martes, 25 de enero de 2011

Palabra de chamán

Cuando dieron a conocer los nombres de los que se salvarían, suspiró aliviado.
La muerte no estaba hecha para él.
Fue entonces a la batalla frente a la otra tribu confiado, desbordado de coraje. Cuando la lanza lo atravesó de un lado a otro, se sintió confundido. Pensó en los viejos brujos, en lo que habían dicho.
La sangre nubló su vista y un instante antes de la oscuridad supo la verdad: los chamanes mentían.

miércoles, 19 de enero de 2011

Como los dublineses

Miró hacia un lado, luego hacia el otro. Sus zapatos no se veían desde la cama, sí unas botas de mujer. Largas, una se mantenía en pie, con la caña aflojada, la otra yacía sobre un costado. Se preguntó cómo se llamaría. Tal vez con esfuerzo lo recordara, porque se lo había dicho casi seguramente. Pensó que tal vez fuese Noelia, pero bien podría ser Catalina. En la confusión de ese letargo donde sólo los ojos se mueven y la resaca se enseñorea a sus anchas no podía saberlo. Alcanzó a preguntarse si lo correcto sería aventurar un nombre. Pero ni siquiera pudo responderse.
Con esfuerzo movió una mano, la izquierda. El brazo derecho entumecido como inmóvil bajo el torso de ella, que suspiró levemente. Movió los dedos, a modo de un intento de verificar que aún estaban; ella hizo un movimiento hacia atrás, buscando su calor.
Era joven y bella. Demasiado. Se preguntó cómo fue todo. Sólo recordó unos pases de baile diluidos en alcohol. La caminata de ida, a distancia. El taxi de vuelta, enmarañados. El cielo clareando, un ascensor y nada más.
Una cegadora lucidez ahora. Su nombre, demasiado familiar. Sus formas -conocidas y soñadas- coincidentes con las que iba acariciando con una trémula ternura de la que no se sabía capaz. La certeza de que todo cambiaría desde allí. Su mundo y el de ella. Sus miradas se buscarían hasta rehuirse y se eludirían hasta cruzarse.
Se preguntó qué nace y qué muere acercando el rostro a la infinita espalda para olerla. Impulsó los labios hacia adelante hasta tocarla. Se sintió feliz y estúpido. Como el niño que juega su último boleto en el parque de diversiones.
Ella despertaría en poco tiempo. Se cubriría con exagerado candor y alguna culpa. Iría al baño con una sábana como manto y la vería grácil y hermosa para volver a soñarla. Y se pondría las gafas de sol robándole las pupilas y una lágrima. Inexorablemente.
Y vendría el paso de los días. Y humillaría su orgullo de conquista. Se preguntó si sería capaz de contarlo.
Si ella volvería a mirarlo. Si alguna vez habría amor o cariño o si el odio rebanaría el pan cotidiano. Y la seguridad de que sentiría celos.
Como fuese, uno de los dos continuaría de pie, el otro caído, como esas largas botas que asomaban a un lado de la cama.

domingo, 16 de enero de 2011

A medianoche

Soñé repetidamente con un laberinto cuyas paredes estaban pintadas de colores. Al mirar hacia arriba se veía el cielo de noche, con las estrellas encandilando las retinas.
Al buscar la salida uno pronto se daba cuenta de la verdad: era eterno. Al cabo de unos días vagando entre aquellas paredes coloridas, el cansancio se abatía sobre el cuerpo y la mente, en tanto la locura comenzaba a hacerse paso desde la selva del subconsciente.
Llegaba un momento en que los colores se fundían en tonalidades nunca vistas, que bajo la noche permanente, eran como latigazos a los ojos. Entonces, en el sueño, debía obligarme a dormir para poder despertar del suplicio.
La escena se repite cada noche. Debo confesar, en la incomodidad de los hechos, que no podría asegurar cuál de los dos es el verdadero sueño. Si aquel que me introduce a la laberíntica eternidad o el que me subyuga con un escape a este mundo que no es tal.

lunes, 10 de enero de 2011

La morocha

La veía pasar todas las mañanas, delante de su panadería. Atrevida, singular, ese andar desprolijo y a la vez tan sensual. Era la morocha, la que hasta en sueños lo hacía delirar.
Iba ella desentendida, meneando la cadera, de aquí para allá. Y el panadero, nada santo, ni siquiera el pan podía pesar. Las señoras lo miraban con mala cara, pero el ni se inmutaba, mirando a la morocha infernal.
Una mañana no pudo más y en la puerta la esperó. Venía la morocha ligera, con paso veloz. Poca ropa, mucho brillo, rubí en los labios y un aura alrededor. No dudó el panadero, en ofrecerle lo mejor, sacando de repente de la bolsa un vigilante y un alfajor.
Enorme fue el susto y más grande la manera en que lo reprendió. Qué no tolera los vigilantes y que es muy chico el alfajor. Bofetada mediante, la morochá siguió. Y el avergonzado panadero a su mostrador regresó, con la mejilla colorada y la líbido a la altura del trapeador.
Desde entonces las vecinas lo saludan al pasar, mano en alto a través del ventanal. Siguen de largo un par de cuadras más, donde ahora van a comprar. A lo de la morocha Zardán, donde es más barato hasta el pan.

jueves, 6 de enero de 2011

Pichuleador

El hombre con más suerte en el mundo, era también uno de los más amarretes. No gastaba ni un centavo de más. A diario compraba los alimentos y los numeritos de la timba. Mensualmente, productos para limpieza y anualmente, algo de vestimenta.
Vivía solo, salía poco, se hacía los mandados, aseaba su hogar y jamás invitaba a nadie a comer. No trabajaba, no le hacía falta. Vivía gracias a la quiniela.
Apostaba a toda hora, en la casa de apuestas de la esquina. Sus pálpitos pocas veces estaban errados. Pero debido a que era tacaño, apostaba muy pocas cantidades. El dueño de la agencia le sugirió hasta el cansancio que subiera un poco los montos, pero el hombre nunca le hizo caso. No "pichuleés" le decían. El término le caía en gracia, pero no sonreía, porque hasta eso parecía ahorrar. A sus espaldas, era conocido como "el pichuleador".
La mañana en la que apareció con un bolsito azul, eran cuatro los que estaban en la agencia de quiniela. El dueño, Luifo Correa, Arnaldo Gómez y Ricardo Aldoro. Cuentan aún que no daban crédito a lo que estaban viendo. El hombre había abierto el bolso y mostrando lo que había en el interior, dijo:
- Quiero apostar todo esto, unos novecientos mil pesos, al 18 a primera.
El agenciero se tomó se llevó la mano a la cabeza. Pidió que le diera unos minutos y tomó el teléfono. Llamó a la lotería de la provincia y consultó si podía aceptar una apuesta así. Lo tuvieron un rato en línea y finalmente le dieron el visto bueno.
Los tres clientes no perdieron el tiempo, además de ver el dinero que llevaban encima para hacer una jugada extra al 18, enviaron mensajes de texto a todos los conocidos.
Fue Correa el que le preguntó, mientras aguardaban al quinielero, si esa plata la había ahorrado de las ganancias.
- Si - dijo tajante el hombre - Gastaba poco, el resto lo fui guardando.
Contaron el dinero y la cifra era exacta. La maquinita electrónico expendió la boleta y el "Pichuleador" la tomó y sin leerla, la dobló y guardó en el bolsillo de la camisa.
Ni bien se fue, los demás hicieron sus jugadas al 18. Incluso el dueño llamó a varios familiares para que jugaran también.
Esa noche estuvieron expectantes al televisor y la radio. Los más modernos, seguían el sorteo por internet. Se había corrido la bolilla por todo el pueblo. Algunos niños se habían atrincherado delante del jardín del "Pichuleador" porque habían hecho apuestas sobre si celebraba o no cuando saliera el número.
Las luces de la casa, sin embargo, estaban apagadas. ¿Tan seguro estaba que ganaría que se había ido a dormir? Seguramente, dijeron algunas mujeres, ahorraba hasta la electricidad.
No se conoce el monto exacto de las pérdidas que ese día hubo en el pueblo. Algunos lo niegan, pero enterados de esa apuesta, habían sacado sus ahorros del banco y lo habían jugado. Se vieron varias casas en venta tras aquel fatídico sorteo. Salió el 77 y dos ancianos sufrieron un infarto de corazón. Algunos hasta intentaron suicidarse.
¿El Pichuleador? Nadie sabe. Ese día en la agencia fue la última vez que alguien lo vio. Se fue antes del sorteo, aseguran muchas voces. Y tuvo suerte, porque si se hubiese quedado, ningún vecino hubiese amarreteado golpes y venganzas.