Desde que se supo en la barra que la familia del Carlos volvía a mudarse al barrio, no se hablaba de otra cosa. Es que el Carlos había dejado huella. Tres años más grande que todos, de carácter fuerte y decisiones rápidas, era el líder indiscutido ese ese grupo de chicos que deambulaban desde la hora de a siesta hasta que caía el sol por las calles, veredas y la plaza del lugar.
Cuando se fue, a causa de un trabajo que el padre había conseguido en una localidad vecina, dejó un hueco que ninguno de ellos pudo llenar. Las travesuras no tenían el mismo color, las amenazas a los chicos del barrio vecino carecían de credibilidad y hasta los partidos de fútbol en la placita parecían sosos.
La barra sin embargo no se separó, pero de todos modos, las horas juntos eran cada vez menos. Algunos preferían antes de aburrirse, quedarse en sus hogares a mirar televisión o jugar con la computadora.
Pero todo cambiaría ahora con el regreso del Carlos. El entusiasmo de los amigos de la infancia era tal que desde hacía una semana que venían juntándose después de almorzar y no se iban a sus casas, hasta que algún padre no se asomaba a llamarlos para la cena.
Hacían planes, aventuraban nuevas travesuras y hasta hacían conjeturas de cuán cambiado estaría el Carlos. Algunos decían que tendría el pelo más largo, otros que ya andaría por el metro sesenta, y no faltaba el que pronósticaba que estaría más gordo. Pero nadie dudaba que todo volvería a ser como antes.
Aquel sábado cuando vieron pasar por la calle que entraba al barrio al camión de la mudanza cargado de muebles, los chicos salieron al trote en dirección de la casa donde siempre vivió el Carlos y que desde la partida de la familia, ocupaban sus abuelos.
Dejaron sus bicicletas sobre el cordón de la vereda y se sentaron a esperar la llegada del amigo. No tardaron mucho en ver doblar hacia la casa, desde la calle principal, la vieja furgoneta que le recordaban al padre de Carlos. Y allí, en el asiento delantero, del lado del acompañante, estaba el Carlos. ¡Si hasta parecía el mismo que se había ido! Ni un ápice distinto. El mismo corte de pelo, la misma sonrisa, la confianza en la postura. Era él y los chicos ya estaban de pie.
La furgoneta se detuvo y los amigos se acercaron a la puerta, sonriendo al chico del otro lado de la ventanilla, que les devolvía la sonrisa y los saludaba con la mano. Y llegó el momento. La puerta se abrió y Carlos, un Carlos más alto de lo que recordaban, pero para nada gordo, se apeó con la gracia de un ganador. Y de inmediato le llovieron los abrazos.
- Gracias chicos, gracias - les decía a cada uno, devolviendo generosamente cada abrazo.
- Dale Carlos, apurate en bajar tus cosas y vamos para la plaza - le dijo el Willy, siempre impaciente.
Carlos sonrió. Esa sonrisa canchera que todos le recordaban, con la que sobraba a los chicos del barrio vecino sin que se le moviera un pelo. Los dientes blancos en fila, brillando con cierta picardía, la comisura estirada y los ojos acompañando con una mirada cómplice. El Carlos estaba de nuevo en el barrio, no existía duda alguna.
Y el Carlos dijo:
- Vamos che, ya tengo 15 años. Vayan ustedes que todavía son chicos. Yo ya tengo otras cosas en la cabeza. Pero les agradezco que se hayan acordado de mí. Vayan, vayan, que acá tengo que ayudar a mis viejos.
Los ojos tristes y sin comprender de los niños de la barra se fueron alejando, mirando aún para atrás, esperando que el Carlos saliera corriendo detrás de ellos y les dijera que todo era una broma, que el iría con ellos. Pero el Carlos se había puesto a bajar valijas de la parte trasera de la furgoneta y ni siquiera les dirigía la mirada.
La barrita se retiró en silencio y a medida que iban pasando por la casa de alguno, este se iba metiendo dentro, desmembrándose el grupo. De pronto, la barra ya no existía. Como la niñez y todo aquello que perdemos en el camino sin entender por qué.
Carlitos
-
Con once años son otros los horrores, efectivamente.
Jugar a las escondidas se podría considerar casi normal una tarde de
primavera; jugar en grupo, en la...
Hace 3 semanas
7 comentarios:
Y bue... arranco yo otra vez :)
La decepción de la barra de amigos que se aferra al regreso de su antiguo líder para volver a vivir aquellos momentos mágicos, me recuerda la desesperación del desenlace del personaje de García Márquez; en su emblématica obra maestra, cuando regresa al pueblo que ya no es lo que fue...
y desaparece en la oscuridad del tiempo y para siempre...
¨En Macondo comprendí,
que al lugar donde has sido feliz
no debieras tratar de volver...
(ésto lo escribió Joaquín Sabina, pero vale)
La vida es un calendario en movimiento, cuyas hojas que se caen, son irrecuperables; no hay ilusión que pueda apelar esta sentencia.
ABRAZO enorme-Netito.
impecable Netito! que pedazo de relato, tan cercano tan cotidiano y real.
Así es la vida en definitiva, esos momentos en los que todo nos cambia y no nos damos cuenta. A veces cambia uno y las personas no, otras veces cambian las personas y uno ya no se identifica con ellas.
La barra, Carlos, el barrio... los recuerdos son simples recuerdos y no es bueno fiarse de la memoria humana, tendemos siempre a mejorar nuestros recuerdos cuando en realidad algunos de esos momentos ni siquiera fueron tan profundos como se creían. En definitiva todo y todos vamos y venimos de un lado al otro y pocas veces regresamos al punto de partida, pero a veces recordamos esas hazañas con la barra y nos sentimos más cerca de la mejor época de nuestras existencias, hablo de la infancia, claro está.
Saludos amigazo!
Una buena muestra de lo que hace el tiempo y la distancia en las relaciones personales...y mas aun en la adolescencia donde los cambios son mas abruptos y de la noche a la mañana cambia la percepción de las cosas.
Sin embargo hay algo de melancolía en el fondo del texto, como un poso triste de lo que fue. Hay algo que perdemos al hacernos adultos y que quizás debiéramos conservar: la memoria de lo positivo, de donde sacar fuerzas para encarar la madurez.
Genial, Neto.
Abrazos!!!
Los cambios cuestan. El Carlos había comprendido antes, que ya no eran niños y que otras eran sus tareas. Los más chicos sintieron el primer embate de la edad, casi sin darse cuenta.
Un saludo.
mariarosa
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Crecer trae en sí mismo la alegría y el desgarro.
Él lo comprendió. Ellos lo comprendieron luego.
Algunos nunca.
Abrazo!
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