Rodríguez escribía muy bien en la escuela primaria, era todo un escritor, como le decía su maestra Susana siempre que entregaba una composición o redactaba una poesía. Creció creyendo con todo fervor en que esa sería su vocación.
En la escuela secundaria sorprendía a los profesores con ensayos magistrales, resúmenes magníficos y textos de las gamas más variadas, todos ellos dotados de coherencia y estilo. Sin dudas Rodríguez tenía pasta de escritor.
Rodríguez salió del segundo ciclo decidido a estudiar Letras. La facultad fue todo un descubrimiento. Las lecturas se sucedían unas a otra, los temas eran extensos e interesantísimos, y el material bibliográfico nunca alcanzaba, porque un autor llevaba a otro y entonces la pasión por leer y saber no terminaban jamás.
Terminó la facultad de un tirón. Había disfrutado cada momento, cada párrafo leído, cada diálogo con los profesores. Le preguntaron si no le gustaría enseñar y Rodríguez dijo que si, que era un honor que lo tuvieran en cuenta.
Y así pasaron los años. En los momentos libres, Rodríguez garabateaba alguna idea y en más de una reunión informal en la sala de profesores no faltó algún colega que leyera de reojo y le dijera, Rodríguez, usted escribe bien.
Un buen día Rodríguez sintió que le dolía algo más que los huesos. El frío parecía, durante las últimas tardes, comerle cada uno de los huesos, pero estaba seguro que no era el frío lo que golpeaba a la puerta. Llamó a emergencias y se sentó a esperar, buscando con la vista una birome y papel para distraerse y pensar en otras cosas.
Para cuando llegaron los del servicio médico, ya tenía escrita una carilla de una pintoresca historia de un joven que soñaba con ser escritor. Le tomaron el pulso, le hicieron un electro y fruncieron el ceño. Con sumo respeto le dijeron: Profesor, vamos a tener que internarlo.
Mientras preparaba un bolsito con las cosas básicas de higiene y llamaba a un colega de la facultad para dar aviso de su estado, el enfermero que además era el chofer de la ambulancia leyó la hoja rayada de carpeta garabateada en tinta azul.
Cuando el hombre ya anciano les informó que estaba preparado, el enfermero le dijo: Señor, usted escribe muy bien. Don Rodríguez lo miró cansado y dolorido y si bien su intención era esbozar una sonrisa, sintió como un escozor en los ojos le anunciaba la llegada de un par de lágrimas. Al final, con los ojos brillosos, le sonrió al muchacho.
Mirando por la ventana lateral de la ambulancia en la medida que avanzaba por las calles de la ciudad, dejando atrás casas, edificios, autos y transeúntes, recordó como durante tantos años soñó con escribir cuentos, novelas y obras inolvidables, y ahora, consciente de su salud tan frágil, solitario en el mundo sin un familiar cercano, tan solo dueño del cariño de sus actuales y antiguos alumnos y del compañerismo y amistad que el tiempo en la facultad le deparó de sus colegas, estaba tan lejos de aquel sueño que le dolía en lo más profundo de su ser.
Si tan solo le concedieran un par de años más de vida, se decía, cuántas cosas podría escribir.
Pero sabía que se engañaba, que si Dios o quién fuera le dieran más años de vida, no los utilizaría para escribir, sino para aprender y enseñar. Habría garabatos en papel, si, pero tan solo ideas sin fin, puntas de ovillos que nadie desenredaría. Sin dudas tenía un don natural, pero jamás sabría hasta donde hubiera llegado. Acaso fue dueño de historias únicas e inolvidables, pero nunca nadie sabría cuales. Ni siquiera él. ¿El destino había sido tirano y cruel?. Rodríguez no lo creía así, era inteligente y sabía que la muerte de un escritor no era producto de la falta de quién lo leyera, sino la falta de voluntad del mismo para escribir.
Sabía bien que lo suyo había sido un suicidio literario. La ambulancia lo llevaba a su última morada. La vida, en tanto, había sepultado sus historias con complicidad consciente.
Carlitos
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Con once años son otros los horrores, efectivamente.
Jugar a las escondidas se podría considerar casi normal una tarde de
primavera; jugar en grupo, en la...
Hace 4 semanas
4 comentarios:
millones de veces un renuncia a ese impulso que lo lleva aescribir, no se si llamarse escritor ni dónde uno se recibe de eso, auqnue en realidad nadie se recibe de nada en esta vida; pero en fin la fuerte convicción de que todo será un fracaso me obliga a abndonar el papel en blanco...
luego pasan las horas, los días y vuelvo a él, necesito demostrame que soy un fracaso pero que me sienta tan bien serlo...
la muerte está en la falta de voluntad, si señor!
La peor de las muertes es la resignación! Un abrazo don Oso y no abandone el papel, o en este caso, el teclado y la pantalla (claro, y el procesador que se c... no?)
Claro, depende del alcance del término. Pero bueno, aprovechemos la confusión para aportar algo que confunda más. Si uno no alcanza a ver el alcance y lo usa como adjetivo, anotémonos en la categoría, la cual alcanzamos.
¡Brindo por los dignos fracasos!
(Cómo sale por algún lado que uno es del ciclón...)
Creo que uno debe hacer lo correcto en el momento justo, pero sucede que lo incorrecto en mal momento, es tambien endemoniadamente tentador...
Neto y Diego, gracias por haber pasado por mi blog.
Saludos.
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