lunes, 28 de diciembre de 2009

Ironías

La pequeña Rosa vaga sin encanto, soñando con ser una colorida mariposa.
Esconde bajo los párpados sucios, el llanto de la mañana, aquel que tímido asoma cuando el estómago gruñe, pidiendo la comida diariamente ausente.
Recorre las calles, suplicando por una limosna; su carita de ocho años se confunde con la indiferencia de los que deambulan apresurados sin tiempo a nada.
Alguien le tira una moneda, que cae al suelo y se va rodando, con un andar esquivo y tambaleante.
La pequeña Rosa la persigue sin ver y el coche que viene de frente es su cruel adiós.
Muere sin alas y descolorida, sin que a nadie le importe, por culpa de la moneda que anhelaba para no morir.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Triste contemplación de los días

El cristal cayó, casi rodando, sobre su hombro. Fue el golpe y un breve sonido lo que hizo que se diera cuenta. Buscó con la mirada sobre el suelo de baldosas y además de hojas, algún que otro papel, no veía nada, salvo, claro, baldosas.
Pero algo había golpeado su hombro. Se agachó y con cuidado, barrió las hojas con sus manos, y a los pocos segundos, lo había encontrado.
Era un cristal azul, de infinitas caras, tallado con una paciencia infinita, casi se diría, sobrehumana. ¿Existe una máquina que pueda hacer algo así? se preguntó en silencio, aún en cuclillas, con el cristal entre sus dedos alzándolo hacia la luz, mientras le gente iba y venía por la vereda, ajena a su contemplación.
Le había dado en el hombro, entonces tuvo que haber caído desde arriba. Meditaba sin apartar los ojos del pequeño cuerpo sólido que atrapaban con delicadeza y respeto sus dedos.
Logró sacar los ojos del cristal, aunque ahora lo apretaba fuerte con la mano, para sentir su presencia. Observó los balcones de las casas ubicadas en la vereda. Buscó ventanas abiertas, desde las cuales el destino pudiese haber empujado el objeto al vacío.
Todas cerradas. Los balcones ausentes. Las fachadas silentes. Ni la brisa le arrebataba a la imagen un signo de vitalidad. En cambio, alrededor suyo, las personas transitaban a velocidades siderales, casi llevándose por delante unos a otros.
Dio unos pasos hacia atrás, para alcanzar el cordón de la vereda. El ángulo le permitía ver ahora los hechos, pero salvo el volar de unos pájaros, hasta las azoteas parecían estar en otra cosa.
Delante de él, una hoja seca que dormitaba con muchas otras, levantó vuelo, impulsada por una corriente de aire burlona, desafiándolo a que la siguiera con la mirada.
La hoja se elevaba en tanto giraba sobre si mismo, como una bailarina girando su cuerpo. Hizo dos círculos completos y luego se confundió con las hojas vivas del árbol que en algún momento previo, la había dejado marchar.
Intentó seguirla atentamente, pero en medio del follaje la persecución visual se hizo imposible. Casi sin pensarlo, abrió la palma donde guardaba con cuidado el cristal y con la otra lo tomó y colocó delante de los ojos.
Su cara se iluminó al instante. El cristal permitía ver a través de él y las infinitas caras eran más que infinitas caras. De repente, el mundo delante de sus retinas se volvió azul y cada detalle, aspecto y sentimiento danzando en la dirección que enfocara quedaba en relieve, apreciándose milímetro a milímetro, como si estuviese observando por una lupa, pero todo el contexto a la vez.
Y a través del cristal, vio la hoja voladora nuevamente en el árbol, pero no atrapada por alguna rama u otras hojas, sino conectada otra vez con su vaina a la corteza y se la veía... feliz.
Se quitó el cristal y el mundo volvió a ser el de siempre, con el ser humano indiferente, las hojas perdiendo el color en el suelo, los árboles soportando estoicamente el silencio del olvido, las viviendas pálidas y anodinas calladas como siempre, el gris del cielo abarcándolo todo... suspiró triste, porque también allí estaba su hoja, otras vez sobre las baldosas. Nunca había vuelto al árbol, tan solo se había animado a volar alto, hasta que el viento dijo basta y su viaje terminó, regresando a dónde ahora pertenecía.
Volvió a usar el cristal y ahora observó a la gente. Todos sonreían, lo saludaban efusivamente al pasar y algunos hasta se detenían para darse un apretón de manos, un beso en la mejilla, un abrazo de renovada esperanza. Si hasta casi se le cae una lágrima al ver tanta humanidad en esa simple vereda. Pero al retirar el cristal azul, la realidad oscureció el momento. La realidad no tenía esperanza y entonces la lágrima al final cedió, pero cargada de pena.
Miró el cristal en su mano y volvió a buscar en lo alto, sin dejarse distraer por hojas llevadas por el tiempo ni las tristezas que flotaban alrededor y al fin lo encontró. Allí a lo lejos, alto, muy alto, donde los nubarrones que se habían retirado dejaron un hueco celeste, notó que el cielo tenía una mancha, tan ínfima que podía pasar imperceptible para todo aquel que no estuviera buscando una explicación.
Y así supo que lo que tenía en sus manos no era un cristal común, sino un pedazo de cielo, quizá, se decía, una lágrima que derramara ante la triste contemplación de todos los días.
Al menos el cielo, pensaba él, tenía la posibilidad de darnos su espalda oscura por la noche y olvidarse hasta el otro día. Nuestras penas, sin embargo, nos acompañan hasta la cama y perduran en los sueños. Guardó el cristal azul en el bolsillo y siguió caminando, aunque sin mucha certeza hacia dónde.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Cantar decembrino

Duerme la cordura su sueño más profundo,
despiertan polvorientos arcanos mensajeros,
preñada de alegorías, tan vieja como el mundo,
historia de profetas, de errantes pregoneros.

Porque sueñan peregrinos, errabundos, los lares;
se acallan multitudes, se avienen a ser uno
y a la sombra de sus piras, juegan en los altares,
hasta esfumarse, rendidos, aquel instante oportuno.

Confluyen los tiempos, el talón cae, violento,
y se preguntan -sin escarnio alguno- los mitos,
si puede retrotraerse de alguna manera el tiempo,
si olimpos, si panteones pueden ya no ser contritos.

En cambio viene del este, el que se alza imponente,
es quien dibuja las sombras, brillos, contraluces.
Quien empuja los vientos, los tiempos, aquiescente,
de quien se dice que fuerza a reconducir los cauces.

Algo pasó en el cielo, allá, sólo un pálido destello,
los conjuros se cerraron, rasgan los templos sus velos.
En la frente una señal, la segunda. Sí, el resello,
y lo podrido, de blanco, no puede mirar los cielos.

Y la señal, la segunda, ya deviene en tal denuncia,
-no hay gambetas ni elusiones que excusen la osadía-
está la marca en su mano, que con gestos se pronuncia,
está la lengua afilada y feroz ya siega la hipocresía.

Augures que acuñan las suertes que están echadas,
señores que acarician lo vacuo de sus altares,
monedas que ya cortan los dedos de la redada,
ya otra sangre es la que falta para dibujar cantares.

Aquellos que ya vendrán, porque se acerca la hora,
del día jamás pensado en que se jueguen destinos
de las manos que se cruzan cuando suene la anacora,
y se acaben las opciones, empujados al camino.

Y los lares y los duendes, querubines y baales
sabrán que maduro ya está el tiempo de la cosecha,
y se dormirán tranquilos bajo ligeros cendales,
cuando hayamos aprendido con la historia toda hecha.

viernes, 18 de diciembre de 2009

La del Mono


Para todos era el Mono. Para mí un tipo fantástico que se rebelaba ante la gravedad, que podía trepar al pino más alto. Que podía caerse desde allá arriba del árbol bellaco, incluso de espaldas, darse un flor de golpe, revolcarse un poco y pararse tajeado por todos lados para sacudir el polvo entre sus propias carcajadas insolentes.
Treparse era lo suyo. No había pared, ni tapial, ni columna que se le opusiera. El Mono. Largos brazos y unos rasgos que colaboraban precisamente para la exactitud del mote.
Bastaba un leve descuido para que dejara la altura común y nos mirara desde arriba.
Jugar a las escondidas con él era simple y complejo a la vez. Se sabía que estaría allá arriba. Pero los arribas eran muchos en la cuadra y el Mono aportaba ese cachito de sinrazón, de locura infantil, al más sagrado de los juegos, que transformaba en doble delicia las largas tardecitas a la vera del Chapuy.
Algunos pibes en el barrio tenían rifle. Los mejores posicionados un Mahely Master de calibre cinco y medio. Le seguían los de cuatro y medio. Mi hermano y yo no teníamos rifle. En parte porque no entraba en el presupuesto familiar, en parte porque mis viejos lo consideraban peligroso. Lo nuestro era la gomera, lo cual era un alivio para mí porque permitía evitar el simple expediente de matar un pajarito para ascender en consideración del grupo de chicos y la eterna culpa de haberlo hecho. Así y todo, lograba el préstamo de algún rifle de cuatro y medio eventualmente, tal vez por mi cara de ñata contra el vidrio al ver tirar a los demás. El Mono tenía un rifle marca Churrinche rasquísimo, que para mí tenía el caño curvo. Uno tenía que hacer un pequeño cálculo mental para acertar al blanco. Si apuntabas a un gorrión, por ejemplo, posado en una antena de televisión en alguna terraza del barrio -con el límpido paño celeste de fondo- podías ver fugazmente la extrañamente curva trayectoria del balín hacia la luna, lo que indicaba además que salía a una velocidad casi inofensiva.
Cuando el Mono salía con el Churrinche era una fiesta. Le tiraba a todo lo que se movía acertando hasta los razonable diez metros que permitía el artefacto. Pero jamás le acertaba a un pajarito. Y yo lo admiraba por esa puntería que fallaba ante tibios plumones. Además, lo prestaba siempre.
Era capaz de subirse a un oscilante pino de cualquier altura para mandarle balín a los macilentos jirones de barriletes enredados en los cables. Era capaz de hacernos reír desde que aparecía por el barrio a visitar a los tíos de la esquina, hasta que regresaba a su casa a la nochecita. Si sumamos a esto que el Mono era bueno y veraz, no quedaba margen para negar que su presencia en el barrio era, como dije, una fiesta.
Pero algo ensombrecía el aprecio por el Mono. Le falta un tornillo, decían los viejos de la cuadra. No hace cosas normales. ¿No ves la cara de loquito? Cómo le va a ir bien en la escuela si anda todo el tiempo subido a algo o con el rifle...
El Mono repetía de grado y no por primera vez. Mientras su hermano mayor era ya un correcto empleado, el Mono iba terminando a desgano la primaria, donde no podía treparse y mirar desde arriba. Donde la premisa era enrasar a todos para que miren desde abajo.
En la adolescencia apenas si le permitían salir. Su sonrisa y sus carcajadas permanentes eran más un recuerdo que un reflejo de su rostro. Ya no se trepaba. Había aprendido a mirar desde abajo. Era menos que todos.
Yo creo que entonces ya sabía que no iba a conseguir nunca un buen empleo ni iba a poder estudiar como casi todos los demás. Creo también que en el fondo de sus negros ojos guardaba la visión de cóndor que se le había negado. De cóndor que fue educado para vivir como un pavo, según el cuento.
Formó familia, se hizo testigo de jehová, después pentecostal -o al revés- sintiéndose alguien en una comunidad que le asignaba una tarea clara. Hacía changas, vestía siempre humildemente, pero se negaba a colaborar con su hermano que era otro tipo de trepador, de esos que estos tiempos llaman emprendedores cultivadores del esfuerzo ajeno.
En una época pasaba por casa, y por muchas otras, ofreciendo un pan de chicharrón que casi no ameritaba ser llamado pan ni ser de chicharrón. Y yo, que siempre envidié sus vuelos, su amor a las alturas, su inofensivo rifle, su recuerdo de caídas con carcajadas, le compraba sin animarme a confesar jamás mi secreta admiración.
Cuando dos por tres lo veo, juro que no puedo dejar de pensar en esta clase de gente como el Mono, Jovino, el Turco o Guasca que, ajenos al ritmo soberbio de la vanagloria, del vacío discurso que muchas veces puebla nuestras aulas, ajenos a objetivos cumplidos, autoayuda, coaching, ajenos a títulos honoríficos o distinciones, incapaces de discurrir en público, despreocupados por la inseguridad, el tipo de cambio, la ecología, la literatura de vanguardia, cruzamos en nuestras veredas tenidos a menos por quienes no nos sentimos ajenos.
Quizás sea porque no nos animamos a la inocente trepada del Mono por miedo a caernos o por miedo a -de una buena vez por todas- ver las cosas de otra manera...

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Así es la vida

Hombre grande y simpaticón era el Braulio Martínez, dueño del almacén de la esquina de casa. Recuerdo la mañana que el viento juguetón de agosto lo sorprendió barriendo la vereda y a Marisa, la chica linda de la cuadra, con la pollera suelta. La tela subió como para no querer volver a bajar y don Braulio que no era lento en ningún sentido batió las palmas, en una proclama de asentimiento, sin ruborizarse ni siquiera una pizca cuando la pobre Marisa, haciendo gala de su falta de humor pegó media vuelta, le metió tremenda mano en el rostro y siguió su camino, eso si, ahora sosteniendo el ruedo, para que no se le volviera a levantar.
Podría contar tantas anécdotas del almacenero que no nos iríamos más. Y se que usted está apurado. Pero no puedo dejar de reírme cuando me acuerdo de la vez que la vecina, creo que era Clotilde o Ramona, el nombre en realidad no viene al caso, le pidió a Braulio que le baja el gato del árbol. Lo que no tenía escalera se trajo del negocio un par de latas galletitas, de esas que venían antes, y las apiló. Pero era grandote de cuerpo, tirando a robusto, y las cajas cedieron. Flor de tortazo se pegó, pero mire como era el hombre que se levantó a las carcajadas y no va que la vieja le recrimina que en lugar de buscarle la mascota se pone a jugar, para qué, el Braulio se encaramó a una rama y de un manotazo bajó al animal: ¡Acá tiene el gato de mierda vecina" le dijo y se lo tiró de tal forma que se le prendió de una teta ahhh perdone, perdone que llore de la risa, pero si usted lo hubiese visto... ¡la cara de la vieja! y la del Braulio ni le cuento, por favor, si nos meábamos todos cuando andábamos por ahí.
En fin, así es la vida. La de personajes que uno conoce. Así que usted me dice que sabe quién es. ¿Sigue en el barrio? Porque yo me mudé, los estudios, después mis viejos vendieron la casa, se buscaron algo más chiquito y yo me instalé acá con la casa de velatorios. No me quejo, me va muy bien. Y allá quedó el barrio, con esos recuerdos que se vienen como en una oleada con solo escuchar un nombre conocido. Qué lindo recuerdo me ha traído, sinceramente. Y discúlpeme que insista, pero ¿de dónde lo conoce al Braulio Martínez? Ah, claro, si, el hombre que atropelló a su... claro, si, si, por Dios, que desgracia, siempre fue un peligro al volante ese hombre, en fin, así es la vida. Mejor le muestro lo que tenemos en ataúdes ¿le parece bien?

domingo, 13 de diciembre de 2009

Tragantúa

El problema de Alfonso López fue algo que siempre nos asombró de pequeños.
Algunos lo atribuían a la falta de leche materna durante su periodo de lactancia. Otros a una especie de bulimia compulsiva de palabras.
Pobre Alfonso, sufría por ser tan hambriento de frases.
La última vez que lo crucé caminando por calle Jujuy me miró de reojo y se perdió entre los alrededores del Club Riberas del Paraná.

Alfonso no era un mal tipo. Yo lo sabía mejor que nadie.
Pero los pequeños círculos de personas que lo rodeaban lo señalaban con el dedo acusador de quienes creen tener la verdad y el entendimiento para juzgar a sus vecinos.
Se decía que Alfonso no tenía respeto por nadie ni por nada.
Nunca saludaba, nunca respondía, nunca sonreía...

Como decía anteriormente, creo que fui la única persona que comprendí el gran problema de Alfonso, y aunque hoy ya no sirva de mucho se los voy a contar.

Alfonso sufría de un apetito voraz por las palabras y su encadenamientos. Soñaba despierto con las vocales sabrosas y coloridas. Su mente divagaba entre acentos y signos de puntuación.
De pequeño devoraba (y no literalmente) los diccionarios Larousse Ilustrados que ocultaban sus padres en los últimos estantes de la biblioteca heredada de sus abuelos.

Pobre Alfonso López, su devoción por la lengua lo llevó a extremos fuera de lo común.

La gran cruz que cargó desde su primera adolescencia fue el asombroso hecho de comerse sus propias palabras. Cada vez que Alfonso vocalizaba una frase, ésta se elaboraba cuidadosamente entre sus cuerdas vocales para salir de sus labios. En ese instante el pobre de López daba un paso adelante y engullía ferozmente la secuela de vocales y consonantes que clamaban por su libertad.
Así Alfonso devoraba día tras días su propias frases. Cuando intentaba decir "Hola" su apetito insaciable se deleitaba por una sabrosa H una O, una larga L y una dulce A.
Alfonso nunca fue un hombre irrespetuoso.
De haber podido habría saludado a cada uno de sus vecinos, nos habría regalado alguno de los grandes poemas que compuso para luego atragantarse con ellos.
Alfonso nunca fue una mala persona.
Pero sus vecinos nunca comprendieron que el problema era su hambrienta necesidad de palabras.

jueves, 3 de diciembre de 2009

De ilusiones pequeñas

Hizo rebotar la pelota de goma por última vez en el tapial del vecino y se metió en su casa. Pensaba en esas trenzas que lo distraían de día y le quitaban el sueño de noche.
Se sentó delante de la televisión sin ver y buscó en una revista vieja la compañía que no precisaba. Cenó cuando lo llamaron a pesar de no tener apetito y se acostó cuando sabía que era en vano porque no tenía sueño.
Aguardó que el sol se filtrara por su ventana y el despertador desde la habitación de su madre rompiera en un grito. Se levantó presuroso y feliz. Se lavó la cara, desayunó, besó a su madre y corrió a la escuela.
Ese amor de tercer grado lo tenía a maltraer. Cortó un jazmín en el camino y la esperó en la puerta. La vio venir. Sabía que estaba ruborizado antes que ella llegara a su lado.
Las trenzas color del trigo se balancearon delante de sus ojos, tan suaves y angelicales como las veía cada vez que, paradójicamente, los cerraba. Adelantó su mano, la que sostenía el jazmín.
Ella siguió caminando, sin siquiera dirigirle la mirada. ¿Acaso había visto su gesto? ¿Acaso no sospechaba de su amor? Suspiró con el corazón roto. Detrás venía su maestra, así que le regaló la flor.
Esperó el timbre tan triste como cada día y se metió en el aula abatido y sin flor. ¡Era largo el trecho hasta el próximo amanecer!... cuando el sol le indicara que una nueva posibilidad de hablarle acababa de nacer.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Planta Baja

Todo comenzó con la caída de una gota de agua sobre mi frente.
¡Cómo saber que aquello sería el principio del desorden que controlaría mis próximos días!
¿Dónde estaba escrito que mi destino sería éste?.
En definitiva, nadie sabe quien escribe sus pasos o sus azares; nadie.
Y todo a raíz de aquella misteriosa gota que rebalso de alguna jarra para caer por su silencioso camino de manteles, servilletas, pisos y paredes hasta filtrarse entre el empapelado viejo de una cocina y deambular indecisa entre cables, tubos, caños, cemento, arena, ladrillos y grietas para dar con un agujero que la llevaría directo hasta mi frente.
Las realidades de los días varían entre las hojas de un libro o un periódico. Al menos eso creía yo hasta que la gota bendita se escurrió entre mis cejas para caer en la hoja del libro que estaba leyendo sobre la insignificante palabra “costa”.
¿Qué era una costa?
¿Qué era una realidad?
¿Qué significaban una cosa y la otra enfrentadas entre sí?
¿Dónde estaba la diferencia de mi realidad y la de los demás?.
El agua no era más que agua, pero aquella gota buscaba otro camino, otro sentido en mi absurda existencia. Lo supe desde ese instante en que la palabra “costa” se borroneaba ante mis pupilas y se iba escurriendo entre mis dedos.
La llegada de ese pequeño trozo de mar supuso el caos en mi hogar.
Tome una decisión rápida y corrí hasta la cocina donde podría recoger algunos víveres y herramientas que me serían útiles ante la triste y alocada aventura que se aproximaba. Una vez allí cargué mi mochila con toda la variedad de productos para luego dirigirme velozmente hasta mi habitación.
Hoy, desde la otra punta de lo que fue una vez mi casa, pienso en todo lo que se me escapa de las manos, en todo lo que una vez significó algo para mí. En aquellos libros amarillentos de Cortázar o Borges, en los discos de los Beatles, en el boleto capicúa que una vez conseguí a bordo de la línea 29, en la piedra de mica que me regalaron mis abuelos al volver aquel verano de Córdoba...
Pensar no es más que un acto reflejo ante la basta inmensidad que me rodea.
Lo comprendí desde el primer momento en que aquella descarada gota me surcó la frente.
Ante el arrebato acuoso de ese momento recolecté algunos artilugios más y emprendí la dura tarea de construir mi propia balsa, mi proyecto “Nautilus” (así lo llame en homenaje a Verne, otro escritor que murió sepultado en el extremo sur de mi habitación bajo niveles insospechados de agua).
Pasadas un par de horas de trabajo con el esqueleto de mi cama logré darle forma y acondicionar al Nautilus para luego equiparlo con mi mochila, mi cuaderno de viaje y algunos lápices que el tiempo quiso que sean mi voz, mi legado ante este olvidadizo y desorbitado mundo.
Así fue como me dispuse a enfrentar al temerario mar que se aproximaba, que golpeaba las puertas del salón y comenzaba a devastar los muebles heredados de la casa de San Martín de las Escobas, aquel polvoriento pueblo de Santa Fe donde mi bisabuela compraba cereales en la tienda de Ramos Generales de la estación del ferrocarril.
El mar es un solitario enemigo que inunda los caminos del ser humano ante su atónita mirada. Pude comprobarlo cada día mientras veía como aquella gota que había asomado por el techo del salón se transformaba en un caudal apresurado e invasor de agua.
Con la crecida de los niveles del mar vinieron los vientos y los días oscuros.
La conexión eléctrica de mi casa tuvo que ser cortada de inmediato. Por suerte contaba con unas velas y un encendedor en mi mochila para soportar las noches en las que navegaba entre las ruinas de mis muebles, antes un panorama incierto y solitario.
Aquella tímida luz es la que me permite escribir estas letras, estos gritos al vacío que doy por alguna extraña razón.
El más allá hoy me resulta tan lejano que ya no me asombra. No sé que será de los que alguna vez fueron mis vecinos. Temo que con el pasar de los meses vaya olvidando como sonreía Marta ante mis incesantes paseos por el frente de su panadería. Temo perder ese único contacto con lo que alguna vez llame mi vida.
Sin embargo hay momentos en los que no pierdo la esperanza de que alguien note como la humedad comienza a filtrarse por sus paredes y decida derribar la puerta de mi casa para poder navegar a todo impulso con mi balsa y ser libre al fin.
Luego recuerdo que vivo en una planta baja y me entristece saber que la humedad demora más tiempo en subir por las paredes que en filtrarse hacia un piso que este debajo como el mío.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Del lado de la ventanilla

Para convencer a su hermana que lo dejara sentarse del lado de la ventanilla, le tuvo que prometer que le bajaría los bolsos del colectivo una vez que llegaran a la ciudad.
Era obstinada y caprichosa, pero lo había logrado. También era haragana y que otro hiciera el esfuerzo por ella, significaba tocar el cielo con las manos. Su pedido, en cambio, no respondía a un capricho.
Por la ventana podía apreciar los paisajes, trasladarlos a su libreta de apuntes con su birome negra. Podía estar las cinco horas que duraba el viaje garabateando con una precisión milimétrica, a pesar del movimiento del vehículo y la dificultad de captar el otro lado con las imágenes desvaneciéndose a medida que avanzaban.
Los campos llanos, las vacas pastando, algún que otro arroyo o hilo de agua, los molinos perdidos en el tiempo, las nubes y sus formas, los árboles apuntando al norte. Con la lengua asomada apenas entre sus labios, sus ojos no de despegaban de la ventana, mientras sus dedos se movían ágiles dejando la huella impresa de su talento en el papel.
Su hermana, en tanto, dormía plácidamente, lo mismo que hubiese hecho de estar del lado de la ventanilla.
Había algo en la magia de ese paisaje acelerado, fugaz pero repetitivo, que lo sumergía en un estado de paz inigualable. No sabía si era el interminable verde fundiéndose con el celeste del cielo o la certeza de comprender el secreto de la naturaleza para el hombre, que era el regalo divino que nadie podía reclamar como propio, sino era el deber cuidarlo para preservarlo como el paraíso de todos.
Y en ese éxtasis humano y artístico, en el que sus pensamientos vagaban en campos de paz mientras sus dedos parecían frenéticos sobre su libreta, fue que de repente vio algo atípico del otro lado del vidrio: muy a lo lejos, detrás de la última hilera de árboles, varias columnas de humo se elevaban en las alturas como un presagio oscuro y horroroso.
Dejó de dibujar al instante y su respiración quedó en silencio. Tocó a su hermana en el hombro: "Mira, detrás de los árboles". Media dormida y molesta que la haya despertado, observó. Su conclusión, veloz y práctica, fue un puñal para sus oídos: "Es humo. Un incendio quizá".
Por supuesto que era un incendio. No necesitaba despertarla para que se lo confirmase. Pero desistió en decirle algo más. Ella volvió a cerrar los ojos mientras apoyaba la cabeza en el respaldo.
Se sintió dolorido por la respuesta. Cómo acaso alguien podía quedarse tranquilo ante lo que estaba pasando. La simpleza de la aceptación por parte de su hermana era la misma que la del género humano para tantas otras cosas: "Es una guerra, una matanza quizá".
Se imaginó árboles ardiendo, el ganado huyendo. Campos verdes arrasados y tras el paso del fuego, la negrura, la oscuridad envolviendo a la naturaleza. Y el hombre atónito, siempre luchando en contra del fuego en un número pequeño, casi inexistente. Si por el fuese se hubiese arrojado del colectivo allí mismo. Pero eso equivalía a una locura.
Se quedó mirando hacia el otro lado de la ventanilla, observando las enormes columnas, cada vez más grandes, mientras que sobre la ruta las vacas aún pastaban sin saber lo que se avecinaba. Había dejado de dibujar, sin embargo el sentimiento era tan profundo que pronto las hojas de su libreta de apuntes captaron el sufrimiento de esos campos a la distancia y como en un acto de magia, ardieron sin chistar, quedando tan solo el hollín del papel como prueba inequívoca del dolor, desde el alma y desde el arte.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Puras vueltas, la vida

Era principios de los noventa, el muro había caído, nos habían cobrado un penal inexistente en Italia pero ya vivíamos la nueva era del Coco, el de patillas ya no tenía patillas, las industrias estaban en picada y se hablaba de pueblos fantasmas, en casa se vivía amuchados y amargados, nos hablaban de revolución de no se qué y nos daban un dólar ficticio y en las calles se respiraba malhumor pero con sabor a conformismo.
Pero todavía era pibe y en teoría esas cosas no tenían que afectarme. Salía poco de casa, a veces daba vueltas en la bici, como para hacer tiempo y no llegar temprano. No tenía ganas de escuchar hablar de plata ni de política.
Entonces me escabullía en calles desoladas, llevando las ruedas sobre las hojas secas para sentirlas crugir al paso. A veces, al ver un escaparate de revistas en algún kiosco, empezaba a frenar despacito, como para llegar con lo justo delante del mismo.
Historietas, las tiras cómicas de Patoruzito, las Lupín que tanto me gustaban, las de fútbol que eran caras y casi perdidos entre las revistas, los libritos para chicos con forma de animalitos. Me arrancaban una sonrisa. De más pequeño los leía en la casa de una tía, que los tenía de cuando era maestra.
Jamás me detuve a ver quién los dibujaba y mucho menos quién los escribía. A esa edad no interesaba tanto. Casi en un arrebato, dejé la bici en la vereda (si, tirada, de lado, como mil veces me habían dicho que no hiciera) y entré a preguntar por esos libritos. Inventé el interés de un hermanito y supe el precio.
Conté las chirolas en el bolsillo y no, no llegaba. Compré caramelos, como para no quedar como alguien a quién no le alcanza el dinero. Me quedé afuera, mirando el escaparate, no se por cuánto tiempo.
Todavía estaba allí cuando la señora que atendía salió con una llave. La llave mágica pensé, la que todos soñaríamos con tener. Y tenía magia porque era con la cuál se abría ese mundo protegido por un marco de madera y vidrio, plagado de revistas, libros y periódicos.
Abrió la puerta y llevó la mano al librito que estaba mirando. Se llamaba "Chipío, el gorrioncito peleador". Pensé en un milagro y hasta me dieron ganas de llorar de la alegría. Claro, pensaba yo, cómo no se iba a dar cuenta si hacía como una hora que debía estar parado allí, como un estúpido, mirando ese librito. Y ella, tan amable, se había dado cuenta que cuando entré, en realidad lo quería comprar y el dinero no me había alcanzado.
La miré con una sonrisa. La señora me devolvió otra. Me sentí feliz. Muy feliz. Ella cerró la puerta y le dio dos vueltas de llave y seguido a eso, pegó media vuelta y se metió dentro del kiosco con el librito en la mano. Me quedé atónito, aún con la esperanza de verla salir, con "Chipio" envuelto para regalo.
Pero no, vi salir a un hombre joven, con su pequeña hija en brazos, llevando el librito como regalo, supongo, para ella. Iban los dos contentos.
Sonreí, mirando de reojo alrededor. Nadie había visto mi escena. Me sentía tonto, pero al menos en soledad. Algo es algo. ¿Cuántas personas en ese instante estarían comprando ese mismo librito? me pregunté estúpidamente, como para pensar rápido otra cosa. ¿Dos? ¿Una aquí y la otra en Buenos Aires? ¿Habría otra comprándolo en Córdoba, o en Rosario, o en Pehuancó? Qué importaba. Quizá nunca lo supiesen. ¿Acaso era importante?
Le di muchas vueltas al asunto, intentando en el ejercicio restarle importancia, hasta que decidí subirme de nuevo a la bici y emprender el camino a casa.
Me olvidé así del librito mientras daba algunas vueltas para hacer pasar el tiempo y llegar justo para la hora del almuerzo y evitar así esas cosas que a uno lo ponen mal.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Tras los pasos de E.

Para Neto, en su día...



Existe un escritor llamado E.
¿Existe?.

Las investigaciones literarias de más alto nivel arrojan resultados inciertos una y otras vez ante las misma cuestiones.

¿Quién es E.?
¿A que movimiento literario pertenece?
¿Cuáles son sus intenciones?

Existen una infinidad de textos de este autor repartidos en antologías provinciales y nacionales. Sus dotes se despliegan en varios portales webs desde donde sus creaciones se ramifican en giros interminables y maravillosos.
Los días se suceden cotidiana y absurdamente; pero sus lectores saben que el destello que los sorprenderá y los arrojará lejos del letargo rutinario de sus vidas está a la vuelta de la esquina. Sus lectores saben (y sabemos) que el misterio y la aventura se esconden entre los días de espera para las actualizaciones de sus blogs o participaciones literarias en revistas, magazines u antología que ande circulando por el mundo.

Ciertos grupos reaccionarios postulan su teoría sobre el misterioso E. Algunos sostienen que realmente este autor no existe como forma física.
Simplemente se cree que es un personaje creado por un grupo de autores de la provincia argentina de Santa Fe como reacción combativa y revolucionaria ante la producción literaria de Buenos Aires.

Otros grupos postulan que el verdadero E. es un conjunto de escritores extranjeros pertenecientes a la Real Academia Española que utilizando las posibilidades de internet logran desplegar sus sueños y frustraciones en relatos breves o extensas historias que funcionan de una manera perfecta dejando sin aliento y cuestionándose cada fragmento del día a quién se atreva a leer los mismos.

Existe un escritor llamado E.
Puedo afirmarlo. Existe y tiene una forma física, corpórea. Tiene un tacto y un sentido único para maravillarnos cada vez que se apodera de las palabras y juega con ellas.

Posee un sentido único que algunos suelen considerarlo de otro planeta. Pero están equivocados.
No es magia ni audacia; no es un poder extraterrestre. Es simplemente la pulsión misma de la creación la que corre por sus venas y E. no permite que se le escape en ningún momento.

Lo que hace de E. un escritor admirable es su habilidad para saber encontrar el corazón de cada elemento de la naturaleza y plasmarlo de una forma superior a la que otros escritores lo han hecho.
Hablo de superioridad humana; algo tan escaso en estos días que nos rodean y persiguen.

Existe un escritor llamado E.
Mis afirmaciones son ciertas.
Llevo años investigándolo, tras su pista; casi codo a codo.
No es fácil de encontrar y sabe muy bien como ocultarse de las masas que claman por sus declaraciones. Pero puedo decir que tengo la pista que todos querrían tener.

Existe un escritor llamado E. Si quieren comprobarlo basta con visitar Netomancia o este mismo blog.

sábado, 14 de noviembre de 2009

El extraño de las tardecitas

Así era Humberto, parco y solitario. De esa gente que apenas uno la ve en las calles del barrio. ¿Quién vive en esa casa que nunca se ve a nadie? suelen preguntar las visitas en las casas aledañas. Y la contestación es comúnmente "un tipo extraño más raro que perro verde".
Pero Humberto no es extraño. Es una persona normal, que se levanta por las mañanas, desayuna, enciende su computadora, lee los diarios, consulta el correo y luego hace su trabajo.
Es programador, así que desde temprano el teclado se convierte en una melodía monótona, quebrantada únicamente en los momentos en que se levanta para ir al baño o confirmar si lo que ha programado se ajusta a lo solicitado por el cliente.
No almuerza, detalle que tampoco lo transforma en raro. Pero sí merienda y muy bien. Es a la tardecita cuando se lo puede ver. Con la melena larga, barba de una semana, tranco rápido y cabeza gacha, marcha veloz a lo largo de un par de cuadras hasta el supermercado chino de la esquina, hace las compras para dos o tres días y sin saludar a nadie ni levantar la vista, vuelve raudo a su vivienda, como si el aire de la calle fuese malo y solo el de su casa lo pudiese salvar.
Los vecinos notaban que además de ser tan poco sociable con ellos, tampoco parecía ser una persona con amistades, dado que jamás le habían visto una visita. De más está aclarar que tampoco lo habían visto a él, aparte de hacer las compras, ir a algún otro lado.
Ni siquiera sabían que su nombre era Humberto. Lo llamaban el "ermitaño", "el raro", "el melenudo" y otra decena de sobrenombres que buscaban ajustarse a esa figura tan singular y llamativa.
A Humberto todo esto lo tenía sin cuidado. Su relación con el mundo era nula. Todo contacto era por correo electrónico. Todo diálogo era por teléfono. Apenas si intercambiaba monosílabos al hacer las compras: ¿Algo más? "No". ¿Paga en efectivo? "Si". Y así estaba bien.
Pero un día los dos mundos tuvieron que relacionarse. Fue cuando en el barrio apareció Doris. Una muchacha simpática, rubia, de ojos claros y sonrisa contagiosa. Preguntó en distintas puertas por un tal Humberto, hasta que finalmente los vecinos cayeron en la cuenta de que hacía referencia al "extraño" de las tardecitas.
¡Al fin alguien preguntaba por el raro! El barrio estaba convulsionado. Le indicaron donde quedaba la casa, pero nadie se quedó atrás, los vecinos se ofrecieron a acompañarla hasta la puerta misma. Y allá fueron, como en una protesta, la muchedumbre sin pancartas, avanzando por la vereda y la calle.
Aquí es, le dijeron, señalando una casa sin demasiados detalles, que pasaba desapercibida. Ella golpeó la puerta. Los vecinos escucharon el rítmico toc toc toc y aguardaron con impaciencia que la puerta se abriera, que saliera el raro, al que ahora conocían como Humberto y manifestara alguna señal de vida ante la presencia de Doris.
A todo ello, cada uno tenía su propia conjetura sobre Doris. Qué era su novia, su hermana, su ex, su prima, tan solo una amiga e incluso, una acreedora.
Doris volvió a golpear y viendo que Humberto no contestaba, lo llamaron a los gritos. ¡Humberto! ¡Humberto! ¡Doris ha venido a visitarte!
De repente se abrió la puerta y Humberto por primera vez les mostró sus ojos. Casi desafiantes, mirando hacia todos lados.
- ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que dicen? les gritó alarmado.
No había alcanzado a adelantarse uno de los vecinos, para explicar el motivo, que Humberto volvió a hablar:
- No se cómo lo supieron, pero no me molesten con Doris. Dejen que ella descanse en paz. Y déjenme a mí, en mi mundo.
Y dicho esto, cerró la puerta con vehemencia.
Los vecinos miraron a Doris, aún parada delante de la puerta. El ni se había fijado en ella. Quisieron consolarla, pues estaba llorando, pero ella los apartó. Caminó hasta la vereda y retomó el camino por el que había venido, dándole la espalda a todos. A medida que daba un tranco, su silueta se iba desdibujando. Antes de llegar a la esquina, había desaparecido.
Los vecinos se quedaron observando una vereda vacía, todos con la boca abierta. Se miraron avergonzados y repartieron sus destinos según la suerte que desde hace rato tenían echada.
Jamás volvieron a hablar del extraño.

domingo, 8 de noviembre de 2009

La impaciencia de la confesión

Me miento. Me engaño con verdades que no son. Dibujo la realidad, convencido que detrás de los trazos negros y grises se mantendrán ocultos los pecados cometidos.
Oscilo entre la vida y la muerte, mientras garabateo en anotadores que dejaré esparcidos tras mi partida vaya saber donde. La mentira ha llegado demasiado lejos.
Camino hasta su casa. Golpeo. Espero impaciente, buscando con la vista algún indicio a través de las cortinas. Me imagino el sonido de las pisadas provenientes del otro lado de la puerta. Me convenzo de que están ahí, que pronto abrirá la puerta.
Entonces, preparo mi discurso, mis palabras. Esas que tengo atragantadas desde hace meses. Las quiero escupir una por una, saborearlas, sentir el sabor amargo, la textura cruel y luego, divertirme al ver como la golpean en el rostro, cachetazo tras cachetazo.
Espero. Pero la puerta no se abre. Las pisadas nunca existieron. Y nunca existirán. Ella ya no vive allí. Ya no está.
Yace en su cama, apuñalada por mi mano dos noches atrás.
¿Qué espera la policía para encontrarla? ¿Cuánto tiempo más tendré que vivir engañándome para creer que no he cometido mis pecados?

jueves, 5 de noviembre de 2009

Resplandor del Crepúsculo

Como todo el polvo que se asienta todo alrededor mío,
debo hallar un nuevo hogar,
las costumbres y los huecos que solían albergarme,
son todos como uno para mí actualmente.
Pero yo, yo buscaré por todas partes sólo para oír tu llamado,
y camino por rutas más extrañas que ésta.
En un mundo que yo solía conocer, te extraño aún más.
Pero ahora, ahora que perdí todo te doy mi alma,
el significado de todo en lo que creía antes,
se me escapa en este mundo de nada,
y te extraño aún más.

martes, 3 de noviembre de 2009

Extraño hecho al cruzar la calle

Miré hacia un lado, hacia el otro, volví a observar el semáforo y recién luego, crucé.
Iba por la mitad de la senda peatonal de la esquina, la que se usa para cruzar, cuando sentí el impacto. Me levantó por el aire.
Caí con la cadera contra el pavimento y mi cabeza rebotó como si fuese de goma.Instantáneamente la sangre comenzó a brotar del corte que se produjo.
Muy dolorido abrí los ojos, queriendo saber qué me había atropellado.
La calle estaba desierta. Giré con mucho esfuerzo la cabeza. En la otra dirección tampoco se veía vehículo alguno.
Quise pedir auxilio, pero la voz parecía extinta. Escuché sirenas. Mantuve los ojos abiertos. No vi venir ninguna ambulancia. Pero a los pocos segundos sentí que me levantaban de las piernas y los brazos y me colocaban sobre una camilla... ¡pero no había nadie allí, no había ninguna camilla debajo de mi cuerpo!
Quedé suspendido en el aire y casi de inmediato comencé a avanzar hacia delante, siempre en estado horizontal. Dolorido y todo, lo que estaba sucediendo me alarmaba. Cerré los ojos buscando conciliar una respuesta a todo, pero más dudas me asaltaron, dado que en lugar de quedar a oscuras pude ver el interior de la ambulancia.
Los volví a abrir y vi nubes en el cielo. Los cerré y allí estaba el techo de una ambulancia.
Grité pero no escuché ningún sonido. Desistí de seguir luchando. Me resigné temiendo la locura. Y dejé que el deterioro del accidente terminara de hacer su tarea, rindiéndome ante lo que no podía comprender.

jueves, 29 de octubre de 2009

Alta mar

La miré de reojo, casi poniéndome colorado. Era linda. Muy linda. Estaba apoyada en la baranda del barco, mirando hacia el horizonte. Sostenía en la mano un libro, muy pequeño, del que quise imaginar, era una novela de amor.
En algún momento se dio cuenta que la observaba y miró hacia donde estaba. No supe que hacer y reaccioné como un imbécil, quitando la mirada despavorido, dejando bien en descubierto que realmente la estaba observando.
De reojo aún, porque mi vergüenza estaba en su grado pico, me di cuenta que estaba sonriendo. ¡Qué hermosa sonrisa! Con su boca desplegada ante la brisa, sin ocultar sus dientes, radiante el rostro, auténtica la mirada.
Y su vista se había anclado en mí. Sentí como si una fuerza volcánica me arrastraba hacia el cielo y tuve que contenerme, asiéndome de la baranda de metal.
El sonido del mar de golpe se convirtió en una melodía y sobre ella danzábamos los dos, por más que fuera a través de nuestras miradas. En ese minuto intenso, ví sus ojos verdes y ellas los míos café.
Luego cada barco siguió su curso y nosotros, casuales pasajeros con destinos diferentes, no volvimos a vernos nunca jamás.

domingo, 25 de octubre de 2009

Ticket to ride


Él la miraba fijamente. Ella sonreía y con leves movimientos de cabeza desafiaba la porfía del viento de la tarde que se atrevía con bravura a trazar en su rostro sutiles vendas con jirones de sus cabellos.

Él intentaba también sonreír. Ella ocultaba el mundo bajo sus pestañas y una cadenita bajo su pañuelo de seda.

Él lo intuía. Ella lo sabía. Lo había madurado largas noches, duermevelas interminables con ojos fijos en las rendijas del ventanal.

Él contorneaba su rostro con caricias de ojos. Ella acariciaba el filo de un papel. Lo dejaba correr bajo sus largas uñas sintiendo, gozando, el seductor dolor nuevo y lacerante, para contenerse.

Él imploraba sin palabras. Ella imploraba con demasiadas.

Él acercaba sus manos. Ella las mantenía en los profundos pliegues de su abrigo.

Él a veces miraba el suelo, moteado de viejos chicles descoloridos. Ella a veces miraba la avenida, a veces miraba aquellos ojos que no debían llorar, a veces se daba vuelta presagiando el ruido del rescate.

Él acusó arena en sus ojos. Ella se erguía para continuar la ventosa lidia y se contoneaba para atisbar el reloj de la iglesia.

Él habló de casi nada. Ella, de casi todo. De todo lo que no fue aquello que dejaba de ser.

Él señaló el reloj. Ella al fin sacó ambas manos del abrigo, se recogió el cabello con los ojos cerrados y en el mismo movimiento lo besó en la mejilla.

Él no supo qué hacer ni decir. Ella sacó el boleto, corroboró el horario y en un mismo movimiento se dirigió a la parada.

Él quedó solo. Ella también, por un rato.

jueves, 22 de octubre de 2009

Pena sin nombre

Se me cayó una lágrima al oír hablar de él. Sentí que se deslizaba veloz por la mejilla y se dejaba caer al vacío, sin darme tiempo a secarla con el dorso de la mano.
Cayó muy oronda al suelo y la perdí de vista debajo de la suela del zapato. Miré si salía por el otro lado, pero esperé en vano. Levanté entonces la pierna para buscarla, pero ya no estaba allí.
La muy pilla se había escurrido sin que la viera y ahora deambula por ahí, llevando mi pena por todas partes y sin siquiera haberme preguntado por quién.

lunes, 19 de octubre de 2009

El misterio de los relojes con horas dispares

El reloj de la plaza indicaba la hora correcta. En su muñeca izquierda, el reloj que había heredado de su padre señalaba media hora más tarde. En su celular, faltaban veinte minutos para igualar lo que las enormes manecillas indicaban en el peculiar y pintoresco ornamento de la ciudad.
Su incertidumbre aumentaba segundo a segundo. ¿Debía colocar primero en hora su celular y luego su reloj o al revés? ¿O acaso, tomando coraje y acopio de valor, dejar que el tiempo marchara a su antojo en los objetos de su propiedad?
Respiró profundamente y tomó entonces su celular. Buscó la opción para cambiar el horario y adelantó de a uno los minutos para poder alcanzar la hora correcta. Vio en cada pulsación del botón del aparato como el escenario a su alrededor se veía alterado, avanzando personas, vehículos y animales en forma acelerada, como si de un juego se tratara.
Terminada la operación, llevó su mano derecha al reloj pulsera en el brazo opuesto y giró la pequeña rueda para atrasar la manecilla del minutero. En tanto realizaba la acción, las personas, vehículos y animales que antes habían acelerado su andar, retrocedían ahora a una velocidad similar, pero volviendo sus pasos, como si uno rebobinara una película.
Dejó en hora celular y reloj. Ahora si, coincidían con el reloj de la plaza. Pero entonces notó un nuevo problema. Ya nada se movía. La quietud era propia de un cuadro. Comenzó a alarmarse. ¿Acaso la última vez las cosas no habían seguido su curso como si nada? Bueno, algo había hecho mal esta vez. Por eso temía tanto poner en hora su celular y su reloj. De alguna manera estaban encantados.
Tendría que ver que funcionaba mal. Podía ser una cuestión de pilas del reloj o de batería del celular. En fin, tendría que revisar. Pero que apuro tenía. El tiempo estaba a su merced. Y muy tranquilo fue hasta el bar de la esquina, a tomarse un café que nunca pagaría.

domingo, 11 de octubre de 2009

La pesca de los domingos por la mañana

Los domingos bien temprano, apenas salía el sol, el viejo José tomaba la caña y se iba al río. En los canteros de las viviendas delante de las cuales pasaba caminando en su trayecto, recolectaba una que otra lombriz para usar de carnada.
Elegía una zona del puerto donde un espigón derruido por el tiempo y las mismas aguas, lo hacía sentir parte del río.
La vista de las islas, cubriendo el horizonte, era el bálsamo justo para un día de descanso. El sonido del agua golpeando las piedras, la brisa del viento acariciando la cara. A su lado el termo y en su mano el mate: amargo, suave, caliente.
La caña arrojada a un lado, junto a la bolsita de nylon con las lombrices. Era un ritual contemplar primero lo que lo rodeaba antes de comenzar con la pesca. Saborear ese regalo de la naturaleza para sus ojos, su alma.
Veía a lo lejos, en una boca del río que se metía entre dos islotes, una pequeña embarcación de pescadores, sacando del agua lo último de la jornada nocturna para ir a vender, lo antes posible, los pescados en la ruta. Para entonces ya el sol alumbraba con fuerza y los pájaros atravesaban un cielo despejado y brillante.
Las mañanas de los domingos eran tan tranquilas como cualquier otra, con la salvedad que era la mañana en la que él podía estar allí. Lejos del trabajo, de los problemas económicos, de las cuestiones políticas que tanta bronca le daban, de los malos resultados del club que era simpatizante.
El río lo transportaba a otra dimensión. No muy lejana, al contrario, más bien próxima. Porque se sentía más cerca de si mismo, de sus viejos anhelos, de los sueños que se perdieron en el camino, de las ideas que siempre tuvo y nunca pudo concretar. Allí, delante de esas aguas sucias pero tan suyas, de esas islas tan descuidadas pero tan hermosas, volvía a sentir que era dueño de su vida.
Apuró el mate hasta que hizo ruido. Lo dejó a un lado y tomó la caña. Sacó una lombriz de la bolsita y con la habilidad de un hombre de años pescando, la colocó en el anzuelo. Se puso de pie y tiró la línea. Cayó lejos en el agua, dejando una onda circular a su alrededor, allí donde la plomada se hundió.
Siempre había pique. Era más que una corazonada para el viejo José. Era una certeza.
Sintió que la tanza tironeaba y la boya, flotando en el agua, parecía moverse. Se entusiasmó como un niño. No se apuró como hacen los que no tienen paciencia. Aguardó el instante preciso y cuando creyó que la presa ya tenía el anzuelo asegurado, comenzó a traer la línea con velocidad.
Al tener lo capturado debajo de las aguas pero ahora a pocos metros de donde estaba, pegó el tirón hacia arriba para ayudar con la caña a traerlo al espigón. Y entonces lo vio danzar en el aire, sobre su cabeza, asido con fuerza del anzuelo, sin poder escaparse: un sueño de adolescente.
El viejo José se regocijó con ganas, vaya pieza había sacado. Lo vio tendido en el espigón, haciendo esfuerzos para escaparse, chapoteando sobre la piedra. Se acercó con alegría y lo contempló con lágrimas en los ojos. Era tal cual lo recordaba. Un sueño hermoso, de esos que se tienen de pibe, cuando lejos están de imaginarse las responsabilidades o las rutinas. Era el sueño de ser aviador, de recorrer los aires y sobrevolar océanos. Allí estaban las alas, la cabina, ese traje imaginario de tela gris con vivos verdes, el casco con su nombre... ¡que buena presa había sacado!
Acarició el sueño tendido en el piso, sentía ganas de abrazarlo y no dejarlo ir. Pero sabía que ya no le pertenecía. Era parte del pasado, de otra instancia de él, de otro momento. Suspiró profundamente y casi sin muchas ganas, lo tomó con sus manos y tras contemplarlo por última vez, lo devolvió al agua. Era la parte más dura de la jornada. Pero era lo correcto.
Sonrió. Qué lindo recuerdo. En fin, así es la pesca. Difícilmente se pueda quedar con algo. Preparó de nuevo la carnada y alistó la caña. De reojo miraba el mate, tentado por cebarse otros amargos. "Un par de sueños más y me tomo otro" se dijo casi convenciéndose, más entusiasmado en ese instante por ver que otra pesca le regalaba el destino que por un amargo caliente.

martes, 6 de octubre de 2009

¿Hay alguien ahí?

¡Justo ahora se le acaban las pilas! Jimena golpeaba la linterna contra la cerca de madera como si con eso pudiese solucionar algo. Intentó enfocar la vista en la oscuridad, pero solo eran siluetas inertes. Solo el contorno de las hojas parecían moverse e incluso hasta de ese movimiento desconfiaba que fuera real.
Ni un solo sonido. Ni siquiera los grillos. No había brisa alguna. Movió sus pies para hacer algo de ruido. Escuchó las hojas secas romperse y eso la tranquilizó.
¿Hay alguien ahí? volvió a gritar, como hacía unos minutos. Ninguna respuesta.
Avanzó con miedo. De a poco. Se topó con lo que parecía ser un arbusto. Golpeó de nuevo la linterna, con el mismo resultado.
Basta, se dijo. Lo que hubiese provocado el grito que había escuchado, ya se había ido. Con cautela le dio la espalda al monte. Y luego gritó ella.
Dónde debía estar su casa, no había nada. Se olvidó del pánico y corrió en la noche. Nada. Su casa no estaba. Ahora era todo monte. Hasta la cerca de madera había desaparecido.
El grito, el mismo que había escuchado antes, cuando miraba televisión en su cuarto, surcó otra vez el aire y heló su corazón. Sintió pasos muy cerca. Hojas secas crujiendo. Una respiración agitada. De ésta última no sabía si acaso era la suya.
No tenía muchas opciones. Giró en redondo y se enfrentó al miedo.
Allí no había nadie. Solo las siluetas en la oscuridad. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se dejó caer de rodillas, asustada.
- ¡Jimena! ¿Estás afuera?
La voz de su madre. Pero era imposible, si su madre estaba muerta, no podía ser... miró hacia donde estaba su casa y la misma volvía a estar allí. Y en la puerta, su madre se asomaba bajo el marco, como esperando una respuesta.
Jimena corrió hacia donde estaba ella y la abrazó con fuerza.
- Vamos adentro Jimena. ¿Me querés decir que hacías tan tarde afuera? Vamos, que te vas a resfriar.
Y Jimena entró, sin pedir explicación, sin desearlas tampoco, abrazada siempre a su madre.

martes, 29 de septiembre de 2009

Copla para ponerse en camino


Sometido a tu belleza pretendo caminar y digo
que no bastan los olvidos para arrancarme el camino,
para sacarme del medio, para borrar el hastío
de vivir ya sin buscarte, de soñar con vos, destino.

Y prendado del delirio de llegar hasta tu reja
hago huella la ilusión y paso firme la esperanza.
Que andar siempre hace brisa y pisar levanta tierra,
Y, sin embargo, qué fácil es quedar en la añoranza.

Valga esta copla, mi amiga, como signo luminoso,
como boya, como bandera que en ristre azota el viento.
Valga mi sueño, locura, que una vez puse al camino
y que quizás, más que nunca, sea estéril, ya lo siento.

Pero no puedo quedarme, vida, si estás muy lejos.
Necesito el horizonte que se aleje ante mis pasos.
Necesito desafíos, nubarrones, algún hechizo,
que dé sentido a mi vida y a mi muerte en el ocaso.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Cuento utópico

El hombre apareció un día y pidió permiso para subir al techo. Don González, que vivía solo como un ermitaño, le preguntó para qué. Para ver las estrellas desde un poco más cerca, le contestó.
Don González no se negó. Cómo se le va a negar a un hombre amable subir al techo para un motivo tan noble.
A la mañana siguiente aún permanecía allí. Le alcanzó de comer y una botella con agua. Luego le ofreció un colchón, pero lo rechazó con educación. El hombre permaneció esa noche y la siguiente y la siguiente.
Para la cuarta noche se acercó un grupo de diez personas. Toda gente del barrio. Le pidieron permiso a Don González para subir al techo a hacerle compañía al hombre. No podía negarse. Los conocía de toda la vida y siempre habían sido buenos con él.
Al día siguiente llegaron más personas. Y al otro, y al otro...
A los diez días, el dueño de la casa tenía a casi setenta personas sobre su techo. Dado que no podía alimentar a tantos, todo el barrio colaboraba. Algunos se encargaban de preparar la comida, otros de alcanzar agua, un grupo recolectaba mantas para cuando refrescaba, unos muchachos se encargaron de alquilar unos baños químicos que instalaron en el patio.
A los quince días, ya eran más de cien. Para entonces, el barrio ya estaba organizado. Parecía un engranaje funcionando a la perfección. Cada uno cumplía su rol y todos participaban alegremente.
Ese día se dieron cuenta que el hombrecito que había iniciado todo ya no estaba. Lo buscaron en cada rincón del techo, en los baños, en las casas aledañas, en otros techos... pero no estaba, se había ido. Lejos de desilusionarse, los vecinos estaban felices porque gracias a él habían aprendido a convivir.
La gente se bajó del techo, pero nadie cesó de colaborar con los demás. Todavía conservan la puntualidad de juntarse en las calles al salir las primeras estrellas para compartir unas empanadas al horno, pastelitos o sanguchitos y contemplar absortos todo lo inmenso que nos rodea, pero a la vez tan lejano.
Cuando vuelven la vista a su alrededor comprenden entonces que todo lo que está cerca es más grande, real, tangible. Y entonces, ahora lo cuidan, porque entienden que es aún más maravilloso que todo ese catálogo de estrellas que los visita cada noche.
Dicen que el hombrecito va de barrio en barrio. Aunque no en todos los techos le permiten subir.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Lo no escrito

Roberto era un escritor arriesgado.

Desde el primer día que decidió dedicarse al mundo literario comprendió que su labor sería única.

Había decidido enfrentarse al misterio de la página en blanco. Al momento máximo de la confrontación entre el ser humano y la divinidad; entre el baile de musas seductoras y el cenicero ahogándose en un rincón de la mesa.

Roberto cruzaría la frontera. Él se encargaría de mostrarle al mundo la faceta oculta de la escritura. Lo no escrito.

La extraña mezcla del no saber decir con el no tener nada que decir.

Efectivamente Roberto sabía que se encaminaba hacia un abismo duro de digerir; hacia una marcha silenciosa con destino al negro horizonte.

Así fue como Roberto se sentó aquella mañana del 4 de Diciembre de 1994 frente a su cuaderno de notas y decidió hallar la clave de lo no escrito.


El vecindario alarmado luego de 4 años de ausencia decidió comunicarse con el cuerpo de policía nacional (que luego de cuatro rigurosas semanas de trámites y verificaciones) derrumbó de una patada la puerta del domicilio de Roberto.


Las crónicas del día afirmaban que un joven escritor había sido hallado muerto a causas de una severa inanición en su domicilio particular. Entre las pertenencias del fallecido se encontraron algunas fotonovelas francesas y la obra en la que se encontraba trabajando cuando la muerte decidió hallarlo.


Pasados unos meses la editorial que guardaba los derechos de autoría de Roberto editó un voluminoso libro que contaba con 1245 páginas en blanco en formato Din A4 y en su portada, grabado en oro, se podía leer "Lo No Escrito".

martes, 22 de septiembre de 2009

El chico

El chico vio cuando le robaban la cartera a la señora.
Fue el primero en correr a socorrerla.
El primero en preguntarle como estaba.
Le sostuvo la mano, buscando en ese gesto la tranquilidad ajena.
Abrazó a la señora, que podía ser su abuela.
Le pidió tranquilidad y paciencia. Le prometió la policía y corrió en busca de un teléfono.
Fue quién le dijo a los que que se acercaban, lo que había sucedido.
El chico se había hecho cargo de la situación, ante la fragilidad de la mujer.
La policía acudió a él para recabar datos.
Se puso a las órdenes de ellos, trazó descripciones y conjeturas, imploró por justicia y la seguridad de todos.
Le palmearon la espalda y le agradecieron su ayuda. Le dijeron que era un ejemplo de ciudadano, de esos que no abundan.
Tomaron los datos de la mujer y salieron en busca del asaltante.
Otro patrullero llegó para trasladar a ella hasta su domicilio.
Se ofrecieron a llevarlo, pero el chico les dijo que no se preocupasen, que más vale hiciesen su trabajo.
Los vio alejarse, a unos llevando la mujer, y a otros por el camino equivocado.
Es que el chico había visto todo y por eso actuado.
Porque así como vio el robo, también que el ladrón era su padre.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Las chicharras en verano

En la vereda, de pantalones cortos, Marianito se contenta con seguir con la mirada la tortuga de su hermano.
Hora de la siesta, primeras semanas de verano. Silencio morboso, solo quebrado de a ratos por el canto de una chicharra. Marianito entrecierra los ojos y ahora ve una tortuga partiéndose en dos.
Una va hacia arriba y se eleva, hasta perderse de vista. La otra permanece con las patas sobre las baldosas, avanzando indiferente.
Vuelve a jugar con los ojos y ahora al acercar los párpados uno a otro, pero sin alcanzar a cerrarlos, ya no son dos, sino cuatro tortugas las que ve.
Dos salen hacia arriba y las dos otras permanecen en el suelo, con el paso sereno pero decidido.
Marianito abre los ojos y lanza una carcajada. El juego lo entusiasma. Y a medida que sigue probando, cada vez son más las tortugas que ve desprenderse como fantasmas de la original, la Carlota de su hermano.
Claro que por no prestar atención, Marianito se olvida que no debe permitirle a Carlota que vaya más allá de la línea invisible señalizada por el fin del color amarillo del frente de su casa. Y Carlota lo cruza, con todo el peligro que ello entraña.
Peligro porque siempre don Mario, que no duerme la siesta, sale por las tardes a pasear a su mujer por la ciudad, aprovechando que no hay tránsito. Y sale en su auto, que es lo que coloca la situación en torno a lo trágico.
Y trágico porque al salir el coche marcha atrás, deja sin posibilidad a don Mario de saber que su rueda trasera derecha ha pasado por encima de la tortuga del hijo más grande de Benicio, el vecino policía.
Primero cree que ha sido un ladrillo, pero luego al observar el rostro asustado del pequeño Marianito, sentado en el suelo frente a su casa, y escuchar luego el alarido de desesperación que salió de la frágil garganta del chico, supo de inmediato que había atropellado al bicho con caparazón.
De la casa de Marianito salió Benjamín, su hermano, de ya ocho años de edad y atrás su madre, Leonora, visiblemente preocupada, temiendo que su niño más pequeño se hubiese lastimado. Pero mientras ella respira aliviada al verlo sano en el sueño, mucho más grave es la situación para Benjamín, al darse cuenta cuál es el producto del llanto de su insoportable hermano menor.
Bajo la rueda del Citroen del vecino panzón yace aplastada su querida Carlota. No quiere mirar, y sin embargo lo hace. Pero en lugar de ir hacia su mascota, se lanza sobre Marianito, insultándolo con bronca. Mamá interviene justo, y casi aturdida por el llanto del más chico, manda a su habitación a Benjamín. Este chilla, quiere explicarse, pero no hay peros. Mamá comprende, pero no va a dejar que golpee a su hermanito.
Don Mario se acerca, tímido y con culpa. Hace un gesto con los hombros, como diciendo qué iba a saber. Leonora lo comprende. Le dice que no se preocupe, que solo era la tortuga, que verán de conseguir otra para los chicos. Con un gesto de asco, don Mario retira el animalito muerto y le pregunto a su vecina qué hacer. Ella no sabe, tírela a una bolsa y métala en la basura le dice. Jamás pensó en que su hijo mayor hubiese deseado enterrarla, como toda mascota se merece.
Vamos Marianito, le dice a su hijito, ahora con hipo, aunque ya sin llanto. Vamos adentro, le repite. Pero Marianito está absorto en la tortuga aplastada, ahora en el suelo, a la espera del regreso de don Mario y la bolsa mortuoria.
Y mira la tortuga con pena y entonces entrecierra los ojos, como antes, cuando jugaba. Y por más que se esfuerza, la tortuga no se multiplica.
Lo intenta una y otra vez, hasta que don Mario vuelve y la saca de su vista.
Por un momento pensó que podía obrar el milagro y aprovechar el momento en que la imagen se desdoblaba para agarrar alguna de las que se elevaba, pero no tuvo suerte. El espíritu del animalito ya no jugaba con él. No había duda que dentro del caparazón, ya no había nada.
Moqueó por última vez y se metió en la casa, escuchando como las chicharras inundaban de su canto esa tarde de verano que nunca jamás olvidaría.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Escena del bosque

El conejo paró sus orejas y olfateó el aire. Algo se aproximaba y podía ser peligroso. Se internó en el bosque, entre los árboles más próximos.
Oculto detrás de un tronco, asomó sus ojitos hacia el camino que venía de la ciudad. Vio avanzar a dos hombres llevando un niño en brazos. Los siguió con la vista hasta que se perdieron detrás de una elevación del terreno.
Se quedó inmóvil en el lugar, sin hacer el menor ruido. Los hombres le habían inspirado miedo. Al rato los vio volver, pero ya sin el niño en brazos. Aguardó a que se alejaran por el camino y cuando decidió que no corría peligro, salió de su escondite y corrió a los saltos hasta donde suponía, habían ido los hombres.
Era una pequeña parcela, entre los árboles. La tierra era blanda porque corría un arroyo cerca. Un montículo de hojas secas cubría un sector del suelo recién removido. Hurgó con su hocico en la tierra hasta dar con una pequeña manito. Le pasó la lengua con curiosidad y notó la frialdad en la piel.
Miró hacia todas partes y viendo que estaba solo, se acurrucó sobre la manito, para darle calor. Sabía que de nada serviría, pero al menos haría más que los hombres.

martes, 8 de septiembre de 2009

Yo creo que fue Juan

Marcelo le dice a Raúl que sospecha firmemente que Juan es el responsable de la desaparición del paquete de yerba.
Raúl discute con Andrés, quién sostiene que Marcelo invoca demonios pronunciando lo que pronuncia. Teresita le susurra al oído a Nicolás que la situación se está yendo de las manos. Nicolás, temblando de miedo, le sugiere a Martita abandonar la casa en ese mismo instante.
Martita vuelve a mirar a Marcelo y luego a Raúl.
En un momento suspira y abandona la ronda. Se aleja lentamente del centro de la mesa donde se encuentra aquel enigmático y sucio tablero de Ouija y les dice a todos los presentes:

“¡¿Me pueden decir dónde está el paquete de yerba para empezar la mateada?!”.
“¡Ya te lo dije, se lo llevó Juan sólo para asustarnos!” - respondió enfurecido Marcelo.
“¡Basta!. Ya me cansé de todo esto,¡yo me piro!” - reprochó embravecido Raúl, quién abandonó a toda prisa la habitación.

Era obvio.
Como podría Juan haber robado aquel paquete de yerba si llevaba muerto más de un año luego de aquel trágico accidente de coche volviendo de Rosario junto con Marcelo.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Travesura

Los primeros cálculos estimaban que aproximadamente doscientas eran las personas que estaban atrapadas en el interior del edificio que ardía en llamas.
Los bomberos acababan de llegar. Tres dotaciones.
La niña que estaba en la vereda del siniestro tendría unos diez años.
Lo primero que hicieron los bomberos es sacarla del área de peligro. Pero al cabo de unos minutos, vieron que nuevamente estaba allí, mirando hacia arriba. La volvieron a retirar a una zona segura.
Las primeras brigadas que habían entrado volvieron a salir con rostros totalmente perplejos.
- ¡Capitán! Allí dentro no hay fuego. Ni siquiera hay gente en los departamentos...
- Pero mire las llamas teniente, el humo se alcanza a ver a un kilómetro de distancia.
El teniente volvió a contemplar la imagen y se encogió de hombros.
- Capitán, no se que decirle, dejé a mis hombres dentro, esperando una orden suya, pero ni siquiera hay escaleras para llegar más allá del segundo piso.
- Teniente, entre nuevamente y... niña, pero te he dicho mil veces que salgas de esa vereda!
El capitán corrió tras la niña y la alzó en brazos. El teniendo fue con él. La cruzaron al otro lado de la calle.
- Pequeña, dónde vives, debo llevarte con tus papis, te estás poniendo en peligro.
- No hay peligro señor, el incendio no existe, el edificio tampoco. Solo que hoy quise imaginarme un edificio en llamas. ¿No cree que me sale bien?

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Tomar carrera

Empezó a sospechar cuando cayó en la cuenta de que nadie tomaba en serio sus afirmaciones.
Lentamente fue descubriendo o, mejor dicho, dándose cuenta de que su forma de pronunciar las palabras era diferente a la del resto.
Era el último en terminar de almorzar y el que tenía que lavar los platos. Claro, clarísimo, sus hermanos iban a la escuela.
No guardaba recelo ni antipatías, pero lo descolocaba percibir evidencias de que no era como los demás. Creyó comprender que había chistes que no entendía, pero sí lo hacían otros más chicos que él.
Quedaba para lo último en la pisadita para elegir jugadores. Y si el número era impar y el partido se desequilibraba, era el que pasaba para el equipo que perdía. Moneda de cambio de un centavo, daba lo mismo donde se lo ponía. Y eso lo empezó a aterrar. Comprender que no era nadie, o más bien, que era una carga.
Largos llantos de su madre encerrada en su habitación nombrándolo. De alguna manera se había convertido en la causa de infelicidad de quienes lo rodeaban. Y ahora se daba cuenta. Ahora.
Entrevió la dicha del rostro de los demás cuando jugaban al truco, a la escoba, cuando leían cuentos, cuando hacían juegos de palabras. Todo lo había intentado, pero se revelaban esquivas e intrincadas para sí las tareas que a otros les resultaban casi triviales.
Pensó en la muerte. Esa salida rápida. Esa puerta de emergencia ante el desastre de todos los días. El abismo de una vez ante los pozos de todos los días. El paso al nunca más ser ante el casi no ser de todos los días.
Pero no pudo.
Volvió a pensar en la muerte. La de los demás. La de los de las risitas de reojo. La de los pibes, que elegían siempre a otro. La de su madre, que sufría sin sentido. La de sus hermanos, que se mufaban por su lentitud.
Pero era quedarse solo, más solo que hasta ahora. Más solo que en la propia muerte.
Ovillando odio y desesperación se preguntó una y otra vez qué hacer. Pero las razones se evaporaban cuando quería atraparlas. Se quedaba siempre a mitad de camino del razonamiento, con decisiones a nunca tomar.
Entonces se convenció de que tenía que prepararse como para un salto. Sin saber para qué, acarició la idea. Saltar. Alto. Lejos. Dar ese salto que a nadie había visto dar. Lo investía de orgullo un heroísmo que todavía no había demostrado. Pero tenía que tomar carrera.
Su tonta sonrisa de presentación iba trocando por una de satisfacción. Tenía una idea clara. Era todo. Pero era suya.
Hasta que respiró profundo un día. Se levantó antes que nadie. La madre lo saludó como siempre, entrecortando el beso con un suspiro, y se fue a trabajar. Esperó paciente a que despierten sus hermanos.
Les preparó el desayuno. Mientras lo devoraban sin prestarle atención, juntó fuerzas, cerró los ojos para darse ánimo, tomó carrera y les dijo: -Escuchen, ¿quién de los dos me enseña a leer?

lunes, 31 de agosto de 2009

Sin embargo se mueve

Ante una sala repleta y expectante, el Profesor Ayos finalizó su disertación diciendo:
- “Y es así que estamos dando un paso gigante en el mundo de las ciencias: la conservación de la memoria humana tras la muerte.”
El público se puso de pie y batió las palmas con júbilo y esperanza. La presentación fue rotunda, las ideas expuestas, un éxito.
Martín, estudiante de Ayos, oficiaba de ayudante en la charla y a pesar que hacía largos minutos que quería hablar con el profesor, no había podido.
- Profesor – le dijo por la bajo.
Ayos estaba recibiendo los últimos aplausos y el llamado de su discípulo lo irritó. Martín se mordió los labios y siguió observando al cuerpo tendido en la camilla, a unos metros de él, entre el profesor y la audiencia.
- Profesor – lo volvió a llamar – El cuerpo… el cuerpo se ha movido y…
El semblante de Ayos, que lo miró de reojo, sepultó todo nuevo intento de Martín de llamarle la atención.
- Y ahora – prosiguió Ayos – la prueba final.
Se hizo un silencio. Todos vieron como un aparato descendía sobre el cuerpo inerte de una persona adulta, en estado de coma, que había sido colocado en el centro del escenario.
El profesor activó unos comandos y unas pantallas LCD comenzaron a procesar información, que según se había explicado, provenían desde unos sensores conectados al cerebro del hombre.
Tras unos minutos, Ayos anunció que la memoria había sido guardada. Ahora desconectarían al hombre del respirador y así culminaría un calvario de años, quedando para la familia, sus memorias, conservadas gracias al avance científico.
Martín desistió totalmente. Ya estaba desconectado. Desolado, no esperó el final de la charla de Ayos. Se fue por el pasillo.
Todavía no había salido al exterior cuando escuchó la exclamación proveniente de la audiencia. En las pantallas gigantes habían visto el último recuerdo del hombre: el techo del auditorio y una voz en forma de pensamiento, diciendo “estoy vivo, por Dios, que alguien vea que he podido mover un brazo, estoy vivo…”

jueves, 27 de agosto de 2009

Tomó la pistola

Tomó la pistola como le había enseñado su padre, allá en su infancia, en la vida de campo, de largas tardes de puro trabajo y sudor. Esos días en los cuáles el futuro le era ajeno, distante y sin preocupación.
Tomó la pistola, sabiendo que el frío que apretaba, era mortal al disparar. Tan frío como la soledad en la que se tornó su vida, tras esa noche de cielo nublado y ausencia de estrellas. Esa noche de intrusos y vidas robadas.
Tomó la pistola, sintiendo el gatillo bajo la piel de su dedo. El mismo que su padre había adiestrado con paciencia y amor. Su padre querido, muerto por extraños, la misma noche que su madre y sus dos hermanas.
Tomó la pistola, apuntando al rostro, el mismo con el cuál tantos años había soñado. Ese que en la sien portaba una cicatriz oscura y delatora. El mismo que escondido en un armario, había visto por la cerradura y que con gesto austero y parco, había acuchillado a sus seres queridos.
Tomó la pistola, consciente de no poder hacerlo. Poco sabía de venganza en su vida, tan solo de dolor y muerte. Por eso vació el tambor y la devolvió a la mesa de donde la había tomado. Y conforme con la mujer y la niña que había degollado, huyó a través del prado, dejando atrás el pasado y a un asesino llorando su destino.

martes, 25 de agosto de 2009

Una carta

Una carta, arte ensobrado, fino pulso, ensueño,
señal de humo, jinete polvoriento de posta,
pluma al viento, pequeño cofre cerrado
que guarda la melodía quieta y cansina
del un puñado de palabras pensadas dos veces.

Una carta. Declaración de guerra al hastío,
soberbia plenitud que se condensa,
mensaje claro, fechado, persistente,
veneración en arcón de los recuerdos,
venero promisorio de porvenir incierto.

Una carta y lágrimas y estambules,
y pozos de agua en benín y ritos y
túnicas coloridas y desiertos donde se
escribe en una tienda y palacios donde
entre cendales se pulsa dorada pluma.

Una carta. Y promesas de encuentros.
Una lágrima o más, si ya se sueltan,
si ya transcurren en comba ruta de sal,
si ya se quedan pendientes por caer,
si ya no pueden guardar lo que se siente.

Una carta, una señal, un manifiesto
de lo que no pudo ser o de lo que ha sido.
Una carta, dijo dupin, y se quedó pensando
que siempre hay más de lo que se dice,
que siempre hay más de lo que se escribe

en una carta.

lunes, 24 de agosto de 2009

El que apunta donde no debe

Llega a su casa salpicado de calles y frustraciones. Se quita la campera mojada por el aguacero de la tarde, se descalza los zapatos empapados y deja el paraguas que nunca abrió acostado sobre el sillón más próximo.
Sube las escaleras, con paso de soldado. Se deja estar en el primer descanso. Observa su casa, escucha sus silencios. Se dice con pesadumbre que otra vez no lo ha logrado. Sigue el ascenso hacia su cuarto.
Se detiene frente a un enorme espejo y mira su reflejo. Se grita con descaro: "¡Otra vez tú, allí parado! ¡Otra vez tú, perdedor innato!". Y cansado de su imagen, tantea el frío del metal en su bolsillo. El que lleva a todos lados. Y sin vacilar saca un .38 corto y se apunta desconociendo el miedo.
El cañón señala el espacio entre ojo y ojo. El disparo hace vibrar las habitaciones y el silencio sale huyendo. El espejo explota en mil fragmentos y las astillas lo raspan sin vencerlo. Baja el arma e hincha el pecho. Ha matado a la imagen y otra vez vuelve el puñal del silencio.
Se deja caer de culo, sobre el vidrio desparramado. No siente las astillas ni los pequeños cortes en las manos. Tan solo escucha su llanto mientras la sensación de fracaso que lo cubre.
Sabe que nunca podrá matar todo lo que odia en él, aquello que lo privó de lo que amaba y lo alejó de sus anhelos. Y en ese llanto se duerme para soñar lo que no se atreve ni apuntar donde realmente debe.

jueves, 20 de agosto de 2009

La chica de los ojos pálidos

Cuando no soportó más el agobio de su habitación se dispuso a salir de una vez por todas de ese encierro de ceniceros y vueltas a un mismo disco.
En su bolso cargó una peluca, un cd de la Velvet Underground y aquel absurdo cuaderno de notas que jamás había sacado de su envoltorio.

Ya era de noche cuando se alejaba del barrio. Tan solo los barrenderos circulaban por la zona y la miraban pasar deseosos de cruzar algunas palabras.
"La noche nos obliga a esbozar muecas dolorosas" - pensó Laura al verlos deambular de una esquina a la otra.

Aquella era una frase absurda que podría ir directamente a su libreta o a la basura. En definitiva, que sentido tenía decir las cosas que otros ya habían dicho de una manera más simple y directa.

Al cruzar la avenida encendió un porro y se dejó deslumbrar por las luces del tráfico fantasmal de aquella ciudad, su ciudad; su cementerio...

Avanzó sin rumbo por la cintura de la noche borracha y adicta. Se supo perdida y no temió por ella. Se supo abandonada y sintió como el peso de su espalda se liberaba.

Sabía que la carretera no era romántica como la presentaban aquellas películas de finales de los años setenta; sabía que Kerouac había uno solo y no tenía ninguna necesidad de quitarle el puesto a ese narcótico y genial escritor.
Siguió alejándose de todo aquello que la retenía convencida de que cualquier cosa que hiciera resultaría efímera y carente de sentido. Pero alejarse era romper el abrojo de aquellas zapatillas que tanto odiaba de pequeña, seguir en camino significaba que todo podía ser una simple bofetada de realidad.

A la noche le seguiría el día. Al blanco el negro y viceversa.

Los carteles anunciaban pueblos y desvíos a seguir. Cafeterías y gasolineras. Camas y paradores.
Pero caminar era algo automático y no cabía la posibilidad de plantearse algún descanso.

"Si alguien quisiera contar mi historia no tendría absolutamente nada para decir" - se juró a si misma, casi tentada de comenzar a escribir aquellas frases que se le venían a la cabeza en su tímida libreta.
Alzó la mirada en busca de algún destello, de algún satélite; de algún pájaro extraviado.

Nada. Absolutamente nada para decir de ella ni del entorno.

Se supo perdida, hambrienta y sola; pero nada de aquello era importante.
Simplemente abrió su libreta y escribió un posible titulo para contar su historia: "La Chica de los Ojos Pálidos".

viernes, 14 de agosto de 2009

Esa morocha es un infierno

“Cuando sentí el calor de la herida en la espalda ya era tarde.

¡Y todo por culpa de esa morocha atorranta! ¡¿Cómo no me di cuenta que me estaba agarrando pa´la joda?!” – me dijo el Rafa.

El bailongo del Club del Tango de calle General López no estaba nada mal; así que el Rafa no se lo podía perder.

Se preparó todo el día para la cita. Por la mañana, mientras esperaba que lo atendieran en la carnicería del viejo Acuña, practicaba los pasitos silenciosamente mientras clavaba sus tacos en el piso del local. Se compró un buen filete de carne para ponerse fuerte y apuntarse unos puntitos a favor con aquella morocha que lo había desafiado a un paso doble en el Club Sacachispas la semana anterior.

El Rafa no se apuró en volver a su casa.

Caminó por la avenida mientras saludaba a los conocidos y sorteaba las baldosas flojas de la vereda imaginando que cada una de ellas era algún firulete que se estaba marcando con sus zapatitos de charol recién lustrados.

“A este guapo no le engrupe nadie” – se repetía una y otra vez.

Aunque en el fondo de su corazón el Rafa no entendía cómo aquella mina se podría haber interesado en él. Se miraba al espejo fijamente, se vaciaba los bolsillos y comprobaba que sólo tenía un par de morlacos, un peine fino y el reloj que le había dejado su abuelo antes de partir a un barrio mejor.

“¿Cómo carajo se va a fijar en mí?” - se decía nuevamente y suspiraba.

Caída la noche partió pa´ el baile como estrella que no quiere hacerse ver; evitó pasar por el bar del Mario para que no le embromen los “chochamus” y acaso algún osado intentara despeinarlo de un sopapo.

Cuando entró al salón del club notó como el corazón le apretaba el nudo de la corbata y se juró que ya no había vuelta atrás. Esa noche la morocha caería en sus brazos; esa noche el farolito que le alumbraba la esquina de su orgullo iba a brillar con toda la fuerza; esa noche el Rafa iba a jugar con los labios carnosos de aquella dama, esa noche…

Cuando la orquesta arrancó con las primeras notas de “Taquito Militar” se armó semejante milonga que parecía que ese fuera el último día del mundo.

El Rafa se acercó a la morocha y sin sonreírle le sujetó de la cintura y empezó a bailar.

La llevó al centro del salón y le susurró al oido algunas frases que recordaba de aquel libro de poemas de Carriego que una vez se afanó de la Biblioteca Popular. La morocha sonreía mientras se dejaba seducir por el ritmo del tango.

Era la noche perfecta.

“¡Esta es la mía!” – se juraba el Rafa mientras se secaba el sudor de la frente.

Pero esa reunión de guapos y arrabaleros no era una milonga cualquiera. Aquella noche que parecía tan mansa y animada guardaba un oscuro secreto a las espaldas del Rafa.

Los varones de la barriada del Sacachispas no iban a permitir que un tipo del centro se llevara a la dama del club. Y aquella dama de curvas peligrosas y mirada infernal tampoco se dejaría conquistar tan fácilmente.

Mientras la muchedumbre giraba al compás de la melodía, los muchachos se acercaban al centro de la pista; y la pareja endemoniada no paraba de bailar, El Rafa se movía como un alma enloquecida y la morocha sonreía sin cesar mientras apuntaba su vista hacia los muchachos que se acercaban a ellos dos.

“En aquel loco remolino de tangos, milonguitas, guapos, guitarras y bandoneones; me encontraba yo pibe” – me dijo el Rafa aquella fría noche de Junio que lo visité en el hospital mientras le curaban las heridas de arma blanca que se ligó en aquel baile del demonio.

Cuando volví a casa ya era de madrugada. Pero en el camino algo me llamó la atención y me hizo sonreír irónicamente.

En la pared del Tango Club de Villa Constitución alguien había pintado un graffiti que decía: “Esa morocha es un infierno”.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Inexplicable

Sentía un deseo incontrolable de robarle a ese niño, el de campera verde, el autito que llevaba en la mano. Pero la madre estaba cerca. Lo vigilaba de vez en cuando. Aunque charlaba con una amiga, a tres bancos de distancia.
La plaza no estaba muy llena. Algunos chicos en las hamacas, una nena paseando un perro y una parejita besándose bajo un árbol. Y la tarde se presentaba tranquila. No como para complicársela haciendo semejante cosa.
Pero tenía unas ganas. No lo podía negar. Es que le recordaba a un autito que una vez tuvo, tiempo atrás. Lo traía a esa misma la plaza todas las tardes. Caminaba entonces con su mamá tomados de la mano, haciendo equilibrio sobre el cordón de la vereda, claro que solo cuando no pasaban vehículos por la calle. Tomaban la cortada, la que está a pocas calles de la plaza. Le gustaba ir por ahí porque había en su momento una heladería y si hacía calor, mamá le compraba uno de pistacho y crema del cielo.
Siempre traía el autito, hasta que un día un muchacho pasó corriendo a su lado y se lo robó. Sería la venganza perfecta. "Ma' sí" se dijo "yo se lo robo".
Casi como impulsado por un cohete salió disparado desde el banco de plaza en el que estaba sentado. Pasó al lado del niño y estiró la mano. El niño giró el rostro y encontró en él su propio rostro. Cayó al piso, asustado. Miró a la madre del niño sentada a tres bancos de donde estaba y vio a la suya.
Espantado retrocedió, pero ya no estaba el niño ni la madre ni la amiga. Solo quedaba una plaza vacía, sin colores ni juegos y el sabor de un recuerdo ingrato carcomiéndole la boca.
Transpirando y repleto de angustia, despertó. El autito verde que le habían robado de niño, lo miraba inerte desde la ventana abierta que daba a la calle.

domingo, 9 de agosto de 2009

Aires de olvido

Aire sin aire, el olvido va
dejando como estela lamentos sin más;
sonriendo con ganas, su triunfo ya palpa,
victoria cercana, altiva la faz.

Brillo que opaca lo que nos importa,
señal que sepulta al no morirás,
señuelo furtivo ni una humilde sombra
de cielos sin duelos parece encontrar.

Pasa el olvido mareando memorias,
cambiando lo hecho sin precipitar.
Su arma es sutil, etérea, difusa,
su filo es de nada y se ufana en cortar.

Palpita su triunfo, paladea su afán,
combina destinos, tal es su heredad.
Sonriendo con ganas su triunfo palpita,
pobre triunfo que nadie ya recordará.

Por eso su lucha ya vencida está,
su grito victorioso será su final,
ahí va el olvido, de aire sin aire,
con media sonrisa y medio llorar.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Los pibes*

"Me cuesta entender una revolución social encabezada por los
inversores en dólares. Pido permiso para sentir más simpatía
por los que ni cacerolas tienen". Alejandro Dolina


Los pibes en la esquina toman frula de la mala, las chicas se ríen sin ir más allá de los excesos, sin dejar de mirar por si el vigilante del barrio aparece de repente.
Los pibes se ríen sin saber porque, hartos de esperar por algo mejor se pierden lejos de la noción del amor. El barrio sigue firme, casi estancado, en las riberas del río.
Algunos van, otro vienen y algunos nunca regresan.
Se dividen, se dispersan; se pierden en el tatuaje de los años y sus penas. Las horas se pierden entre los aceros y los hornos que los rodean; los pibes sueñan con salir algún día de ahí, ¿los pibes sueñan?
Uno de ellos se compró la guitarra en la galería “La Favorita”, el otro se compró el chumbo en la tienda de caza y pesca de la calle San Luis. Las chicas bien… entre el glamour de la tv y la inocencia de la hermana menor se las arreglan para salvarse del momento.
Algunas deciden partir, otras reposan en los brazos de sus jóvenes paladines y construyen los cimientos de sus refugios.
Los pibes siguen jugando a ver quién es el que se banca más tensión en sus cabezas. Algunos se retiran de las mesas del bar, otros se aferran a ellas en busca de una costa invisible donde nunca llegará el barco que los pierda en el horizonte.
Uno de ellos se volcó a las creencias católicas cargadas de costumbres sin saber muy bien porque; otros se instalaron en sus ideas de revoluciones vencidas, creyendo que así podrían encontrar algún lugar en los gobiernos de turno.
Los pibes toman frula de la mala, los pibes hablan sin parar, las chicas los miran. Se divierten con ellos y a causa de ellos. Los pibes le dan duro a la pelota para ver si un gol de esos que nadie se explica consigue alejarlos del dolor que los rodea.
Los pibes siguen dándole duro y nadie presta atención si están de vuelta de todo.
Los pibes siguen en pie, pese a todo, y parece que a nadie le importa.



*Este texto fue escrito hace un par de años luego de los hechos de aquel fatídico Diciembre de 2001 en Argentina. Como tantas cosas quedó sepultado en un universo paralelo de papeles e ideas. Hoy reapareció de entre las cenizas con ganas de salir volando...

Moteles de Hiroshima

Los casi destruidos edificios, sin embargo, alojaban familias. En algunos casos, los que compartían el techo, no tenían lazos de sangre, al menos la que corría en sus venas. Era otra sangre las que los unía, aquella que habían visto en sus seres queridos, en la hora de la muerte.
Esa misma muerte que aún era una sombra sobre la zona, haciendo el aire aún más irrespirable, a pesar de los meses de la bomba. El silencio gobernaba los caminos y nadie se atrevía a regresar a la ciudad. En realidad, la ciudad ya no existía. Eran escombros, ruinas, recuerdos de un dolor que seguía allí desangrándose, inertes ante la mirada ajena.
La incomprensión del mundo se asombraba por el poder del hombre. En tanto, los sobrevivientes del segundo sol naciente, ese que había iluminado el día con tanta fuerza que aún dolía, no solo por las secuelas, sino por el recuerdo de los que no estaban, aún no salían del estupor.
Los mayores caminaban con pereza, lentamente, los ojos hinchados de no dormir. Algunos llevaban las marcas del destello, quemaduras de por vida que atravesaron las ropas y mutilaron la piel. Otros sentían síntomas agobiantes, como sed intensa, náuseas y fiebre, además de soportar manchas en la piel producidas por hemorragias subcutáneas.
Los médicos que habían llegado después de agosto habían detectado en todos las defensas muy bajas. Muchos de los sobrevivientes ya habían acusado una fase fulminante en su estado, que comenzaba con diarreas, la pérdida del cabello y hemorragias intestinales que llevaban al deceso. Todos estaban expuestos a infecciones, que en ese estado, le permitirían a la muerte hacer mucho más fácil su trabajo.
También se les había advertido sobre la radiación, sobre los efectos a futuro, e incluso, en ciertos casos, inmediatos. Las probabilidades de deformaciones, de muertes inevitables... el futuro era tan devastador como la bomba misma.
Los niños jugaban entre las casas de aquellos moteles ubicados en las afueras. En sus rostros portaban sonrisas, que solo en ellos era posible apreciar por esos días. Se mezclaban todas las edades. Cada uno sufría no obstante a su manera.
Los que habían quedado semi mutilados, otros amputados, algunos ciegos por el mismo destello de la explosión, quemados de gravedad, enfermos por el polvo respirado, algunos débiles por la falta de comida y agua. Pero jugaban, y reían.
De la forma que podían, hacían una ronda. Grande, enorme. Todos ellos. La ronda giraba, y los chicos entonaban una canción, mientras los padres y otros mayores no miraban, para no seguir sufriendo:

"Cae, cae, cae,
del cielo como estrella
Cae, cae, cae,
y no es una ilusión
Cae, cae, cae,
sin la menor compasión,
Cae, Cae, Cae
en esta ciudad tan bella
Cae, Cae, Cae
un dolor que destruye
un dolor que no huye
que reside en el mundo
pagano e inmundo
sin placer por crear
y pasión por matar
Cae, cae, cae
y nos lleva consigo
Cae, Cae, Cae
como a nuestros padres y hermanos
Cae, Cae, Cae
y si aún no lo ha hecho le digo
Cae, Cae, Cae,
llévame ahora de la mano"

Cuando la canción cesaba, la ronda se detenía y uno de los chicos quedaba en el centro. Entonces, alguien se ocupaba de llamar con un grito a un mayor. Y el niño elegido, ya sentenciado a muerte por la gran detonación y el malogrado ingenio humano, era llevado a uno de los tantos cuartos en pie de los moteles de Hiroshima para dejar de sufrir.
Los mayores no querían mirar la ronda, porque no podían elegir. Que fuera un juego, que la muerte se convirtiera en eso, había dejado de ser culpa de ellos hacía mucho tiempo.


El 6 de agosto se cumplen sesenta y cuatro años de la bomba nuclear arrojada sobre Hiroshima, en el comienzo del fin de la Segunda Guerra Mundial, en un ataque atómico sin precedentes ordenado por el presidente de los Estados Unidos, Harry Truman. Esa bomba, tuvo nombre, se llamó "Litle Boy". Tres días después, el 9 de agosto, cayó sobre Nagazaki "Fat Man" hecha con plutonio-239, más devastadora que la primera, elaborada con uranio-235. A lo largo del siglo pasado y el actual, se llevan realizadas más de 2000 detonaciones nucleares en el planeta. El miedo que infundieron los resultados visibles de estos bombardeos, sesenta años atrás, nos llevan a pensar en lo mal que utilizamos la inteligencia que poseemos. Se vive con el miedo que alguna potencia enloquezca y quiera hacer uso del poder devastador de esta tecnología, pero en el juego de tire y afloje que los poderosos proponen, nadie da el brazo a torcer. En tanto, millones y millones de inocentes oran en silencio por una paz que saben, es utópica e irreal.

domingo, 2 de agosto de 2009

Deux Machina

De pie ante el cielo, estrellado desde hacía horas, contemplaba con anhelo las constelaciones lejanas. Como en un sueño, se trasladaba mentalmente por el espacio y sentía la paz de la nada en el infinito del universo.
Cerraba los ojos y los abría en otra dirección y su miraba entonces la transportaba a otra galaxia lejana, donde podía abrazar una nueva ilusión y sentir el encanto de la imaginación entrelazada a un astro celestial en suave movimiento.
El juego se repetía mientras las horas pasaban. El insomnio no era más que una excusa para llevar su alma al patio sin remordimiento alguno y dejar que el tiempo corriera sin prisa y sin pausa.
Los ojos cerrados,
los ojos abiertos.
Un grupo de estrellas,
una nueva ensoñación.
Los ojos cerrados,
los ojos abiertos,
un grupo...
Se quedó allí parada, con sus pequeños doce años temblando de miedo y espanto, queriendo gritar con todas sus fuerzas que ni siquiera el silencio pudiera sobrevivir.
No podía evitar el pánico que se había apoderado de su ser. Cayó de rodillas, sin apartar la mirada. Los dos enormes ojos grises que se habían abierto en la profundidad del espacio la encandilaban con un brillo tan tenue como aterrador.
El cuerpo se le paralizó, sintió el orín corriendo por su pierna. El estómago le dio un vuelco. A los ojos se le sumó una boca, enorme, repleta de colmillos, del color del marfil. De la comisura cayó una gota y se fue convirtiendo en fuego. Vio venir la enorme bola envuelta en llamas como en una pesadilla.
Sintió el calor carcomer todo a su alrededor, los árboles se carbonizaban, los pastos se secaban y los charcos de agua, se evaporaban. Todo a una velocidad que carecía de lógica. Y muy por detrás, en los instantes en que las llamas dejaban libre el paso de la vista, reconocía el placer en los ojos del cielo.
Cuando creyó que la bola la iba a enterrar bajo su peso caliente de piedra sólida, de la profundidad del oscuro universo apareció una mano misteriosa que la tomó de la cintura, la elevó en el aire y regresando de donde vino, la hizo desaparecer.
El impacto destruyó la ciudad y decenas de kilómetros a la redonda. La niña fue la única sobreviviente, pero nadie jamás logrará enterarse.