sábado, 1 de noviembre de 2008

Fuga

Siente el viento golpeando el rostro y cómo la carretera se esconde debajo del capó del auto. Va lanzada a doscientos kilómetros por hora, aferrada al volante de su descapotable, dueña de su libertad, presa de su deseo.
La carretera no parece tener fin y el paisaje se torna repetitivo y fugaz. Detrás ha quedado una vida y por delante, sabe, vendrá otra.
Mira de reojo de tanto en tanto el asiento a su lado, ausente de compañía, pero no por ello vacío. El bolso está allí y eso la reconforta. Sabe que hay una conexión entre lo que contiene y el palpitar intenso de su corazón.
El motor del coche pugna por hacerse escuchar, pero el zumbar del viento es aún más fuerte. Casi no hay curvas, el futuro parece estar al fondo de una larga línea recta.
Por momentos se hecha a reír, aunque casi insonoras, sus carcajadas hacen de su rostro, una mueca de locura. El maquillaje corrido, la sangre seca sobre el labio superior de la boca y la camisa blanca surcada por gotas de algo que ahora está negro, retratan una escena esquizofrénica.
El día es claro, sin nubes amenazantes, el sol brilla en lo alto y se refleja en el parabrisas con destellos que parecen jugar sobre el vidrio. El espejo retrovisor invierte lo que ella tiene por delante, esa recta y despoblada carretera, que en lugar de aguardar, se aleja, hasta que de pronto, el horizonte, voraz, la devora.
Sigue riendo mientras siente como su pie se entierra en el acelerador. La sensación del volante es sensual, como el viento que arrebata su larga cabellera y la golpea sobre sus hombros. No deja de mirar hacia el asiento del acompañante y sentir un alivio al encontrar allí al bolso.
En el espejo retrovisor la carretera sigue escapando hacia el pasado. Pero dos puntos de colores parecen avanzar hacia delante. Primero cree que es su vista que la ha engañado. Presta más atención y comprende que no. Una luz roja y a su lado, otra azul. Y más atrás, otro par igual. De repente son no tres, sino cuatro pares...
La policía la está siguiendo. Encontraron su pista, rompieron el encantamiento de la fuga.
Se siente furiosa, golpea con fuerza el volante, maldice gritando a pesar que nadie la escucha. Maldice a su novio, cuyo cadáver lleva desde hace más de cuatro días en la maletera. La tranquiliza saber que el bolso está a su lado.
Toma una decisión y lo hace rápido. Se olvida del futuro y se aferra al presente. Con un brusco giro, abandona la carretera y conduce hacia al este, por camino de tierra. El polvo lo colma todo, incluso al punto de asfixiarla, pero es su única esperanza. Lleva el motor al máximo que puede dar, el auto va a los saltos, las ruedas ya no acarician la planicie de asfalto, sino que atraviesan las tumultuosas sinuosidades de la tierra salvaje, devorando rocas y zanjas, en una marcha atroz y desenfrenada.
El vehículo parece llevado por el diablo. Los coches de la policía hacen su mejor intento, pero cada vez quedan más atrás. Ella siente que vuelve a triunfar, que está a un paso de hacerlo.
Ríe fuerte, con toda la boca. Mueve los hombros para sacarse algo de tensión de encima. No desacelera, no se lo permite. Si bien el espejo retrovisor le devuelve polvo y nada, no puede confiarse. Mira a su lado. El bolso no está.
Se le hela la sangre. El corazón parece detenerse. Mira a sus pies desesperada, esperando que el movimiento lo haya hecho caer del asiento. Pero no está. El bolso no está.
Piensa en detenerse y volver atrás, pero sabe que es un suicidio. Quiere pensar pero no puede, está confundida. Entonces escucha su voz y el peso de su mano sobre su hombro.
Grita. Grita fuerte y aterrada. Sabe que está muerto. Lo sabe porque lo mató en el motel, le cortó la garganta y los testículos, y luego se los metió en la boca. Lo llevaba en el maletero porque pensaba enterrarlo cerca de donde se instalara, como un premio, un recuerdo de lo que todo le había costado.
No se animaría a mirar atrás, estaba segura. Pero ya estaba mirando. Con la garganta cortada, emanando ríos de sangre, allí estaba su novio. Era imposible, pero a la vez verdad. Muerto en vida, estaba en el asiento de atrás, estirado hacia delante, con algo saliendo de su boca. Sintió que le venían naúseas. El le guiñó el ojo y con la mano libre, alzó el bolso. Ella no pudo atinar a nada, ni siquiera a mirar nuevamente hacia delante.
El hizo oscilar el bolso, cada vez con más fuerza, una y otra vez, una y otra vez, y cuando había alcanzado cierta velocidad, lo lanzó al aire. Un testículo asomó de su boca, bañado de sangre. Ella volvió a gritar, queriendo arrojarse del auto. Pero ya era tarde.
El camino había terminado. La tierra cedió bajo las ruedas delanteras del descapotable a más de doscientos kilómetros por hora. El auto salió despedido al precipicio como un chorro de orín. Volvió a sentir como la golpeaba el viento, pero esta vez, como nunca lo había sentido en su vida. Antes de cerrar los ojos y dejar de pensar, volvió a ver a su novio, que no dejaba de sujetarle el hombro y supo con seguridad que estaba muerto. La locura la embargó antes que la muerte llegara.

2 comentarios:

el oso dijo...

Las mujeres huyen de uno (o lo matan) cuando más lo necesitan, dijo un amigo. Yo le corrí la botella para que no se siga sirviendo, había bebido lo suficiente para que la pena pase por un rato. Ya vendrían nuevas penas y alguna otra mujer huyendo...

Anónimo dijo...

inevitablemente un thelma&louis espeluznante!
gracias por el regreso neto, se te extrañaba mucho!

un abrazoo!!