lunes, 27 de septiembre de 2010

El tipo que volvía todas las noches

Pocas personas son como Martín y uno que ha estado años detrás de la barra de un mostrador de bar lo puede afirmar.  Puede estar diluviando o con un sol que parte las veredas, que religiosamente él entrará pasadas las diez para sentarse en su mesa y pedir con esa mirada cómplice la cerveza de cada noche.
Por supuesto que están los asiduos o los que viven instalados desde temprano, pero puntuales como Martín, ninguno. He puesto el reloj en hora con su llegada; sirva eso de ejemplo.
Sin embargo, no voy a contar la historia de Martín, ya que es una historia más, de un obrero que tras la comida que le prepara la mujer hace a pie unos metros hasta el bar de la esquina, se toma su cerveza y después se marcha tras un "hasta mañana" por la puerta por la que entró para regresar a la comodidad de su hogar y los brazos de su señora, que tras la bebida lo podrá manejar a su antojo.
Tampoco las historias de los habituales concurrentes al bar. Me detendré en aquel sujeto que durante todas las noches de los meses de septiembre y octubre se sentó en la barra con los ojos turbios y la lengua pastosa, que solo le permitía pedir un agua tónica con limón.
Pensamos en primer lugar con algunos de los conocidos que el lugar me había hecho, que se trataba de algún inquilino nuevo o alguien hospedado en la pensión de Wilmar. Pero el propio Wilmar, a la semana, nos dijo que no tenía la menor idea de quién era.
Siguió viniendo tras esa primera semana, y fuimos notando detalles. Cojeaba de la pierna derecha, leve, pero cojeaba. Tenía una cicatriz que apenas se le veía bajo el flequillo, que pocas veces dejaba a la vista su frente. Era pulcro, al menos llegaba afeitado y con olor a colonia. Sus ropas eran las mismas, un pantalón de vestir gris, camisa blanca y una campera de hilo algo desgastada, color marrón.
Un par de veces le hice comentarios al azar, sobre el clima, el fútbol del fin de semana e incluso de alguna mujer sentada en una de las mesas, pero nunca obtuve como respuesta más que una especie de resoplido. Dejé de perder el tiempo intentando sacarle una palabra. Tampoco era investigador privado, mi función era el bar y punto. Pero permití, siempre observando que no se pasaran de vivos, que otros buscaran soltarle la lengua. Lo único que gané fue oir una y otra vez, hasta el hartazgo, ese resoplido.
Incluso a Martín, cuya puntualidad nos causaba gracia a nosotros, se llegó hasta la barra para preguntar quién era el tipo que volvía todas las noches a la misma hora. Ni siquiera le habíamos puesto un sobrenombre. Era "el tipo", a secas. Podríamos haberlo llamado "resoplido", "agua tónica con limón", "camperita", pero no lo hicimos. Vaya a saber uno por qué razón.
En el bar el aire que se respiraba era el mismo que recuerdo de otros bares. El olor a tabaco, el aliento a alcohol, el sonido a sillas, vasos y botellas, el canto en los naipes, el murmullo de las conversaciones. La humedad en las paredes y la música suave de fondo, casi siempre de tango, le ponían énfasis al realismo del lugar. Era un bar de barrio, chico, pero sincero.
Y este tipo, con su presencia, encajaba en la imagen. Ese ser solitario, acodado en la barra, cerca de otros bebedores, aunque en su caso, tomando solo agua tónica con limón. Una persona sin origen conocido ni destino que nos importara. Uno más, otra sombra a la que albergar. A veces mi idea del bar era la de un santuario para perdedores o bien, un oasis en el cual sucumbir durante unas horas tras un día en las fauces de la ciudad. No me decidía por uno ni por otro, en si tampoco me importaba, era mi lugar en el mundo, donde mis sentidos nacían cada día y morían con el último que abandonaba el lugar cerrando las puertas a su espalda.
En esa realidad este tipo se había convertido en uno más, sin importar el nombre. Hasta que un día, a fin de octubre, dejó de venir. Recuerdo esa noche, porque miré el reloj y eran más de las diez. Martín ya estaba en su mesa desde hacía unos minutos. Los que acostumbraban a estar desde que caía el sol, penaban sus rostros entre las mesas y la barra. Y aquel tipo que nos hacía compañía desde principios de septiembre brillaba por su ausencia.
Cerca de la medianoche supuse que no vendría y he aquí lo extraño, supe que no volvería. Apenas si fueron dos o tres los que notaron que no había venido. El resto siguió en sus rutinas, jugando a las cartas, hablándole al fondo del vaso o discutiendo sobre fútbol. En un bar se puede hacer infinidad de cosas, casi todo, menos mostrar a los demás los miedos.
Yo esa noche sentí miedo, no sabía bien a qué en ese momento. Cuando el último me dijo "adiós Jacinto" y escuché el sonido de la puerta golpeando el marco, arrojé el repasador sobre la barra y fui a cerrar las ventanas. Las mesas quedarían para la mañana, tarea de mi sobrino, por la que cobraba, desde que lo dejaron en su casa trabajar, unos pesos. Cerré los postigos de las que daban a calle Heredia notando que un viento se estaba levantando fuera. Pensé en cerrar rápido y caminar raudo a casa, antes que me sorprendiera una tormenta. Pero al llegar a las ventanas de calle Odriozola, vaya sorpresa al toparme con el rostro enigmático del tipo que venía todas las noches, apoyado contra la farola de la luz de la vereda de enfrente.
Miraba hacia el bar, pero desviaba los ojos, como asustado. De pronto sentí unos pasos, siempre afuera, en la calle y vi un ser vestido íntegramente de negro caminando por la misma vereda que estaba aquel tipo. Hice un ademán como para avisarle, pero ya lo había visto. Comprendí entonces que no estaba apoyado en la farola, sino amarrado con una fina soga.
El hombre de negro al que no se le veía su rostro, cubierto por una capucha, desenvainó entre las ropas un enorme palo, coronado por una parte metálico, y de un solo movimiento cortó la soga. No le dio tiempo de nada al tipo, lo tomó del brazo y siguió avanzando, llevándolo a la rastra. Vi como en una muda súplica, estiraba los brazos en dirección a la ventana por la cual lo estaba observando, paralizado por el miedo, sin hacer nada.
Así me quedé hasta que los perdí de vista.
Nunca he comentado al respecto esto que ahora cuento. Me da miedo y aquí uno no viene a contar sus temores, sino a trabajar. De todas formas observo muy seguido por las ventanas; tanto que algún que otro parroquiano me ha preguntado si espero a alguien. He dicho que no, con la certeza de quién se quiere sacar una pregunta de encima aparentando indiferencia. Sin embargo sospecho que es mentira, que en realidad si espero a alguien. No se para cuando, no tengo la certeza, pero creo que es la misma espera a la que todos estamos destinados.
Ese tipo quizá buscó burlar al hombre de negro, yendo a otro bar, rompiendo su rutina, pero el encapuchado logró encontrarlo. Qué me espera a mi, condenado a esta presencia eterna detrás del mostrador o a quiénes como Martín, son prisioneros de su rutina. Cómo osaremos a escapar cuando la hora nos esté próxima. Quizá no haya escapatoria. Quizá esa es la única verdad.
Desde esa noche, cuando alguien me pregunta por la muerte, solo atino como respuesta a un breve pero firme resoplido. Y espero, mirando de reojo por la ventana.

3 comentarios:

SIL dijo...

Sabina podría haber firmado ésto. mi idea del bar era la de un santuario para perdedores o bien, un oasis en el cual sucumbir durante unas horas tras un día en las fauces de la ciudad.

Hermoso!!

No tanto el concreto hecho de que la muerte sabe bien dónde encontrarnos, aún cuando la queremos burlar cambiando nuestro itinerario.
Es misterioso el relato, hasta el segundo último no pesqué para que lado querías llevarnos. (para el lado del bar, supongo ; )

Great, Netito.

TKmucho

SIL

Con tinta violeta dijo...

¡El hombre tratando de escapar a su destino! Fantástico el tema y el juego...uno piensa dos o tres posibilidades sobre el hecho de estar atado y de que un hombre de negro venga a buscarle...uf. Muy bueno Neto...mándalo a algún sitio...te deja con una sensación de incertidumbre...
Abrazos!!!

Netomancia dijo...

Doña Sil, es probable que Sabina lo haya dicho en algún bar con su whiskicito en la mano mientras yo pasaba cerca jaja. Es difícil saber donde quiero llevarlos, incluso a veces me sorprendo a mi mismo jaja. Saludos y muchas gracias!

Doña Tinta, mi versión de los hechos es que lo ató para que se no se le escape mientras hacía otros trabajitos en el barrio. Pero bueno, quién le dice que la muerte no sea Martín, tan puntual a las diez de la noche. Saludos! Gracias!