Cuando vendieron el baldío que está frente a casa me entristecí. Cuántas tardes de potrero, de picaditos con la redonda hasta que caía el sol, allá en la infancia, esa época que parece tan fresca y sin embargo nos resulta ajena de lo distante que se encuentra.
Con el tiempo escondió nuestras sombras, pero llegaron otras. Nuevas piernas cortas corriendo detrás de una pelota. La gambeta, el remate, la rabona, la chilena. Todo un arsenal de piruetas ejecutadas en un mundo inocente, sin prejuicio alguno.
Pero para el ojo adulto, ese ser en el que uno se convierte, el lugar fue perdiendo el verdor y la esencia, hasta convertirse en un simple terreno baldío. Otrora escenario de finales mundiales, esas que imaginábamos mientras el sudor nos bajaba del cabello, de pronto era un espacio de tierra, con algo de gramilla y cascotes.
Pero al ver el cartel de "vendido", me asaltó la angustia, la necesidad de volver el tiempo atrás, de pedirle disculpas a ese lugar que supo atesorar cientos de sueños.
Anoche, sin embargo, el que me perdonó, fue el baldío. Fue después de la medianoche, cuando intentaba conciliar el sueño. Sucedió como suceden las cosas cuando uno es chico: con magia. Primero fue el sonido del pique de una pelota, luego el grito de un chico que pedía a gritos que le dieran un pase y como para que decidiera levantarme de la cama, un grito a coro de gol, de esos que se expresan con el alma y penetra por la piel de gallina del que lo presencia.
Me abrigué con lo que encontré a mano y salí a la calle. Busqué en vano divisar a los niños. Allí no había nadie. Pero los sonidos seguían llegando. El ruido del pie al golpear el balón, las risas burlonas después de un caño, la queja por una pierna fuerte, un insulto al aire. Y otra vez la pelota yendo de uno a otro, rebotando de vez en cuando en los paredones laterales.
Pero allí no había nadie. Estaba de pie, al borde del tejido que pusieron tras vender el lote. La luna me mostraba el lugar vacío. Y sin embargo...
Eugenio, el vecino de la casa lindante al baldío, me sorprendió con una mano en el hombro.
- Camilo ¿no puede dormir?
Pensé en decirle que en eso estaba, cuando escuché los sonidos y entonces salí a la calle, quizá con el deseo de poder despedirme de aquel lugar antes que comenzaran a construir. Era una respuesta poética, si se quiere, cargada de nostalgia, de mágica revelación. Pero en cambio, asido a la cordura, fui breve y mentí.
- Los años, don Eugenio. El insomnio es cosa seria.
El hombre me sonrió. Me palmeó la espalda y emprendió el camino hacia la puerta de su casa. Pero antes, volvió a hablarme.
- Recuerde en silencio, Camilo, que los pelotazos no me dejan dormir.
Vi la puerta cerrarse y sumirse el interior en la más profunda oscuridad. Quedé ante el baldío, sopesando esas palabras. Escuché susurros cansados, de niños sentados a un costado, agotados por el esfuerzo. Entendí que algunos se marchaban, diciendo hasta mañana. Incluso me dio la sensación de sentirlos pasar a mi lado. El juego había terminado. El pasado había dicho adiós. No quise aguarles la fiesta a esos fantasmas.
Yo sabía que no había mañana.
Carlitos
-
Con once años son otros los horrores, efectivamente.
Jugar a las escondidas se podría considerar casi normal una tarde de
primavera; jugar en grupo, en la...
Hace 4 semanas
4 comentarios:
El pasado puede volver.
Los recuerdos son su única chance.
Y esta es una respuesta poética.
Abrazo.
SIL
Sensible, enorme, y bien escrito. Como todo lo que esperas leer de Neto!!!
Me encantó.
Saludos!
Excelente final, con esa frase le das el final perfecto a muy buen relato...
Saludos
J.
¡Qué bueno, Neto! Traer los momentos y los piques de pelota siempre me conmueve y más con esa magia!
Abrazo
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