miércoles, 24 de febrero de 2010

Caos de Ideas

“Así es. El caos es la concentración y el sueño de todas las cosas que todavía no quieren manifestarse.
¿Y después?”
Schultze, el astrólogo
.


El territorio del cuento era caótico e impredecible y eso era algo que bien lo sabía Carlos Artigas.
Al enfrentarse nuevamente a la carilla en blanco de su cuaderno de notas, Artigas supo que la aventura estaba por comenzar.


Nunca una frase se gestaba sin una razón. En su mente no cabía una mínima pizca de azar.
Los personajes se iban presentando de a poco y tímidamente.
A veces lo hacían a primera hora del día y, en otras ocasiones, de madrugada.

Cuando Gardel le guiñó un ojo ya era tarde y llovía furiosamente sobre la ciudad. Artigas tomó su lápiz negro y recogió algunos apuntes. El primer personaje, el mismísimo Carlos Gardel, reclamaba sus dotes de escritor y Artigas no le podía fallar.
Pasadas las seis de la mañana un susurro fantasmagórico lo despertó de su duermevela. El segundo personaje de la historia reclamaba su atención.
Martín Fierro caminaba con pasos agitados entre los rincones del patio de tierra de su casa, mientras Artigas se apresuraba a colocarse sus lentes y apuntar las indicaciones que éste le hacía desde el fondo de la noche.
Gardel reclamaba la guitarra que dormía en el ropero y Fierro solicitaba una pequeña mano para arreglar algunas cuentas pendientes; ese sería el principio.

Artigas, casi exhausto, se dirigió a la cocina de su hogar y se sirvió una abundante taza de café negro y sin azúcar.
El momento había llegado.

Nuevamente Don Artigas se adentraría sigilosamente en aquel desolado paisaje del relato y la creación. Pero esta vez a diferencia de otros viajes, y sin saberlo, el caos sería el motor principal de aquella maquinaria de sensaciones y senderos que se proyectarían ante sus pupilas.
La primera frase lo introdujo de cuerpo entero en el blanco pantano de las hojas de su cuaderno y al cerrar sus ojos Artigas pudo intuir temerosamente el final de aquel paseo.
El enigmático terreno de aquella historia se presentaba extenso y cubierto de polvo. Sin detenerse demasiado en algunos detalles del entorno, el atrevido autor, avanzó en busca de sus personajes.
Al primero de ellos lo encontró afinando las cuerdas de su guitarra y cuando intentó indagarlo acerca de los pormenores que lo habían llevado a ese lugar, éste lo rechazó despectivamente.
Gardel ahora se perdía al costado del camino y Artigas avanzaba entre los renglones de su cuaderno que servían como autopistas que evitaban perderse entre aquellos indescifrables parajes.

Al divisar el final de uno de esos renglones, Artigas se detuvo a meditar sabiendo que no podría avanzar sin una frase que le asegurara un regreso a su idea principal.

Simplemente su psique no concebía la creación como un juego de las musas y el azar.
Artigas consideraba que los personajes lo visitaban siempre que la idea del relato ya estaba gestada en su inconsciente, por lo tanto, el debía develar la maraña de conceptos que se ocultaban en su mente y concebir el texto al fin.

Pero esta vez algo en el aire presagiaba que el resultado final sería otro.

Artigas llegó al punto final de aquel renglón y no logró divisar nada más allá del cielo de chapa oxidada que cubría todo el paisaje.
Volvió a mirar a sus espaldas en busca de aquellos personajes familiares que minutos antes se habían apartado de su camino pero el intento fue en vano.
La soledad del renglón y el papel en blanco lo envolverían por completo mientras en la cocina de su casa el agua del café herviría sin cesar, llamando inútilmente, a las manos que apagaran ese fuego y su calor.

El agua insistió en su ebullición, mientras Artigas daba el paso final en aquel párrafo cayendo en el infinito caótico de sus ideas para no poder regresar jamás.

El territorio del cuento es un lugar infinito e impredecible, y Don Artigas lo supo constatar.

domingo, 21 de febrero de 2010

El hombre de las cinco

Todas las tardes a las cinco, llegaba puntualmente. Pedía desde la mesa un tempranillo y llevaba su mirada al cuadro que colgaba en la pared opuesta. Se tomaba su copa y pedía otra más. Esa la dejaba sin tocar. Era para ella, su amor imposible, atrapada por siempre dentro de ese marco color café.

jueves, 18 de febrero de 2010

Una pizza para Enrique

¿Cuánto puede tardar una pizza? preguntó azorado y hambriento el pequeño Enrique a su padre, cansado ya de la espera y que en el televisor del bar solo hubiese fútbol.
Con rostro comprensivo y hasta melancólico, quizá recordando cuando él era niño y hacía similares interrogantes a su madre en la cola de la verdulería o en el supermercado, le dedicó una sonrisa.
Intentaba demotrarle calma. Sabía que debía tener bastante hambre, habían estado jugando dos horas en la plaza. Eso cansa a cualquier chico. Le divertía además verlo haciendo trompa con la boca, queriendo asemejar un gesto de enfado adulto que sin embargo le causaba gracia, aunque evitaba reírse porque eso lo molestaría aún más.
La botella de litro de gaseosa estaba por debajo de la mitad. Su vaso estaba lleno, pero el de Enrique no. Le sirvió por tercera vez y le pidió que bebiera despacio, que le haría mal. Solo tuvo por respuesta la imagen del vaso yendo a la boca y con la misma velocidad, pasar de oscuro a transparente.
Quiero comer, afirmó casi en una súplica su hijo. Ya lo sabía, era obvio. Pero debía esperar, como todo el mundo. Desconocía el tiempo que a los dos asaltantes que estaban en la barra le llevaría llevarse todo el dinero de la caja, aunque los empleados se movían presurosos y atemorizados por las escopetas de caño recortado, la situación no era para hacer las cosas a la ligera.
Solo rezaba para que su hijo no volteara la vista y los ladrones no atacaran a los clientes en busca de más dinero. Solo pedía eso, en silencio, mientras la sonrisa dibujada en su rostro seguía manteniendo la calma en la mesa.

domingo, 14 de febrero de 2010

El día de los enamorados

Le llevaba flores cada semana, pero esa fecha era especial y merecía un ramo más grande, más colorido. Quizá también, una caja de bombones. Bañados en chocolate o rellenos con licor. ¿Cómo era que le gustaban?
Pasó por la florería del centro y pidió rosas blancas, amarillas y rojas. Pero "un ramo grande" agregó. El empleado sonrió, cómplice, en un gesto similar al de guiñar un ojo. Claro, no era una fecha cualquiera. Estaban abarrotados de trabajo desde temprano. Todos los galanes buscaban un ramo más grande ese día.
Cuidó de protegerlo del viento mientras caminaba por la misma vereda hacia la bombonería de la esquina. Eligió los artesanales, con relleno de pasta de almendra. ¿Si quería escribirle una tarjeta? Agradeció el gesto, pero no, era un detalle que no hacía falta.
Antes de tomar el colectivo se miró en la vidriera de una zapatería, y atento al reflejo de su imagen, se acomodó el cabello y dobló correctamente el cuello de la camisa, que estaba al revés.
Esperó paciente algunos minutos, detuvo el colectivo y buscó el último asiento, donde pudiera estar tranquilo y contemplar con real admiración ese paisaje tan suyo, un camino que semana a semana recorría con melancolía y hasta si se quiere, un dejo de tristeza.
Sabía que al llegar todo cambiaría y la sonrisa aparecería en su cara, pero mientras tanto, cierta agonía se apoderaba de él, instándolo a abandonar todo, olvidar los viajes, sepultar las flores.
Los sentimientos se encontraban violentamente en cada viaje, mientras el exterior desaparecía por la ventanilla sin dejar rastro, tan solo una mancha que viajaba más veloz que el transporte y en dirección contraria.
La eternidad de los minutos parecían disputarse el último round con el reloj. Y cuando parecía que jamás arribaría, el chofer del colectivo detenía el mismo y con voz grave anunciaba la última parada: ¡Cementerio!.

sábado, 6 de febrero de 2010

Aquello que se pierde y queda atrás

En la mudanza perdí muchas cosas, entre ellas la alegría. La busqué en cada caja, bolso y estantería. Desordené el desorden hasta crear un caos imposible de enmendar. Lloré por los rincones de la nueva casa, implorando que aunque fuese por pena, apareciese ante mí.
Pero era evidente, la había perdido. Entonces, desandé las calles desde mi nuevo hogar hasta aquella vivienda en donde aún la tenía conmigo. Y en el camino miré sobre aceras y cordones, entre alcantarillas y desagües, entre recuerdos y dolores.
Finalmente me topé con la verja de aquella mi casa, nuestra casa. O la que era, la que fue. Ya no tenía la llaves y los barrotes me impedían el paso. Me aferré a ellos, un preso en el exterior, prisionero del mundo, desnudo de alma, vacío de alegría.
Grité tu nombre, fuerte, muy fuerte hasta que salieron los vecinos que de siempre conocía. Algunos se acercaron para darme otro abrazo. Otro más, porque comprendían. Es duro José, me decían. Es duro, pero algún día deberás.
Me llevaron a mi nuevo hogar, lejos, bien lejos. Donde tu nombre María no se hicieran eco de mi tristeza y tu pérdida no fuese más que un viejo sufrir. Al menos ya desistí de seguir buscando la alegría. Se perfectamente cuando y dónde la perdí.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Don Pérez en las Dos Rutas

Retomando mis visitas a los blogs amigos, me topé con Escenas cotidianas de las tardes en la canchita del maestro Neto. Al leer acerca de Jacinto enseguida me vino a la mente Don Pérez, el hombre que vivía en la esquina frente a la cancha de las Dos Rutas, y -antes de que otra vez se me espanten los recuerdos (y el entusiasmo) se me ocurrió escribir algunas líneas acerca de este personaje. ¡Chagracia, Neto!


En aquellos años Villa estaba sembrada de canchas y canchitas -bastante canchotas, la mayoría-, por lo menos una en cada barrio. Claro, algunos tenían dos o tres canchas, en general de distintas dimensiones para jugar según el número de jugadores de la ocasión. La cancha de las Dos Rutas era bastante particular. Más que cancha era una manzana entera sobre la que se podían disponer dos o tres canchas y jugar simultáneamente los grandes y los chicos. O hacer dos partidos y enfrentar los ganadores. De vez en cuando, en ocasión de un torneíto barrial, se cavaban pozos para poner unos arcos de caño -ocasionales lujos- o simples palos verticales, los que a veces ostentaban algunas cintas, cordones, incluso alambres como travesaño.

Don Pérez, o el Viejo Pérez, vivia en la esquina de la cortada que daba a la cancha. Esquina de alquiler con pieza, baño excusado y galponcito. Tenía un casalito de hijos con el pibe medio matungo pero que se defendía en el arco. No había tarde en que el viejo no saliera con su radio portátil por la que vociferaba Muñoz los domingos o se desgranaban tangazos lóbregos el resto de los días. Alto, trigueño, casi calvo, anteojos y las infaltables pantuflas de cuerina negra labraban las formas de este don fulgencio, como lo llamaban de entrecasa los mayores del barrio. Se acercaba a la cancha, buscando sombrita, esperando que alguna pelota descarriada se rindiera a sus plantas rogando una caricia, aquella de un jueguito que resultaba glorioso sólo en la ilusión del recuerdo inventado. Invariablemente el rito terminaba con la redonda en una cabriola ajena a los modestos movimientos del viejo que siempre alguno aplaudía con desgano.

A veces se arrimaba con el mate, porque Don Pérez tenía termo, qué joder. Y mate en mano, ayudaba en los sorteos o recomendaba cómo pintar las líneas de cal para que no salgan chuecas.
Sus comentarios se limitaban al fútbol, a qué otra cosa iba a ser. Jamás verdugueaba a un pibe patadura, en esos casos se limitaba a la piadosa sonrisa condescendiente y callar para sus adentros.

En la vereda de su ochava -esa que servía para el fusilamiento a los perdedores del hoyo pelota-, de sombra a la tarde, nos amontonábamos para escuchar alguno de los partidos que se relataban ese domingo. Uno solo, siempre clásicos. Hasta Manina, el borracho amigo de los pibes,  tenia un lugar en la esquina cuando sudado del modo en que llegaba siempre caía vertical como el sol del verano con el lomo contra la pared para no patetizar su sentada.

Se sentía cómodo entre los pibes y era a quien recurríamos cuando alguna duda terrible nos asaltaba, entonces le preguntábamos: ¿es un jilguero o un misto? Y el viejo, con eterna paciencia nos sacaba las dudas, jamás con ese aire de paternalista superioridad con que los adultos solemos tratar a los chicos, sino con esa fascinación de quien sabe que sabe para los demás.

Domador de tortugas, Don Pérez se arrimó cuando el remolino de pibes se maravillaba en las alcantarillas de Chapuy y Belgrano alrededor de un tortugón de agua de más de medio metro de diámetro que alguna lluvia brutal había traído. La colocó en el reciente pavimento de Belgrano, se paró encima del caparazón y con hábiles movimientos de sus empantuflados pies se hizo llevar hasta la puerta misma de su casa por el inocente quelonio que luego volvió a sus andurriales pensando quién sabe qué carajo de la gente que aplaudía.


El viejo se ganó mi eterno agradecimiento cuando, enterado de que me había hecho de San Lorenzo -fascinado por el imponente despliegue del Lobo Fischer- el fatídico veintidós de diciembre del setenta y uno cuando perdimos dos a uno la final del Nacional contra Central en cancha de Ñuls, me regaló una camiseta de piqué a rayas rojas y azules junto con el póster salido en la Goles del glorioso subcampeón. Nunca me importó que los envidiosos de siempre batieran que la camiseta era de Tigre, porque sus rayas eran un poco más finas; allí el viejo subió al pedestal de mi olimpo para dormirse en los eternos laureles que el olvido atroz se empeña en barrer.

Poco importa que el hijo, de bostero cabal, hoy sea socio de Ríver.
Tampoco importa que alguna vez haya estado prohibido jugar en las Dos Rutas cuando los milicos lo consideraron peligroso y Don Pérez se arrebataba con la vista horizontal en tardes solitarias. Pocos extrañan el denso humo de la aceitera que caía sobre la cancha y el barrio y las quemazones de pastos que hacíamos cuando crecían demasiado.
Ni siquiera importa que ya casi no queden canchas barriales, porque en las Dos Rutas se sigue jugando, de noche o de día, con lluvia o sol. No molesta el inmenso escenario precosquinero, el baño de mierda que tapa la visual ni la torre de iluminación que decora el predio. El viejo, desde la tribuna que no se ve sale a las tardecitas con su radio y se queda hasta la madrugada gozando con el espectáculo futbolero de la muchachada que grita goles y fules con esa furia genuina que sólo la pelota produce. Sentado allá con Manina, Pascuita y varios más, espera esa pelota que se va a las nubes de un rechazo violento para devolverla con algún jueguito torpe que ya nadie aplaude, pero tampoco le importa. Porque en las Dos Rutas se sigue jugando...