Caminaba por la orilla del arroyo supervisando las líneas arrojadas al agua, vigilando si algún pez había picado mientras respiraba el aire puro de la mañana.
Lo sorprendió ver creciendo, entre matas secas de pasto, un pequeño abedul. Sabía que no lo había plantado, así que el viento había traído de vaya saber donde la semilla que allí había decidido cobrar vida.
Apenas era un tronquito con cinco hojitas y aún conociendo las dimensiones que podía llegar a ganarle al tiempo, decidió dejarlo. Nunca había tenido un abedul y era tan bello en el paisaje, que quitarlo hubiese sido un crimen a la naturaleza.
Ramón era hombre de litoral, pero hacía varios años que se había construido una pequeña casita a la veda de un arroyo y se ganaba la vida con su humilde huerta y la pesca. Le gustaba ir y venir por la orilla, meditar sobre cosas sin importancia y volver a su hogar cerca del atardecer.
Había notado en sus últimos regresos, que el abedul que crecía a pocos metros de su casita había aumentado sus proporciones llamativamente.
Ya no era el tronquito frágil de días atrás, ahora un robusto tronco de unos tres centímetros de diámetro, de casi metro y medio de alto había tomado su lugar.
No había oído hablar jamás de un abedul que se desarrollara tan rápido, pero podía ser, había muchas especies. Por otro lado le gustaba la idea de verlo grande rápidamente; le encantaban sus hojas, su porte y seguramente sería un árbol hermoso para el frente de su casa.
Con las semanas, el abedul se tornó más árbol, es decir, creció para arriba y hacia los costados. Ramón seguía pensativo al respecto, era muy extraño, pero esa singularidad lo hacía aún más bello. Sin dudas se trataba de un árbol único.
Había hablado de él en el pueblo y más de uno se había mostrado excéptico. "Vayan y veánlo con sus propios ojos" los había desafiado. Pero nadie aceptó la propuesta. Era más fácil darle la razón y cambiar de tema.
Supuso que era la gran humedad del suelo lo que le daba fuerzas para crecer tan rápido.
Las hojas romboidales alcanzaban los tres centímetros de largo y la altura del ejemplar ya llegaba a los tres metros.
Al mes, en una de sus tantas caminatas diarias, Ramón tropezó con algo y cayó de cara al suelo. Maldijo en voz alta y se quedó sorprendido al ver que había enganchado su pié con una de las raíces del abedul.
Sobresalía unos pocos centímetros de la tierra y se la veía de un color blanquecino (mortecino). Se dijo que debía cortarla, porque estaba muy extendida y con seguridad, en poco tiempo, estaría ocasionando daño en los alrededores de su casa. Pero por el momento no, porque su presencia le daba otro brillo al suelo y no podía negar que su textura era tan bella como el árbol mismo.
Ya no demostraba sorpresa al notar que el abedul superaba primero los seis metros de alto y un par de semanas después, los diez.
Tengo que podarlo un poco, se mentía. Lo dejaba para más tarde y luego se arrepentía, porque la figura del abedul lo subyugaba de tal forma que hacerle el mínimo daño era todo un dilema.
Las raíces, como lo previó, ganaron terreno cerca de la casa. Ya habían levantado la entrada de material. El cemento rajado tampoco fue pretexto suficiente para cortar la raíz.
Ramón caminaba cada día menos, porque destinaba más tiempo a observar su abedul, cuidarlo de los yuyos y plagas de la zona. Las visitas al pueblo iban espaciándose cada vez más.
Al poco tiempo las raíces habían levantado el contrapiso de la cocina. Esto se lo hicieron notar un par de pueblerinos que preocupados por la ausencia de Ramón en el pueblo, habían ido a ver si necesitaba (pasaba) algo. Pero Ramón minimizó el problema diciéndoles que ya era hora de arreglar ese contrapiso y que una vez sacadas las raíces, arreglaría todo.
Aún hacía calor la noche en que Ramón sintió que la sábana que lo tapaba hasta la cintura se movía, como tirada hacia abajo por algo. De inmediato sintió un roce y su tacto lo reconoció sin dudar. Era su abedul hermoso, llegando en silencio, por medio de una ráíz, hasta su propio lecho. Pensaba en la belleza que la naturaleza le había regalado mientras sentía como la raíz se enroscaba cual amante en su cuello y casi con amor, apretaba a cada instante un poco más.
Y casi ya sin poder respirar, en el momento cumbre de la asfixia, sus ojos emocionados solo deseaban un último deseo, que era verlo allí afuera, bajo la luz de la luna, con su silueta de ramas recortando el arroyo y su hermosa copa tocando el cielo.
Carlitos
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Con once años son otros los horrores, efectivamente.
Jugar a las escondidas se podría considerar casi normal una tarde de
primavera; jugar en grupo, en la...
Hace 3 semanas
6 comentarios:
Te confieso que he tenido algunos abedules ¨...llegando en silencio, por medio de una ráíz, hasta mi propio lecho...¨
y ya ...¨casi ya sin poder respirar, en el momento cumbre de la asfixia...¨
me los logré sacar de encima. JA!
Dejame que me lo tome un poco en broma, para que me pase el miedo de lo de las palomas...
Genial relato, ésto va en serio.
BESOS CON RAÍZ.-
Ya mismo arranco el palo borracho que está en frente de casa, bicho malsano...
Cuando yo digo que ud es un maestro no exagero ni un ápice. Que me abracen mil abedules si miento.
Hermoso romance.
Está muy bien representado el amor extremo que se puede sentir por un árbol. A mi muchas veces me dan ganas de formar parte de la belleza de sus formas, sus hojas y sus raíces, como le terminó pasando al afortunado de Ramón.
Saludos.
Un cuento simplemente sensacional. Te felicito. Muy bueno maestro.
Neto: es muy buena la historia.
Un árbol que se mete hasta tu propia casa, un peligro. Tanto tu abedul como mi planta de hojas verdes y brillantes son dos asesinos en potencia.
Gracias por la invitación es un muy buen cuento y la narración, como siempre estupenda.
mariarosa
Al ver su comentario doña Mariarosa veo que nunca contesté los anteriores, que mal lo mío, ja.
Gracias, me alegro que le haya gustado. Saludos!
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