viernes, 9 de mayo de 2008

El almuerzo

El jardín siempre luminoso y la fresca sombra de los árboles adornándolo. Los chicos corretean por ahí, respirando un aire puro de cielo azul. Allá va Beba acarreando platos y cubiertos, haciendo malabares mientras cruza el caminito de piedra en dirección a los tablones que harán de mesa.
El abuelo José está en el parrillero, cuchillo en mano y hablando seguramente de política con el tío Adriano. Me fascina el atuendo de José: camisa a cuadros, de colores claros, bermuda por arriba del ombligo y ojotas verdes. Adriano en cambio, solemne como es su característica, de zapatos, pantalón de vestir y camisa de algodón.
Cerca de la higuera anda la tía Camelia. Hacía años que no la veía. Siempre tan frágil, de andar dubitativo, como si la próxima brisa la fuera a derribar. A su alrededor, volando en su triciclo, el Jacinto, el más chico de los hijos de mi hermano Martín. A él no lo veo, quizás esté en el quincho, ayudando con las ensaladas.
Sin trabajar, ya apostados en sus lugares de la mesa improvisada, Carlos, Manuel y Félix. Seguramente los correrá de un momento a otro la tía Ofelia, para colocar el mantel. Mientras, intentan arreglar el país con sus ideas. Susana pasa por al lado y sonríe cómplice. O una idea loca o un piropo ganador. Susana es mi prometida. Tan bonita. Va camino a la calle, despreocupada.
Están arribando más comensales. Veo bajar del coche a un elegante don Alfonso, el papá de Susana y a su nueva mujer, de la que confundo el nombre: Roxana o Romina. Puede que en realidad termine siendo Matilda, lo mismo da.
No veo a mis viejos y tampoco a mi hermana. Y no reconozco a un par de niños. Pero el detalle me tiene sin cuidado. En una familia numerosa, los críos no tienen nombre propio hasta que son adolescentes o bien, se mandan alguna macana digna de ser colocadas en un anecdotario.
Se siente el olor a asado en el aire, viajando sin destino y llevando envidia a las casas vecinas. No hay nada más envidiable un domingo al mediodía que sentir ese rico olorcito y saber que otro lo está haciendo.
El viejo José ya está dando vuelta los chorizos. No es de los que los pinchan. Tiene la teoría que así conservan mejor el sabor. Y al abuelo José, mejor es no discutirle. Por otra parte, sus asados han sido motivo de elogios toda la vida. Se le acerca Ofelia y con seguridad está intentando averiguar cuánto falta.
Es que ha visto llegar en otro vehículo a su hermana, es decir, a mi madre. La veo desde donde estoy, muy arreglada, hermosa como siempre. Mi padre le brinda el brazo, servicial y caballero como en sus años mozos, y ella desciende del auto. Del otro lado, baja mi hermana. Todos van de oscuro y reprocho el gusto inmediatamente: no es un día para oscuro, todo lo contrario.
Susana se acercó a recibirlos. Ella también es hermosa. En parte me recuerda a mamá, dos amantes de la elegancia. Mis dos coquetas favoritas, como suelo llamarlas. Susana y mamá se abrazan largamente y me parece ver lágrimas en los ojos de mi madre.
Me dijiro hacia ellos, con la idea de alcanzarlos antes que lleguen al quincho. Mi sobrino Raulito casi me atropella en su loca carrera hacia una pelota que alguien le arrojó lejos. Ni siquiera me pidió disculpas. Hijo de mi hermano tenía que ser.
Ahora que estoy más cerca confirmo que son lágrimas. Bueno, pienso, que será lo que hoy arruine tan hermoso mediodía. La tía Ofelia ya los alcanzó y también la abraza. Mi papá lleva ahora de la mano a mi hermana. Llevan en sus rostros tristes sonrisas de compromiso y ojos colorados, de un dolor reciente.
Estoy casi a tres metros y le guiño el ojo a mamá, pero no me ve, porque entra sin detenerse al quincho. Detrás van entrando Susana y Ofelia y cerrando el grupo, mi papá con mi hermana. Me llega clara la voz de papá, ronca y desgastada por el cigarrillo y los años, pero reveladora y mortal como una daga:
- Un año. Un año sin tu hermano, Caro. Dios mío, Caro, que eterna se hace la vida, que dura que es...
Y comprendo que eso negro que llega con la voz es la realidad y me dejo envolver. Y de a poco, aunque no lo quiero, los colores y el azul del cielo se van desdibujando, para teñirse de un gris opaco, el color de todos mis días, la neblina que me acompaña a diario en este no existir que en vida llamamos la muerte...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

uffffff a veces leo tus letras y me quedo del otro lado de la realidad, en un viaje casi eterno;
muy profundo...

el oso dijo...

Cada lado del espejp propone un mundo diferente, único, especial. Tus saltos a uno y otro lado nos llevan de viaje a los sentires más profundos de la vida. Excelente...