Decidí podar la enredadera. El día era propicio. El sol se había ocultado tras grises nubarrones y la brisa calurosa de días atrás, había finalmente desaparecido.
La oxidada tijera de podar cortaba el aire en cada exhalación y sus extremidades, al acariciarse como amantes, mutilaban las débiles partes de la verde enredadera, que se esparcía inherte sobre la desprolija gramilla.
A medida que desaparecía la enredadera, el tapial dejaba ver sus ladrillos desgastados y enormes telarañas. Las hormigas huían despavoridas ante el peligro próximo. La tarde se empapó del sonido de la tijera, ocultando todos los demás. Un ritmo pegadizo, repetitivo y hasta tétrico.
Mis brazos estaban húmedos por el sudor, pero no sentían el cansancio. Los múrculos en lugar de pedir auxilio parecían disfrutar de cada movimiento, como si la acción los hubiese despertado de un letargo infinito.
Pensé en detenerme en más de una ocasión, pero la mente no pudo con el cuerpo y el desacuerdo llevó a continuar la tarea. La tijera se abrí y cerraba cada vez con más velocidad y fuerza, como si en cada mordisco al aire se alimentara de energía y al siguiente movimiento esa energía se transformara en mayor vigor.
Mis ideas se perdieron en un mar tormentoso, la vista se nubló por completo. Sin embargo, no me detenía. De pronto vi en el tapial la forma de un óvalo enorme, una figura ahora cubierta por revoque mal terminado, cubierto de telarañas y hojas secas, en el que alguna vez habían estado ladrillos como los que conformaban el resto del tapial.
Las manos guiaron la tijera a cortan alrededor de la figura, dejando al descubierto la totalidad de ésta. Nacía casi a la misma altura que el tapial lo hacía del suelo y elevaba hasta casi tocar la parte más alta, dónde la mirada se confundía con el cielo y la enredadera cruzaba al patio vecino.
¿Se había roto esa parte y la habían arreglado mis padres? ¿Habría sucedido en mi niñez, dado que no recordaba el tapial derrumbado en una parte? Y ahora que lo pensaba... ¿siempre había estado allí esa enredadera, cubriendo el arreglo de cemento?.
Dejé de podar la enredadera y cometí, lo que hoy considero, fue un error. Busqué el hacha y sin pensar en lo que me diría el vecino, comencé a golpear con fuerza en la zona gris del tapial, antes escondido por el verde frondoso de la enredadera.
Le di con fuerza, con los brazos tenzados. Le di una y otra vez. Al poco tiempo noté la primera grieta y el vigor con el que había podado un rato antes, se poderó otra vez de mi. La grieta convocó a otras y la pared de pronto pareció arañada, no solo golpeada por el hacha, sino también lacerada. Y de las grietas creí ver que manaba sangre y me dije, queriendo convencerme, que estaba loco.
Pero no lo estaba. La sangre cayó sobre la enredadera muerta, tiñéndola de un bordó sin vida. Me sobresalté, pero no por eso dejé de golpear el hacha. Una parte de revoque cayó, deshaciéndose las partes en polvo a medida que caían. Y lo que observé me asaltó como un fantasma, me paralizó por completo y el hacha cayó con fuerza, golpeándome. Dos pequeñas manos entrelazadas, con la piel seca, los huesos añejos sobresaliendo, opacos y sucios, pero sin embargo, goteando sangre, como si sus dueños recién hubiesen perecido.
Ahogué un grito de terror, me caí de espaldas y dejé que el pánico me dominara. Mi respiración de agitó, mi pulso aumentó y mi mente quiso huir pero algo la retuvo. Lo mismo que aún me retiene en sueños entre la delgada línea de la vida y de la muerte. Fue la imagen nítida y deslumbrante de esa cadena de oro sujeta a la muñeca del brazo de una de esas manos. La misma cadena de oro que tiene mis iniciales y luce desde hace más de treinta años en mi muñeca, el feliz regalo de mis padres para mi primera comunión, que hacía juego con la medalla del mismo color que le colgaron al cuello a mi hermana en aquella ocasión...
Me arrastré lejos del tapial, agobiado y asustado, con la espeluznante imagen frente a mis ojos. La tijera yacía a metros de donde había caída el hacha y ambas herramientas parecían sonreír bajo el cielo gris.
Retrocedí todo lo que pude, hasta que un hormigueo atacó mi cuerpo. La lucidez se disipaba nuevamente, como tantas otras veces. Me sumía al sopor de todos los días, al estado de muerto viviendo al que estoy acostumbrado. Lo corpóreo comenzó a desdibujarse como siempre ocurría, pero esta vez había algo diferente: había encontrado la pieza fundamental del rompecabezas.
Ahora ya reconozco la forma que debo armar. Y no lo niego: me espanta de solo pensarlo.
Carlitos
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Con once años son otros los horrores, efectivamente.
Jugar a las escondidas se podría considerar casi normal una tarde de
primavera; jugar en grupo, en la...
Hace 4 semanas
1 comentario:
Nunca más corto los yuyos del fondo. Si a veces me encantaría ser uno de sus personajes, Don Neto, acá paso y no quiero...
Excelente.
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