ojos hinchados de no dormir. Algunos llevaban las marcas del destello, quemaduras de por vida que atravesaron las ropas y mutilaron la piel. Otros sentían síntomas agobiantes, como sed intensa, náuseas y fiebre, además de soportar manchas en la piel producidas por hemorragias subcutáneas.
Los médicos que habían llegado después de agosto habían detectado en todos las defensas muy bajas. Muchos de los sobrevivientes ya habían acusado una fase fulminante en su estado, que comenzaba con diarreas, la pérdida del cabello y hemorragias intestinales que llevaban al deceso. Todos estaban expuestos a infecciones, que en ese estado, le permitirían a la muerte hacer mucho más fácil su trabajo.
También se les había advertido sobre la radiación, sobre los efectos a futuro, e incluso, en ciertos casos, inmediatos. Las probabilidades de deformaciones, de muertes inevitables... el futuro era tan devastador como la bomba misma.
Los niños jugaban entre las casas de aquellos moteles ubicados en las afueras. En sus rostros portaban sonrisas, que solo en ellos era posible apreciar por esos días. Se mezclaban todas las edades. Cada uno sufría no obstante a su manera.
Los que habían quedado semi mutilados, otros amputados, algunos ciegos por el mismo destello de la explosión, quemados de gravedad, enfermos por el polvo respirado, algunos débiles por la falta de comida y agua. Pero jugaban, y reían.
De la forma que podían, hacían una ronda. Grande, enorme. Todos ellos. La ronda giraba, y los chicos entonaban una canción, mientras los padres y otros mayores no miraban, para no seguir sufriendo:

"Cae, cae, cae,
del cielo como estrella
Cae, cae, cae,
y no es una ilusión
Cae, cae, cae,
sin la menor compasión,
Cae, Cae, Cae
en esta ciudad tan bella
Cae, Cae, Cae
un dolor que destruye
un dolor que no huye
que reside en el mundo
pagano e inmundo
sin placer por crear
y pasión por matar
Cae, cae, cae
y nos lleva consigo
Cae, Cae, Cae
como a nuestros padres y hermanos
Cae, Cae, Cae
y si aún no lo ha hecho le digo
Cae, Cae, Cae,
llévame ahora de la mano"

Cuando la canción cesaba, la ronda se detenía y uno de los chicos quedaba en el centro. Entonces, alguien se ocupaba de llamar con un grito a un mayor. Y el niño elegido, ya sentenciado a muerte por la gran detonación y el malogrado ingenio humano, era llevado a uno de los tantos cuartos en pie de los moteles de Hiroshima para dejar de sufrir.
Los mayores no querían mirar la ronda, porque no podían elegir. Que fuera un juego, que la muerte se convirtiera en eso, había dejado de ser culpa de ellos hacía mucho tiempo.


El 6 de agosto se cumplen sesenta y cuatro años de la bomba nuclear arrojada sobre Hiroshima, en el comienzo del fin de la Segunda Guerra Mundial, en un ataque atómico sin precedentes ordenado por el presidente de los Estados Unidos, Harry Truman. Esa bomba, tuvo nombre, se llamó "Litle Boy". Tres días después, el 9 de agosto, cayó sobre Nagazaki "Fat Man" hecha con plutonio-239, más devastadora que la primera, elaborada con uranio-235. A lo largo del siglo pasado y el actual, se llevan realizadas más de 2000 detonaciones nucleares en el planeta. El miedo que infundieron los resultados visibles de estos bombardeos, sesenta años atrás, nos llevan a pensar en lo mal que utilizamos la inteligencia que poseemos. Se vive con el miedo que alguna potencia enloquezca y quiera hacer uso del poder devastador de esta tecnología, pero en el juego de tire y afloje que los poderosos proponen, nadie da el brazo a torcer. En tanto, millones y millones de inocentes oran en silencio por una paz que saben, es utópica e irreal.

domingo, 2 de agosto de 2009

Deux Machina

De pie ante el cielo, estrellado desde hacía horas, contemplaba con anhelo las constelaciones lejanas. Como en un sueño, se trasladaba mentalmente por el espacio y sentía la paz de la nada en el infinito del universo.
Cerraba los ojos y los abría en otra dirección y su miraba entonces la transportaba a otra galaxia lejana, donde podía abrazar una nueva ilusión y sentir el encanto de la imaginación entrelazada a un astro celestial en suave movimiento.
El juego se repetía mientras las horas pasaban. El insomnio no era más que una excusa para llevar su alma al patio sin remordimiento alguno y dejar que el tiempo corriera sin prisa y sin pausa.
Los ojos cerrados,
los ojos abiertos.
Un grupo de estrellas,
una nueva ensoñación.
Los ojos cerrados,
los ojos abiertos,
un grupo...
Se quedó allí parada, con sus pequeños doce años temblando de miedo y espanto, queriendo gritar con todas sus fuerzas que ni siquiera el silencio pudiera sobrevivir.
No podía evitar el pánico que se había apoderado de su ser. Cayó de rodillas, sin apartar la mirada. Los dos enormes ojos grises que se habían abierto en la profundidad del espacio la encandilaban con un brillo tan tenue como aterrador.
El cuerpo se le paralizó, sintió el orín corriendo por su pierna. El estómago le dio un vuelco. A los ojos se le sumó una boca, enorme, repleta de colmillos, del color del marfil. De la comisura cayó una gota y se fue convirtiendo en fuego. Vio venir la enorme bola envuelta en llamas como en una pesadilla.
Sintió el calor carcomer todo a su alrededor, los árboles se carbonizaban, los pastos se secaban y los charcos de agua, se evaporaban. Todo a una velocidad que carecía de lógica. Y muy por detrás, en los instantes en que las llamas dejaban libre el paso de la vista, reconocía el placer en los ojos del cielo.
Cuando creyó que la bola la iba a enterrar bajo su peso caliente de piedra sólida, de la profundidad del oscuro universo apareció una mano misteriosa que la tomó de la cintura, la elevó en el aire y regresando de donde vino, la hizo desaparecer.
El impacto destruyó la ciudad y decenas de kilómetros a la redonda. La niña fue la única sobreviviente, pero nadie jamás logrará enterarse.