domingo, 27 de abril de 2008

El color del adiós

El público, colmado de niños, batía con ganas las palmas y estremecía la carpa roja y amarilla que los cobijaba. El Gran Sandokan acababa de terminar una nueva presentación con sus hermosos y feroces leones y recibía entonces los merecidos aplausos.
Felipe se retorcía las manos sudorosas detrás de una cortina, mientras espiaba en silencio cómo Sandokán agradecía las ovaciones. Con el rabillo del ojo veía también como todo comenzaba a montarse para su espectáculo.
Ya lo llamarían por su nombre y lo escucharían todos; no faltaban muchos segundos para que el señor Holiday tomara el micrófono y lo anunciara. Sentía un nudo en sus entrañas retorciéndose
Se hizo crujir los nudillos por novena vez en dos minutos. Estaba tenso, nervioso y hasta asustado. No era un novato, no tenía razón para estarlo. ¿O sí? Si, en realidad tenía la excusa ideal. Era su última función, la despedida.
No solo correría hacia la luz en el centro de la arena del circo cuando lo llamaran: iría hacia su adiós. Y a partir de entonces, cuántos ayeres volverían una y otra vez a su mente. Temía el olvido de los demás y que la alegría abandonara su corazón.
Ser payaso era su vida, pero la edad ya no lo acompañaba. La pintura blanca en el rostro había aumentado en volumen durante los últimos años para intentar cubrir en vano esas grietas profundas que trae el tiempo, el mismo que le provocaba dolor de espalda tras cada show y obligaba a que las piruetas fueran menos cada día y por sobre todas las cosas, más sencillas.
No había podido dormir en la noche y durante las dos funciones de la tarde se notó distraído y desorientado. Se colocó los guantes rojos que lo distinguían y esperó el llamado, que llegó de inmediato.
- ¡Demos un enorme aplauso al Payaso Felipillo! - dijo la voz del altoparlante tronando con fuerza en cada rincón de la carpa.
Y allí fue Felipe corriendo torpemente, dando zancadas que arrancaban risas a los pequeños y sonrisas a los grandes. La tez blanca combinada con el grueso rojo de los labios se hacía más intensa bajo la luz de los reflectores.
- Hoy es una noche especial - anunció mientras otros payasos salían de atrás de otra cortina y se ponían a hacer malabares con todo tipo de objetos - Hoy es la noche en la que la que me convertiré en magia.
No sabía si le habían prestado atención a sus palabras o solo se divertían de las travesuras de sus compañeros, pero prosiguió.
- ¡Hoy es una noche de colores! ¿Les gustan los colores? - preguntó. Algunos chicos contestaron a los gritos, aunque la música y los fuegos de artificios que en ese momento estaban arrojando apenas si dejaron que las voces llegaran a oídos de Felipe.
Colocándose un sombrero muy grande, con bonete y pompón, subió a una bicicleta diminuta y pedaleó por delante de las gradas de madera que hacían de asientos. Hacía mucho tiempo que no ejecutaba el acto de la bicicleta, así que Holiday temió que hicieran un papeplón, pero lo contuvieron a tiempo y no permitieron que saliera a la pista a detener al payaso.
Felipe volvió a tomar el micrófono a la pasada y sin dejar de pedalear, gritó ¡ROJO! y como por arte de magia, una luz roja lo rodeó. Los chicos abrieron grandes los ojos y aplaudieron con alegría. Dió una vuelta y volvió a gritar, esta vez ¡NARANJA! y como había sucedido antes, cambió de color la luz que lo rodeaba: ahora era naranja. El público estalló en renovados aplausos y a vivar su nombre.
Holiday no conocía este truco y mirando a su alrededor se dio cuenta que los demás tampoco.
En la pista, la bicicleta cobraba a cada pedaleada mayor impulso y la gente debía girar veloz el cuello para seguir con la mirada al payaso.
¡AMARILLO! se escuchó fuerte y claro. Y amarilla fue la luz que rodeaba a Felipillo, a quien una sonrisa enorme le surcaba la cara.
Una vuelta más tarde fue verde, la siguiente, azul, y sin anunciarlo previamente, la luz fue tornando al violeta. Ya era imposible seguir con la vista ala diminuta bicicleta y los pies de Felipe parecían un motor de varias revoluciones funcionando sin cesar.
Se escuchaban voces de asombro de los adultos, muchos gritos de alegría de los niños y la propia risa de Felipillo, que se trasmitía como una melodía a través de los altoparlantes del circo.
- ¡Y ahora...! - dijo jadeante sin dejar de pedalear - ¡TODOS JUNTOS!
Y lo que todos pudieron ver, fue maravilloso. La luz ahora no lo rodeaba, sino que era un estela que dejaba atrás, formando una cola luminosa enorme, con los colores del arco iris, que se mezclaban, danzaban y expandían por todas partes. Los colores envolvieron todo y a todos, abrazaron a grandes y niños y ninguno quedó exento de la sensación de tibieza y amor que los inundó hasta colmarlos.
Cuando los colores se disiparon, la sensación fue de paz. Todos sonreían y se miraban, como descubriendo algo nuevo.
En el escenario tan solo quedaban los payasos que al principio hacían malabares. No había rastros de Felipillo. Nadie lo había visto salir de la carpa, pero tampoco lo podían asegurar. Cuando los colores lo envolvieron todo, nadie le prestó atención al payaso y su diminuta bicicleta.
Tras un largo silencio, la gente pareció recordar donde estaba y se pronunció en un aplauso tan ensordecedor como extenso. Los niños estaban felices como pocas veces se ha visto en un circo. La alegría era un común denominador.
La función terminó allí. No había más que ver después tanta magia. Todos hablaron de esa función y jamás la olvidaron.
También preguntaron durante días por Felipillo, pero nadie jamás tuvo una respuesta.
El circo vuelve todos los años, pero Felipe nunca más volvió a aparecer. Y nadie lo ha podido olvidar.

3 comentarios:

el oso dijo...

Me gusta ir al circo, lástima que los chicos crecen y ya no quieren que uno los acompañe y menos ir al circo. En la atmósfera melancólica y decadente de la mayoría de ellos conocí a muchos Felipillos que han soñado -no lo dudo- con ese tipo de despedidas.
Juro, Neto, que yo ese día que ud cuenta estaba en primera fila, el tipo me hizo un guiño y yo empecé a llorar de antemano.
Profundo y mágico. Me encantó.

Anónimo dijo...

El circo siempre me trajo demasiada melancolía. Cada vez que asistía a alguna función miraba con encanto especial a las personas que trabajaban allí recordando que mi vieja de niña se había enamorado de un chico que trabajaba en el circo de Hersilia, y obviamente, ley del circo, partió con rumbo desconocido toda la función llevándose su enamorado. Mis visitas al circo eran felices si pensaba en que junto con sus personajes viajaba toda su familia.
Así mismo me gustaba ver los animales salvajes tan cerca y los perros vagando entre las casitas rodantes.

Un relato que, sin duda, produce encantamiento.

Un abrazo!!

Anónimo dijo...

ayyyy de felipillo y sus colores, estara perdido tras el arcoiris en su mini bicicleta... siempre el circo me entristeció un poco, aunque reconozco su magia, pero no volvería como aquel Robin que perdió a sus padres en él para luego ser arropado por el genial Batman...
un relato emocionante y cargado de senaciones!