miércoles, 24 de diciembre de 2008

Año nuevo

Escuché los petardos cerca de la ventana y pensé que eran los sobrinos del vecino. Había mandado al Raúl a buscar otra sidra al kiosco de la vuelta. Ya eran más de la una del año nuevo y habíamos quedado solos en la casa.
La Natalia y el Fabián tomaron rumbos jóvenes junto a sus amigos, sin la menor intención de pasarla con sus viejos padres. El escote de la Bichi era bastante provocativo, pero quién no provocaba hoy en día. La pendeja que no mostraba era una estúpida, según decía ella.
El Fabi fue el primero en irse. El brindis, el beso, un abrazo tibio como los pocos que nos dábamos a lo largo de la vida, durante los últimos años y chau, me voy a lo del Rulo. Y se fue nomás. Entonces era una fiesta de fuegos artificiales y gritos en todo el barrio.
Los nuestros, ya adolescentes, no tiraban. Eso era para los chicos, nos decían. Pero no me engañaban, se morían por ensuciarse las manos de pólvora y arriesgar los dedos y vaya a saber uno que más en cada triangulito, cañita o petardo.
Al rato, estacionó un Fiat bastante viejo delante de casa, quizás un Spazio o un 128, la verdad que no le presté atención. La Bichi me estampó un beso en la mejilla, bien bruta como siempre. Ni tiempo a regañarle eso me dio. Escuché el ruido de la puerta cerrándose de un golpe y de inmediato, el auto arrancando.
Así que nos habíamos quedado solos con el viejo. Muchas ganas de seguir tomando no tenía, pero tampoco de ir a acostarme. Me cacho, ni una hora del nuevo año y ya al sobre? No, no podía ser. El Raúl ya estaba medio tomado, dos botellas de tinto durante la cena, la sidra en el brindis y vaya a saber cuántas cervezas a la tarde en el club. Qué podía hacer una sidra más. Nada. O me acostaba escuchando los festejos ajenos o tomaba una sidra más en el cordón de la vereda, contemplando el cielo y espantando los mosquitos. Y allá fue el Raúl, camino al kiosco y sin regañar.
Fue al minuto que tronaron los petardos tan cerca. Casi me hacen caer la ensalada de fruta. Les grité con mi voz ronca de fumadora que tiraran más lejos y no bastándome con eso, salí a la calle.
No eran los sobrinos del vecino. En realidad ya no quedaba nadie en la cuadra, no se si fue en ese momento o si fue antes, o cuando los vieron venir. Pero en algún momento todos se acurrucaron puertas adentro. Menos el Raúl, claro. El Raúl había ido por antojo mío hasta el kiosco de la vuelta. Pero no había llegado ni a la esquina cuando aparecieron los Mendoza. Y los Mendoza, del Barrio Los Pinitos, se la tenían jurada. Pasaron en un auto a los pedos y revoleando tiros. ¡Puto García, tomá la qué me debés! le escupieron de un grito a mi esposo y ahí nomás le tiraron.
Cuando llegué a su lado, corriendo, jadeando, el gordo se retorcía de cuerpo completo, lleno de espanto y dolor. Me miraba cómo suplicando, quería levantar los brazos para abrazarme, pero ya no podía. Me tiré encima suyo, llorando, sin importar si le hacía más daño o si no lo dejaba respirar. Mi Raúl se estaba muriendo en pleno año nuevo. Y ni los críos tenía cerca para tomar coraje...
Ya no hubo cohetes, ni risas ni repiquetear de copas. Tan solo la noche envolviéndonos a los dos y un ángel negro llevándose a mi gordo.

1 comentario:

el oso dijo...

El contraste este la la forzada algarabía y el forzado dolor. La desesperación asociada a lo irremediable en un relato que se va encarnando a medida que se descubre en la lectura.
Abrazos, Neto, y cuídese delos Mendoza...