miércoles, 28 de enero de 2009

El arriero va


El hombre conocía el terreno, vaya si lo conocía. Sus más de cuarenta años lo habían hecho parte del paisaje, de sus escarpadas laderas y profundos valles. La confianza de los patrones era grande y él y sus compañeros lo sabían como también sabían que ese era su trabajo y de él dependían.

Virginia lo esperaba en casa, rodeada de sus ocho hijos. Los quehaceres y los hijos, su vida, y aquel hombre de pocas palabras, incapaz de perder un solo animal de los encomendados, siempre volviendo a poner calor en su vida y una caricia sobre su rostro. Sólo que esta vez la espera se hacía larga. No era de extrañar, las tormentas de nieve podían llegar aun en el verano más sereno, aun con la alegría de esas florcitas silvestres que moteaban la ladera y que ella recogía en silencio como todo adorno para la espera de su hombre.

Los mayores ya se dedicaban a criar los pocos animales, algunas cabras, la vaca, curar los caballos. Su padre, orgulloso, compartía en oraciones secas, sin adornos, su conocimiento de años y ellos, jugando al principio, crecían sabiendo que ese era su mundo. Un mundo que se trocaba en maravilla de colores para el día de la virgen y las festividades del pueblo, a las que asistían religiosamente con esos atuendos humildes pero reservados con celo para esas ocasiones que sabían acariciar en las cerrazones, cuando salir del rancho significaba poco menos que una muerte segura.

El deshielo se acentuaba y ya los ríos más altos exigían ser vadeados con cuidado. Se descongelaban a veces en forma violenta y cruzarlos equivalía a la posibilidad de perder alguna res o la montura misma.

Pero sabían los arrieros que cerca de los ríos estaban los mejores pastos. El hombre no dudó en llevar allí a los animales, que tendrían su fiesta. Pero el paisaje estaba extraño, su oído habituado a las soledades de un paisaje que permitía el intercambio justo de palabras le anunciaba algo que no alcanzaba a discernir. Se apeó, tal era su costumbre en esos casos, e intentó escudriñar el paisaje resabido con ojos nuevos.

La tropa seguía lentamente hacia los pastos, ya deteniéndose bajo los oblicuos primeros rayos que asomaban tras las cumbres milenarias. Otro sonido indefinido seguido de un silencio más indefinido aún y ya sus ojos buscaban siluetas humanas si las había; pero estaba seguro, ningún otro ser podía alterar la secular paz de las quebradas como quien no es del paisaje, otros colores, otros movimientos...

Se acomodó el sombrero y alzó la vista del otro lado del río Azufre. Entonces lo vio. Apenas caminaba arqueado sobre un bastón largo, como cargando una res sobre los hombros cuando apenas si traía una bolsa. La barba de días y los grandes anteojos de sol no hicieron más que turbarlo. Como queriendo expulsar esa imagen desesperante miró hacia más arriba donde un bulto de tamaño humano no se movía, un muerto tal vez.

Por una vez, quizá una única vez, no supo qué hacer, avisó a los otros que lejos en la ladera había algo raro y se quedó de una pieza, absorto, como si el que estuviera en otro lugar fuera él.

Cuando reaccionó escribió en un papel: Va a venir luego un hombre a verlos. ¿Qué es lo que desean?, porque no se le ocurrió otra cosa ni otro modo de expresar su asombro. Lo ató como pudo a una piedra y lo revoleó al otro lado del río, que corría con una furia inusitada.

El que caminaba se acercó como pudo. Como pudo también abrió el papel y se dejó caer. Juntó fuerzas para abrir la bolsa, sacó algo de su interior, escribió en el papel y suspiró mientras parecía mirar al arriero con ganas de gritar. En su lugar, en un último esfuerzo volvió a lanzar la piedra mensajera que apenas cruzó el torrente enfurecido.

El hombre leyó la nota que decía:

Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?

Sin pensarlo dos veces arrojó al otro lado del río Azufre los cuatro panes que llevaba, avisó a sus compañeros y montó su caballo. Los otros dos arrieros cruzaron como y donde pudieron para asistir a los moribundos.

Sergio Catalán cabalgó todo el día, mientras oía cómo el verano celebraba en las quebradas, hasta dar aviso al puesto de carabineros más cercano a la nochecita.


[Este es un pequeño e innecesario homenaje a Sergio Catalán, el arriero gracias a quien pudieron rescatar con vida a 16 de los 45 tripulantes del avión de la Fuerza Aérea Uruguaya -el equipo de rugby Old Crhristians y acompañantes- que viajaban con destino a Chile y 13 de octubre de 1972 se perdió y se accidentó en un cerro en la región limítrofe entre Mendoza (Argentina) y Chile. Tres sobrevivientes deciden emprender la marcha en busca de ayuda (uno se vuelve). El 21 de diciembre por fin logran comunicarse con Catalán y el 22 se produce el rescate. La odisea de 72 días dio lugar a innumerables documentales, libros, artículos y películas y es conocida en todo el mundo. Hace poco, Catalán, de 82 años, tuvo que someterse a una artroplastía compleja que fue financiada por sus agradecidos rescatados.]

4 comentarios:

Netomancia dijo...

Hermoso, ya se lo dije en su blog don Oso. Transmite esperanza y más sabiendo los hechos reales. Sin dudas, una perla, por la calidad y la emoción.

Anónimo dijo...

impactante oso, honestamente me dejaste sin aliento...
súblime como siempre!

el oso dijo...

Don Diego! Ya lo estábamos extrañando por estos lares. Espero que todo marche bien en el fresquete peninsular y se mande unas líneas para sus ávidos lectores...

Silvana Muzzopappa dijo...

Emocionante. Me dejó emocionada y con la piel de gallina. Decís que innecesario homenaje, pero yo no conocía la historia. Me encantó conocerla con tan buen gusto literario.

Saludos,
Shirubana.