Sus ojos de niño no me engañaban. Su forma de prestar atención cuando en la radio los boletines informativos cesaban su larga enumeración de hechos bélicos para dar paso a un tema musical, me revelaban lo que intuía. Principalmente cuando la música era rock.
Melena desmarañada, rostro sucio por la tierra, lo mismo que sus uñas, ropa desgastada por el uso y manitos diminutas pero firmes. Tan firmes como una roca, le había dicho en una ocasión. Pero el idioma impidió que me entendiera.
Lo veía todas las mañanas. Era su turno. El que elegía la música en la emisora radial tenía, sin lugar a dudas, cierta preferencia por U2. Los irlandeses se despachaban mañana de por medio con algún tema, algunos de los cuales me rememoraban otras épocas y situaciones.
Esa mañana en particular se escuchó Sunday bloody sunday, el recordatorio inmortal de la banda al domingo sangriento irlandés, que en realidad evoca ese y otros tantos hechos trágicos de la humanidad en los tiempos modernos, donde ideologías y sensateces no van de la mano.
El niño quedó encandilado por el sonido. Lo atrapó como una planta carnívora a una mosca, pero en lugar de engullirlo, lo abrazó y hasta quizás, lo hizo soñar.
Le hice un gesto con las manos, como si estuviera tocando la guitarra. Me entendió. Me dijo que no, que no sabía tocar la guitarra. Dudaba incluso que alguna vez hubiera tenido una entre manos. Señalándome, le hice comprender que yo si sabía tocarla. Algo parecido a una sonrisa se dibujó en su rostro.
Hice como si tocara, haciendo el sonido con la boca. Por primera en las dos semanas que llevaba prisionero allì, mi joven guardia se hechó a reír. Le dije que ese grupo que había escuchado en la radio se llamaba U2. Repitió el nombre dudando primero y con mayor seguridad después.
Busqué la manera de explicarle la forma en la que se toma una guitarra. Me alcanzó una vieja escoba que estaba en el pasillo. Le mostré algunos movimientos, pero se dió cuenta que era muy larga y se hacía difícil poder imitar una guitarra de verdad. Contento por la clase, me ofreció entonces el fusil que cargaba al hombro.
Lo tomé con gusto y antes que se acomodara a observarme, le disparé al pecho. Corrí hacia la puerta y disparé al guardia que estaba del otro lado. Me escabullí de la robusta casa de material y me interné en la aldea, cuidándome que los guerrilleros que me tenían prisionero no pudieran alcanzarme.
Corrí y corrí por el desierto. Dos días después un equipo de patrullaje de la ONU me puso a salvo. Sunday bloody sunday sonó durante todo ese tiempo en mi cabeza. Los ojos sorprendidos del niño, mirándome horrorizado en esa fantasmal fracción de segundo, también estuvieron allí.
La música se ha ido. La mirada no.
Carlitos
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Con once años son otros los horrores, efectivamente.
Jugar a las escondidas se podría considerar casi normal una tarde de
primavera; jugar en grupo, en la...
Hace 4 semanas
2 comentarios:
un relato cargado de emociones, de realidades crudas, de homenajes musicales e imágenes que nunca olvidaremos...
Fuerte y sorprendente. No deja ud. acomodar al lector que ya le mueve la pantalla...
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