Qué era lo más importante de su vida, cuál era su meta cincuenta años después, con los errores ya cometidos y ninguna esperanza por delante.
Valía la pena quedarse sentada en la cocina, delante del televisor, sin prestarle atención a las imágenes que de este se desprendían en un torrente de frivolidad e indecencia y sin embargo, lidiando con las otras imágenes, las propias, las dolorosas, las que volvían una y otra vez a la carga como un jinete fantasma. O mejor, como un malón completo.
Y la polvareda que dejaban a su paso, allá arriba en la cabeza, eran enormes, con secuelas penosas y tristes, que la llevaban al llanto, al desconsuelo.
Cincuenta años y nada por delante, como tampoco hubo nada a lo largo de toda esa vida. Pequeñas alegrías, podría alegar en su defensa. Su hija, su única y preciosa gema, por la que relegó los días y veló las noches. Una época que se le antojaba lejana, casi irreal, como un sueño vivido por otra persona, bajo otro cielo, en la que llegó incluso a amar.
El amor. Ese desvarío del corazón que nos confunde los sentidos y nos lleva por caminos inciertos sin posibilidad de retroceder, porque lo hecho, hecho está y no hay lágrima vertida que el tiempo se digne en enjuagar.
En ese ayer remoto, distante, amé. Y lo único bueno fue el fruto de ese amor, la pequeña Celeste, la hoy señora Celeste. El resto podría borrarse y enterrarse, o mucho mejor, ocultarse, esconderse, desintegrarse. Qué fácil sería, la oscuridad de la noche sería al menos un poco menos tenebrosa y la vida, no tan vergonzosa.
Pero el pasado es parte de uno y a nadie la obligan a elegir, al menos en los tiempos que corren. Elegí y lo hice mal y vaya que he pagado el error. Vaya que lo pago día a día. Si aún los fantasmas no se habían olvidado de mi, no señor.
Las paredes hoy relucen blancas, pero porque me he esmerado en que así estén desde la mañana hasta la noche. Testigos mudas de mi sangre, tantas veces salpicadas, hoy son mis fieles compañeras. Yo y mis cuatro paredes, mi patética realidad, mi día a día, mi existir.
Qué son los golpes del ayer comparados con la soledad de hoy. Con el desarraigo en vida, el alejamiento de la gente. La vergüenza que las espaldas cargan en nombre de otros, del daño sufrido y el que uno es consciente, han sufrido otros. Pero uno debe bajar la cabeza, porque en todo caso, uno lo eligió. A eso no se le llama ser víctima, sino estúpida.
Las oportunidades no existen para ciertas personas, el dolor llena esos huecos, la desdicha es la moneda corriente y la indiferencia el pago que se recibe. Y dentro de uno se genera odio, bronca y amargura. Y se junta todo en la garganta, en forma de un nudo que si se rompe es para llorar, porque no se transforma en gritos, sino en lágrimas.
La boca siempre está reseca y el mal aliento no se va con nada. El corazón está cansado, pero alguna fuerza ajena lo hace marchar. Es la condena de los que quedan, de los que deben sufrir por los pecados de los demás. Y por errores propios.
El deseo de morir no es escuchado por ningún ente superior. En la penumbra que me invade la mente en todo momento, incluso los oigo reírse. Cuando la polvareda se retira, parsimoniosa y cansina, un fétido olor lo inunda todo y nada de lo que intente por disuadirlo lo logra.
Si estoy cerca de la mesada, tanteo en el cajón superior y saco la cuchilla, pero el filo desaparece cuando busco rebanarme las venas. A veces creo que al fin la sangre está corriendo, pero son las lágrimas de mis sollozos las que me engañan recorriendo mis brazos.
He buscado la muerte bajo el paso del ferrocarril, pero cuando me arrojo a las vías me convierto en un ser transparente y los hierros en movimiento me atraviesan con la fuerza de mil demonios, pero ni siquiera me dejan un rasguño. Las veces que me tiré del techo, caí pesadamente, pero sin rastros de golpes y mucho menos, de moretones.
Mi vida me ha llevado hasta esta locura y digo no poder soportar más este cruel destino, este pago diario de deudas ajenas y errores propios.
Los puños en el rostro de ayer son los golpes sin dolor físico de hoy; los insultos se transformaron en fantasmas que se ríen, el sufrimiento ajeno en vergüenza. El sobrevivir, en una tortura.
Cualquier salida a este infierno, sería una bendición. Cualquiera sea. A veces creo escuchar que las voces me dicen que haga lo mismo que él, pero Dios, eso es una aberración. Sin embargo, hay días que me encuentro en medio de la polvareda pensando en ideas extrañas y me convenzo en que algo de verdad podría haber en esas voces, pero de inmediato las alejo, las rechazo... aguanto, soporto, pero no se por cuánto tiempo más podré resistir, sola, ajena a todos, en este existir sin sentido, entre paredes blancas y un televisor que no deja de chillar y chillar y chillar...
Carlitos
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Con once años son otros los horrores, efectivamente.
Jugar a las escondidas se podría considerar casi normal una tarde de
primavera; jugar en grupo, en la...
Hace 4 semanas
1 comentario:
Sublime patetismo... Da ganas de salir corriendo. Muy bueno Netex.
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