Veintinueve, treinta... ¡treinta! ¡Al fin! Casi no podía contener la alegría. Se sentía desbordado por una euforia desmedida. La sonrisa le transformaba el rostro, las comisuras de los labios parecían estiradas hacia fuera con pinzas y los ojos brillaban con rabia. Era la imagen de un demente.
Pero no le importaba que impresión pudiera dar en ese instante, de todas formas no tenía a nadie cerca. Estaba en el sótano de la casa de campo de sus padres, a casi una hora de auto de cualquier ser humano.
A sus pies, estaban rendidos sus anhelos más oscuros. Los había buscado uno por uno en la espesura del maizal, allí dónde él sabía que los encontraría. Desde hacía años que los vigilaba, a veces creyendo férreamente en ellos, otras aferrándose al deseo de no estar loco.
Tuvo que ser más rápido, más sagaz, más voraz. Ensayó esa noche muchas veces. Noches falsas, las llamaba. Las noches falsas que harían posible la verdadera. Y ésta, al fin, había llegado. Y el fruto de sus años de empeño, estudio, práctica, estaba ahora frente a sus ojos.
Treinta en total. Había cazado al primero muy cerca de la caza, donde el maíz dejaba ver las hojas más próximas. El último lo encontró dos horas más tarde, socorriendo a otro que yacía con la cabeza abierta de par en par producto de un calculado (y esmerado) mazazo.
Se miró las manos y recién entonces las vio bañadas en sangre. Pero una sangre de un rojo gelatinoso intenso, repugnante, con un olor tan agrio que lo obligó a alejarse la mano de la nariz al instante. Dónde ya se estaba secando, el color había mutado a un morado tenebroso.
Se agachó frente a sus presas. Creía recordar como había atrapado a cada uno, cómo había asestado la maza en algunos casos y hundido la cuchilla en otros. A uno lo mató estrangulándolo, sintiendo el frágil cuerpo colapsando bajo su pecho, emitiendo un gorjeo gutural mientras la faringe se contraía y la vida se extinguía, despidiendo como señal de adiós una espuma gaseosa por las fosas nasales. Hasta que murió.
Reinaba ahora el silencio en el viejo sótano. Su respiración se había normalizado tras el cansancio lógico de una faena de tales magnitudes. No solo los había perseguido y eliminado, sino que además los había llevado hasta ese lugar. Quería verlos fuera de la noche, lejos de la oscuridad que los envolvía.
Bajo las luces incandescentes no se veían tan peligrosos. Eran frágiles cuerpos inertes. Si bien las pequeñas garras estaban allí, al término de sus pequeños pero extensos brazos, ya no podían dañar. Y esos ojos enormes, pálidos como un muerto, sin párpados, parecían las cuencas cómicas de un zombi de una mala película de terror. Las cabezas desprovistas de cabello goteaban un aceite viscoso, casi verde, similar prácticamente al color olivado de sus escamadas pieles, repletas de cicatrices y puntos rojos, como pequeños ojos ciegos inyectados en sangre.
Un escalofrío le recorrió la espalda y por un segundo la sonrisa de su rostro pareció esfumarse. Se dijo que ya era suficiente contemplación. Los duendes del maizal como decidió en llamarlos cuando comenzó a estudiarlos, debían ser desaparecidos de la faz de la tierra. Eran engendros de un infierno irracional, una raza de monstruos que lo habían atormentado en sueños desde pequeño al punto de creer su familia de estar el niño (el niño que ha crecido, oh si que ha crecido) con problemas mentales.
Siempre supo que existían. Sintió el peso de sus cuerpos a medida que los iba arrojando sobre una enorme cantidad de leña que había recogido esa misma mañana. Allí estaba la prueba material de su locura. Y allí mismo haría la hoguera que los exterminaría. La pira de la justicia. Arrojó el último y encendió un fósforo. Dejó que la llama absorbiera oxígeno y resplandeciera frente a su mirada y luego, sin vacilamiento alguno, lo tiró sobre el montón de cuerpos. Ardió instantáneamente y el calor abarcó todo.
El reflejo de las llamas le iluminó el rostro cansado y dibujó figuras amarillas y naranjas sobre el mentón y mejillas. Disfrutó la escena unos segundos y dejando la hoguera a sus espaldas, giró hacia la escalera. Y entonces, se quedó congelado, atravesado por el miedo.
Otra vez estaban delante de sus ojos. Todos ellos. Pero respiraban, jadeaban con olor a muerte y de los puntos rojos del cuerpo caía sangre manchando la tierra, impregnándolo todo de un olor tan agrio como oscuro, tan mortecino como demencial. ¿Eran los mismos o había más? ¿Se había equivocado? No lo supo, ni entonces ni nunca más, porque de pronto se vió envuelto en una maraña de filosas garras de las que fue prisionero y víctima, todo a la vez, siendo su última imagen un cuenco blanco, como de ojo, tan pálido como brillante, tan vivo como real, en la que parecía divisarse una imagen, si, era una imagen y mientras moría creyó ver en ella su rostro aullando de dolor, retorciéndose entre la carroña, sumiéndose en la peor de sus pesadillas...
Carlitos
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Con once años son otros los horrores, efectivamente.
Jugar a las escondidas se podría considerar casi normal una tarde de
primavera; jugar en grupo, en la...
Hace 4 semanas
2 comentarios:
Estoy adormecido en esas llamas luego de este relato de una oscuridad acogedora y seductora. Si el pobre pibe estaba loco o no, si los duendes del maizal eran engendros mentales o seres palpables y diabólicos, poco importa al fin de cuentas.
El sueño o la acción de los hechos nos lleva a lo mas profundo de nuestros temores, de nuestras reacciones. Sin saber porqué mientras leía estas líneas recordé la novela de nick cave “And The Ass Saw The Angel”, cargada de una oscuridad precisa abocada a otros ámbitos, pero a los mismos temores que los de tu relato.
Genial!
(no puedo citar nada de ese libro porque estoy en el trabajo y se me complica un poco buscar el libro jejeje)
Muy buen relato don Neto. Insisto, un relato excelente. Es del tipo de los que yo digo que no se pueden leer a cualquier hora y en cualquier circunstancia porque conecta con ese mundo de horrores que llevamos dentro.
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