lunes, 24 de marzo de 2008

Ruido Blanco

El frio ruido lo mantuvo tieso, atento; pensativo.
El paso a seguir podría ser decisivo, quizás eterno. El ruido blanco lo aturdía y lo sacudía dentro de su cama. No había motivo para que ese temor lo paralizara de esa forma; - no hay motivo ni razón - pensó para sus adentros.
La primera semana de los hechos transcurrió en una relativa calma, el teléfono que reposaba en su mesilla de luz le servía como conexión al mundo exterior, pero la pérdida del valor no sirvió mucho de ayuda para el cometido. Solo se redujo al comunicado de baja por enfermedad a sus jefes y su ausencia en la partida de crucigramas a la que asistía todos los martes con los muchachos del viejo barrio.
¿Cómo explicar la contextura de aquella fuerza que lo retenía? ¿Cómo pedir ayuda si el silencio le hería más que la parálisis emocional?
Los víveres estaban comenzando a caducar, a desvanecerse de su memoria gráfica. Pero quizás eso no le afectaba tanto como la posibilidad de perder la conexión con la calle, con lo urbano.
¿Qué será de Carmencita? – vaciló desde su cama - ¿me recordará? ¿Se habrán dado cuenta los chicos del café que mi taza sigue vacía? ¿Y si esta prisión me aleja de las callecitas de mi Buenos Aires? Si el carcelero me silencia el violín que se agita en mis entrañas…
Las horas corrían tras su espalda, no quería ver el almanaque con la estampa de San Expedito, no quería estirar el pescuezo para observar desde su ventana la terraza de Doña Carlota (que a esas horas de la mañana ya estaría azotando las viejas mantas con el palo de la escoba), no se animaba ni siquiera a caminar hasta el baño.
El ruido infernal provenía de la cocina y junto con él, un abrir y cerrar de puertas en el pasillo lo aislaba aun más de la posibilidad de un escape, de un final. Nunca creyó que le podría pasar a él, nunca se preparó para un evento de esa magnitud; nunca sintió que podría ser aquel nazareno vagando por los desiertos de sus cuatro paredes.
No lo retenía la falta de orgullo o valor, era algo más profundo, una daga que convertía en mermelada sus extremidades; un gélido ruido que invadía sus venas y todos los rincones de su pequeño piso de Belgrano. El viento circulaba cada día con más fuerza entre la cocina, el pasillo y su habitación. El viento traía en sus bolsillos los mensajes de la extorsión, la amenaza latente; los sonidos de su verdugo…
Quizás si intentaba gritar rápidamente y a la vez con contundencia el vigilante que compraba el Clarín todas las mañanas en la esquina lo pudiera oír. Aunque ese gritó lo delatara y se llevara con él su propio respiro.
El ruido persistía y la comunicación con el otro lado de la puerta se volvía invisible, casi nula. ¿Cómo salir de esto? ¿Cómo?
No se encontraba amordazado a la cama, ni crucificado al colchón; pero aquel susurro de motores tenebrosos le calaba los sesos, lo sumía al abandono de su voluntad, de su presente, pasado y futuro.
Nada que hacer, solo abandonarse y esperar que la pálida dama venga por él. Pero quizás ni la señora muerte se acordaba de él, si en casi 9 días de secuestro nadie reclamó su presencia. Carmencita seguiría comprando las facturas en la panadería de don Galo y entre membrillo y dulce de leche no habría notado su ausencia; los muchachos del bar pensarían que se había animado de una vez por todas a realizar ese viaje por el sur y que estaría haciéndose las fotos obligadas en el cartel de las carreteras de Ushuaia y Río Grande.
Pero nada de esto era cierto, nada lo podía hacer reaccionar. Se encontraba alienado en su habitación, preso del pánico que le imponía aquel sonido húmedo y malévolo que nacía en la cocina.
Pasaron los días y las noches hasta que un día la luz en el barrio se fue como por arte de magia (aunque el truco no era más que otra protesta de los empleados de Edenor por una mejora salarial). En ese instante el silencio inundo su pequeño refugio.
Se estrujó la brava incipiente y las lagañas que le poblaban los ojos, quería creer que todo había finalizado, que estaba muerto o internado en algún hospital, pero por más que forzara su mente sabía que seguía atornillado a su cama, a su propia cruz.
No fue el valor quien lo levanto de su aposento, no fue el perfume de alguna princesa herida, no fue el olor a café y al primer cigarrillo de la mañana; no fue nada de eso.
La voz del portero del edificio corría por todas las puertas anunciando que la luz volvería en una hora y ahí fue cuando utilizando los últimos rasgos de energía que guardaba su cuerpo se encaminó a la cocina para desconectar la heladera blanca y siniestra.
Pobre Raulito, no soportaba el ruido infernal que ésta hacia.

4 comentarios:

Netomancia dijo...

Lo cotidiano suele ser, muchas veces, la peor pesadilla.
Gracias Diego por estar y compartir tu talento invalorable!!!

el oso dijo...

Ah, pero viene grossa la mano...
Una pintura de como a veces la tortura china se esconde en nuestra propia cocina.
El Raulito no estaba más loco que cada uno de nosotros.

Anónimo dijo...

Está genial el relato!

Raúlito.. Carmencita... Don Galo...
personajes como los cortazarianos que a uno lo estremecen.

abrazos!

Anónimo dijo...

Y sí, todos queremos ser bioy casares dijo cortázar, y todos queremos ser cortázar decimos nosotros, jeje!